Parece ser que no es la arena en sí, sino algo que crece en ella, lo que muestra esas extrañas propiedades. Es posible crear más, con los materiales adecuados y una simiente de la original.

De El Ritmo de la Guerra, subtexto de la página 13

Kaladin se revolvió, sudando y temblando, su mente saturada por las visiones de sus amigos muriendo. De Roca congelado en los Picos Comecuernos, de Lopen asesinado en un lejano campo de batalla, de Teft muriendo solo, reseco hasta los huesos, con los ojos vidriosos por el uso continuado del musgoardiente.

—¡No! —chilló Kaladin—. ¡No!

—¡Kaladin! —exclamó Syl. Revoloteó alrededor de su cabeza, llenándole los ojos de franjas de luz blanquiazul—. Estás despierto. Estás bien. ¿Kaladin?

Kaladin respiró una y otra vez, llenándose los pulmones. Las pesadillas parecían muy reales, y no se esfumaban al despertar. Eran como el olor a sangre en la ropa después de una batalla.

Se obligó a levantarse y lo sorprendió encontrar una bolsita llena de gemas brillantes en la repisa de piedra que había en la sala.

—Las ha traído Dabbid —dijo Syl—. Las ha dejado hace un rato, además de un poco de caldo, y luego ha cogido la jarra y se ha ido a por agua.

—¿Cómo ha…?

¿Podría habérselas dado el fervoroso del monasterio? O quizá las hubiera cogido con disimulo de algún otro sitio. Dabbid podía moverse por la torre de maneras que estaban vedadas a Kaladin. A él la gente siempre lo miraba, lo recordaba. Sería la altura, supuso. O quizá el porte. Nunca había aprendido a agachar la cabeza como era debido, ni siquiera en sus tiempos de esclavo.

Kaladin negó con la cabeza y se puso a hacer su rutina de las mañanas: estiramientos, ejercicio y luego lavarse tan bien como pudiera con una tela y un poco de agua. Después de eso fue a ver a Teft, lo lavó a él y lo cambió de postura para ayudar a evitar que le salieran llagas. Hecho todo eso, Kaladin se arrodilló junto al banco de Teft con la jeringa y el caldo e intentó hallar un solaz de su propia mente a través del acto tranquilizador de alimentar a su amigo.

Syl se acomodó en el banco de piedra al lado de Teft mientras Kaladin trabajaba, con su vestido infantil, sentada con las rodillas contra el pecho y los brazos alrededor de ellas. Ninguno de los dos habló durante un buen rato.

—Ojalá estuviera despierto —susurró Syl por fin—. Hay algo feliz en la forma que tiene Teft de enfadarse.

Kaladin asintió.

—Fui a hablar con Dalinar —dijo ella—, antes de que se marchara. Le pregunté si podía hacerme sentir como se sienten los humanos. Triste a veces.

—¿Qué? —preguntó Kaladin—. Por el décimo nombre del Todopoderoso, ¿por qué ibas a hacer algo así?

—Quería sentir lo mismo que tú —dijo ella.

—Nadie debería tener que sentir lo que yo.

—Soy una persona independiente, Kaladin. Puedo tomar mis propias decisiones. —Syl miró sin ver más allá de Teft y Kaladin—. Fue hablando con él cuando empecé a recordar a mi antiguo caballero, como te decía. Creo que Dalinar hizo algo. Yo quería que me Conectara contigo. Se negó. Pero creo que, de algún modo, me Conectó con quien yo era antes. Me hizo capaz de recordar de nuevo, y de sufrir…

Kaladin se sentía desvalido. Nunca había podido sobreponerse a sus propios sentimientos de oscuridad. ¿Cómo iba a ayudar a otra persona?

«Tien podría haberlo hecho —pensó—. Tien habría sabido qué decir.»

Tormentas, cómo echaba de menos a su hermano. Hasta después de tantos años.

—Creo que los spren tenemos un problema —dijo Syl—. Pensamos que no cambiamos. Seguro que a veces nos oyes decirlo. «Los hombres cambian. Los cantores cambian. Los spren no.» Creemos que, al tener partes eternas, nosotros lo somos también. Pero los humanos también tenéis partes eternas.

