67. Mishim

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En esta generación solo ha habido un Forjador de Vínculos, y algunos culpan de ello a la división entre nuestras filas. El auténtico problema es mucho más profundo. Creo que el propio Honorestá cambiando

Del cajón 24-18, cuarzo ahumado

Un día después de ser brutalmente asesinada, Shallan descubrió que se sentía mucho mejor. La sensación opresiva la había abandonado, e incluso su horror se le antojaba distante. Lo que permanecía era ese único atisbo que había visto en el espejo, un reflejo de la presencia del Deshecho, más allá del plano reflejado.

Los espejos de la sastrería no mostraban las mismas tendencias; Shallan los había comprobado uno por uno. Por si acaso, había dado una ilustración de la cosa que había visto a los demás y les había advertido que estuvieran alerta.

Entró en la pequeña cocina, que estaba al lado del taller trasero. Adolin comía pan ácimo y curry mientras el rey Elhokar, sentado a la mesa, se afanaba en… ¿escribir algo? No, estaba dibujando.

Shallan apoyó unos dedos cariñosos en el hombro de Adolin y disfrutó de la sonrisa que le valieron. Luego dio la vuelta para mirar por encima del hombro del rey. Estaba trazando un plano de la ciudad, incluidos el palacio y la plataforma de la Puerta Jurada. No estaba nada mal.

—¿Alguien ha visto al hombre del puente? —preguntó Elhokar.

—Estoy aquí —dijo Kaladin, entrando con paso tranquilo desde el taller.

Yokska, su marido y la doncella habían salido a comprar más comida, con esferas que les había proporcionado Elhokar. Al parecer, en la ciudad aún se vendía comida, si se tenían las suficientes esferas para pagarla.

—He planeado cómo proceder en esta ciudad —dijo Elhokar.

Shallan cruzó la mirada con Adolin, que se encogió de hombros.

—¿Qué sugieres, majestad?

—Gracias al soberbio reconocimiento de la Tejedora de Luz —dijo el rey—, es evidente que mi esposa es prisionera de sus propios guardias.

—No lo sabemos con certeza, majestad —apuntó Kaladin—. Sonaba más bien a que la reina sucumbió a lo que quiera que está afectando a los guardias.

—En cualquier caso, necesita que la rescatemos —dijo Elhokar—. O bien nos introducimos a hurtadillas en palacio para sacarlos a ella y al pequeño Gavinor, o bien reclutamos una fuerza militar que nos ayude a tomar la posición por las armas. —Dio un golpecito al plano de la ciudad con su pluma—. Sin embargo, nuestra prioridad sigue siendo la Puerta Jurada. Brillante Davar, quiero que investigues ese Culto de los Momentos. Averigua para qué están utilizando la plataforma de la puerta.

Yokska había confirmado que todas las noches, algunos miembros del culto encendían una gran hoguera en la plataforma. Tenían el lugar protegido a todas horas.

—Si pudieras unirte al ritual o procedimiento que estén llevando a cabo —dijo el rey—, estarías a escasos metros de la Puerta Jurada. Podrías transportar la meseta entera a Urithiru para que nuestros ejércitos se ocuparan allí del culto.

»En caso de que no resulte viable hacerlo, Adolin y yo, disfrazados de importantes ojos claros llegados desde las Llanuras Quebradas, nos pondremos en contacto con las casas de la ciudad que mantienen guardias privadas. Amasaremos su apoyo, quizá revelándoles nuestras auténticas identidades, y reuniremos un ejército para asaltar el palacio si es necesario.

—¿Y yo? —preguntó Kaladin.

—No me gusta nada lo que oigo de ese tal Celeste. A ver qué puedes averiguar sobre él y su Guardia de la Muralla.

Kaladin asintió y dio un gruñido.

—Es un buen plan, Elhokar —dijo Adolin—. Buen trabajo.

Tal vez un simple cumplido no debería hacer que un rey sonriera como lo hizo Elhokar. Incluso atrajo a un glorispren, y Shallan cayó en la cuenta de que no parecía distinto de los habituales.

—Pero hay algo que tenemos que afrontar —continuó Adolin—. ¿Has oído la lista de acusaciones que esa fervorosa, a la que ejecutaron, hizo contra la reina?

—Eh… sí.

