La soledad de Taravangian era dolorosa ese día. Como iba haciéndose cada vez más común, no era demasiado listo.

Al Taravangian listo no le gustaba tener compañía. El Taravangian listo olvidaba qué sentido tenía rodearse de gente. El Taravangian listo era aterrador, pero ese día le habría encantado ser esa versión de sí mismo. Habría agradecido la anestesia emocional.

Estaba sentado a solas en un carro de tormenta, con las manos en el regazo, rodeado de agotaspren arremolinados y marrones. La tormenta eterna llegaba a su fin. Era el momento de dar la orden a sus hombres para que traicionaran a la coalición. Si las suposiciones de Taravangian eran acertadas, también significaba que Odium había lanzado un ataque contra Urithiru.

Taravangian no dio la orden todavía. Odium le había dicho que iría a confirmárselo, y de momento no lo había hecho. Quizá… quizá los servicios de Taravangian no serían necesarios ese día. Quizá el plan hubiera cambiado.

Esperanzas endebles y frágiles para un hombre endeble y frágil.

Cómo deseaba poder ser listo. ¿Cuándo había sido inteligente por última vez? No un genio, porque había renunciado a volver a sentirse de ese modo, sino meramente inteligente. La última vez había sido… tormentas, hacía ya más de un año. Cuando había planeado cómo destruir a Dalinar.

Ese intento había fracasado. Dalinar se había negado a dejarse derrumbar. El Taravangian listo, por muy capaz que fuera, se había demostrado insuficiente.

«Al Taravangian listo se le ocurrió el plan que obligó a Odium a hacer un trato —pensó—. Con eso basta.»

Y sin embargo… sin embargo, titubeó. El Taravangian listo de verdad había fracasado. Y además, no solo lo habían vuelto inteligente. Le habían concedido un don y una maldición. Inteligencia por una parte. Compasión por otra. Cuando era listo, daba por hecho que la compasión era la maldición. Pero ¿lo era, en realidad? ¿O quizá la maldición era que nunca pudiera tener ambas cosas a la vez?

Se puso de pie en el carro y soportó los momentos de mareo que lo embargaban cada vez que se levantaba en los últimos tiempos, la negrura que reptaba al borde de su visión, como muertespren ansiosos por reclamarlo. Pensó que quizá fuese su corazón, aunque no había pedido que lo viera un cirujano. Mejor no molestar a alguien que podría estar ayudando a soldados heridos.

Dio cortas bocanadas de aire, escuchando los tenues chasquidos de la tormenta eterna fuera. El trueno estaba remitiendo. Casi había acabado.

Cruzó arrastrando los pies la corta distancia que lo separaba de su baúl. Se obligó a arrodillarse. Tormentas, ¿cuándo se había hecho tan doloroso ponerse de rodillas? Sus huesos se molían entre ellos como la maja contra el mortero.

Intentando no hacer caso a los dolorspren, manipuló la combinación de la cerradura con dedos temblorosos y luego abrió la tapa. Quitó el forro de la parte de arriba del baúl, abrió el compartimento secreto y corrió un pestillo oculto. Eso desactivó el pequeño vial de tinta que había preparado para derramarse y echar a perder el contenido del compartimento si alguien lo forzaba.

Solo entonces pudo buscar a tientas y localizar las páginas. Las sacó con una mano indecisa. Un año antes, durante su episodio más reciente de inteligencia, había creado aquello. Unas pocas páginas del Diagrama, arrancadas y reordenadas, con unas notas añadidas a mano. Taravangian había quemado su ejemplar del libro en sí, pero había conservado aquella sección extirpada.

Exhausto, gateó de vuelta a su silla y subió a ella. Resollando, acunó las viejas páginas del Diagrama e intentó ahuyentar a los agotaspren.

Cuando creó aquella sección no había sido tan listo como aquel otro día singular, ya hacía siete años, en el que había urdido el Diagrama. Ese día había sido un dios. El día en que había creado aquel pequeño fragmento, un año atrás, se había considerado a sí mismo un profeta de ese dios.

Por tanto, ¿qué era en esos momentos? ¿Un sacerdote? ¿Un humilde devoto? ¿Un necio? En cierto modo, le parecía una traición pensar en términos religiosos. Aquel no era un acto de dioses, sino de hombres.

«No. Una diosa te convirtió en lo que eres.»