»Si podemos elegir, podemos cambiar. Si no pudiéramos cambiar, entonces la elección perdería su significado. Me alegro de sentirme así, de recordarme a mí misma que no siempre he estado igual. No siempre he sido la misma. Significa que, el venir aquí en busca de otro Caballero Radiante, estaba decidiendo. No solo haciendo lo que fui creada para hacer, sino lo que quería.

Kaladin ladeó la cabeza, con la jeringa de caldo a medio camino de los labios de Teft.

—En mi peor estado, a mí me da la impresión de que no puedo cambiar. De que no he cambiado nunca. De que siempre me he sentido así y siempre me sentiré igual.

—Cuando te pongas así —dijo Syl—, avísame, ¿quieres? A lo mejor hablar conmigo de ello te ayuda.

—Sí. Muy bien.

—¿Y Kal? —añadió ella—. Haz lo mismo tú por mí.

Kaladin asintió y los dos se quedaron callados. Él quería decir más. Debería haber dicho más. Pero estaba exhausto. Los agotaspren se arremolinaban en la sala, aunque se había pasado medio día durmiendo.

Notaba las señales. O mejor dicho, ya no podía hacer como que no. Estaba sumido en las profundidades de la conmoción de batalla, y que la torre estuviera ocupada por el enemigo no lo solucionaba por arte de magia. Lo empeoraba. Más combate. Más tiempo solo. Más gente dependiendo de él.

Muerte, soledad y tensión. Un triunvirato impío que lo acorralaba con lanzas y dagas. Y no. Dejaba de. Apuñalarlo.

—¿Kaladin? —dijo Syl.

Cayó en la cuenta de que llevaba allí sentado sin moverse… ¿cuánto tiempo? Tormentas. Se apresuró a rellenar la jeringa y la llevó a los labios de Teft. Su amigo volvía a moverse, a murmurar, y Kaladin casi alcanzaba a entender lo que decía. ¿Algo de sus padres?

Al poco tiempo se abrió la puerta y entró Dabbid. Hizo un saludo rápido a Kaladin, correteó hasta el banco cerca de Teft y dejó algo en la piedra. Hizo gestos de apremio.

—¿Qué es eso? —preguntó Kaladin, y retiró la tela para revelar algún tipo de fabrial.

Parecía un brazalete de cuero, como los que llevaban Dalinar y Navani para saber la hora. Solo que la construcción era distinta. Aquel tenía largas correas de cuero y una parte metálica, como un mango, que se levantaba y se colocaba cruzado en la palma de la mano. Kaladin le dio la vuelta y encontró diez rubíes en la parte del antebrazo, aunque estaban opacos.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó.

Dabbid se encogió de hombros.

—El Hermano te ha guiado hasta esto, supongo.

Dabbid asintió.

—Debe de habérmelo enviado Navani —dijo Kaladin—. Syl, ¿qué hora es?

—Falta como media hora para que tengas que hablar con la reina —dijo ella, levantando la mirada hacia el cielo, oculto tras muchos metros de piedra.

—¿Y la próxima alta tormenta? —preguntó Kaladin.

—No estoy segura, pero aún faltarán unos días. ¿Por qué?

—Nos interesará recargar las gemas opacas que utilicé luchando contra el Perseguidor. Gracias por las nuevas, Dabbid, por cierto. Pero tendremos que pensar en cómo esconder las otras fuera para que se recarguen.

Dabbid se dio unas palmadas en el pecho. Se ocuparía él.

—Últimamente parece que estás mejor —dijo Kaladin, sentándose para terminar de dar de comer a Teft.

Dabbid levantó los hombros.

—¿Me cuentas tu secreto? —dijo Kaladin.

Dabbid se sentó en el suelo y puso las manos en el regazo. Así que Kaladin volvió al trabajo. Lo encontró sorprendentemente cansado, ya que le costaba que su atención no se desviara a las pesadillas. Se alegró cuando, al terminar, Syl le dijo que había llegado el momento de su conversación con Navani.

Fue a la pared lateral de la sala, apretó la mano contra la veta de cristal y esperó a que ella le hablara a la mente.

¿Alto mariscal?, dijo Navani al cabo de unos minutos.

