15. Brillante radiante
Solo consignaré aquí la verdad, directa, incluso brutal. Debéis saber lo que hice y lo que me costaron esos actos.
De Juramentada, prólogo
El cuerpo del brillante señor Perel apareció en la misma zona que el de Sadeas —dijo Shallan, caminando de un lado a otro en su habitación mientras pasaba páginas del informe—. Eso no puede ser casualidad; esta torre es demasiado grande. Así que sabemos por dónde acecha el asesino.
—Sí, supongo —dijo Adolin. Estaba reclinado con la espalda contra la pared, con la casaca desabotonada, lanzando hacia arriba una bolita de cuero rellena de grano y volviendo a atraparla—. Pero creo que los asesinatos podrían haberlos cometido dos personas distintas.
—Con el mismo método exacto —repuso Shallan—. Colocando el cadáver del mismo modo.
—No hay nada más que los relacione —argumentó Adolin—. Sadeas era ladino, atraía mucho odio y solía ir acompañado de guardias. Perel era callado, caía bien a todos y se lo conocía por su capacidad administrativa. Era menos soldado que gestor.
El sol ya se había puesto del todo y habían dejado esferas en el suelo para iluminar. Un sirviente se había llevado los restos de la cena, y Patrón zumbaba feliz en la pared cerca de la cabeza de Adolin, que lo miraba de vez en cuando con aire incómodo, cosa que Shallan comprendía del todo. Ella estaba acostumbrada a Patrón, pero era cierto que sus líneas eran extrañas.
«Pues espera a que Adolin vea a un críptico en su forma de Shadesmar —pensó—, con cuerpo completo pero formas que se retuercen por cabeza.»
Adolin lanzó la bolita cosida al aire y la atrapó con la mano derecha, la que Renarin había sanado, para sorpresa de Shallan. No era la única que practicaba con sus poderes. Lo que más la alegraba era que ya hubiera alguien más con hoja esquirlada. Cuando volvieran las altas tormentas y empezaran a usar la Puerta Jurada en serio, tendría ayuda.
—Estos informes —dijo Shallan, dándose golpecitos en la mano con el cuaderno— son al mismo tiempo informativos e inútiles. No hay nada que relacione a Perel con Sadeas excepto que ambos eran ojos claros y estaban en la misma parte de la torre. Quizá el asesino eligió a sus víctimas por pura oportunidad.
—¿Dices que alguien mató sin querer a un alto príncipe? —dijo Adolin—. ¿Así, por casualidad? ¿Como… como un asesinato de callejón fuera de una taberna?
—Puede ser. El brillante Aladar sugiere aquí que tu padre establezca unas reglas para desplazarse en solitario por partes vacías de la torre.
—Sigo pensando que podría haber dos asesinos —se reafirmó Adolin—. No sé, que alguien viera a Sadeas muerto y se le ocurriera que podía matar a alguien con impunidad, inculpando al primer asesino.
«Ay, Adolin», pensó Shallan. Había llegado a una hipótesis que le gustaba y se negaba a renunciar a ella. Era un error frecuente, contra el que advertían sus libros científicos.
Pero en una cosa sí que tenía razón Adolin: era improbable que el asesinato de un alto príncipe fuese aleatorio. No había señales de que alguien hubiera usado la hoja esquirlada de Sadeas, Juramentada, ni siquiera un rumor al respecto.
«¿Es posible que la segunda muerte sea una especie de señuelo? —se preguntó Shallan, volviendo a hojear el informe—. ¿Un intento de que parezcan ataques aleatorios?» No, sería demasiado enrevesado, y no tenía más pruebas a favor de esa hipótesis que Adolin de la suya.
Eso la hizo pensar. Quizá todo el mundo estuviera prestando atención a aquellas muertes porque eran las de unos ojos claros importantes. ¿Podía haber otros asesinatos de los que no se hubieran enterado por ser de individuos menos prominentes? Si se hubiera encontrado a un mendigo en el proverbial callejón de Adolin fuera de una taberna, ¿alguien habría hecho algún comentario, incluso si lo hubieran apuñalado en el ojo?
«Tengo que salir ahí fuera, mezclarme con ellos y ver de qué me entero.» Abrió la boca para decir a Adolin que tendría que ir acostándose, pero él ya estaba levantándose y desperezándose.
—Creo que ya hemos sacado todo lo que podíamos de ahí —dijo, señalando el informe con el mentón—. Por lo menos, esta noche.
