18. Visión doble

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Con la descripción de una especia no es suficiente; hay que probarla en persona.

De Juramentada, prólogo

Shallan se transformó en Velo.

La luz tormentosa confirió a su rostro un aspecto menos juvenil, más anguloso. Nariz puntiaguda, con una cicatriz pequeña en la barbilla. Su pelo cambió de pelirrojo a negro alezi. Crear una ilusión como aquella costaba la luz tormentosa de una gema de las grandes, pero una vez establecida, podía mantenerla durante horas con solo una pizca.

Velo se quitó la havah y se puso pantalones y una camisa ajustada, luego las botas y un chaquetón largo y blanco. Terminó poniéndose un sencillo guante en la mano izquierda. Por supuesto, a Velo no le daba la menor vergüenza llevarla tan expuesta.

Existía un sencillo alivio para el dolor de Shallan. Había una forma fácil de esconderse. Velo no había sufrido igual que Shallan, y de todos modos era lo bastante dura como para soportar aquella clase de cosas. Convertirse en ella era como liberarse de una carga terrible.

Velo se rodeó el cuello con una bufanda y se echó al hombro un morral resistente, adquirido específicamente para ella. Con un poco de suerte, el muy visible cuchillo que sobresalía por arriba quedaría natural, incluso intimidatorio.

El rincón de su mente que seguía siendo Shallan se preocupó. ¿Se notaría la farsa? Casi con toda seguridad, se habría dejado detalles sutiles en su comportamiento, su vestimenta o su habla. Esos detalles indicarían a la gente adecuada que Velo no estaba tan curtida como aparentaba.

Bueno, tendría que hacerlo tan bien como pudiera y confiar en recuperarse de sus inevitables errores. Se ató otro cuchillo al cinto, largo pero no del todo una espada, ya que Velo no era ojos claros. Y menos mal. Ninguna mujer ojos claros podría pasearse por ahí tan evidentemente armada. Algunas costumbres se relajaban a medida que se descendía en la escala social.

—¿Bien? —preguntó Velo hacia la pared donde estaba Patrón.

—Mmm… —dijo él—. Buena mentira.

—Gracias.

—No como la otra.

—¿Radiante?

—Entras y sales de ella —dijo Patrón—, como el sol de las nubes.

—Me falta práctica —dijo Velo. Sí, esa voz sonaba de maravilla. Shallan estaba mejorando con el sonido.

Recogió a Patrón, lo que suponía apretar la mano contra la pared y dejar que pasara a su piel y luego al chaquetón. Mientras el spren zumbaba feliz, Velo cruzó su habitación y salió a la terraza. Ya se había alzado la primera luna, la violeta y orgullosa Salas. Era la menos brillante de las tres, por lo que fuera estaba bastante oscuro.

Casi todas las habitaciones exteriores tenían terrazas pequeñas como aquella, pero la suya, en el segundo nivel, tenía una ventaja particular. De ella bajaba una escalera al campo de abajo. El campo estaba cubierto de surcos para el agua y de caballones para plantar rocabrotes, y en sus límites había macetas para cultivar tubérculos o plantas ornamentales. Cada anillo de la ciudad tenía uno parecido, separados por dieciocho niveles en el interior.

Bajó al sembradío en la oscuridad. ¿Cómo podía haber crecido algo allí jamás? Veía su aliento ante ella y brotaron friospren alrededor de sus pies.

El campo tenía una portezuela de acceso al interior de Urithiru. Quizá no hiciera falta el subterfugio de no salir por la puerta de su habitación, pero Velo prefería ser cautelosa. No quería que los guardias o los sirvientes comentaran que la brillante Shallan salía a horas extrañas por la noche.

Además, ¿quién sabía dónde podían tener efectivos Mraize y sus Sangre Espectral? No se habían vuelto a poner en contacto con ella desde aquel primer día en Urithiru, pero sabía que la estarían observando. Aún no sabía qué hacer con ellos. Habían reconocido haber asesinado a Jasnah, lo que debería bastar para que los odiara. Sin embargo, también parecían saber cosas, cosas importantes, acerca del mundo.

Velo cruzó el pasillo con andares tranquilos, con una lamparilla de mano para iluminarse, ya que una esfera llamaría la atención. Pasó entre grupos de gente que mantenía los pasillos de la zona de Sebarial tan ajetreados como lo había estado su campamento de guerra. Allí la caída de la noche no apaciguaba tanto las cosas como en el sector de Dalinar.

Los extraños e hipnóticos estratos de los pasillos la guiaron fuera de la zona de Sebarial. Dejó de haber tanta gente en los corredores. Quedaron solo Velo y aquellos túneles solitarios e inacabables. Le daba la sensación de notar el peso de los otros niveles de la torre, vacíos e inexplorados, sobre sus hombros. Una montaña de piedra desconocida.

Se apresuró, con Patrón zumbando para sí mismo en su chaquetón.

—Él me gusta —dijo Patrón.

—¿Quién?

—El espadachín —respondió el spren—. Mmm. Ese con el que aún no puedes aparearte.

—¿Podemos dejar de referirnos así a él, por favor?

—Como quieras —dijo Patrón—. Pero me gusta.

—Odias su espada.

—He terminado por entenderlo —dijo Patrón, emocionándose—. A los humanos… a los humanos os dan igual los muertos. ¡Hacéis sillas y puertas a partir de cadáveres! ¡Coméis cadáveres! Creáis ropa de la piel de cadáveres. Para vosotros, los cadáveres son cosas.

—Bueno, supongo que es verdad. —Parecía muy emocionado por aquella revelación.

—Es grotesco —siguió diciendo Patrón—, pero debéis matar y destruir para vivir. Es como funciona el Reino Físico. En consecuencia, ¡no debería odiar a Adolin Kholin por blandir un cadáver!