—Estoy aquí —respondió él—. Pero, dado que estaba a punto de hacerme cirujano a tiempo completo, no creo que tenga ya esa graduación.

Acabo de ascenderte de nuevo. He hecho que uno de mis ingenieros saque a hurtadillas un fabrial que podría resultarte útil. El Hermano debería poder llevarte hasta él.

—Ya lo tengo —dijo Kaladin—. Pero no tengo ni idea de lo que se supone que hace.

Es un elevador personal, pensado para hacerte levitar grandes distancias hacia arriba y hacia abajo. Así podrás recorrer la torre en toda su altura.

—Interesante —respondió él, mirando el aparato que reposaba en el banco de piedra—. Pero no se me da muy bien la tecnología, brillante. Lo siento, pero apenas sé cómo activar un fabrial calentador.

Pues te tocará aprender deprisa, dijo Navani. Porque tienes que reemplazar los rubíes del fabrial por esos otros de luz del vacío de las vinculacañas que robaste. Necesitaremos los doce pares. ¿Ves un plano guardado con el aparato?

—Un momento —dijo Kaladin. Metió la mano en el saquito y sacó un pequeño mapa doblado. Llevaba a un lugar en la decimonovena planta, a juzgar por los glifos—. Lo tengo. Debería poder llegar hasta ahí. El enemigo no vigila los pisos superiores.

Excelente. Allí encontrarás pesos en un agujero, que es donde tendrás que instalar las otras mitades de esos rubíes. Un mecanismo en el brazalete del fabrial hace que caiga uno de esos pesos, y la fuerza se transfiere a través de los rubíes. Tirará de ti en cualquier dirección hacia la que apuntes el aparato.

—¿Me tirará del brazo? —preguntó Kaladin—. No suena muy cómodo.

No lo es. Mi ingeniero estaba intentando resolverlo. Hay una correa que tienes que enrollarte brazo arriba y se sujeta al hombro. Él cree que podría ayudar.

—Muy bien —dijo él. Era algo que hacer, por lo menos.

Pero… ¿fabriales? Kaladin siempre los había considerado juguetes de ricos. Aunque supuso que cada vez era menos cierto. Había proyectos de cría que estaban produciendo ganado con gemas corazón de rubí cada vez más grandes, y los métodos de creación de fabriales se iban extendiendo. Parecía que una habitación de cada tres tenía fabriales calentadores en los últimos tiempos, y las vinculacañas se habían vuelto lo bastante baratas para que hasta la tropa rasa pudiera permitirse pagar para enviar mensajes a través de ellas.

Navani le explicó cómo debía reemplazar los rubíes. Por suerte, en el estuche de vinculacañas que había robado había unas pequeñas herramientas que servían para desmontar las gemas. No era más difícil que cambiar las hebillas a un jubón de cuero.

Cuando hubieron terminado, Syl y él se aventuraron al exterior y subieron nueve plantas sin que los vieran. Kaladin no usó nada de luz tormentosa: tenía demasiado poca para desperdiciarla. Además, le sentó bien esforzar el cuerpo.

En la decimonovena planta, la luz granate lo guio hasta el lugar que indicaba el mapa. Allí encontró los pesos y el enorme hueco, y Navani le fue diciendo cómo instalar los rubíes parejos. Empezó a comprender cómo funcionaba el aparato. Los enormes pesos tenían masa más que suficiente para levantar a un hombre. Cinco de los rubíes de su fabrial estaban conectados a aquellos pesos, para transferir la fuerza.

Los otros siete rubíes servían para activar y controlar los pesos. El sistema de poleas y mecanismos era demasiado complejo para que Kaladin lo entendiera, pero en esencia le permitía cambiar a otro peso cuando uno hubiera caído del todo. También podía ralentizar el descenso del peso o detenerlo por completo, modulando así la fuerza con la que el aparato tiraba de él.

Cada peso debería tirar de ti muchas decenas de metros antes de agotarse, le dijo Navani a través de una veta de granate en la pared. Ese agujero cae hasta los acuíferos que hay en la base de la montaña, lo que significa que deberías poder ascender desde la planta baja hasta la cima de la torre utilizando un solo peso.

