35. El primero en llegar al cielo

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Te crees muy listo, pero mis ojos no son los de cualquier noble mezquino al que puedas engañar con una nariz falsa y un poco de tierra en las mejillas

Alguien tropezó con el catre de Sigzil y lo despertó de un sueño. Bostezó mientras Roca empezaba a tocar la campana del desayuno en la habitación contigua.

Había estado soñando en azishiano. Estaba en casa, estudiando para los exámenes de acceso al servicio gubernamental. Aprobarlos lo habría cualificado para entrar en una escuela de verdad y le habría abierto la posibilidad de convertirse en secretario de alguien importante. Solo que, en el sueño, Sigzil había montado en pánico al darse cuenta de que ya no sabía leer.

Después de tantos años fuera, pensar en su lengua natal le resultó extraño. Volvió a bostezar, se incorporó en su catre y apoyó la espalda contra la pared de piedra. Tenían tres barracones pequeños y una sala común en el centro.

Allí fuera, todo el mundo estaba empujándose sin orden ni concierto para llegar a la mesa del desayuno. Roca tuvo que darles cuatro voces, de nuevo, para que se organizaran. Llevaban meses en el Puente Cuatro y habían pasado a ser aprendices de Caballero Radiante, pero aún no habían aprendido a esperar haciendo cola como debían. No durarían ni un día en Azir, donde las colas ordenadas no solo eran lo esperado, sino casi una cuestión de orgullo nacional.

Sigzil descansó la cabeza en la pared, recordando. Había sido el primero de su familia desde hacía generaciones en tener la oportunidad de aprobar los exámenes. Un sueño de necios. En Azir todo el mundo decía que hasta el hombre más humilde podía llegar a Supremo, pero el hijo de un trabajador apenas tenía tiempo para estudiar.

Sacudió la cabeza y se lavó con una palangana que había llenado de agua la noche anterior. Se cepilló el pelo y se miró en una placa alargada de acero. Le estaba creciendo demasiado el pelo y sus lustrosos rizos negros tendían a sobresalir demasiado.

Sacó una esfera para iluminarse mientras se afeitaba con su cuchilla recién adquirida, pero al poco de empezar se hizo un corte. Aspiró aire por el dolor y su esfera se apagó. ¿Qué había…?

Le empezó a brillar la piel y dejó escapar una tenue voluta luminiscente. Ah, cierto. Kaladin había vuelto.

Bueno, eso iba a resolver muchos problemas. Sacó otra esfera y se esforzó por no comérsela mientras terminaba de afeitarse. Después, se apretó la mano contra la frente. Antes había llevado marcas de esclavo en ella. La luz tormentosa las había sanado, aunque su tatuaje del Puente Cuatro seguía en su sitio.

Se levantó y se puso el uniforme. Azul Kholin, limpio y elegante. Guardó su nueva libreta encuadernada en piel de cerdo en el bolsillo, salió a la sala común… y se detuvo en seco cuando la cara de Lopen descendió justo delante de él. Sigzil estuvo a punto de estrellarse contra el herdaziano, que estaba pegado por las suelas de las botas al tormentoso techo.

—Hola —dijo Lopen, sosteniendo su cuenco de gachas del revés… o en realidad, del derecho, pero del revés para Lopen. El herdaziano intentó dar una cucharada, pero las gachas cayeron de la cuchara y se emplastaron en el suelo.

—Lopen, ¿se puede saber qué haces?

—Practicar. Tengo que demostrarles lo bueno que soy, garrafón. Es como con las mujeres, solo que en esto tienes que pegarte al techo y procurar no tirar comida en la cabeza de la gente que te cae bien.

—Aparta, Lopen.

—Ah, pero tienes que pedirlo bien. ¡Ya no soy manco! No se me puede apartar a empujones. A ver, ¿sabes cómo conseguir que un herdaziano con dos brazos haga lo que quieres?

—Si lo supiera, no estaríamos teniendo esta conversación.