—Es que te gusta y ya está —dijo Velo—, porque dice a Radiante que tiene que respetar la espada.

—Mmm. Sí, sí, un hombre muy agradable. Y maravillosamente listo.

—¿Por qué no te casas tú con él, pues?

Patrón zumbó.

—¿Sería…?

—No, no sería posible.

—Oh. —Se acomodó con un zumbido satisfecho en su chaquetón, donde apareció como un curioso bordado.

Tras caminar un poco más, Shallan descubrió que necesitaba decir algo más.

—Patrón, ¿recuerdas lo que me dijiste la otra noche, la primera vez que… nos transformamos en Radiante?

—¿Lo de morir? —preguntó Patrón—. Podría ser la única forma, Shallan. Mmm… Debes pronunciar verdades para progresar, pero me odiarás por provocarlo. Así que puedo morir, y cuando esté hecho, puedes…

—No. No, por favor, no me dejes.

—Pero me odias.

—También me odio a mí misma —susurró ella—. Es… Por favor, no te vayas. No mueras.

Patrón pareció complacido de oírlo, ya que incrementó su zumbido… aunque su sonido de placer y el de inquietud podían parecerse. De momento, Velo se dejó distraer por su misión de esa noche. Adolin seguía intentando localizar al asesino, pero no había avanzado mucho. Aladar era el Alto Príncipe de Información y su fuerza de vigilancia y sus escribas constituían un recurso, pero Adolin ansiaba hacer lo que le había pedido su padre.

Velo pensaba que tal vez los dos estaban buscando donde no debían. Empezó a vislumbrar luces por delante y aceleró el paso hasta salir a una pasarela que rodeaba una enorme y cavernosa sala, que abarcaba varios niveles. Había llegado al Apartado, una inmensa reunión de tiendas iluminadas por innumerables velas, antorchas y lámparas.

El mercado había emergido con sorprendente velocidad, desafiando los meticulosos planes de Navani. Su idea original era establecer una gran avenida con tiendas a los lados. Sin callejones, sin chabolas ni tiendas. Fácil de patrullar y controlado con minuciosidad.

Los mercaderes se habían rebelado, protestando por la falta de espacio de almacenamiento y la necesidad de estar más cerca de un pozo para tener agua fresca. En realidad, lo que pretendían era un mercado más grande y mucho más difícil de vigilar. Sebarial, como Alto Príncipe de Comercio, había estado de acuerdo. Y aunque sus libros de cuentas fuesen un desastre, era listo en lo relativo al comercio.

La confusión y la variedad del lugar emocionó a Velo. Pese a lo avanzado de la hora, había centenares de personas que atraían a spren de una decena de variedades. Había tiendas y más tiendas de distintos colores y diseños. En realidad, algunas no eran ni siquiera tiendas; podrían describirse mejor como puestos, secciones de suelo delimitadas con cuerda y vigiladas por hombretones con cachiporras. Otros sí eran edificios de verdad, pequeños cobertizos de piedra que se habían construido en el interior de la caverna y llevaban allí desde los tiempos de los Radiantes.

En el Apartado se mezclaban comerciantes de los diez campamentos de guerra originales. Pasó por delante de tres zapateros seguidos. Velo nunca había entendido por qué se congregaban los mercaderes que vendían los mismos productos. ¿No sería mejor establecerse donde no se tuviera a la competencia literalmente en la puerta de al lado?

Guardó la lámpara de mano, ya que las tiendas y los establecimientos de los comerciantes daban luz de sobra, y siguió paseándose. Velo estaba más cómoda allí que en los pasillos vacíos y retorcidos. En aquel lugar, la vida se había afianzado. El mercado crecía como el batiburrillo de animales y plantas en la falda a sotavento de una montaña.

Llegó al pozo central de la caverna, un enorme y redondo enigma donde ondeaba un agua sin crem. Ella no había visto nunca un pozo antes, porque la gente acostumbraba a usar aljibes que rellenaban las tormentas. Sin embargo, los numerosos pozos de Urithiru no se secaban nunca. Ni siquiera descendía el nivel del agua, y eso que la gente no paraba de extraerla.

Las escribas hablaban de que tal vez existiera un acuífero oculto en las montañas, pero ¿de dónde saldría el agua, incluso en ese caso? La nieve de las cumbres cercanas no parecía fundirse nunca, y la lluvia escaseaba mucho.

Velo se sentó al borde del pozo, con una pierna levantada, y miró ir y venir a la gente. Escuchó a las mujeres que charlaban sobre los Portadores del Vacío, sobre sus familias allá en Alezkar y sobre la extraña tormenta nueva. Escuchó a hombres preocupados por si los llamaban a filas, o temiendo que se redujera su nahn de ojos oscuros, ahora que no había parshmenios que se ocuparan de las tareas comunes. Algunos trabajadores ojos claros se quejaban de tener mercancías retenidas en Narak, esperando a que hubiera luz tormentosa para poder transportarlas a Urithiru.

Al rato, Velo se encaminó hacia una hilera concreta de tabernas. «No puedo hacer interrogatorios duros para obtener respuestas —pensó—. Si pregunto lo que no debo, todos me tomarán por una especie de espía de la fuerza de vigilancia de Aladar.»

Así era Velo. Velo no sentía dolor. Estaba cómoda, confiada. Miraba a la gente a los ojos. Alzaría el mentón desafiante a todo el que pareciera estar evaluándola. El poder era una ilusión de la percepción.

Velo tenía su propio tipo de poder, el de llevar toda la vida en la calle sabiéndose capaz de cuidar de sí misma. Tenía la tenacidad de un chull y, aunque pudiera ponerse arrogante, esa confianza era un poder por derecho propio. Obtenía lo que quería y no la avergonzaba el éxito.