La mala noticia es que, cuando los cinco pesos hayan caído, el dispositivo será inútil hasta que vuelvas a enrollarlos. Hay un cabestrante en la esquina. Me temo que es un proceso arduo.

—Qué incordio —dijo Kaladin.

Sí, es un poco molesto tener que dar cuerda a una manivela para experimentar la maravilla de que un humano levite decenas de metros por los aires sin hacerse daño.

—Perdón, brillante, pero es que estoy acostumbrado a hacerlo con muchos menos problemas.

Lo cual ahora es intrascendente, ¿verdad?

—Supongo que sí —dijo él. Miró el fabrial, que llevaba puesto ya en el brazo izquierdo, con las correas rodeándole el brazo hasta el hombro. Le apretaba un poco, pero por lo demás parecía bastante cómodo—. Entonces, ¿apunto hacia donde quiera ir, lo activo y tirará de mí en esa dirección?

Exacto. Pero el dispositivo está diseñado para no moverse si lo sueltas. Era demasiado peligroso de otro modo. ¿Ves el resorte de presión que cruza la palma? Soltarlo activa el freno de la cuerda. ¿Lo entiendes?

—Sí —respondió Kaladin

Cerró el puño en torno a la barra. Tenía una parte metálica separada que se enrollaba a su alrededor por un lado, con un muelle debajo. Cuanto más apretara, más deprisa tiraría el aparato de él. Si lo soltaba del todo, se detendría donde estuviera.

Utilizar el fabrial requiere dos pasos. Primero tienes que activarlo, conjuntando los rubíes. ¿Ves el interruptor que puedes mover con el pulgar? Sirve para eso. Cuando lo acciones, tu brazo se quedará fijo en la orientación que lleve y el brazal no podrá moverse en ninguna otra dirección que hacia delante.

El segundo paso es empezar a soltar un peso. Si un peso cae hasta abajo del todo, cambias al siguiente utilizando el dial que tienes al dorso de la muñeca. ¿Lo ves?

—Lo veo —dijo él.

Cuando pares, te quedarás colgando del aire hasta que desactives el aparato. Pero mientras te quede otro peso que no se haya agotado, puedes girar el disco para conectarte a ese y seguir ascendiendo. O si te atreves, puedes desactivar el aparato y caer un instante mientras señalas en otra dirección para luego reactivarlo y que tire de ti hacia allí.

—Suena peligroso —respondió Kaladin—. Si estoy flotando en el aire y necesito llegar a una terraza o donde sea, ¿tengo que soltarme en caída libre un momento para cambiar la dirección del aparato y que tire de mí hacia el lado, en vez de arriba y abajo?

Lo lamento, pero sí. El ingeniero que creó el dispositivo tiene ideas grandiosas y elevadas, pero no mucho sentido práctico. Aun así, es mejor que nada, alto mariscal. Y es lo mejor que puedo hacer para ayudarte ahora mismo.

Kaladin respiró hondo.

—Entendido. Lo siento si parezco desagradecido, brillante. He tenido unos días duros. Me alegro de tenerlo. Me acostumbraré a utilizarlo.

Muy bien. No deberías tener que preocuparte porque se acabe la luz del vacío de las gemas mientras practicas. Los rubíes parejos no pierden mucha energía en mantener su conexión. Pero sí que terminará agotándose con el tiempo. Tendremos que pensar qué hacemos al respecto cuando ocurra.

De momento, confío en que el Hermano pronto confiará lo suficiente en mí para decirme dónde encontrar los nodos restantes. Cuando tenga esa información, podré diseñar un plan para protegerlos, quizá engañando al enemigo para que busque en una parte distinta de la torre. Es crucial que mantengas ese escudo activo todo el tiempo posible, para darme tiempo y que pueda descubrir qué anda mal con la luz de la torre y sus defensas.

—¿Algún avance en eso? —preguntó Kaladin.

No, pero ahora mismo estoy concentrándome en rellenar los huecos de mi conocimiento. Cuando tenga las nociones básicas adecuadas sobre la luz tormentosa y la luz del vacío, confío en que progresaré a mayor velocidad.

—Entendido —dijo Kaladin—. Volveré a ponerme en contacto contigo dentro de unas horas, si tienes tiempo, para contarte mis experiencias con el aparato.