Levantó las páginas y las leyó de principio a fin, entornando los ojos sin sus anteojos de lectura. La apretada letra manuscrita era una lista de instrucciones, entremezclada con partes del Diagrama original. En su mayoría, detallaba el ardid para derrocar a Dalinar mediante una cuidadosa revelación de secretos, un plan diseñado para poner al pobre hombre de rodillas, para volver la coalición en su contra. Al final, aquella estratagema solo había servido para estimular al Espina Negra… y para que crecieran sus sospechas de Taravangian. Antes de ese día, habían sido amigos.

Taravangian pasó aquella página, intentando comprender a la extraña criatura en que se convertía cuando era inteligente. Un ser sin el lastre de la empatía, con una mirada capaz de penetrar hasta el corazón de los asuntos. Y al mismo tiempo, un ser que no podía comprender el contexto de sus esfuerzos. Podía estar trabajando para proteger a un pueblo mientras ordenaba distraído que mataran a niños.

El Taravangian listo conocía el cómo, pero no el porqué.

El Taravangian tonto no establecía conexiones, no recordaba las cosas deprisa, no podía calcular de cabeza. En aquel documento, cuya intención era desmoralizar, difamar y destruir a un hombre al que guardaba un gran respeto, el Taravangian tonto encontró dolor. Estaba sollozando cuando terminó de leerlo, y a los agotaspren los habían reemplazado los blancos pétalos de los vergüenzaspren.

«¿Y todo esto para salvar a un puñado de gente?», pensó. Había protegido Kharbranth vendiendo al resto de la humanidad. Estaba convencido de que era imposible derrotar a Odium. Por tanto, salvar un remanente era el único curso de acción lógico.

En esos momentos, le pareció patético. ¿El Taravangian listo se consideraba tan brillante, tan magistral, y aquello era lo mejor que podía hacer?

Era una línea de pensamiento peligrosa. E inútil. ¿Acaso no había regañado a Mrall por hacer ese mismo argumento? Tenían que concentrarse en lo que podían hacer. El Taravangian listo entendía eso, y lo había logrado.

El Taravangian tonto, en cambio, sollozó por toda la gente a la que había fallado. Toda la gente que moriría cuando Odium purgara la humanidad del mundo.

Taravangian volvió a mirar las notas, y ese día vio algo nuevo en ellas. Un breve comentario sobre una persona específica. «¿Por qué el Diagrama no puede ver a Renarin Kholin en concreto? —rezaba la nota—. ¿Por qué es invisible?»

El Taravangian listo había continuado adelante enseguida, sin detenerse en esa cuestión. ¿Para qué perder el tiempo con un detalle que no podía resolver? El Taravangian tonto siguió pensando en ello, recordando una ocasión posterior en la que Odium lo había visitado. Odium había mostrado algo a Taravangian y Renarin… Renarin Kholin había aparecido como una cadena de futuros censurados, invisibles.

El carro empezó a llenarse de luz alrededor de Taravangian. Renegó entre dientes, plegó deprisa los papeles y los escondió en el bolsillo de su túnica. En un instante, el carro de tormenta se fundió, su estructura desvaneciéndose ante una refulgente luz dorada. El suelo cambió y Taravangian se encontró sentado en su silla sobre un campo brillante, sobre un suelo que parecía de oro sólido.

Ante él se alzaba una figura, un humano de seis metros de altura que portaba un cetro. Sus rasgos eran shin, y su pelo y su barba dorados por completo, como los de un iriali. La túnica de Odium estaba más ornamentada que la última vez, roja y oro, con una espada a la cintura.

Era una presentación pensada para pasmar y sobrecoger, y Taravangian no pudo evitar un respingo. Era una verdadera belleza. Se obligó a abandonar su asiento y caer de nuevo sobre unas rodillas doloridas, agachando la cabeza pero incapaz de apartar la mirada de la esplendorosa visión.

—Te prefiero cuando estás así, Taravangian —dijo Odium con voz poderosa—. Quizá no pienses tan deprisa, pero sí que entiendes más deprisa.

—Mi señor —dijo Taravangian—, ¿es la hora?

—Sí —respondió Odium—. Debes dar la orden.

—Así se hará.

—¿Obedecerán, Taravangian? Les pides que se vuelvan contra sus aliados. Que se unan al enemigo.

