81. Ithi y su hermana

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No estamos seguros del efecto que tendrá sobre los parsh. Como mínimo, debería impedirles alcanzar las formas de poder

Melishi confía en que funcione, pero Naze-hija-Kuzodo advierte de posibles efectos secundarios.

Del cajón 30-20, quinta esmeralda

Me llamo Kaladin —les dijo en la sala común del acuartelamiento, que se había vaciado por orden de la alta mariscal. La escuadra de Noro se había quedado a petición de Kaladin, y Celeste había hecho llamar al señor de batallón Hadinar, un hombre rollizo de gruesos mofletes, oficial de confianza de Celeste. La única otra persona de la sala era el inquieto fervoroso que pintaba glifoguardas para el pelotón.

Una suave luz azul de esferas bañaba la mesa a la que estaban sentados casi todos. Kaladin se había quedado de pie y estaba limpiándose la sangre de las manos con un trapo húmedo y una jofaina.

—Kaladin —musitó Celeste—. Un nombre regio. ¿A qué casa perteneces?

—Me llaman Bendito por la Tormenta, nada más. Si necesitas pruebas de que cumplo órdenes del rey, puedo proporcionártelas.

—Pongamos, en aras de la conversación, que te creo —dijo Celeste—. ¿Qué quieres de nosotros?

—Necesito saber cómo estáis usando un moldeador de almas sin llamar la atención de los spren chillones. Ese secreto podría ser crucial para mi misión de salvar la ciudad.

Celeste asintió, se levantó y anduvo hacia el fondo del barracón. Usó una llave para abrir la puerta del almacén. Pero Kaladin ya había mirado allí y solo contenía material normal y corriente.

Los demás entraron en el almacén detrás de Celeste, que introdujo un pequeño gancho entre dos piedras para abrir un pestillo oculto. Tiró y abrió una entrada. La luz de las pocas esferas que llevaban en las manos reveló un angosto pasillo abierto en el interior de la muralla de la ciudad.

—¿Has cortado un túnel en una hoja del viento, señora? —preguntó Barba, estupefacto.

—Esto lleva aquí desde antes que naciéramos ninguno de los presentes, soldado —dijo el señor de batallón Hadinar—. Es un pasadizo rápido y secreto entre puestos. Hay hasta algunas escaleras ocultas que llevan al adarve.

Tuvieron que recorrer el túnel en fila. Barba siguió a Kaladin, apretándose contra él en la estrechez.

—Esto… Kal, ¿tú… conoces al Espina Negra?

—Más que la mayoría.

—Y… bueno… sabrás…

—¿Que él y tú nunca habéis nadado juntos en el Lagopuro? —repuso Kaladin—. Sí, aunque sospecho que el resto de la escuadra también lo había adivinado, Barba.

—Ya —dijo el soldado, mirando atrás hacia los otros. Soltó una suave bocanada—. Temía que no os lo creyerais si os contaba la verdad, porque lo cierto es que fue con el emperador azishiano.

El pasillo abierto en la piedra recordó a Kaladin a los estratos de Urithiru. Llegaron a una trampilla en el suelo, que Celeste abrió con otra llave. Bajaron por una corta escalera que tenía un montacargas a un lado, con cuerdas y poleas, y llegaron a una gran estancia llena de sacos de grano. Kaladin levantó una esfera para iluminar una pared dentada, con trozos cortados de manera manifiestamente irregular.

—Bajo aquí casi todas las noches —explicó Celeste, señalando con una mano enguantada— y saco bloques con mi hoja. Tengo pesadillas con que la ciudad caiga sobre nuestras cabezas, pero no sé de qué otro sitio puedo sacar la piedra suficiente, al menos sin llamar más la atención.

En el extremo opuesto de la cámara encontraron otra puerta cerrada. Celeste llamó dos veces y la abrió. Daba a una sala más pequeña ocupada por una anciana fervorosa. Estaba arrodillada junto a un bloque de piedra y llevaba en la mano lo que a todas luces era un fabrial, que refulgía con la luz de las esmeraldas que contenía.

La mujer tenía un aire inhumano: parecía que le estuvieran creciendo enredaderas bajo la piel, que asomaban alrededor de sus ojos, creciendo en las comisuras y cayéndole por la cara como tallos de hiedra.

Se levantó e hizo una inclinación a Celeste. Una auténtica moldeadora de almas. Entonces, ¿Celeste no lo hacía en persona?

—¿Cómo puede ser? —preguntó Kaladin—. ¿Por qué no vienen a por ti los chillones?

Celeste señaló los lados de la sala, y por primera vez Kaladin reparó en que las paredes estaban cubiertas con placas de metal reflectante. Frunció el ceño, tocó una con las yemas de los dedos y la encontró fresca al tacto. Aquello no era acero, ¿verdad?

—Poco después de que empezaran a pasar cosas raras en palacio —dijo Celeste—, llegó un hombre con un carro delante de nuestro barracón. Llevaba estas hojas de metal. Era… un tipo raro. Ya me he encontrado con él otras veces.

—¿Rasgos angulosos? —aventuró Kaladin—. ¿Rápido insultando? ¿Bobo y serio al mismo tiempo, si es que es posible?

—Veo que también lo conoces —dijo Celeste—. Nos advirtió que solo practicáramos el moldeado de almas dentro de sitios recubiertos de este metal. Por lo que hemos visto, impide que los chillones nos sientan. Por desgracia, también impide que las vinculacañas contacten con el exterior.

»Tenemos a la pobre Ithi y su hermana trabajando sin descanso, turnándose con el moldeador de almas. Sería imposible alimentar a toda la ciudad solo entre las dos, pero al menos hemos podido mantener fuerte nuestro ejército y aún nos sobra un poco.

«Condenación», pensó Kaladin, inspeccionando las paredes reflectantes. El método no iba a servirle para usar sus poderes sin llamar la atención.

—Muy bien, Bendito por la Tormenta —dijo Celeste—. Te he revelado nuestros secretos. Ahora dime cómo puede esperar el rey que un solo hombre, por muy portador de esquirlada que sea, salve esta ciudad.

—En Kholinar hay un dispositivo antiquísimo —respondió Kaladin—. Puede transportar al instante grupos numerosas de personas a grandes distancias. —Se volvió hacia Celeste y los demás—. Los ejércitos Kholin esperan para unirse a nosotros aquí. Solo es necesario activar el dispositivo, cosa que no puede hacer más que un grupo selecto de gente.

Los soldados parecieron quedarse pasmados, salvo Celeste, que se animó.

—¿De verdad? ¿Hablas en serio?

Kaladin asintió con la cabeza.

—¡Estupendo! ¡Pues pongamos en marcha esa cosa! ¿Dónde está?

Kaladin respiró hondo.

—Bueno, justo ese es el problema…

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