Gracias.

Kaladin se apartó de la pared. Syl estaba en el aire a su lado, inspeccionando el fabrial.

—¿Y bien? —le preguntó Kaladin—. ¿Qué te parece?

—Me parece que vas a quedar muy ridículo usándolo. Qué ganas tengo.

Kaladin salió a un pasillo cercano. Allí arriba, en la decimonovena planta, debería ser seguro practicar casi por donde quisiera, siempre que se mantuviese alejado del atrio. Recorrió el pasillo y fue dejando amatistas en el suelo para iluminarlo. Se quedó al final, contemplando la línea de luces. El fabrial le dejaba los dedos libres, pero aquella barra en el centro de la palma sería molesta en una pelea. Tendría que manejar la lanza a una mano, como si luchara llevando escudo.

—¿Vamos a probarlo aquí? —preguntó Syl, que llegaba volando hasta él—. ¿No es para ascender y descender?

—La brillante Navani me ha dicho que tira de ti hacia la dirección en que lo apuntes —dijo él—. Los Corredores del Viento novatos siempre quieren elevarse con sus enlaces, pero, cuanta más experiencia tienes, más te das cuenta de lo útil que resulta pensar en tres dimensiones.

Señaló con la mano izquierda pasillo abajo y abrió la mano. Entonces, pensando que sería buena idea, absorbió un poco de luz tormentosa. Por último, utilizó el pulgar para mover la pequeña palanca y activar el mecanismo. No pasó nada.

«De momento, todo bien», pensó mientras intentaba mover la mano a izquierda y derecha. Se resistió y se quedó donde estaba. Estupendo.

Fue cerrando el puño poco a poco, apretando la barra que le cruzaba la palma, y al momento el aparato tiró de él por el pasillo. Kaladin resbaló con los talones y no pudo detenerse por mucho que lo intentó. Aquellos pesos de verdad eran algo serio.

Kaladin abrió la mano y se detuvo de sopetón. Como el aparato seguía activo, cuando levantó los pies del suelo se quedó flotando en el aire. Pero hacerlo le aplicaba mucha tensión en el brazo, sobre todo en el codo.

Sí, tal y como estaba, ese aparato sería demasiado peligroso para que lo usara alguien sin luz tormentosa. Bajó los pies al suelo, tocó el interruptor con el pulgar para desconectar el aparato y su brazo se liberó al instante. Cuando fue a comprobar el peso, vio que había descendido un poco por el pozo. Al desactivar el aparato, los frenos habían fijado el peso en su posición.

Salió de nuevo al pasillo, activó el fabrial y apretó la barra con fuerza. Eso lo envió hacia delante como una exhalación. Levantó los pies, pero tensó los músculos con esfuerzo para mantenerse erguido. En ese momento, por difícil que fuese aquel ejercicio, sintió que algo renacía en su interior. El viento en su pelo. Su cuerpo volando, reclamando el cielo aunque fuese de forma imperfecta. Encontró la experiencia familiar. Intuitiva, incluso.

La sensación duró justo hasta el instante en que reparó en lo deprisa que se acercaba la pared del fondo. Tardó un poco demasiado en reaccionar porque antes que nada intentó enlazarse hacia atrás por puro instinto. Se estampó contra la pared con la mano por delante y sintió que sus nudillos se machacaban. El aparato seguía intentando avanzar, aplastándole más la mano destrozada, obligándolo a mantener apretada la barra. El fabrial lo retuvo pegado a la pared hasta que logró alcanzarlo con la otra mano y accionar el interruptor de pulgar, lo que desconectó el mecanismo y lo liberó.

Ahogó un grito de dolor mientras absorbía la luz tormentosa de una amatista cercana en el suelo. La sanación fue lenta, igual que la vez anterior. Sentía un dolor agudo y tuvo que apretar los dientes mientras esperaba. La piel partida, rota por huesos, hacía que sangrara en el aparato, manchando el cuero.

Syl frunció el ceño a los dolorspren que reptaban por el suelo.

—Vaya, me equivocaba. Eso no ha sido muy divertido.

—Lo siento —dijo Kaladin, con los ojos llorosos de dolor.

—¿Qué ha pasado?