—Diez glifos que denunciaban los excesos de Aesudan —dijo Adolin—. Derrochar comida mientras la gente pasaba hambre. Aumentar los impuestos y luego dar fiestas espléndidas para sus fervorosos. Elhokar, esto empezó mucho antes de la tormenta eterna.

—Podemos preguntarle —dijo el rey—, cuando esté a salvo. Debe de haber algún error. Aesudan siempre ha sido orgullosa, y siempre ambiciosa, pero jamás ha pecado de avaricia. —Miró a Adolin—. Sé que Jasnah dice que no debí casarme con ella, que Aesudan anhelaba demasiado el poder. Jasnah nunca lo entendió. Yo necesitaba a Aesudan, a alguien fuerte que… —Respiró hondo y se levantó—. No perdamos tiempo. El plan. ¿Estáis de acuerdo con él?

—A mí me gusta —dijo Shallan.

Kaladin asintió.

—Es demasiado general, pero al menos es una línea de ataque. Además, deberíamos rastrear el grano en la ciudad. Yokska dice que lo proporcionan los ojos claros, pero también afirma que los almacenes de palacio están cerrados.

—¿Crees que alguien tiene un moldeador de almas? —preguntó Adolin.

—Creo que esta ciudad tiene demasiados secretos —dijo Kaladin.

—Adolin y yo preguntaremos a los ojos claros, por si saben algo —propuso Elhokar, y miró a Shallan—. ¿El Culto de los Momentos?

—Me pondré con ello —respondió ella—. De todas formas, necesito un abrigo nuevo.

Volvió a escabullirse del edificio como Velo. Llevaba los pantalones y su abrigo, aunque este tenía un agujero en la espalda. Ishnah había podido limpiarle la sangre, pero aun así Velo quería uno nuevo. Por el momento, había cubierto el agujero con un tejido de luz.

Velo paseó calle abajo y se encontró cada vez más confiada. Allá en Urithiru, le había costado ponerse el abrigo recto, por así decirlo. Hizo una mueca al recordar su periplo por las tabernas, poniéndose en ridículo. No había que demostrar cuánto se era capaz beber para parecer dura, pero era la clase de cosa que no podía aprenderse sin ponerse el abrigo, sin vivir en él.

Dobló una esquina hacia el mercado, donde esperaba hacerse una idea de cómo era la gente de Kholinar. Tenía que saber cómo pensaban antes de empezar a entender cómo se había formado el Culto de los Momentos, y en consecuencia cómo infiltrarse en él.

El mercado era muy distinto a los de Urithiru, y también a los mercadillos nocturnos de Kharbranth. Para empezar, era evidente que el de Kholinar era antiguo. Las tiendas desgastadas y curtidas parecían llevar allí desde la primera Desolación. Eran piedras suavizadas por el contacto de millones de yemas, o hundidas por la presión de millares de pies. Eran toldos blanqueados por la progresión de un día tras otro.

La calle era amplia y no estaba muy concurrida. Había algunos puestos vacíos, y los mercaderes presentes no le gritaron al pasar. Parecían los efectos de la sensación de agobio que sentía todo el mundo, la que daba una ciudad bajo asedio.

Yokska atendía solo a hombres, y en todo caso Velo no habría querido revelar su existencia a la mujer. De modo que entró en una sastrería y se probó algunos abrigos. Charló con la mujer que llevaba las cuentas —el sastre era su marido— y le sonsacó dónde buscar un abrigo parecido al que llevaba antes de volver a la calle.

La zona estaba patrullada por soldados de azul claro, con los glifos de sus uniformes proclamando su afiliación a la casa Velalant. Yokska había descrito a su brillante señor como un segundón en el juego de poder la ciudad, hasta que desaparecieron en palacio tantos otros ojos claros.

Velo se estremeció, recordando la hilera de cadáveres. Adolin y Elhokar estaban bastante seguros de que eran los restos de un pariente suyo lejano y sus asistentes, un hombre llamado Kaves Kholin que había intentado varias veces ganar influencia en la ciudad. Ninguno pareció entristecido por su muerte, pero seguía sugiriendo un misterio continuado. Habían ido a ver a la reina más de treinta personas, muchas de ellas más poderosas que Kaves. ¿Qué les había ocurrido?

