Sea como sea, por favor daos a conocer a mí cuando recorráis mis tierras. Me angustia que creáis que debéis moveros en las sombras.

Cuando les llegó la confirmación de que la reina se había rendido, la luz del sol ya empezaba a filtrarse por las ventanas de la clínica. Kaladin y su familia habían pasado la noche entera atendiendo a pacientes. Veinte horas, un día entero, sin dormir.

Hasta los agotaspren que había cerca de Kaladin parecían cansados, arremolinándose despacio, letárgicos. La mensajera estaba sentada junto a la mesa de la clínica, con los ojos somnolientos y el uniforme desaliñado mientras aceptaba una taza de infusión fría del padre de Kaladin.

—La reina ha hecho un último intento de restaurar los Radiantes —dijo la mujer—. No sé en qué consistía, solo que los soldados implicados ahora están muertos. He estado llevando mensajes a los barrios de la quinta planta. Pero sí, en respuesta a tu pregunta, he visto la reina Navani y a la comandante del ejército Fusionado juntas. Me ha confirmado la rendición. Debemos vivir bajo la ley de los cantores y no resistirnos.

—Vientos tormentosos —susurró Kaladin—. No me había dado cuenta de lo ciegos que estaríamos sin vinculacañas.

Habían pasado horas antes de que algún tipo de información fiable se filtrara hasta la quinta planta.

—Entonces, ¿se supone que tenemos que volver a vivir bajo su dominio? —preguntó la madre de Kaladin desde su asiento a la mesa.

—Tampoco estaba tan mal —dijo Lirin—. A los altos señores no les gustará, pero para el resto no habrá mucha diferencia.

—Los fabriales no funcionan —objetó Hesina—. No podemos calentar las habitaciones, por no mencionar la comida. Las bombas de agua se habrán detenido. Esta torre no seguirá siendo habitable mucho tiempo.

—Los Fusionados sí que utilizan sus poderes —respondió Lirin—. A lo mejor, si infundimos los fabriales con luz del vacío, volverán a funcionar.

—Disculpa, brillante señor —dijo la exploradora—, pero eso… no estaría bien, por muchos motivos.

Kaladin había empezado a buscar algo de comer en la alacena, así que no vio la reacción de su padre a que lo llamaran brillante señor. Pero podía adivinarla. En todo caso, era una situación extraña teniendo en cuenta que los ojos de Lirin no habían cambiado, sino que solo había pasado a formar parte de la casa de Kaladin. Las categorías estaban embarullándose mucho en los últimos tiempos.

—Kaladin, hijo —dijo Hesina—, ¿por qué no vas a tumbarte?

—¿Por qué? —preguntó él, sacando una pila de pan ácimo y contando cuántas piezas tenían.

—Porque no paras de merodear como un animal enjaulado —dijo ella.

—No es verdad.

—Hijo… —dijo ella, con una voz tranquila pero exasperantemente sabia.

Kaladin dejó el pan y se palpó la frente, que estaba fría por el sudor. Respiró hondo y se volvió para enfrentarse a ellos, su padre apoyado en la pared, su madre en la mesa con la mensajera. Tenía el pelo entrecano, pero era lo bastante joven como para que pareciese prematuro, y llevaba un par de guantes blancos metidos en el cinturón. Una maestra de sirvientes alezi ejerciendo también de mensajera.

—Todos os estáis tomando esto con demasiada calma —dijo Kaladin, echando las manos al aire—. ¿No os dais cuenta de lo que significa? Controlan la torre. Controlan las Puertas Juradas. Se acabó. La guerra ha terminado.

—El brillante señor Dalinar aún tiene consigo al grueso de los Radiantes —repuso Alili, la mensajera—. Y la mayoría de nuestros ejércitos estaban desplegados por el mundo.

—¡Y ahora están todos aislados! —exclamó Kaladin—. No podemos librar una guerra en varios frentes sin las Puertas Juradas. ¿Y qué pasa si el enemigo puede repetir lo que ha hecho aquí? ¿Y si empiezan a anular los poderes de los Radiantes en todos los campos de batalla?

Eso hizo que la mujer callara. Kaladin trató de imaginar cómo sería la guerra sin Corredores del Viento ni Danzantes del Filo. Los campos de batalla ya empezaban a parecerse muy poco a los que había conocido en sus tiempos de lancero. Había menos formaciones a gran escala maniobrando contra otros bloques de tropas. Eran demasiado fáciles de atacar desde arriba, o por parte de otros tipos de Fusionado.

Las tropas pasaban la mayoría del tiempo en campamentos protegidos, haciendo solo cargas repentinas para apoderarse de terreno y expulsar al enemigo. Las batallas se extendían durante meses, en vez de librarse en enfrentamientos decisivos. Nadie sabía muy bien cómo llevar adelante una guerra como aquella, o al menos nadie de su bando.