—Pues teniendo un tercer pecho, por supuesto. —Lopen sonrió de oreja a oreja. Cerca de ellos, Roca soltó una sonora carcajada.

Lopen meneó los dedos delante de la cara de Sigzil, como pinchándolo, con las uñas relucientes. Al igual que todos los herdazianos, tenía las uñas de color marrón oscuro y duras como el cristal. Recordaban un poco a caparazones.

Él también seguía llevando el tatuaje en la cabeza. Aunque hasta el momento solo unos pocos del Puente Cuatro habían aprendido a absorber luz tormentosa, todos ellos conservaban sus tatuajes. Solo Kaladin era distinto: su tatuaje se había deshecho por obra de la luz y sus cicatrices se negaban a sanar.

—Haz por recordarme esa, ¿quieres, garrafón? —pidió Lopen. Jamás se dignaría explicar lo que significaba «garrafón» ni por qué usaba la palabra solo para referirse a Sigzil—. Van a hacerme falta un montón de bromas nuevas, seguro. Y mangas. Necesitaré el doble, menos en los chalecos. Ahí, bastará con las mismas.

—¿Cómo has podido subir ahí arriba para que los pies se te peguen…? No, no me lo digas. En realidad, no quiero saberlo. —Sigzil se agachó para pasar por debajo de Lopen.

Los hombres seguían amontonados alrededor de la comida, riendo y gritando en un desorden total. Sigzil gritó para llamarles la atención.

—¡Que no se os olvide! ¡El capitán nos quería levantados y listos para inspección antes de la segunda campana!

Sigzil apenas logró hacerse oír. ¿Dónde estaba Teft? Cuando las órdenes las daba él, los demás sí que escuchaban. Sigzil meneó la cabeza y pasó entre los hombres hacia la puerta. Entre su gente estaba en la media de altura, pero no se le había ocurrido otra cosa que mezclarse con los alezi, que venían a ser gigantes. Por tanto, allí era varios centímetros más bajo que la mayoría.

Salió al pasillo. Las cuadrillas de los puentes ocupaban una serie de extensos barracones en la planta baja de la torre. El Puente Cuatro estaba obteniendo poderes de Radiante, pero había centenares de hombres más en el batallón que seguían siendo infantería ordinaria. Quizá Teft hubiera salido a inspeccionar las otras cuadrillas, ya que le habían asignado la responsabilidad de entrenarlas. Con un poco de suerte, no sería lo otro.

Kaladin se alojaba en su propio conjunto de habitaciones al final del pasillo. Sigzil se encaminó hacia allí mientras repasaba las anotaciones de su cuadernillo. Empleaba glifos alezi, que era lo aceptable en un hombre allí, y no había llegado a aprender su auténtico sistema de escritura. Tormentas, llevaba tanto tiempo lejos de casa que seguro que el suelo no erraba. Quizá de verdad le costara escribir en azishiano.

¿Cómo sería la vida si Sigzil no hubiera resultado ser un fracasado y una decepción, si hubiera aprobado los exámenes en vez de meterse en líos y necesitar que lo rescatara el hombre que se había convertido en su amo?

«La lista de problemas antes que nada», decidió mientras llegaba a la puerta de Kaladin y llamaba.

—¡Adelante! —llegó la voz del capitán desde dentro.

Sigzil encontró a Kaladin haciendo sus flexiones matutinas en el suelo de piedra. Su casaca azul estaba doblada sobre una silla.

—Señor —dijo Sigzil.

—Hola, Sig —saludó Kaladin, gruñendo mientras seguía haciendo ejercicio—. ¿Los hombres están levantados y reunidos?

—Levantados, sí —informó Sigzil—. Cuando los he dejado, parecían a punto de pelear por la comida, y solo la mitad uniformados.

—Estarán listos —dijo Kaladin—. ¿Querías alguna cosa, Sig?

Sigzil se sentó en la silla de al lado de la casaca y abrió su libreta.

—Muchas cosas, señor. Entre ellas, comentarte el hecho de que deberías tener una escriba de verdad, y no… lo que sea que soy yo.