Pasó ante una variedad de puestos que vendían la gama habitual de productos básicos y curiosidades, desde cerámica hasta vajillas y cuchillos de calidad. Daba gusto ver que allí los militares habían impuesto cierta apariencia de orden. Quizá en vez de fijarse en los puestos cerrados, Velo debería haber apreciado cuántos seguían abiertos.

La tercera tienda de ropa por fin tenía un abrigo que le gustó, del mismo estilo que el viejo: blanco y largo, por debajo de las rodillas. Pagó para que se lo entraran y, como quien no quiere la cosa, preguntó a la costurera por el grano de la ciudad.

Sus respuestas la llevaron a un almacén de grano. Antes había sido un banco thayleño, y las palabras «Ahorros seguros» seguían visibles sobre la puerta en thayleño y escritura femenina. Los propietarios habían huido mucho antes; los prestamistas solían tener un sexto sentido para el peligro inminente, igual que algunos animales podían sentir una tormenta horas antes de su llegada.

Los soldados de azul claro se lo habían apropiado, y las cámaras acorazadas habían pasado a proteger el preciado grano. La gente hacía cola fuera y, en la puerta, los soldados repartían el lavis suficiente para el pan ácimo y las gachas de un día.

Era buena señal, aunque también un claro y terrible recordatorio de la situación en que se hallaba la ciudad. Velo habría aplaudido la generosidad de Velalant, de no ser por la flagrante incompetencia de sus hombres. Gritaban a todo el mundo que guardara cola, pero no hacían nada para imponer el orden. Tenían a una escriba vigilando para que nadie hiciera cola dos veces, pero no negaban la ración a personas que sin duda alguna eran demasiado acomodadas como para necesitarla.

Velo paseó la mirada por el mercado y reparó en que había gente mirando desde los huecos y recovecos de los puestos abandonados. Los pobres e indeseados, los que eran incluso más indigentes que los refugiados. Ropa hecha jirones, caras mugrientas. Observaban como spren atraídos por una emoción potente.

Velo se sentó en un murete bajo, junto a un desagüe. Había un niño acurrucado cerca, mirando la cola con ojos famélicos. Un brazo suyo terminaba en una mano deforme, inutilizable. Tres dedos eran meras protuberancias, y los otros dos estaban retorcidos.

Velo hurgó en el bolsillo del pantalón. Shallan no llevaba comida encima, pero Velo conocía la importancia de tener algo que mascar. Juraría que se había guardado algo allí al prepararse… Ahí estaba. Un palo de carne, moldeado pero aderezado con azúcar. Ni por asomo lo bastante grande para considerarse una salchicha. Mordió una punta y meneó el resto en dirección al niño.

El chico la miró de arriba abajo, seguro que intentando determinar qué quería Velo de él. Al final se acercó con reparos y cogió la ofrenda, que enseguida se llevó entera a la boca. Esperó, mirándola por si tenía más.

—¿Por qué no te pones a la cola? —preguntó Velo.

—Tienen normas. Hay que tener una edad. Y si eres demasiado pobre, te echan.

—¿Por qué motivo?

El chico se encogió de hombros.

—No les hace falta, digo yo. Te dicen que ya has pasado, aunque sea que no.

—Mucha de esa gente… son sirvientes de casas ricas, ¿verdad?

El niño asintió.

«Tormentosos ojos claros», pensó Velo mientras miraba. Los soldados apartaron a varios pobres de la cola por una infracción u otra, como le había contado el chico. Los demás esperaban pacientes, como si fuese su trabajo. Los habían enviado desde casas ricas para recoger comida. Muchos tenían la complexión delgada y fuerte de guardias, aunque no iban de uniforme.

Tormentas. Los hombres de Velalant no tenían ni idea de cómo hacer aquello. «O quizá sepan exactamente lo que hacen —pensó—, y Velalant solo pretenda tener a los ojos claros de la zona contentos y dispuestos a apoyar su liderazgo, si le llega un golpe de suerte.»

La idea asqueó a Velo. Sacó un segundo palito de carne para el chico y empezó a preguntarle hasta dónde llegaba la influencia de Velalant, pero se había marchado en un abrir y cerrar de ojos.

Concluyó la distribución de cereal y un montón de gente descontenta protestó, desesperada. Los soldados dijeron que volverían a abrir por la tarde y aconsejaron a la gente que se mantuviera en la cola para esperar. Entonces el banco cerró sus puertas.