—Sí —respondió Shallan, fingiendo un bostezo—. Supongo.
—Esto… —dijo Adolin, y respiró hondo—. Hay… otra cosa.
Shallan frunció el ceño. ¿Otra cosa? Por qué de pronto parecía a punto de hacer algo difícil.
«¡Va a romper nuestro compromiso!», pensó una parte de su mente, pero Shallan aporreó esa emoción y la devolvió a su sitio, detrás de las cortinas.
—Vale, esto no es fácil —dijo Adolin—. No pretendo ofenderte, Shallan, pero… ¿recuerdas que te he hecho comer comida de hombre?
—Pues claro. Si me pica la lengua estos días, te culparé a ti.
—Shallan, tenemos que hablar de algo parecido. De una cosa sobre ti que no podemos pasar por alto sin más.
—Yo…
«Yo maté a mis padres. Apuñalé a mi madre en el pecho y estrangulé a mi padre mientras le cantaba.»
—Tienes una hoja esquirlada —dijo Adolin.
«No quería matarla. Tuve que hacerlo. Tuve que hacerlo.»
Adolin la cogió por los hombros y la sacó del ensimismamiento. ¿Estaba… sonriendo?
—¡Tienes una hoja esquirlada, Shallan! Una nueva. Es increíble. Yo estuve años soñando con ganar mi propia hoja. Hay muchos hombres que pasan la vida entera con ese mismo sueño y no lo cumplen nunca. ¡Y aquí estás tú, con una!
—Y eso es bueno, ¿verdad? —preguntó ella, sostenida por unos brazos apretados contra su cuerpo.
—¡Pues claro que sí! —exclamó Adolin, soltándola—. Pero… en fin, eres mujer.
—¿Te has dado cuenta por el maquillaje o por el vestido? Ah, han sido los pechos, ¿verdad? Siempre nos delatan.
—Shallan, hablo en serio.
—Lo sé —dijo ella, intentando tranquilizarse—. Sí, Patrón puede convertirse en hoja esquirlada, Adolin. No sé qué tiene que ver eso con nada. No puedo cedérsela a nadie, así que… Padre Tormenta. ¿Quieres enseñarme a usarla, es eso?
Adolin sonrió.
—Dices que Jasnah también era una Radiante. Mujeres obteniendo hojas esquirladas. Es raro, pero no algo que podamos ignorar. ¿Y qué hay de la armadura? ¿La tienes escondida en algún sitio también?
—Que yo sepa, no —respondió ella. El corazón se le aceleraba, la piel se le enfriaba, los músculos se le tensaban. Combatió la sensación—. No sé de dónde sale la armadura esquirlada.
—Sé que no es algo femenino, pero ¿qué más da? Tienes una espada, así que deberías saber usarla, y a la Condenación con las costumbres. Ea, ya lo he dicho. —Respiró hondo—. Porque a ver, el muchacho del puente puede tener una y es ojos oscuros. O lo era. A fin de cuentas, lo tuyo no es tan distinto.
«Gracias por situar a todas las mujeres más o menos a la altura de la plebe», pensó, pero se mordió la lengua. Saltaba a la vista que era un momento importante para Adolin, y por lo menos estaba intentando ampliar sus miras.
Pero… pensar en lo que había hecho le dolía. Sostener el arma sería peor. Muchísimo peor.
Quería esconderse. Pero no podía. La verdad se negaba a desalojar su mente. ¿Podría explicarlo?
—Sí, tienes razón, pero…
—¡Estupendo! —exclamó Adolin—. Estupendo. Me he traído las guardas de hoja para que no nos hagamos daño. Las he dejado escondidas en el puesto de guardia. Voy a traerlas.
Se marchó al momento. Shallan se quedó con el brazo extendido hacia él, sus objeciones muriendo en sus labios. Hizo garra con los dedos y se llevó la mano al pecho, al corazón que atronaba.
—Mmm —dijo Patrón—. Esto es bueno. Esto debe hacerse.
Shallan cruzó la habitación hasta el espejito que había colgado en la pared. Se miró y vio sus ojos desorbitados, su pelo hecho un desastre absoluto. Había empezado a respirar con jadeos rápidos y entrecortados.
—No puedo —dijo—. No puedo ser esa persona, Patrón. No puedo blandir la espada y ya está. No puedo ser una brillante caballera en una torre, fingiendo que deberían seguirla.
Patrón zumbó con suavidad en un tono que Shallan había identificado como de confusión. El desconcierto de una especie que intenta aprehender la mente de otra.