—Los alezi son sus enemigos, mi señor —dijo Taravangian—. Los veden llevan siglos odiando a sus vecinos. Además, sus nuevos líderes, los que vuestra propia mano puso al mando, anhelan el poder. Creen que los recompensaréis.

No habían obtenido promesas. Un dios podía atarse, pero solo mediante juramentos. Aquellos necios creían que los recompensarían elevándolos por encima del resto, pero Taravangian sabía que el país entero estaba condenado. Todo humano de esas tierras terminaría destruido en algún momento.

Los gobernantes de los veden desconocían ese destino, y Taravangian confiaba en que harían lo que se les decía y atacarían a sus antiguos aliados. Había pasado un año preparándolos, ascendiendo a los hombres adecuados siguiendo las órdenes de Odium, insinuando con sutileza a sus seguidores que la guerra era problema de Alezkar y Azir, no de Jah Keved. Que el enemigo nunca iría a por ellos.

Alzó la mirada y encontró al dios estudiándolo con expresión curiosa.

—¿No temes la muerte, Taravangian? —preguntó Odium—. Sabes que no podrás evitarla.

—Yo…

Taravangian tembló. Intentaba no pensar demasiado en ello, sobre todo cuando era estúpido. Porque sí, sí que temía la muerte. La temía más que a nada. Deseaba que tras la muerte no hubiera nada. Solo el olvido.

Pues si al otro lado lo esperaba algo más, no sería agradable.

—Sí que la temo —susurró.

—Qué sincera es esta versión de ti —dijo Odium. Rodeó a Taravangian, que seguía arrodillado—. La prefiero con mucho, sí. Hay algo directo en tu Pasión.

—¿No podríais perdonarles la vida? —pidió Taravangian con lágrimas en los ojos—. El pueblo de Jah Keved, los iriali, aquellos que acuden a vos por voluntad propia. ¿Por qué desperdiciar sus vidas?

—Ah, no voy a desperdiciarlas, Taravangian —respondió Odium—. Sus vidas se dedicarán a lo que ellos esperan, a la guerra, la gloria, la sangre. Les concederé exactamente lo que estaban pidiendo. Ellos no lo saben, pero me suplican la muerte en sus peticiones de poder. Solo tú me has rogado la paz. —Miró a Taravangian.

»Kharbranth será un centro de paz en la tormenta que está por venir. No dejes que los otros te preocupen. Librarán la guerra que se les ha prometido desde su nacimiento y, aunque los consumirá y los destruirá, van a disfrutarla. Me aseguraré de ello. Incluso aunque no los vaya a llevar a esa gloria aquel que debería haber sido su rey…

Mientras el dios reflexionaba en voz alta, Taravangian reparó en algo, en una luz que emanaba de Odium. Palpitaba, haciendo su piel transparente, brillando desde el interior. Daba… como una sensación enfermiza, de algún modo. Y de hecho, Odium calló y pareció concentrarse. Obligó a la luz a retirarse antes de continuar.

«Yo he fracasado de muchas maneras, pero tú también has fracasado», pensó Taravangian. Lo de «aquel que debería haber sido su rey» era una referencia a Dalinar. Odium llevaba muchos años haciendo planes orientados a algo, a una guerra mucho más grandiosa incluso que la que estaba arrasando Roshar. Alguna extraña batalla por los cielos.

Había querido que Dalinar participara en esa guerra, pero no había podido obtenerlo. Odium seguía pretendiendo usar a toda la humanidad como sus tropas en el frente, después de conquistar Roshar. Sacrificaría sus vidas, los convertiría en esclavos centrados en librar su guerra por los cielos. Utilizaría su sangre para conservar a los cantores, a quienes Odium consideraba tropas más valiosas.

Solo pensar en aquello horrorizaba a Taravangian. Era incluso peor que la destrucción rápida y total que había estado imaginando. Aquello sería una pesadilla prolongada de esclavitud, sangre y muerte. Y sin embargo, había un pensamiento que lo consolaba. Uno que el Taravangian listo habría desdeñado por sentimental.

«Esperabas que Dalinar cambiara de bando —pensó Taravangian—. Lo querías como tu campeón. Fracasaste. Así que al final, no fuiste más listo que yo. Y por mucho que te jactes de poder ver el futuro, no lo sabes todo.»