Pero ¿de dónde sacaba Velalant la comida? Velo se levantó y siguió recorriendo el mercado, entre charcos de furiaspren. Algunos parecían las acumulaciones normales de sangre, pero otros se parecían más a la brea, de un negro absoluto. Cuando estallaban las burbujas de esos últimos, revelaban un rojo ardiente en su interior, como ascuas. Se fueron desvaneciendo a medida que la gente se sentó a esperar, y los reemplazaron los agotaspren.

El optimismo de Velo sobre el mercado se evaporó. Vio a multitudes que vagaban sin rumbo, perdidas, y distinguió la depresión en los ojos de la gente. ¿Por qué fingir que la vida podía continuar? Estaban condenados. Los Portadores del Vacío iban a arrasar la ciudad, si no se limitaban a dejar que murieran todos de hambre.

Alguien tenía que hacer algo. Velo tenía que hacer algo. Infiltrarse en el Culto de los Momentos de repente se le antojó demasiado abstracto. ¿No podía hacer algo material que beneficiara a aquella pobre gente? Solo que… ni siquiera había podido salvar a su propia familia. No tenía ni la menor idea de lo que Mraize había hecho con sus hermanos, y se negaba a pensar en ellos. ¿Cómo iba a salvar una ciudad entera?

Se abrió paso a empujones entre la multitud, buscando la libertad, de pronto sintiéndose atrapada. Tenía que salir. Tenía…

¿Qué era ese sonido?

Shallan se detuvo de sopetón, se volvió, escuchó. Tormentas. No podía ser, ¿verdad? Se dejó llevar hacia el sonido, hacia aquella voz.

—Eso es lo que dices, amigo mío —proclamaba—, pero todo el mundo cree que conoce las lunas. ¿Cómo no creerlo? Vivimos bajo su mirada todas las noches. Están con nosotros desde antes que nuestros amigos, nuestras esposas, nuestros hijos. Y aun así… aun así…

Shallan llegó al frente de los curiosos que lo rodeaban y encontró al hombre sentado en la valla baja que rodeaba un aljibe. Delante de él ardía un brasero metálico que emitía finas líneas de humo que el viento curvaba. Shallan se sorprendió de verlo vestido de soldado, con el uniforme de Sadeas, la casaca desabrochada y una bufanda de colores al cuello.

El viajero. Ese al que llamaban el sagaz del rey. Rasgos angulosos, nariz afilada, cabello de un negro puro.

Lo tenía delante.

—Aún quedan historias que contar. —Sagaz se levantó de un salto. Había poca gente prestándole atención. Para ellos, no era más que otro artista callejero—. Todos sabemos que Mishim era la más lista de las tres lunas. Mientras su hermana y su hermano están satisfechos con reinar en el cielo y agraciar la tierra de abajo con su luz, Mishim siempre está buscando la ocasión para escapar de su deber.

Sagaz echó algo al brasero que produjo un brillante estallido verde de humo, del color de Mishim, la tercera y más lenta de las lunas.

—Esta historia transcurre durante los días de Tsa —prosiguió Sagaz—, la reina más grandiosa de Natanatan antes de la caída del reino. Bendecidos con gran elegancia y belleza, el pueblo natano era famoso a lo largo y ancho de Roshar. Vamos, que si hubierais vivido entonces, ¡consideraríais el este un centro de cultura y no un páramo desolado!

»La reina Tsa, como sin duda habréis oído, era arquitecta. Diseñó enormes torres para su ciudad, construidas para llegar cada vez más alto, intentando aferrar el cielo. Una noche, Tsa reposaba en su mayor torre, disfrutando de las vistas. Fue entonces cuando Mishim, la luna lista, pasó cerca de ella por el cielo. Era una noche en que las lunas estaban grandes y, como todo el mundo sabe, esas son las noches en que las lunas prestan una atención particular a los actos de los mortales.

»Mishim la llamó: “¡Gran Reina! Qué torres más encantadoras construyes en tu exquisita ciudad. Me gusta verlas cada noche al pasar.”»

Sagaz dejó caer algo al brasero, en esa ocasión terrones que provocaron dos volutas de humo, una blanca y una verde. Shallan se acercó un paso y vio rizarse el humo. Los viandantes aflojaron el paso y empezaron a congregarse.