El sudor cayó por el rostro de Shallan, pasando junto a su ojo mientras se miraba en el espejo. ¿Qué esperaba ver? La perspectiva de derrumbarse delante de Adolin le incrementaba la tensión. Tenía todos los músculos tirantes y su visión empezó a oscurecerse. Solo veía lo que tenía delante y quería correr, ir a alguna parte. Alejarse.
«No. No, solo tienes que ser otra persona.»
Con manos temblorosas y pisadas débiles, fue a sacar su cuaderno de bocetos. Arrancó páginas, las tiró al suelo hasta llegar a una vacía y cogió su lápiz de carboncillo.
Patrón se acercó a ella como una bola de líneas cambiantes, zumbando de preocupación.
—Shallan, por favor, ¿qué ocurre?
«Puedo esconderme —pensó Shallan, dibujando con frenesí—. Shallan puede huir dejando a alguien en su lugar.»
—Es porque me odias —dijo Patrón con un hilo de voz—. Puedo morir, Shallan. Puedo irme. Te enviarán a otro para que lo vincules.
Un gemido agudo empezó a alzarse en la habitación, un sonido que Shallan no supo al momento que provenía del fondo de su propia garganta. Las palabras de Patrón eran como puñaladas en el costado. «No, por favor. Solo dibuja.»
Velo. Velo no tendría problemas en empuñar una espada. No tenía el alma rota de Shallan y no había matado a sus padres. Ella sería capaz de hacerlo.
No. No, porque ¿qué haría Adolin si volvía a la habitación y encontraba una mujer distinta del todo? No podía conocer la existencia de Velo. Las líneas que bosquejó, irregulares y bastas por el lápiz que temblaba, enseguida adoptaron la forma de su propia cara. Pero con el pelo recogido en un moño. Una mujer con temple, no tan huidiza como Shallan, no tan tontita sin pretenderlo.
Una mujer a la que no hubieran llevado en palmitas. Una mujer lo bastante dura, lo bastante fuerte, para blandir esa espada. Una mujer… como Jasnah.
Sí, la sutil sonrisa de Jasnah, su compostura y su seguridad. Shallan añadió a su propia cara aquellos ideales, creando una versión endurecida de ella. ¿Podría… podría ser esa mujer?
«Tengo que serlo», pensó mientras absorbía luz tormentosa de su cartera y la soplaba a su alrededor. Se levantó mientras se aposentaba el cambio. Su corazón se ralentizó y ella se limpió el sudor de la frente antes de abrir la manga de su mano segura con calma, tirar a un lado la estúpida bolsa adicional que había atado alrededor de la mano y arremangarse para revelar su mano, aún enguantada.
Tendría que bastar con eso. Adolin no podía esperar que llevara ropa de entrenamiento. Se recogió el pelo en un moño que fijó con pasadores sacados de su cartera.
Cuando Adolin volvió a la habitación un momento después, encontró a una mujer firme y tranquila que no era del todo Shallan Davar. «Se llama Brillante Radiante —pensó—. Usará solo su título.»
Adolin traía dos piezas metálicas largas y finas que, de algún modo, podían fundirse al filo de las hojas esquirladas y hacerlas menos peligrosas en los combates de entrenamiento. Radiante las inspeccionó con ojo crítico y extendió el brazo a un lado, invocando a Patrón. Cobró forma la hoja esquirlada, un arma fina y larga, casi tanto como ella de alta.
—Patrón puede modular su forma —dijo—, y embotará su filo a un nivel seguro. No necesitaré ese ingenio tan burdo. —Y en efecto, el filo de Patrón titiló, embotándose.
—Tormentas, qué útil. Pero a mí me sigue haciendo falta. —Adolin invocó su propia hoja, un proceso que duraba diez latidos de corazón durante los cuales giró la cabeza para mirarla.
Shallan bajó los ojos y se dio cuenta de que había ampliado su busto al transformarse. No era por él, desde luego. Simplemente había pretendido parecerse más a Jasnah.
Por fin apareció la espada de Adolin, con una hoja más gruesa que la de ella, sinuosa a lo largo del filo, con delicados salientes cristalinos en el borde de la otra teja. Colocó una de sus guardas en el filo de la espada.
Radiante adelantó un pie y alzó su hoja con las dos manos junto a la cabeza.
—Oye —dijo Adolin—, no está nada mal.
—Shallan pasó bastante tiempo dibujándoos a todos.