La primera taberna que eligió estaba dentro de una enorme tienda de batalla. Olía a cerveza de lavis derramada y a cuerpos sudorosos. Dentro había hombres y mujeres riendo, que usaban cajas volcadas a modo de mesas y sillas. La mayoría llevaban ropa de ojos oscuros: camisas atadas (no había dinero ni tiempo para coserles botones) y pantalones o faldas. Había algunos hombres vestidos a una moda más antigua, con faldón y un fino chaleco suelto que dejaba al aire el pecho.

Era una taberna de baja estofa, que seguramente no iba a valerle. Necesitaría un lugar de peor calaña, pero aun así de más nivel. Con peor reputación, pero a la que acudieran los miembros poderosos del inframundo de los campamentos de guerra.

Pese a eso, parecía buen sitio para practicar. La barra estaba hecha de cajas amontonadas, pero tenía unos pocos taburetes de verdad delante. Velo se apoyó en la «barra» con lo que esperaba que fuese naturalidad y estuvo a punto de derribar las cajas. Tropezó, logró sujetarlas y sonrió con timidez a la tabernera, una anciana ojos oscuros de pelo canoso.

—¿Qué te pongo? —preguntó la mujer.

—Vino —dijo Velo—. Zafiro.

Era el segundo que más embriagaba. Que vieran que Velo aguantaba bien la bebida fuerte.

—Tenemos vari, kimik y un buen barril de veden. Ese último es más caro, ojo.

—Eh… —Adolin habría sabido en qué se diferenciaban—. Ponme el veden. —Parecía lo adecuado.

La mujer hizo que pagara por adelantado, con esferas opacas, pero el precio no era desorbitado. A Sebarial le interesaba que corriera el licor, como había sugerido para aliviar las tensiones en la torre, y subvencionaba los precios con impuestos bajos, de momento.

Mientras la mujer se afanaba tras su barra improvisada, Velo tuvo que soportar la mirada de un vigilante. Los de esa taberna no estaban cerca de la entrada, sino allí, cerca de la bebida y el dinero. A pesar de lo que desearía la fuerza de vigilancia de Aladar, aquel lugar no era seguro del todo. Si de verdad había habido asesinatos sin resolver, si se habían olvidado o se había hecho la vista gorda, habrían tenido lugar en el Apartado, donde la ley se relajaba hasta extremos casi anárquicos por la masificación, el ajetreo y la presión de decenas de miles de vivanderos y parientes de soldados.

La tabernera colocó de golpe un vaso delante de Velo, un vasito minúsculo que contenía un líquido claro.

Velo lo levantó, malcarada.

—Me lo has puesto mal. Te he pedido zafiro. ¿Qué es esto, agua?

El vigilante que había más cerca de Velo rio entre dientes y la tabernera se detuvo en seco y la miró de arriba abajo. Al parecer, Shallan acababa de cometer uno de esos errores que la habían preocupado.

—Eso es lo mismo, chica —dijo la tabernera, ingeniándoselas para apoyarse en las cajas y no tirar ninguna—, pero sin las infusiones sofisticadas que les ponen los ojos claros.

«¿Infusiones?»

—¿Qué eres, una especie de criada? —preguntó la mujer en voz baja—. ¿Es la primera noche que sales sola?

—Claro que no —dijo Velo—. He hecho esto cientos de veces.

—Seguro, seguro —repuso la mujer, apartándose un mechón de pelo detrás de la oreja. Volvió a caerle en la cara—. ¿Estás segura de que es lo que quieres? Puede que en la trastienda tenga algún vino hecho con colores de ojos claros que ponerte. Sí, seguro que tengo un naranja bastante bueno. —Alargó el brazo para recuperar el vasito.

Velo lo asió y se echó al gaznate todo el licor de un solo trago. Resultó ser uno de los mayores errores de su vida. ¡El líquido ardía, como si estuviera en llamas! Notó que se le desorbitaban los ojos, empezó a toser y estuvo a punto de vomitar allí mismo, sobre la barra.

¿Aquello era vino? Sabía más bien a lejía. Pero ¿qué le pasaba a aquella gente? No había notado nada dulce, ni la menor traza de sabor. Solo esa sensación ardiente, como si alguien le raspara la garganta con un cepillo de fregar. Le calentó la cara al instante. ¡Qué deprisa pegaba!

El vigilante estaba tapándose la boca, intentando en vano contener las carcajadas. La tabernera dio unas palmadas en la espalda a Shallan, que seguía tosiendo.

—Espera —dijo la mujer—, que te traigo algo para bajar ese…

—No —graznó Shallan—. Es solo que me alegro de poder beberlo… después de tanto tiempo. Otro, por favor.

La tabernera puso cara de escepticismo, pero el vigilante estaba muy a favor de la idea. Se había sentado en un taburete para mirar a Shallan con una amplia sonrisa. Shallan dejó una esfera en la barra, desafiante, y la mujer volvió a llenarle el vaso de mala gana.

Tres o cuatro personas que estaban sentadas cerca se habían vuelto para mirar. Estupendo. Shallan hizo acopio de valor y se bebió el vino en un largo y prolongado sorbo.

No le supo mejor la segunda vez. Aguantó un momento, notando que se le humedecían los ojos, y estalló en una nueva explosión de toses. Terminó encorvada, temblorosa, cerrando los párpados con fuerza. Habría jurado que hasta se le escapó un gañido.

Hubo algunos aplausos en la tienda. Shallan devolvió la mirada a la entretenida tabernera, con los ojos llorosos.

—Estaba espantoso —dijo, y tosió otra vez—. ¿De verdad os bebéis este líquido horrible?

—Ay, cielo —respondió la mujer—. Esto no es ni de lejos lo peor que hay.

Shallan gimió.

—Vale, pues ponme otro.

—¿Seguro que…?