—Eres mi secretario.

—Y lo hago fatal. Tenemos un batallón completo de luchadores con solo cuatro tenientes y sin escribas oficiales. La verdad, señor, es que las cuadrillas de los puentes son un desastre. Tenemos las finanzas hechas un lío, las peticiones de material se acumulan más deprisa de lo que Leyten puede atenderlas y hay todo un montón de problemas que requieren la atención de un oficial.

Kaladin gruñó.

—La parte divertida de dirigir un ejército.

—Exacto.

—Era sarcasmo, Sig. —Kaladin se levantó y se secó la frente con una toalla—. Muy bien, adelante.

—Empezaremos por algo fácil —dijo Sigzil—. Peet se ha comprometido de manera oficial con la mujer a la que estaba cortejando.

—¿Ka? Qué alegría. A lo mejor, ella puede ayudarte con las tareas de escriba.

—Quizá. Creo que estabas planteándote solicitar alojamiento para los hombres con familia, ¿verdad?

—Sí. Pero fue antes de todo el asunto del Llanto y la expedición a las Llanuras Quebradas y… Y debería volver a mencionárselo a las escribas de Dalinar, ¿a que sí?

—Si no quieres que las parejas casadas compartan catre en los barracones normales, me parece que sí, que deberías. —Sigzil miró la siguiente página de su cuadernillo—. Creo que Bisig está a punto de comprometerse también.

—¿Ah, sí? Es muy callado. Nunca sé lo que pasa detrás de esos ojos suyos.

—Por no mencionar a Punio, de quien he descubierto hace poco que ya está casado. Su mujer le trae comida.

—¡Creía que esa era su hermana!

—Quería integrarse con los demás, me parece —dijo Sigzil—. Y lo mal que habla el alezi ya se lo pone difícil. Y luego está el asunto de Drehy…

—¿Qué asunto?

—Bueno, que está cortejando a un hombre, así que…

Kaladin se puso la casaca con una risita.

—Eso sí que lo sabía. ¿Acabas de darte cuenta ahora?

Sigzil asintió.

—¿Aún está viéndose con Dru, de la oficina de intendencia del distrito?

—Sí, señor. —Sigzil bajó la mirada—. Señor, yo… Bueno, es que…

—¿Sí?

—Señor, Drehy no ha rellenado los documentos correspondientes —dijo Sigzil—. Si quiere cortejar a otro hombre, tiene que solicitar la reasignación social, ¿no?

Kaladin puso los ojos en blanco. Por lo visto, en Alezkar no existían documentos para aquello.

Sigzil no se sorprendió demasiado, ya que los alezi no tenían procedimientos adecuados para nada en absoluto.

—Entonces, ¿cómo solicita uno la reasignación social?

—No lo hace. —Kaladin frunció el ceño—. ¿De verdad te supone tanto problema, Sig? A lo mejor…

—Señor, no es esto en concreto. Ahora mismo, en el Puente Cuatro hay representadas cuatro religiones.

—¿Cuatro?

—Hobber adora las Pasiones, señor. Son cuatro, incluso sin contar a Teft, a quien no acabo de tener claro del todo. Y para colmo, están los rumores de que el brillante señor Dalinar afirma que el Todopoderoso está muerto, y… Bueno, me siento responsable, señor.

—¿Por Dalinar? —Kaladin pareció desconcertado.

—No, no. —Sigzil respiró hondo. Tenía que haber una forma de explicarlo. ¿Qué habría hecho su amo?—. Veamos, todo el mundo sabe que Mishim, la tercera luna, es la más lista y astuta de todas.

—Muy bien. ¿Qué tiene que ver con el tema?

—Es una historia —dijo Sigzil—. Calla. O sea, por favor, escúchame, señor. Verás, hay tres lunas y la tercera es la más lista. Y no quiere estar en el cielo, señor. Quiere escapar.