Adolin asintió, pensativo. Se acercó y llevó hacia ella el pulgar y dos dedos. Radiante pensó que iba a ajustarle el agarre, pero en vez de eso Adolin le puso los dedos en la clavícula y empujó un poco.
Radiante trastabilló hacia atrás y estuvo a punto de caer.
—La postura es más que quedar estupendo en el campo de batalla. Es la colocación de los pies, el centro de equilibrio y el control de la pelea.
—Tomo nota. ¿Y cómo la mejoro?
—Es lo que intento decidir. Hasta ahora solo había trabajado con gente que empuña espadas desde muy joven. Me pregunto en qué habría cambiado Zahel mi entrenamiento si ni siquiera hubiera tocado un arma en la vida.
—Por lo que he oído de él —repuso Radiante—, dependería de si había tejados cerca desde los que saltar.
—Así es como entrenaba con la armadura esquirlada —dijo Adolin—. Esto es la hoja. ¿Te enseño a librar duelos o debería enseñarte la forma de luchar en un ejército?
—Me conformo con saber cómo evitar amputarme mis propias extremidades, brillante señor Kholin —dijo Radiante.
—¿Brillante señor?
«Demasiado formal. De acuerdo.» Era como se comportaría Radiante, por supuesto, pero también podía permitirse cierta familiaridad. Jasnah lo había hecho.
—Solo pretendía mostrar el respeto debido a un maestro de su humilde discípula —dijo Radiante.
Adolin soltó una risita.
—Por favor, no será necesario. Pero venga, a ver qué podemos hacer con esa postura.
Adolin dedicó la siguiente hora a colocarle las manos, los pies y los brazos una docena de veces. Escogió para ella una postura básica que más adelante podría adaptar hacia varias de las posturas formales, con nombres como la posición del viento, que según Adolin no dependían tanto de la fuerza o el alcance como de la movilidad y la pericia.
Radiante no sabía por qué se había molestado Adolin en recoger las protecciones metálicas, ya que no cruzaron ni un solo golpe. Aparte de corregirle la postura diez mil veces, Adolin le habló del arte del duelo. De cómo tratar la propia hoja esquirlada, de cómo pensar en un adversario, de cómo mostrar respeto a las instituciones y tradiciones del propio duelo.
Algunas partes eran muy prácticas. Las hojas esquirladas eran armas peligrosas, lo que justificaba las lecciones sobre cómo empuñarla, cómo andar con ella y cómo evitar cortar a personas o cosas al girarse sin pensar.
Otras partes de su monólogo fueron más… místicas.
—La hoja forma parte de ti —dijo Adolin—. La hoja es más que una herramienta: es tu vida. Respétala. No te fallará. Si te derrotan, es porque tú le has fallado a la espada.
Radiante se alzaba en lo que le resultaba una pose muy anquilosada, con su hoja esquirlada sostenida por delante con las dos manos. Solo había rascado el techo con Patrón dos o tres veces. Por suerte, la mayoría de las habitaciones de Urithiru tenían techos altos.
Adolin le indicó con un gesto que realizara el ataque simple que habían practicado. Radiante alzó ambos brazos, inclinando la espada, y dio un paso adelante mientras la hacía descender. El ángulo total del arco no podía haber superado los noventa grados. Apenas era un ataque siquiera.
Adolin sonrió.
—Ya lo vas cogiendo. Unos cuantos miles de veces más y empezará a salirte natural. Pero tendremos que trabajar en tu respiración.
—¿Mi respiración?
Él asintió, como distraído.
—Adolin —dijo Radiante—, te aseguro que llevo respirando sin descanso toda la vida.
—Ya —dijo él—. Por eso vas a tener que desaprenderlo.
—La forma de situarme, de pensar, de respirar… Me cuesta distinguir lo que es relevante de verdad y lo que compone la subcultura y la superstición de los espadachines.
—Todo es relevante —dijo Adolin.
—¿Hasta comer pollo antes de un combate?
Adolin sonrió.
—Bueno, a lo mejor algunas cosas son manías personales. Pero de verdad que las espadas forman parte de nosotros.
—Sé que la mía forma parte de mí —dijo Radiante, apoyando la hoja esquirlada a un lado y su mano segura enguantada en ella—. La he vinculado. Sospecho que ahí se originó la tradición de los portadores de esquirlada.
—Qué académica eres —replicó Adolin, negando con la cabeza—. Esto tienes que sentirlo, Shallan, vivirlo.