—Sí —dijo Shallan con un suspiro. Lo más probable era que no pudiera labrarse una reputación esa noche, o al menos no del tipo que le interesaba. Pero al menos podía intentar acostumbrarse a beber aquel quitamanchas.

¡Tormentas! Ya empezaba a notarse mareada. A su estómago no le gustaba lo que estaba haciéndole, y tuvo que reprimir una arcada.

Aún riendo, el vigilante se cambió a un taburete más cerca de ella. Era un hombre joven, con el pelo tan corto que se le levantaba de punta. No podía ser más alezi, con la piel muy morena y una barbita de unos días en el mentón.

—Prueba a beberlo más despacio —le dijo el hombre—. A sorbitos entra mejor.

—Claro, y así de paso puedo degustar ese sabor tan horrible. ¡Qué amargo es! Se supone que el vino es dulce.

—Depende de cómo se haga —dijo el vigilante mientras la tabernera servía otro vasito a Shallan—. El zafiro a veces es taliú destilado, sin nada de fruta pero con colorante para darle un matiz. Lo que pasa es que en las fiestas de ojos claros no sirven el que es fuerte de verdad, excepto a la gente que sabe cómo pedirlo.

—Sabes de bebida —comentó Velo. La taberna se sacudió un momento antes de aposentarse. Dio un sorbito a la bebida que acababan de servirle.

—Gajes del oficio —dijo él con una sonrisa—. Hago muchas recepciones para los ojos claros, así que sé moverme en sitios con manteles en vez de cajas.

Velo hizo un sonido con la garganta.

—¿Hacen falta vigilantes en las recepciones de ojos claros?

—Ya lo creo —respondió él, haciendo chascar los nudillos—. Solo hay que saber cómo escoltar a alguien fuera del salón, en vez de sacarlos a patadas. En realidad, es más fácil. —Ladeó la cabeza—. Pero por raro que parezca, a la vez también es más peligroso. —Se rio.

«¡Kelek! —pensó Velo al ver que el hombre se acercaba poco a poco—. ¡Está flirteando conmigo!»

No debería haberse sorprendido tanto. Había entrado sola, y aunque Shallan no habría descrito a Velo con la palabra «mona», tampoco era fea. Era más bien normalita, tirando a dura, pero vestía bien y saltaba a la vista que tenía dinero. Llevaba la cara y las manos limpias, y aunque su ropa no era de ricas sedas, estaba un paso largo por encima del atuendo de los trabajadores.

Al principio la ofendieron las atenciones del vigilante. Con lo mucho que se había esforzado por volverse capaz y dura como la roca, ¿lo primero que hacía era atraer a un tipo? ¿A uno que se hacía chascar los nudillos e intentaba explicarle cómo beber alcohol?

Solo para fastidiarlo, se echó el resto del vaso entre pecho y espalda de un trago.

Al instante tuvo remordimientos por molestarse con el hombre. ¿No debería sentirse halagada? Cierto, Adolin podría haber machacado a aquel hombre de todas las formas concebibles. Hasta hacía más ruido al chasquearse los nudillos.

—¿De qué campamento de guerra vienes? —preguntó el vigilante.

—Sebarial —dijo Velo.

El hombre asintió, como si ya se lo esperara. El campamento de Sebarial había sido el más variopinto. Estuvieron charlando un rato más, Shallan haciendo algún comentario suelto mientras el vigilante, llamado Jor, se andaba por las ramas contando diversas historias. Siempre sonriendo, a menudo alardeando.

No era mal conversador, aunque parecía traerle sin cuidado lo que dijera Shallan siempre que lo animara a seguir hablando. Ella bebió más de aquel líquido asqueroso y su mente empezó a vagar.

Esa gente… todos tenían vidas, familias, amores, sueños. Algunos dormitaban desplomados en sus cajas, solos, mientras otros reían con amigos. Algunos llevaban la ropa, por humilde que fuera, más o menos limpia, mientras otros iban manchados de crem y cerveza de lavis. Algunos le recordaban a Tyn por su forma confiada de hablar, por la forma en que sus interacciones eran un juego sutil de superarse entre ellos.

Jor calló, como esperando a que ella dijera algo. ¿De qué… de qué estaba hablando? Cada vez le costaba más seguir la conversación.

—Sigue —le dijo.

Él sonrió y se lanzó a una nueva anécdota.

«No voy a ser capaz de imitar esto hasta que lo haya vivido —se dijo, apoyada contra su caja—. Igual que no podría dibujar sus vidas sin haber andado entre ellos.»

La tabernera regresó con la botella y Shallan asintió. El último vasito no había quemado ni por asomo tanto como los anteriores.

—¿Estás… estás segura de que quieres más? —preguntó el vigilante.

Tormentas, empezaba a sentirse enferma de verdad. Había tomado cuatro vasos, sí, pero eran muy pequeños. Parpadeó y se volvió.

La taberna se emborronó y rodó, y Shallan dio un gemido, apoyando la cabeza en la barra. A su lado, el vigilante suspiró.

—Podría haberte dicho que perdías el tiempo, Jor —dijo la tabernera—. Esta habrá caído antes de que dé la hora. A saber qué estará intentando olvidar.

—Solo intenta disfrutar del tiempo libre —dijo Jor.

—Ya, claro. ¿Con unos ojos como esos? Seguro que es solo eso. —La tabernera se alejó.

—Oye —dijo Jor, dando un codazo a Shallan—. ¿Dónde vives? Puedo llamarte un palanquín para que te lleve a casa. ¿Estás despierta? Deberías ir tirando antes de que se haga muy tarde. Conozco a unos porteadores de confianza.

—No… no es tarde aún… —farfulló Shallan.

—Lo suficiente —dijo Jor—. Este sitio puede ponerse peligroso.