—Malos instintos —respondió él—. No ha sido culpa del aparato. Me he olvidado de lo que estaba haciendo.

Se sentó a esperar y oyó cómo encajaban las articulaciones y se recolocaban los huesos a medida que la luz tormentosa volvía a coserlo. Se había acostumbrado demasiado a la sanación casi instantánea. Aquello era un suplicio.

Pasaron más de cinco minutos antes de que pudiera sacudir la mano curada y estirarla, como nueva aparte de cierto dolor residual.

—Muy bien —dijo—. Tengo que ir con más cuidado. Estoy jugando con unas fuerzas increíbles en esos pesos.

—Por lo menos no has roto el fabrial —comentó Syl—. Por raro que suene, es mucho más fácil conseguirte una mano nueva que un aparato nuevo.

—Cierto —dijo él, levantándose.

Se lanzó de nuevo por el pasillo deshaciendo el camino, en esa ocasión manteniendo una velocidad cauta, y frenó al aproximarse al final del recorrido.

Durante la siguiente media hora se estrelló varias veces más, aunque ningún impacto fue tan espectacular como el primero. Tenía que preocuparse de apuntar la mano bien recta por el centro del pasillo, o se desviaba hacia el lado y acababa raspando con la pared. También debía ser extremadamente consciente del dispositivo, ya que era muy fácil darle al interruptor de activado por error si se rozaba la mano contra algo.

Siguió practicando y pudo cruzar el pasillo de un lado a otro durante un buen rato antes de que el aparato dejara de funcionar. Se detuvo de golpe en pleno vuelo y se quedó colgando en el centro del pasillo.

Apoyó los pies en el suelo y desactivó el fabrial. El peso que estaba usando había llegado al fondo. Le había durado bastante tiempo, aunque buena parte de ese tiempo la había pasado preparándose y desplazándose a pie. En verdadera caída libre, lo más seguro era que no tuviera más que unos pocos minutos de vuelo. Pero si controlaba el peso, si lo usaba en descargas rápidas, podría aprovechar bien esos minutos.

No iba a lanzarse a volar por ahí para combatir a Celestiales en batallas por los cielos usando aquel fabrial. Pero sí que le proporcionaría ráfagas adicionales de velocidad en combate, y también la posibilidad de moverse en direcciones inesperadas. Navani pretendía que Kaladin lo usara como un elevador. Y serviría para eso, desde luego. Tenía intención de practicar a ascender y descender cuando anocheciera.

Pero Kaladin también le veía usos marciales. Teniéndolo todo en cuenta, el aparato funcionaba mejor de lo que había esperado. Así que terminó de recorrer el pasillo andando para volver a empezar.

—¿Más? —preguntó Syl.

—¿Tienes una cita o algo? —le dijo Kaladin.

—Es que me aburro un poco.

—Puedo empotrarme contra otra pared, si quieres.

—Solo si prometes ser gracioso cuando lo hagas.

—¿Cómo? ¿Quieres que me rompa más dedos?

—No. —Syl voló a su alrededor como cinta de luz—. Que te rompas las manos no es muy divertido. Prueba con otra parte del cuerpo. Una que dé risa.

—Voy a parar de intentar imaginar cómo hacerlo —dijo él— y volver al trabajo.

—¿Y cuánto tiempo piensas seguir con esto de estrellarte sin que sea nada divertido?

—Hasta que deje de estrellarme, claro —respondió Kaladin—. Tuve meses para entrenar con los enlaces, y más tiempo que eso para prepararme antes de mi primera pelea como lancero. Por lo deprisa que los Fusionados encontraron el primer nodo, sospecho que tendré como mucho unos días para entrenar con este aparato antes de tener que usarlo.

Cuando llegara el momento, y suponiendo que Navani o el Hermano pudieran darle el aviso, quería estar preparado. Conocía al menos una manera de silenciar las pesadillas, la presión creciente y el agotamiento mental. No podía hacer gran cosa respecto a su situación, ni respecto a las grietas que no dejaban de ensancharse en su interior.

Pero sí que podía mantenerse ocupado y, al hacerlo, impedir que esas grietas lo definieran.

El ritmo de la guerra. El Archivo de las Tormentas IV
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