»Así que una noche, engañó a la reina de los natanos. Fue hace mucho tiempo, así que aún existían. Bueno, siguen existiendo hoy en día, pero entonces había más, señor. La luna engañó a la reina e intercambiaron sus puestos hasta que dejaron de hacerlo. Y ahora los natanos tienen la piel azul. ¿Le ves el sentido?

Kaladin parpadeó.

—No tengo ni idea de lo que me acabas de decir.

—Hum, bueno… —dijo Sigzil—. Está claro que es una historia fantasiosa, no el motivo real de que los natanos tengan la piel azul. Y, hum…

—¿Se supone que era para explicar algo?

—Es como hacía las cosas siempre mi amo —dijo Sigzil, mirándose los pies—. Contaba historias siempre que había alguien confundido, o cuando la gente se enfadaba con él. Y… bueno, y eso lo cambiaba todo. No sé cómo. —Miró a Kaladin.

—Supongo —respondió Kaladin despacio— que quizá te sientas… como una luna…

—No, no mucho. —Era una historia sobre la responsabilidad, pero no la había explicado nada bien. Tormentas. El amo Hoid lo había nombrado cantamundos de pleno derecho, y allí estaba, incapaz incluso de contar bien un cuento.

Kaladin le dio una palmada en el hombro.

—No pasa nada, Sig.

—Señor —dijo Sigzil—, los demás hombres no tienen ninguna dirección. Tú les has dado un propósito, una razón para ser buenos hombres. Y son buenos hombres. Pero en algunos aspectos, era más fácil cuando éramos esclavos. ¿Qué haremos si no todos los hombres manifiestan la capacidad de absorber luz tormentosa? ¿Qué lugar ocupamos en el ejército? El brillante señor Kholin nos ha retirado de las tareas de guardia, porque decía preferir que practicáramos y entrenáramos como Radiantes. Pero ¿qué es un Caballero Radiante?

—Tendremos que averiguarlo.

—¿Y si los hombres necesitan una guía? ¿Y si necesitan un centro moral? Alguien tiene que hablar con ellos cuando hacen algo mal, pero los fervorosos no nos hacen el menor caso, ya que nos asocian con las cosas que está diciendo y haciendo el brillante señor Dalinar.

—¿Crees que tú podrías guiar a los hombres, entonces? —preguntó Kaladin.

—Alguien tiene que hacerlo, señor.

Kaladin hizo un gesto a Sigzil para que saliera con él al pasillo. Echaron a andar hacia los barracones del Puente Cuatro, Sigzil con una esfera en alto para iluminarlos.

—No me importa si quieres ser algo parecido al fervoroso de nuestra unidad —dijo Kaladin—. Los hombres te aprecian, Sig, y se toman muy en serio las cosas que dices. Pero deberías intentar comprender lo que quieren de la vida y respetarlo, en vez de proyectar en ellos lo que opinas que deberían querer de la vida.

—Pero señor, hay cosas que están mal y punto. Ya sabes en qué anda metido Teft, y Huio se dedica a visitar a las prostitutas.

—No está prohibido. Tormentas, hasta he tenido sargentos que lo recomendaban como clave para tener la mente sana en batalla.

—Está mal, señor. Es imitar un juramento sin el compromiso. Todas las religiones importantes concuerdan, excepto la reshi, supongo. Pero esos son los paganos entre los paganos.

—¿Tu amo te enseñó a ser tan moralista?

Sigzil se detuvo de golpe.

—Perdona, Sig —dijo Kaladin.

—No, él también decía lo mismo de mí. A todas horas, señor.

—Te doy permiso para sentarte con Huio y explicarle tus reservas —dijo Kaladin—. No voy a prohibirte que expreses tus valores morales. Es más, hasta lo fomentaría. Pero no expongas tus creencias como nuestro código. Preséntalas como tuyas propias, y razónalas bien. Quizá los hombres te hagan caso.

Sigzil asintió, trotando para no quedarse atrás. Para disimular su vergüenza, más que otra cosa por fracasar del todo en contar bien la historia, pasó páginas de su libreta.