—Pero claro —dijo Sagaz, metiendo las manos en las volutas y retorciéndolas de forma que el humo se arremolinara, dando la sensación de una luna verde rodando en el centro—, la reina Tsa estaba muy al tanto de la astucia de Mishim. Los natanos nunca le han tenido mucho aprecio y prefieren reverenciar al gran Nomon.

»Aun así, no se puede hacer caso omiso a una luna. “Gracias, Gran Celestial”, respondió Tsa. “Nuestros ingenieros trabajan sin descanso para erigir los logros mortales más espléndidos.”

»“Casi alcanzan mis dominios”, respondió Mishim. “Casi me pregunto si pretendes hacerte con ellos.”

»“Jamás, Gran Celestial. Mis dominios son esta tierra, y el cielo te pertenece.”

Sagaz alzó la mano dentro del humo y dibujó una línea blanca con la forma de una columna recta. Su otra mano removió una nubecilla de verde por encima, en espiral. Una torre y una luna.

«Eso no puede ser natural, ¿verdad? —pensó Shallan—. ¿Está tejiendo luz?» Pero no distinguía ni rastro de luz tormentosa. Lo que hacía Sagaz tenía algo más… orgánico. No podía estar segura del todo de que fuera sobrenatural.

—Como siempre, Mishim tramaba algo. Estaba harta de flotar en el cielo cada noche, lejos de las delicias del mundo y de los placeres que solo son dados a los mortales. La noche siguiente, Mishim volvió a pasar sobre la reina Tsa en su torre. Le dijo: “Qué pena que no puedas ver las constelaciones de cerca, pues son unas gemas de auténtica belleza, creadas por los mejores talladores.”

»“Sí que es una pena”, dijo Tsa. “Pero es bien sabido que los ojos de un mortal arderían al contemplar tamaña vista.”

»La noche siguiente, Mishim volvió a intentarlo. “Es una pena”, dijo, “que no puedas conversar con los estrellaspren, pues cuentan unas historias deliciosas”.

»“Sí que es una pena”, aceptó Tsa. “Pero es bien sabido que el idioma de los cielos haría enloquecer a un mortal.”

»La noche siguiente, Mishim lo intentó por tercera vez. “Es una pena que no puedas contemplar la belleza de tu reino desde arriba, pues las columnas y las cúpulas de tu ciudad son esplendorosas.”

»“Sí que es una pena”, respondió Tsa. “Pero tales vistas están reservadas a los grandes del cielo, y contemplarlas yo misma sería una blasfemia.”

Sagaz soltó otro polvo en el brasero que alzó un humo dorado. Para entonces, ya había docenas de personas reunidas mirando. Sagaz barrió con las manos a los lados, haciendo que el humo se extendiera en un plano liso. Al momento empezó a elevarse de nuevo en líneas, formando torres. ¿Sería una ciudad?

Siguió removiendo con una mano, componiendo un anillo con el humo verde que, con un ademán, envió girando a través de la parte superior de la ciudad dorada. Era algo extraordinario, y a Shallan se le abrió la boca. Se trataba de una imagen que vivía.

Sagaz lanzó una mirada a un lado, hacia el lugar donde había dejado su morral. Se sobresaltó, como sorprendido. Shallan ladeó la cabeza mientras el hombre recobraba la compostura al instante, y volvió a la historia tan deprisa que poca gente habría percibido el desliz. Pero mientras seguía hablando, empezó a escrutar el público con ojos cautelosos.

—Mishim —dijo— no se dio por vencida. La reina era devota, pero la luna era artera. A vosotros os corresponde decidir qué característica es la más poderosa. La cuarta noche, cuando Mishim pasó por encima de la reina, probó una treta distinta. Le dijo:

»“Sí, tu ciudad es esplendorosa, como solo un dios puede ver desde el cielo. Por eso es tan tan triste que una torre tenga un defecto en el techo.”

Sagaz barrió a un lado, destruyendo las líneas de humo que componían la ciudad. Dejó que el humo menguara al agotarse los polvos que había echado, todos menos la línea verde.

—«¿Cómo?», dijo Tsa. «¿Una torre defectuosa? ¿Cuál es?»