—¿Aaah, sí? —intentó vocalizar Shallan, mientras despertaba en ella un destello de memoria—. ¿Apuñalan a la gente?

—Por desgracia —dijo Jor.

—¿Sabes de algún…?

—No pasa en esta zona, por lo menos todavía no.

—¿Y dónde? Para… para no acercarme —dijo Shallan.

—En El Callejón de Todos —dijo él—. No te acerques por allí. Anoche mismo apuñalaron a alguien detrás de la taberna. Lo encontraron muerto.

—Qué… qué raro, ¿no? —preguntó Shallan.

—Sí. ¿Te habías enterado? —Jor se estremeció.

Shallan se levantó para irse, pero la taberna se volcó en torno a ella y la hizo resbalar junto a su taburete. Jor intentó sostenerla, pero cayó al suelo con un golpe sordo y se dio en el codo contra la piedra. Casi por acto reflejo, absorbió un poco de luz tormentosa para aliviar el dolor.

La neblina que la rodeaba se desvaneció y su visión dejó de dar vueltas. En un sorprendente instante, la borrachera desapareció sin más.

Parpadeó. «¡Vaya!» Se levantó sin ayuda de Jor, se sacudió el chaquetón y se apartó el pelo de la cara.

—Gracias —dijo—, pero esa es justo la información que necesito. Tabernera, ¿falta algo por pagar?

La mujer se volvió y se quedó quieta mirando a Shallan, vertiendo líquido en un vaso hasta desbordarlo.

Shallan cogió su vaso, lo alzó y lo sacudió hasta que la última gota le hubo caído en la boca.

—Es buen material —comentó—. Gracias por la conversación, Jor.

Dejó una esfera en las cajas como propina, se puso el sombrero, dio una palmadita cariñosa a Jor en la mejilla y salió con paso firme de la tienda.

—¡Padre Tormenta! —exclamó Jor a su espalda—. ¿Acaba de jugármela?

Fuera seguía habiendo un ajetreo que le recordaba a los mercados nocturnos de Kharbranth. Pero tenía sentido. Ni el sol ni las lunas llegaban a aquellas cavernas, y era fácil perder la noción del tiempo. Además, aunque se había puesto a trabajar a casi todo el mundo de inmediato, muchos soldados tenían tiempo libre, ya sin carreras en mesetas en las que servir.

Shallan preguntó por ahí hasta que le dieron señas hacia El Callejón de Todos.

—La luz tormentosa me ha puesto sobria —dijo a Patrón, que había subido por su chaquetón y le adornaba la solapa, plegado por encima.

—Te ha curado el envenenamiento.

—Puede ser útil.

—Mmm. Creía que ibas a enfadarte. Has bebido el veneno a propósito, ¿verdad?

—Sí, pero la idea no era emborracharme.

Patrón zumbó, confuso.

—Entonces, ¿por qué beberlo?

—Es complicado —dijo Shallan. Suspiró—. No lo he hecho muy bien ahí dentro.

—¿Ponerte borracha? Mmm. Ha sido un buen intento.

—Cuando me he emborrachado, cuando he perdido el control, Velo se me ha escapado.

—Velo es solo una cara.

No. Velo era una mujer a la que no le daba la risa floja cuando bebía, ni gemía y se abanicaba la boca cuando tomaba algo demasiado fuerte. Velo nunca se comportaba como una adolescente tontita. A Velo no la habían protegido, casi encerrado, hasta que enloqueció y asesinó a su propia familia.

Shallan paró de sopetón, de repente frenética.

—Mis hermanos. Patrón, a ellos no los maté, ¿verdad?

—¿Cómo? —dijo él.

—Hablé con Balat por vinculacaña —dijo Shallan, con una mano en la frente—. Pero… pero entonces ya podía tejer la luz… aunque no lo supiera del todo. Podría haberlo falsificado. Todos sus mensajes. Mis propios recuerdos…

—Shallan —dijo Patrón, en tono preocupado—. No. Están vivos. Tus hermanos viven. Mraize dice que los rescató. Están viniendo hacia aquí. Esto no es la mentira. —Redujo su voz a un hilillo—. ¿Es que no lo distingues?

Adoptó de nuevo a Velo y el dolor remitió.

—Sí, claro que lo distingo.

Echó a andar de nuevo.

—Shallan —dijo Patrón—. Hay algo… Mmm… Hay algo que está mal en estas mentiras que te pones a ti misma. No lo entiendo.

—Solo tengo que profundizar más —susurró ella—. No puedo ser Velo solo en la superficie.

Patrón zumbó con una suave y ansiosa vibración, rápida y aguda. Ella lo chistó mientras llegaban al Callejón de Todos. Era un nombre raro para una taberna, pero los había visto más extraños. No era en absoluto un callejón, sino una enorme hilera de cinco tiendas unidas entre sí, cada una de un color distinto. Salía un tenue brillo desde su interior.

Había un portero bajo y fornido, con una cicatriz que le subía por la mejilla, le cruzaba la frente y llegaba al cuero cabelludo. Estudió a Velo con mirada crítica, pero no le dio el alto mientras entraba confiadísima en la tienda. Olía peor que la otra taberna, con tantos borrachos hacinados dentro. Habían cosido telas en las tiendas para crear zonas separadas y rincones oscuros, algunos de los cuales tenían mesas y sillas en vez de cajas. La gente sentada en ellas no llevaba la sencilla ropa de los trabajadores, sino cuero, paño o casacas militares desabrochadas.

«Tiene más nivel que la otra taberna —pensó Velo— y al mismo tiempo es de peor calaña.»

Vagó por la estancia, bastante oscura a pesar de las lámparas de aceite que había en algunas mesas. La barra era un tablón puesto sobre unas cajas, pero le habían puesto un mantel en el centro. Había gente esperando sus bebidas, pero Velo no les hizo caso.