Taravangian había visto los planes del dios en una ocasión. ¿Podría… podría hacer que ocurriera de nuevo?

No. No se atrevía a intrigar. No era listo. Era… era solo un hombre.

Pero… ¿quién mejor para alzarse en defensa de todos los hombres? En un arrebato de apasionada audacia, Taravangian metió la mano en el bolsillo y sacó la parte del Diagrama en la que había trabajado. La sostuvo contra su cuerpo, como para darse consuelo.

Odium mordió el anzuelo. Se acercó con paso firme y lo arrebató de entre los dedos de Taravangian.

—¿Qué es esto? —preguntó Odium—. Ah… otra pieza de tu Diagrama, ¿no es así? Modificada, por lo que veo. Te crees muy listo, ¿verdad?

—No —susurró Taravangian con voz áspera—. Yo no sé nada.

—Y bien que deberías reconocerlo —dijo Odium, y entonces sostuvo los papeles en alto y los hizo pedazos con un destello de luz—. Esto no es nada. Tú no eres nada.

Taravangian dio un grito y cogió uno de los pedacitos que revoloteaban.

Odium hizo un amplio gesto. Y por segunda vez, a Taravangian se le concedió entrever un atisbo de los planes del dios. Centenares de miles de paneles escritos, flotando como en cristal invisible. Aquello era lo que Odium le había mostrado un año antes, con la intención de impresionar a Taravangian por lo detallada y extensa que era la planificación del dios. Y Taravangian había logrado tentarlo para que lo exhibiera como a un apreciado semental.

Tormentas… era posible engañar a Odium. Podía hacerlo el Taravangian tonto.

Taravangian miró alrededor, tratando de encontrar la porción negra que había visto la vez anterior. Sí, allí estaba, la escritura corrompida, un sector de planes arruinados por Renarin Kholin.

En ese momento, las implicaciones le parecieron profundas. Odium no era capaz de ver el futuro de Renarin. Nadie podía.

La cicatriz se había expandido. Taravangian se volvió enseguida para no atraer la ira de Odium. Pero justo antes de apartar la mirada, Taravangian vio algo medio consumido dentro de la cicatriz negra.

Su propio nombre. ¿Por qué? ¿Qué significaba?

«Estoy cerca de Renarin —comprendió Taravangian—. Todo aquel que esté cerca del chico tiene el futuro borroso. Quizá por eso Odium se equivocó sobre Dalinar.»

Taravangian sintió una oleada de esperanza.

Odium no podía ver el futuro de Taravangian en esos momentos.

Taravangian agachó la cabeza y se mordió el labio, cerrando los párpados con fuerza, deseando que las lágrimas en las comisuras de sus ojos se interpretaran como de asombro y temor.

—Resplandeciente, ¿verdad? —dijo Odium—. Me he preguntado por qué iba ella a dejarte saborear lo que nosotros podemos hacer. En cierto modo, eres el único con quien puedo hablar. El único que entiende, de forma limitada, la carga que soporto.

«Hoy podrías haber venido, darme la orden sin más y marcharte —pensó Taravangian—. Pero en vez de eso, hablas. Te sientes solo. Quieres fanfarronear. Eres… humano.»

—Te echaré de menos —dijo Odium—. Me alegro de que me hicieras prometer que mantendría con vida a los humanos de Kharbranth. Me recordarán a ti.

Si Odium podía sentirse solo, si fanfarroneaba, si era posible engañarlo… podía tener miedo. Taravangian sería tonto, pero cuando era tonto comprendía la emoción.

Odium tenía un poder increíble, eso era evidente. Era de verdad un dios, en poder. Pero ¿y en mente? En mente, era un hombre. ¿Qué temía Odium? Tendría temores, ¿verdad? Taravangian abrió los ojos y recorrió las muchas páginas flotantes llenas de descripciones. La mayoría estaban escritas en idiomas que no sabía leer, pero Odium usaba glifos para representar los nombres.

Taravangian buscó un nudo de escritura apretada. Buscó letras que evocaran terror, el terror de un genio. Las encontró y las comprendió sin ser capaz de leerlas, en un amontonamiento cerca de la cicatriz negra. Palabras escritas en letras apelotonadas, rodeando un nombre que empezaba a consumir la cicatriz. Un nombre sencillo y aterrador.

Szeth. El Asesino de Blanco.