»“Es solo una muesca de nada”, respondió Mishim. “No te preocupes por eso. Aprecio el esfuerzo que tus artesanos, por incompetentes que sean, han puesto en su trabajo.” La luna siguió su camino, pero sabía que tenía atrapada a la reina.

»Y en efecto, la noche siguiente la hermosa reina estaba esperando de pie en su terraza. “¡Grande de los Cielos”, llamó Tsa. “¡Hemos inspeccionado los techos y no encontramos la imperfección! Por favor, te lo ruego, dime qué torre es para que pueda derribarla.”

»Mishim replicó: “No puedo decírtelo. Ser mortal es tener defectos, y no está bien que espere la perfección de vosotros.”

»Sus palabras solo inquietaron más a la reina. La noche siguiente, preguntó: “Grande del Cielo, ¿existe alguna forma de que pueda visitar tus dominios? Haré oídos sordos a los relatos de los estrellaspren y apartaré los ojos de las constelaciones. Miraría solo la obra defectuosa de mi pueblo, no las vistas que te corresponden solo a ti, y así distinguiría con mis propios ojos lo que debe repararse.”

»“Eso que pides está prohibido”, contestó Mishim, “pues deberíamos intercambiar nuestros lugares y confiar en que Nomon no se entere”. Lo dijo con gran alborozo, aunque supo ocultarlo, pues aquella petición era precisamente lo que ella deseaba.

»“Fingiré que soy tú”, le prometió Tsa. “Y haré todo lo que tú haces. Volveremos a cambiarnos cuando haya terminado y Nomon nunca lo sabrá.”

Sagaz compuso una amplia sonrisa.

—Y así, la luna y la mujer cambiaron de lugar.

Su puro entusiasmo por la historia era contagioso, y Shallan se descubrió sonriendo también. Estaban en guerra, la ciudad estaba cayendo y, aun así, lo único que ella quería era escuchar el final de la historia.

Sagaz usó polvos para levantar cuatro líneas de humo distintas: azul, amarilla, verde y naranja intenso. Las arremolinó juntas en un cautivador vórtice de tonos. Mientras trabajaba, sus ojos azules se posaron en Shallan. Los entornó y su sonrisa se volvió taimada.

«Acaba de reconocerme —advirtió—. Todavía llevo la cara de Velo. ¿Cómo ha podido saberlo?»

Cuando Sagaz terminó de revolver los colores, la luna se había hecho blanca y la única torre recta que creó animando al humo hacia arriba era de un verde pálido.

—Mishim descendió entre los mortales —proclamó—, ¡y Tsa subió a los cielos para ocupar el lugar de la luna! Mishim dedicó las horas que quedaban a la noche bebiendo, cortejando, bailando, cantando y haciendo todas las cosas que había observado desde lejos. Vivió con frenesí durante sus escasas horas de libertad.

»De hecho, estaba tan cautivada que se olvidó de regresar, ¡y la sorprendió el amanecer! Subió corriendo a la alta torre de la reina, pero Tsa ya se había puesto y la noche había terminado.

»Mishim no solo había conocido las delicias de la mortalidad, sino también su inquietud. Pasó el día con gran desasosiego, sabiendo que Tsa estaría atrapada con su sabia hermana y su solemne hermano en el lugar donde reposan las lunas. Cuando volvió a caer la noche, Mishim se escondió dentro de la torre, esperando que Salas la reprendiera por sus apetitos, pero Salas pasó sin hacer ningún comentario.

»Sin duda, cuando Nomon se alzara, despotricaría por su necedad, pero Nomon pasó sin hacer ningún comentario. Por fin, Tsa apareció en el cielo, y Mishim la llamó. “Reina Tsa, mortal, ¿qué ha ocurrido? Mis hermanos no me han llamado. ¿Es posible que no te hayan descubierto?”

»“No”, respondió Tsa. “Tus hermanos han sabido que era una impostora al momento.”

»Mishim exclamó: “¡Pues cambiemos de lugar deprisa, para que pueda mentirles y aplacarlos!”

»“Ya están aplacados”, dijo Tsa. “Piensan que soy encantadora. Hemos pasado las horas del día festejando.”

»“¿Festejando?” Sus hermanos nunca habían festejado con ella.

»“Hemos cantado juntos dulces canciones.”

»“¿Canciones?” Sus hermanos nunca habían cantado con ella.