—Eso nos lleva a otro problema, señor. El Puente Cuatro ha quedado reducido a veintiocho miembros, después de las bajas que tuvimos en la primera tormenta eterna. Quizá sea momento de reclutar un poco.

—¿Reclutar? —repitió Kaladin, ladeando la cabeza.

—Bueno, es que si perdemos más miembros…

—No los perderemos —aseguró Kaladin. Siempre pensaba así.

—O… bueno, aunque no perdamos más, aún nos faltan para los treinta y cinco o cuarenta de una buena cuadrilla de puente. Aunque no haya necesidad de mantener esa cifra, una buena unidad en activo siempre debería estar buscando nuevos reclutas.

»¿Y si hay más gente en el ejército con la actitud correcta de un Corredor del Viento? O a lo que iba: ¿y si nuestros hombres empiezan a pronunciar sus juramentos y a vincular sus propios spren? ¿Disolveríamos el Puente Cuatro y dejaríamos que cada uno fuese Radiante por su cuenta?

La idea de desbandar el Puente Cuatro parecía doler a Kaladin casi tanto como la idea de perder hombres en batalla. Caminaron un tiempo en silencio. Al final, resultó que no iban a los barracones del Puente Cuatro, porque Kaladin había doblado un recodo hacia el centro de la torre. Pasaron junto a una carreta aguadora, de la que tiraban unos trabajadores para llevar agua de los pozos a los alojamientos de oficiales. En otros tiempos, eso habría sido trabajo de parshmenios.

—Por lo menos, deberíamos anunciar que estamos reclutando —dijo Kaladin al cabo de un tiempo—, aunque de verdad que no sé cómo seleccionaré a los aspirantes para que la cantidad sea manejable.

—Trataré de diseñar algunas estrategias, señor —dijo Sigzil—. Si puedo preguntarlo, ¿adónde…?

Dejó la pregunta inconclusa al ver que Lyn llegaba pasillo abajo hacia ellos. Se iluminaba con un chip de diamante y llevaba el uniforme Kholin, con el pelo recogido en una coleta. Se cuadró al ver a Kaladin y le hizo un saludo enérgico.

—Justo a ti te buscaba. El intendente Vevidar te informa de que «tu petición poco habitual está concedida», señor.

—Excelente —respondió Kaladin, pasando junto a ella con paso firme.

Sigzil le lanzó una mirada cuando Lyn echó a andar a su lado, y ella se encogió de hombros. No sabía cuál era la petición poco habitual, solo que se había concedido.

Kaladin miró a Lyn mientras andaban.

—Tú eres la que ha estado ayudando a mis hombres, ¿verdad? ¿Lyn, te llamabas?

—¡Sí, señor!

—Es más, diría que has estado ingeniándotelas para traer tú los mensajes al Puente Cuatro.

—Hum, sí, señor.

—¿No te asustan los «Radiantes Perdidos», entonces?

—La verdad, señor, después de lo que vi en el campo de batalla, preferiría estar en tu bando que apostar por el adversario.

Kaladin asintió, pensativo, mientras caminaba.

—Lyn —dijo por fin—, ¿te gustaría unirte a los Corredores del Viento?

La mujer paró en seco, boquiabierta.

—¿Señor? —Saludó—. ¡Señor, me encantaría! ¡Tormentas!

—Excelente —dijo Kaladin—. Sig, ¿puedes llevarle nuestros libros de cuentas y registros?

La mano de Lyn cayó de su sien.

—¿Libros de cuentas? ¿Registros?

—Los hombres también necesitarán cartas escritas para sus parientes —continuó Kaladin—. Y supongo que deberíamos redactar una historia del Puente Cuatro. La gente tendrá curiosidad, y una narración escrita me ahorrará tener que estar explicándolo a todas horas.

—Ah —dijo Lyn—. Como escriba.

—Por supuesto —dijo Kaladin, volviéndose hacia ella en el pasillo y frunciendo el ceño—. Eres mujer, ¿verdad?