Temblando, Taravangian apartó la mirada. Odium retomó su diatriba, pero Taravangian no escuchaba lo que decía aquella criatura.

Szeth.

La espada.

Odium temía la espada.

Solo que… Szeth estaba en Urithiru. ¿Por qué estaba su nombre siendo devorado por la cicatriz que representaba a Renarin? No tenía ningún sentido. ¿Era posible que Taravangian lo hubiera entendido mal?

Le costó un tiempo dolorosamente largo llegar a la respuesta evidente. Szeth estaba allí, con el ejército, cerca de Dalinar. Quien a su vez estaba cerca de Renarin. Dalinar debía de haber llevado a Szeth consigo en secreto.

—No eres capaz de concebir el tiempo que llevo planeando esto —estaba diciendo Odium, aunque aquella luz estaba creciendo de nuevo en su interior y su piel parecía papel fino. Se veía… no débil, porque un ser que podía engendrar tormentas y destruir naciones enteras nunca sería débil. Pero sí vulnerable.

Odium había apostado mucho a que Dalinar fuese su campeón. Y todo eso había degenerado en caos. El dios alardeaba de sus planes, pero Taravangian sabía en sus propias carnes que uno podía planificar y planificar y planificar, pero si las elecciones de un solo hombre no se alineaban con su voluntad, no importaría. Mil planes erróneos no eran más útiles que un solo plan erróneo.

—No sufras demasiado, Taravangian —dijo Odium—. Dalinar no te matará al instante. Querrá comprender, porque se ha convertido en su forma de actuar. Pobre idiota. El viejo Espina Negra te asesinaría al instante, pero esta encarnación más débil no podrá resistirse. Necesitará hablar contigo antes de ordenar tu ejecución.

«Tú estás haciendo lo mismo —pensó Taravangian mientras un peligroso plan empezaba a brotar en su mente—. Deberías haberme matado.»

En voz alta, dijo:

—Que así sea. He cumplido mi objetivo.

—En efecto —respondió Odium—. En efecto. Ve, hijo mío. Cumple tu parte del trato y obtén la salvación para aquellos a quienes amas.

El paisaje dorado se desvaneció y Taravangian se encontró de nuevo en su carro de tormenta. Abrió la mano y vio en ella el fragmento del Diagrama. Pero… los demás trozos habían desaparecido. Se habían desvanecido al concluir la visión. Eso lo dejó estupefacto, porque significaba que de veras había estado en otro lugar. Que había llevado los papeles consigo, pero solo había conservado aquel trocito al regresar.

Se quedó largo rato mirando el fragmento, y luego se obligó a regresar a la silla. Tardó un momento en recuperarse antes de hurgar en su cartera. Sacó la tabla de la vinculacaña, la orientó y situó la pluma. Cuando por fin el aparato respondió, escribió una sencilla palabra.

«Hacedlo.»

Tenía que consumar la traición, por supuesto. Necesitaba mantener su trato, necesitaba proteger Kharbranth. Eso iba antes que cualquier otra intriga o plan. Y cualquier otra intriga debería ejecutarse de modo que o bien Odium jamás supiera lo que había hecho o bien no pudiera actuar en su contra para retirar la protección a Kharbranth.

Pasaron menos de quince minutos antes de que los soldados de Dalinar llegaran e irrumpieran en su carro, destrozando la puerta y entrando con las armas desenvainadas. Sí, ya se esperaban que los traicionara. Odium tenía su distracción. La coalición debería dedicar semanas enteras de trabajo frenético a asegurarse de que los ejércitos veden no obtuvieran demasiada ventaja, y Dalinar estaría ocupado allí, combatiendo a los soldados de Taravangian.

Gimió mientras los soldados se apoderaban de sus vinculacañas y una escriba que los acompañaba leía la palabra que había enviado.

No le hicieron daño. Era probable que Odium estuviera en lo cierto. Lo más seguro era que a Taravangian le quedaran unas semanas antes de su ejecución. Se notó menos dolorido, menos cansado, mientras lo ataban y amordazaban. Era un suplicio, sí, pero podía soportar un poco de dolor. Pues tenía un poderoso conocimiento. Un secreto quedo y furtivo, tan peligroso como lo había sido el Diagrama.

Taravangian había decidido no rendirse.

El ritmo de la guerra. El Archivo de las Tormentas IV
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