—¿Qué es lo más fuerte que tienes? —preguntó al tabernero, un hombre gordo vestido con takama. Velo pensó que quizá fuera ojos claros. Había muy poca luz para saberlo seguro.

El camarero la miró.

—Saf veden, de barrica.

—Venga ya —dijo Velo, arisca—. Si quisiera agua, iría al pozo. Seguro que tienes algo más fuerte.

Rezongando, el tabernero llevó una mano a su espalda y sacó una jarra de un líquido claro, sin etiquetar.

—Blanco comecuernos —dijo, dejando la jarra con un golpe en el mostrador—. No tengo ni idea de qué fermentan para hacerlo, pero viene de maravilla para quitar la pintura.

—Perfecto —respondió Velo, soltando unas esferas en la barra improvisada. La gente que hacía cola había estado mirándola mal por saltárselos, pero al oír la respuesta sus expresiones se animaron.

El tabernero sirvió a Velo un vasito muy pequeño de blanco comecuernos. Ella se lo bebió de un trago. En su interior, Shallan tembló por la quemazón que le provocó, el calor inmediato en sus mejillas y la casi instantánea sensación de náusea, acompañados de espasmos en los músculos al intentar contener el vómito.

Velo se esperaba todo aquello. Contuvo el aliento para sofocar la náusea y se recreó en las sensaciones. «No son peores que el dolor que ya llevo», pensó mientras la calidez la inundaba.

—Perfecto —dijo—. Deja la jarra.

Los idiotas de la barra siguieron mirándola atontados mientras se servía otro vaso de blanco comecuernos y se lo bebía. Sintiendo el calor, se volvió para observar a los ocupantes de la tienda. ¿A quién abordar primero? Las escribas de Aladar habían repasado los informes de la guardia buscando a cualquier otro que hubiera sido asesinado del mismo modo que Sadeas, y no habían encontrado nada. Pero era posible que un asesinato de callejón no llegara a los informes. Esperó que la gente de allí sí que se hubiera enterado.

Se echó un poco más de la bebida de comecuernos. Aunque sabía incluso peor que el saf veden, tenía algo sorprendentemente atractivo. Se bebió el tercer vaso, pero absorbió una pizquita de luz tormentosa de una esfera del morral, solo un ápice que consumió al instante y no la hizo brillar, para sanarse.

—¿Qué estáis mirando? —preguntó a la gente que hacía cola en la barra.

Se giraron todos mientras el tabernero se acercaba para poner un corcho en la jarra. Velo la tapó con la mano.

—Aún no he terminado con esto.

—Sí que has terminado —dijo el tabernero, apartándole la mano—. Si sigues, va a pasar una de dos cosas. O bien me vomitarás toda la barra o caerás muerta. No eres una comecuernos, y de verdad que esto puede matarte.

—Es problema mío.

—Pero el jaleo será mío —replicó el tabernero, cogiendo la jarra de un manotazo—. Me conozco vuestra forma de ser, con esa mirada perdida. Te emborracharás y buscarás bronca. Me da igual lo que quieras olvidar; búscate otro sitio para hacerlo.

Velo enarcó una ceja. ¿Estaban echándola de la taberna con peor fama del mercado? Bueno, al menos así no se resentiría su propia reputación.

Cogió el brazo del tabernero antes de que pudiera retirarlo.

—No he venido a destrozarte el local, amigo —dijo con suavidad—. Vengo por un asesinato. Mataron a alguien hace unos días.

El tabernero se quedó petrificado.

—¿Quién eres? ¿Eres de la guardia?

—¡Condenación, no! —exclamó Velo. «Excusa. Necesito una excusa»—. Estoy buscando al hombre que mató a mi hermana pequeña.

—¿Y qué tiene que ver eso con mi taberna?

—Se rumorea que encontraron un cadáver cerca de aquí.

—Una mujer mayor —dijo el tabernero—, así que no puede ser tu hermana.

—Mi hermana no murió aquí —dijo Velo—. Fue en los campamentos de guerra, pero estoy persiguiendo a su asesino. —Resistió el tirón del tabernero, que intentaba apartarse—. Escucha, no voy a causarte problemas. Solo quiero información. Dicen que hubo… circunstancias inusuales en esa muerte. En esa supuesta muerte. El hombre que mató a mi hermana tiene una particularidad. Mata siempre de la misma forma, siempre. Por favor.

El tabernero la miró a los ojos. «Que lo vea —pensó Velo—. Que vea a una mujer dura pero con heridas por dentro.» Sus ojos reflejaron una historia, la narrativa que necesitaba que aquel hombre creyera.

—El responsable ya lo ha pagado —dijo en voz baja el tabernero.

—Tengo que saber si tu asesino es el mismo que ando buscando —dijo Velo—. Necesito detalles de la muerte, por macabros que puedan ser.

—No puedo decir nada —susurró el tabernero, pero señaló con la cabeza hacia uno de los reservados de las tiendas unidas, cuyas sombras sugerían que había gente bebiendo dentro—. Quizá ellos sí.

—¿Quiénes son?

—Matones normales y corrientes —dijo el tabernero—, pero son los que cobran de mí para que no haya líos en mi local. Si alguien hubiera hecho algo en este establecimiento que pudiera hacer que las autoridades lo cerraran, como le gusta tanto hacer a Aladar, son ellos quienes se habrían encargado de resolver el problema. Es todo lo que diré.

Velo le dio las gracias con un asentimiento, pero no le soltó el brazo. Hizo sonar el vaso con una uña y ladeó la cabeza, esperanzada. El tabernero suspiró y volvió a servirle blanco comecuernos, que Velo pagó y fue bebiéndose mientras se alejaba.