—Creí que me proponías… O sea, en las visiones del alto príncipe, había mujeres que eran Caballeros Radiantes, y como la brillante Shallan… —Se sonrojó—. Señor, no me uní al cuerpo de exploradores porque me gustara estar sentada mirando libros de cuentas. Si eso es lo que me ofreces, tendré que rechazarlo.

Se le hundieron los hombros y esquivó la mirada de Kaladin. Sigzil descubrió, extrañado, que tenía ganas de atizar un puñetazo a su capitán. Tampoco muy fuerte, ojo. Solo un golpecito para despertarlo. No recordaba sentirse así con Kaladin desde aquella mañana en que el capitán lo había despertado a él, allá en el campamento de guerra de Sadeas.

—Entiendo —dijo Kaladin—. Bueno, vamos a celebrar pruebas para quien quiera incorporarse a la orden en sí. Supongo que podría extenderte una invitación. Si quieres.

—¿Pruebas? —preguntó ella—. ¿Para puestos de verdad, no solo para llevar las cuentas? Tormentas, me apunto.

—Habla con tu superior, pues —dijo Kaladin—. Aún no tengo preparada la prueba en sí, y tendrás que superarla antes de poder entrar. En cualquier caso, necesitarás que te autoricen a cambiar de batallón.

—¡Sí, señor! —exclamó ella, y se marchó con prisas.

Kaladin la vio alejarse y dio un suave gruñido.

Sigzil, sin pensarlo siquiera, musitó:

—¿Tu amo te enseñó a ser tan insensible?

Kaladin lo miró.

—Tengo una sugerencia, señor —siguió diciendo Sigzil—. Intenta comprender lo que la gente quiere de la vida y respetarlo, en vez de proyectar en ellos lo que opinas que deberían…

—Calladito, Sig.

—Sí, señor. Lo siento, señor.

Siguieron adelante y Kaladin carraspeó.

—No tienes por qué hablarme tan formal, ¿sabes?

—Lo sé, señor. Pero ahora eres un ojos claros, y portador de esquirlada, y… bueno, me parece lo adecuado.

Kaladin se envaró, pero no lo contradijo. La verdad era que Sigzil siempre había estado… incómodo intentando tratar a Kaladin como a cualquier otro hombre del puente. Algunos de los otros sí que podían, como Teft, o Roca, o Lopen a su extraña manera. Pero Sigzil estaba más cómodo si la relación estaba bien establecida y clara. Un capitán y su secretario.

Moash había sido el más íntimo de Kaladin, pero ya no era del Puente Cuatro. Kaladin no les había explicado qué había hecho Moash, solo que «se ha retirado de nuestra compañía». Se ponía tenso y se cerraba en banda cada vez que se pronunciaba el nombre de Moash.

—¿Hay más cosas en esa lista tuya? —preguntó Kaladin mientras se cruzaban con una patrulla de guardia en el pasillo. Recibió elegantes saludos marciales.

Sigzil repasó su cuaderno.

—Cuentas y necesidad de escribas, código de moral para la tropa, reclutamiento… Ah, sí, y tendremos que definir nuestro lugar en el ejército, ahora que ya no somos guardaespaldas.

—Seguimos siendo guardaespaldas —dijo Kaladin—. Es solo que ahora protegemos a todo el que lo necesita. Tenemos problemas más graves, con esa tormenta.

Había llegado de nuevo, por tercera vez, demostrando con su última aparición que era incluso más periódica que las altas tormentas. Tenía un período de unos nueve días. Altos como estaban, su paso era solo anecdótico, pero a lo largo y ancho del mundo cada aparición acosaba más a unas ciudades ya atribuladas.

—Eso lo comprendo, señor —dijo Sigzil—, pero aun así debemos preocuparnos del procedimiento. Te lo plantearé así: como Caballeros Radiantes, ¿seguimos constituyendo una unidad militar Alezi?

—No —respondió Kaladin—. Esta guerra abarca más que Alezkar. Estamos para toda la humanidad.