A Shallan no le habría resultado una tarea difícil. En cambio, Radiante prefería no sentir nada que no hubiera meditado a fondo de antemano.
—¿Te has planteado que tu hoja esquirlada fue una vez un spren vivo, empuñado por uno de los Caballeros Radiantes? —preguntó—. ¿No cambia tu forma de mirarla?
Adolin lanzó una mirada fugaz a su hoja, que había dejado invocada, con la funda, sobre las mantas.
—Siempre lo he intuido, más o menos. No que estuviera viva; sería un poco tonto. Las espadas no están vivas. Digo que… siempre he sabido que tenían algo especial. Viene de ser duelista, creo. Todos lo sabemos.
Radiante dejó pasar el tema. Los espadachines, por lo que había visto, eran supersticiosos. Igual que los marineros. Igual que… bueno, que prácticamente todo el mundo salvo las eruditas como Radiante y Jasnah. Pero seguía resultándole curioso lo mucho que la retórica de Adolin sobre las hojas esquirladas le recordaba a la religión.
Era raro que aquellos alezi a menudo trataran su auténtica religión con tanta frivolidad. En Jah Keved, Shallan había pasado horas y horas pintando extensos pasajes de los Argumentos. Había que pronunciar las palabras en voz alta una y otra vez, memorizándolas arrodillada o inclinada antes de quemar por fin el papel. Por su parte, los alezi preferían dejar que los fervorosos se ocuparan del Todopoderoso, como si fuese un invitado molesto al que pudieran entretener los sirvientes ofreciéndole una taza de té bien sabroso.
Adolin le permitió seguir practicando el ataque, quizá notando que empezaba a cansarse de que le ajustaran la postura constantemente. Mientras Radiante descargaba tajos, Adolin cogió su propia hoja y se situó a su lado para hacerle de ejemplo en la postura y los ataques.
Al cabo de un rato breve, ella descartó su hoja y cogió su libreta de bocetos. Pasó las páginas deprisa, dejando atrás el dibujo de Radiante, y empezó a esbozar a Adolin en su postura. Se vio obligada a dejar que se le escurriera un poco de Radiante.
—No, quédate así —dijo Shallan, señalando a Adolin con el carboncillo—. Exacto, así.
Bosquejó la postura y asintió con la cabeza.
—Ahora da el golpe y quédate en esa última posición.
Adolin lo hizo. Ya se había quitado la casaca y estaba solo en camisa y pantalones. A Shallan le gustaba cómo le quedaba aquella camisa ajustada. Eso podía admirarlo hasta Radiante, que era pragmática pero seguía teniendo ojos.
Contempló los dos bocetos, invocó de nuevo a Patrón y se colocó en la postura inicial.
—Eh, muy bien —comentó Adolin mientras Radiante completaba unos pocos golpes—. Eso es, ya lo tienes.
Volvió a formar junto a ella. El ataque sencillo que le había enseñado era sin duda una triste demostración de sus habilidades, pero de todos modos lo ejecutó con precisión, y luego sonrió y empezó a hablar de las primeras lecciones que le había impartido Zahel, hacía mucho tiempo.
Tenía los ojos azules iluminados, y a Shallan le encantaba verlo brillar así. Era casi como la luz tormentosa. Conocía esa pasión, había sentido lo que era vibrar de interés, consumirse tanto por algo que se perdía a sí misma en la maravilla. Para ella era el arte, pero al observarlo, pensó que tampoco había tanta diferencia entre los dos.
Compartir con él esos momentos y beber de su emoción era una sensación especial. Íntima. Incluso más que lo cerca que habían estado antes sus cuerpos. Se permitió ser Shallan en algunos de esos momentos, pero siempre que el dolor de empuñar la espada empezaba a incrementarse, cada vez que de verdad pensaba en lo que estaba haciendo, podía volver a ser Radiante y evitarlo.
Tenía una reticencia auténtica a que se les acabara aquel tiempo, de modo que dejó que se extendiera hasta bien entrada la noche, mucho más allá de cuando debería haberlo interrumpido. Al final, Shallan se despidió cansada y sudorosa de Adolin y lo miró mientras cruzaba al trote el pasillo delimitado por estratos, con un brío en el paso, una lámpara en las manos y las guardas de hoja sostenidas contra el hombro.
Shallan tendría que esperar a la noche siguiente para recorrer las tabernas y buscar respuestas. Regresó a su cuarto con una extraña satisfacción, por mucho que el mundo pudiera estar en pleno final. Esa noche durmió, por una vez, en paz.