»“Estar aquí arriba es una auténtica maravilla”, dijo Tsa. “Los estrellaspren cuentan unas historias asombrosas, como me prometiste, y las constelaciones de gemas son grandiosas, vistas de cerca.”

»“Sí. Me encantan esas historias, y esas vistas.”

»“Creo que podría quedarme aquí”, dijo Tsa.

Sagaz dejó que el humo se difuminara hasta que solo permaneció una línea de verde. Se encogió, marchitándose, casi extinguida. Cuando habló, lo hizo con voz suave.

—Mishim —dijo— conoció otra emoción mortal. La añoranza.

»¡La luna montó en pánico! Recordó el precioso paisaje que podía contemplar desde lo alto, todas las tierras que veía y el arte que disfrutaba, los edificios, las canciones, aunque fuese desde lejos. Recordó la amabilidad de Nomon y la consideración de Salas.

Sagaz trazó una espiral de humo blanco y la empujó despacio hacia su izquierda, pues la nueva luna Tsa estaba a punto de ponerse.

—«“¡Espera!”, rogó Mishim. “¡Espera, Tsa! ¡Has roto tu palabra! ¡Has hablado con los estrellaspren y observado las constelaciones!”»

Sagaz capturó el humo con una mano y se las ingenió para hacerlo permanecer en su sitio, rodando.

—«“Nomon me ha dicho que podía”, explicó Tsa. “Y no he salido herida.”

—»“¡Pero aun así, has roto tu palabra!”, gritó Mishim. “¡Debes regresar a la tierra, mortal, pues nuestro acuerdo ha concluido!”

Sagaz dejó que el anillo permaneciera en su lugar.

Entonces desapareció.

—Para eterno alivio de Mishim, Tsa cedió. La reina descendió de nuevo a su torre y Mishim trepó a los cielos. Con gran placer, se hundió hacia el horizonte. Pero justo antes de ponerse, Mishim oyó una canción.

En apariencia sin venir a cuento, Sagaz añadió una fina línea de humo azul al brasero.

—Era una canción de risa, de belleza. ¡Una canción que Mishim no había oído nunca! Le costó largo tiempo comprender esa canción, hasta que, meses después, pasó por el cielo de noche y vio de nuevo a la reina en la torre. Tenía en brazos un niño con la piel de un tenue azul.

»No hablaron, pero Mishim lo supo. La reina la había engañado a ella. Tsa había querido pasar una noche en los cielos, conocer a Nomon por una noche. Había dado a luz a un hijo de piel azul clara, el color del propio Nomon. Un hijo descendiente de un dios, que llevaría a su pueblo a la gloria. Un hijo que vestía el manto de los cielos.

»Y es por eso que, hasta el día de hoy, el pueblo de Natanatan tiene la piel de un suave tono azul. Y es por eso que Mishim, aunque sigue siendo astuta, jamás ha vuelto a abandonar su puesto. Y sobre todo, esta es la historia de cómo la luna llegó a conocer lo que, hasta entonces, era exclusivo de los mortales. La melancolía.

La última línea de humo azul menguó hasta apagarse.

Sagaz no se inclinó para recibir aplausos ni pidió la voluntad al público. Volvió a sentarse en el muro de la cisterna que había sido su escenario, con aspecto agotado. La gente esperó, atónita, hasta que unos pocos empezaron a pedir más a gritos. Sagaz permaneció en silencio. Soportó sus peticiones, sus súplicas y después sus maldiciones.

Poco a poco, el público se disgregó. Al cabo de un tiempo, solo Shallan permanecía frente a él. Sagaz le sonrió.

—¿Por qué esa historia? —preguntó ella—. ¿Por qué ahora?

—Yo no doy los significados, niña —repuso él—. A estas alturas, ya deberías saberlo. Yo solo narro el relato.

—Ha sido precioso.

—Sí —dijo él, y añadió—: Echo de menos mi flauta.

—¿Tu qué?

Sagaz se levantó de un salto y empezó a recoger sus cosas. Shallan se acercó con disimulo y echó un vistazo al interior de su morral, donde entrevió un frasquito con la boca sellada. Era casi negro del todo, pero la cara orientada hacia ella era blanca.

Sagaz cerró el morral con brusquedad.

—Vamos. Tienes aspecto de que te interesa la oportunidad de invitarme a comer alguna cosa.

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