—Muy bien, pero entonces ¿cuál es nuestra cadena de mando? ¿Obedecemos al rey Elhokar? ¿Seguimos siendo súbditos suyos? ¿Y qué dahn o nahn ostentamos en la sociedad? Tú eres un portador de esquirlada en la corte de Dalinar, ¿verdad?

»¿Quién paga las soldadas del Puente Cuatro? ¿Y de las otras cuadrillas de puentes? Si hubiera una rencilla por las tierras de Dalinar en Alezkar, ¿puede convocarte a ti y al Puente Cuatro para que luchemos por él, como en una relación normal señor-vasallo? Y si no, ¿podemos esperar que siga pagándonos?

—Condenación —suspiró Kaladin.

—Lo siento, señor. Es que…

—No, son buenas preguntas, Sig. Tengo suerte de tenerte para que las hagas. —Agarró el hombro de Sigzil y se detuvo en el pasillo, a la entrada de la oficina de intendencia—. A veces creo que desperdicias tu talento en el Puente Cuatro. Tendrías que haber sido erudito.

—Bueno, ese viento sopló lejos de mí ya hace años, señor. Yo… —Respiró hondo—. Suspendí los exámenes para la formación gubernamental en Azir. No era lo bastante bueno.

—Pues esos exámenes eran estúpidos —dijo Kaladin—. Y peor para Azir, porque dejaron pasar la oportunidad de tenerte.

Sigzil sonrió.

—Me alegro de que lo hicieran. —Y por raro que le resultara hasta a él, sintió que era cierto. Una carga sin identificar que arrastraba desde hacía tiempo pareció liberarlo—. A decir verdad, me siento igual que Lyn. No quiero estar encorvado sobre un libro de cuentas mientras el Puente Cuatro se lanza al aire. Quiero ser el primero en llegar al cielo.

—Me parece que tendrás que enfrentarte a Lopen por ese honor —dijo Kaladin con una risita—. Vamos.

Entró en la oficina de intendencia, donde un grupo de guardias que esperaban lo dejaron pasar de inmediato. En el mostrador, un soldado corpulento y arremangado buscaba en cajas y cajones, murmurando entre dientes. Una mujer recia, cabía suponer que su esposa, inspeccionaba documentos de solicitud. Dio un codazo al hombre y señaló a Kaladin.

—¡Ya era hora! —exclamó el intendente—. Estoy harto de tenerlas aquí, atrayendo la mirada de todo el mundo y haciéndome sudar como un espía con demasiados spren. Fue esquivando material hasta un par de grandes sacos negros que había en un rincón y, que Sigzil viera, no estaban atrayendo ninguna mirada en absoluto. El intendente los levantó y echó una mirada a la escriba, que comprobó unos formularios, asintió y se los tendió a Kaladin para que les estampara su sello de capitán. Una vez cumplido el papeleo, el intendente dio un saco a Kaladin y el otro a Sigzil. Tintineaban al moverlos, y tenían un peso insospechado. Sigzil desató los nudos y miró dentro del suyo.

Una oleada de luz verde, intensa como la del sol, lo envolvió. Esmeraldas. De las grandes, no en esferas, seguramente talladas de las gemas corazón de abismoides cazados en las Llanuras Quebradas. Al instante, Sigzil comprendió que los guardias que había en la oficina no estaban allí para recoger nada del intendente. Estaban para proteger aquella fortuna.

—Eso es la reserva real de esmeraldas —dijo el intendente—. Guardadas para crear grano en emergencias y renovadas con luz en la tormenta de esta mañana. Lo que no me explico es cómo has convencido al alto príncipe de que te deje llevártelas.

—Solo las cogemos prestadas —repuso Kaladin—. Las habremos devuelto antes de que empiece a anochecer. Pero te advierto desde ya que algunas estarán opacas. Tendremos que volver a recogerlas mañana. Y pasado mañana.

—Con lo que os lleváis, podría comprarse un principado entero —dijo el intendente con un gruñido—. En el nombre de Kelek, ¿para qué las necesitáis?

Pero Sigzil ya lo había adivinado. Sonrió como un tonto.

—Vamos a hacer prácticas de Radiante.

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