En el reservado en cuestión había una sola mesa, ocupada por toda una variedad de rufianes. Los hombres vestían al estilo de la clase alta alezi, con casacas y almidonados pantalones que parecían de uniforme, cinturones y camisas de botones. Allí dentro, las casacas estaban abiertas y las camisas sueltas por fuera de los pantalones. Dos de las mujeres incluso vestían con havah, aunque otra llevaba pantalones y chaqueta, no muy distintos a los de la propia Velo. Todos le recordaron a Tyn en que holgazaneaban casi de forma deliberada. Tenía que costar esfuerzo dar tanta impresión de indiferencia.

Había un asiento libre, así que Velo llegó con paso tranquilo y lo ocupó. La mujer ojos claros que tenía delante hizo callar a un hombre que parloteaba tocándole los labios. Llevaba la havah, pero sin manga para la mano segura. En vez de ello, tenía puesto un atrevido guante con los dedos cortados a la altura de los nudillos.

—Ahí se sienta Ur —advirtió la mujer a Velo—. Cuando vuelva de mear, más vale que te hayas levantado.

—Seré breve, pues —dijo Velo. Se bebió lo que le quedaba en el vaso y saboreó el calor—. Se encontró muerta aquí a una mujer. Creo que su asesino pudo matar también a una persona querida para mí. He oído que el asesino «ya lo ha pagado», pero tengo que asegurarme.

—Eh —dijo un hombre de aspecto presumido con una casaca azul que tenía aberturas en la capa exterior para lucir el amarillo de debajo—. Tú eres la que estaba bebiéndose el blanco comecuernos. El viejo Sullik solo tiene esa jarra para gastar bromas a la gente.

La mujer de la havah entrelazó los dedos ante ella, estudiando a Velo.

—Escucha —le dijo Velo—, dime cuánto me costará la información y ya está.

—No se puede comprar lo que no está en venta —respondió la mujer.

—Todo está en venta —dijo Velo—, si se pide bien.

—Cosa que tú no estás haciendo.

—Mira —dijo Velo, intentando atrapar la mirada de la mujer—. Escucha. A mi hermana pequeña la…

Una mano cayó sobre el hombro de Shallan, que alzó la mirada para encontrar a un enorme comecuernos detrás de ella. Tormentas, debía de medir casi dos metros quince.

—Estás es mi sitio —dijo el hombre, haciendo sonar las íes casi como es.

Sacó a Velo de la silla y la arrojó rodando por el suelo hacia atrás. Su vaso se volcó y el morral se le enredó en los brazos. Al parar, se quedó parpadeando mientras el hombretón se sentaba en la silla. Casi le pareció entreoír el alma del mueble gimiendo en protesta.

Velo gruñó y se puso de pie. Se arrancó el morral, lo dejó caer al suelo y sacó de él un pañuelo y el cuchillo. Era un puñal fino y puntiagudo, largo pero más estrecho que el que llevaba al cinto.

Recogió el sombrero y lo sacudió antes de ponérselo de nuevo y pasear de vuelta hacia la mesa. Shallan rehuía la confrontación, pero Velo la adoraba.

—Vaya, vaya —dijo, poniendo la mano segura encima de la enorme mano izquierda del comecuernos, que estaba plana sobre la mesa. Se inclinó a su lado—. Dices que es tu sitio, pero yo no veo que esté tu marca por ninguna parte.

El comecuernos la miró, confundido por el extraño e íntimo gesto de ponerle la mano segura sobre la suya.

—Te enseño cómo sería —dijo, apoyando la punta del cuchillo en el dorso de su propia mano, apretada sobre la de él.

—¿Qué es esto? —preguntó él con voz divertida—. ¿Te estás haciendo la dura? He visto a hombres que fingían ser…

Velo clavó el cuchillo a través de su propia mano, de la del comecuernos y en la mesa. El hombre chilló y levantó el brazo de golpe, obligando a Velo a sacar el cuchillo de ambas manos, antes de caer al suelo de la silla mientras ella se apartaba.

Velo volvió a sentarse donde había estado. Sacó el pañuelo del bolsillo y se envolvió la mano ensangrentada. Serviría para tapar el corte cuando se lo curara.

Pero no lo hizo de inmediato. Tenía que verse sangrar. En vez de ello, sorprendiendo a una parte de sí misma por lo bien que conservaba la calma, recogió su cuchillo, que había caído junto a la mesa.

—¡Estás loca! —gritó el comecuernos mientras se levantaba sujetándose la mano herida—. ¡Estás ana’kai loca!

—Ah, no, espera —dijo Velo, dando un golpecito en la mesa con el cuchillo—. Mira, sí que está tu marca aquí, escrita en sangre. «Asiento de Ur.» Me equivocaba. —Frunció el ceño—. Pero la mía también está. Supongo que puedes sentarte en mi regazo, si quieres.

—¡Voy a estrangularte! —bramó Ur, y fulminó con la mirada a la gente del espacio principal de la tienda que se había aglomerado en la entrada del reservado y susurraba—. ¡Voy a…!

—Silencio, Ur —dijo la mujer de la havah.

El comecuernos echaba espuma por la boca.

—¡Venga, Betha!

—¿Crees que atacar a mis amigos facilitará que hable? —preguntó la mujer a Velo.

—La verdad es que solo quería recuperar el asiento. —Velo se encogió de hombros y rascó la superficie de la mesa con el cuchillo—. Pero si quieres que empiece a hacer daño a gente, supongo que también puedo hacerlo.

—De verdad estás loca —dijo Betha.

—No. Es solo que no considero tu grupo como una amenaza. —Siguió rascando—. He intentado ir a buenas, pero se me acaba la paciencia. Mejor que me digas lo que quiero saber antes de que esto se ponga feo.

Betha frunció el ceño y entonces echó un vistazo a lo que Velo había rascado en la mesa. Eran tres rombos superpuestos.

El símbolo de los Sangre Espectral.

Velo apostaba a que la mujer sabría lo que significaban. Parecía de las que debía saberlo; era una matona de poca monta, sí, pero con presencia en un mercado importante. Velo no estaba segura de lo reservados que eran Mraize y los suyos con su símbolo, pero que lo llevaran tatuado en el cuerpo sugería que no era el mejor guardado de los secretos. Más bien sería una advertencia, como los cremlinos que tenían pinzas rojas para indicar que eran venenosos.

Y en efecto, cuando Betha vio el símbolo, dio un leve respingo.

—No… no queremos tener nada que ver con los tuyos —dijo.

Uno de los hombres de la mesa se levantó, tembloroso, y miró en todas las direcciones, como si esperara que se abalanzaran sobre él unos asesinos en ese mismo instante.

«Caramba», pensó Velo. Ni siquiera apuñalar la mano de un compañero suyo les había provocado una reacción tan fuerte.

Pero curiosamente, una de las otras mujeres de la mesa, más joven y bajita, vestida con havah, se inclinó hacia delante, interesada.

—El asesino —dijo Velo—. ¿Qué pasó con él?

—Hicimos que Ur lo tirara de la meseta de fuera —respondió Betha—. Pero ¿cómo puede ser que te interese ese hombre? Solo era Ned.

—¿Ned?

—Un borracho del campamento de Sadeas —aportó un hombre—. Un borracho con mal carácter, que siempre se metía en problemas.

—Mató a su mujer —dijo Betha—. Una pena, después de que ella lo siguiera hasta aquí. Supongo que nadie tuvo mucha elección, con aquella tormenta de locos, pero aun así…

—¿Y ese tal Ned asesinó a su esposa de una puñalada en el ojo? —preguntó Velo.

—¿Qué? No, qué va, la estranguló, pobrecita.

«¿Estrangulada?»

—¿Solo eso? —insistió Velo—. ¿No había heridas de cuchillo?

Betha negó con la cabeza, con aire perplejo.

«Padre Tormenta», pensó Velo. Entonces, ¿había llegado a un callejón sin salida?

—Pero dicen que fue un asesinato extraño.

—No —dijo el hombre que se había levantado. Se sentó al lado de Betha con su cuchillo desenfundado, que dejó en la mesa delante de ellos—. Sabíamos que Ned perdería la chaveta en algún momento. Lo sabíamos todos. No creo que sorprendiera a nadie que, cuando ella se lo intentó llevar a rastras de la taberna esa noche, Ned por fin explotara.

«Literalmente —pensó Shallan—, después de que Ur lo arrojara al abismo.»

—Parece que os he hecho perder el tiempo —dijo Velo, levantándose—. Dejaré unas esferas al tabernero. Vuestra bebida corre de mi cuenta esta noche.

Dedicó una mirada a Ur, que estaba encorvado cerca y la miró con expresión sombría. Lo saludó moviendo los dedos sanguinolentos y regresó a la tienda principal de la taberna.

Se quedó un momento junto a la tela del reservado, pensando su siguiente jugada. Le palpitaba la mano, pero no le hizo caso. Callejón sin salida. Quizá se había pasado de lista al creer que podía resolver en unas horas lo que Adolin llevaba semanas intentando desentrañar.

—Venga, Ur, no te pongas tan huraño —dijo Betha desde detrás, con una voz amortiguada que salía del reservado—. Por lo menos, ha sido solo la mano. Teniendo en cuenta quién era, habría podido ser pero que mucho peor.

—Pero ¿por qué le interesaba tanto Ned? —preguntó Ur—. ¿Va a volver porque lo maté?

—¡Que no iba a por él! —espetó una de las otras mujeres—. ¿No te has enterado de nada? A todo el mundo le da igual que Ned matara a la pobre Rem. —Calló un momento—. Pero a lo mejor era por la otra mujer que mató.

Velo sintió que la recorría una conmoción. Dio media vuelta e irrumpió de nuevo en el reservado. Ur dio un gemido, se encogió más y se aferró la mano herida.

—¿Hubo otro asesinato? —exigió saber Velo.

—Iba… —Betha se lamió los labios—. Iba a decírtelo, pero te has ido tan deprisa que…

—Habla.

—Habríamos dejado que la guardia se ocupara de Ned, pero no podía conformarse con matar solo a la pobre Rem.

—¿Mató a otra persona?

Betha asintió.

—A una camarera de aquí. Eso sí que no podíamos dejarlo pasar, porque protegemos este sitio, ¿sabes? Así que Ur tuvo que llevarse a Ned de caminata.

El hombre del cuchillo se rascó el mentón.

—Es rarísimo que volviera y matara a una camarera la noche siguiente. Dejó el cadáver a la vuelta de la esquina de donde había matado a la pobre Rem.

—Y mientras nos lo llevábamos para tirarlo, no dejaba de berrear que a la segunda no la había matado él —musitó Ur.

—Pero sí que la mató —dijo Betha—. La camarera apareció estrangulada exactamente de la misma forma que Rem, y el cuerpo estaba tirado en la misma postura. Hasta tenía los raspones del anillo de Ned en la barbilla, igual que Rem. —Sus ojos castaños claros tenían una expresión hueca, como si contemplara el cadáver de nuevo tal y como lo habían encontrado—. Las mismas marcas exactas. Increíble.

«Otro doble asesinato —pensó Velo—. Tormentas, ¿qué puede significar?»

Velo se notó mareada, aunque no sabía si era por la bebida o por la perturbadora imagen de las mujeres estranguladas. Fue a dar al tabernero unas esferas, casi a ciencia cierta demasiadas, enganchó la jarra de blanco comecuernos con el pulgar y se la llevó consigo a la noche.

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