—Yo aún espero a que llegue el trueno —dijo Kaladin, secándose la frente de nuevo—. El relámpago cayó anoche. Vimos el resplandor, y ahora tenemos que prepararnos para la ola de choque que…

—Brillante señor —lo interrumpió Alili—. Perdona, pero… ¿quizá podrías ayudar a los otros Radiantes a hacer lo que sea que hiciste tú?

—¿Qué hice yo?

—Eso es lo que pregunto —dijo ella—. Perdón otra vez, pero brillante señor Bendito por la Tormenta, eres el único Radiante que he visto en la torre todavía en pie. Lo que sea que hizo el enemigo derribó a todos los demás. Hasta el último de ellos. Excepto a ti.

Kaladin pensó en Teft, tendido en una losa en la sala contigua. Le habían dado caldo a cucharadas y lo había tomado, moviéndose y farfullando bajito entre sorbo y sorbo.

La larga noche empezaba a pesar a Kaladin. Sí que necesitaba descansar. Debería haberse retirado hacía horas. Pero estaba preocupado por sus pacientes, los hombres que sufrían conmoción de batalla. Antes de que ocurriera todo aquello, les había conseguido habitaciones en la tercera planta, entre quienes habían perdido brazos o piernas en la guerra y que habían pasado a ocuparse del mantenimiento del equipo para otros soldados.

Los pacientes de Kaladin habían hecho auténticos progresos. Pero podía imaginar con exactitud cómo estarían sintiéndose, viviendo un nuevo horror al verse alcanzados de nuevo por la batalla que tantas pesadillas les provocaba. Debían de estar fuera de sí.

«Y no solo ellos», pensó Kaladin, secándose otra vez la frente con la mano.

La mensajera se levantó, se desperezó, hizo una inclinación y se marchó para seguir informando de las novedades. Antes de que llegara a la puerta de la clínica, sin embargo, Syl se coló por debajo de ella, revoloteó trazando unos círculos y volvió a salir.

—Soldado enemigo —dijo Kaladin entre dientes a sus padres—. Viene hacia aquí.

En efecto, mientras la mensajera salía, un cantor que llevaba una grácil forma regia asomó la cabeza para observar a Kaladin y sus padres. El cantor se detuvo solo un momento antes de seguir su camino. No eran suficientes para vigilar todos y cada uno de los hogares. Pero Kaladin sospechaba que, a medida que llegaran más y más cantores a la torre, su familia y él dejarían de poder hablar con tanta libertad como lo habían hecho hasta el momento.

—Deberíamos dormir un poco —dijo Lirin a Kaladin.

—El resto del pueblo… —empezó a responder Kaladin.

—Laral y yo los visitaremos —dijo Hesina, levantándose—. Yo he dormido algo antes.

—Pero…

—Hijo —dijo Lirin—, si los Radiantes están en coma, significa que no tenemos Danzantes del Filo y no tenemos Regeneración. Tú y yo necesitamos dormir, porque vamos a ser hombres muy ocupados en los próximos días. Hay una torre entera llena de gente asustada, y no me extrañaría que unos soldados exaltados se dedicaran a armar lío a pesar de las órdenes de la reina. Todos van a necesitar a dos cirujanos descansados.

Hesina hizo a su marido una cariñosa caricia en la muñeca con la mano segura y luego lo besó. Se sacó un pañuelo del bolsillo y se lo dio a Kaladin, que volvía a secarse la frente una vez más. Luego se fue a visitar a Laral, que había hablado con la mensajera antes que ellos y ya estaba al tanto de la situación.

Kaladin acompañó a su padre de mala gana por el largo pasillo, dejando atrás las salas de pacientes en dirección al alojamiento de la familia.

—¿Y si yo soy uno de esos exaltados? —preguntó Kaladin—. ¿Y si yo no puedo vivir con esto?

Lirin se detuvo en el pasillo.

—Creía que ya habíamos hablado de esto, hijo.

—¿Y crees que puedo pasar por alto que el enemigo ha conquistado mi hogar? —dijo Kaladin—. ¿Crees que puedes convertirme sin más en un esclavo bueno y bien educado como…?

—¿Como yo? —preguntó Lirin, y suspiró. Sus ojos se desviaron hacia arriba, con toda probabilidad hacia las marcas en la frente de Kaladin, que su pelo tapaba casi del todo—. ¿Qué habría pasado, hijo, si en vez de empeñarte tanto en huir durante todos esos años, hubieras demostrado tu valía a tus amos? ¿Y si les hubieras enseñado que eras capaz de sanar en vez de matar? ¿Cuántas desgracias habrías ahorrado al mundo si hubieras usado tus talentos en vez de tus puños?

—Estás diciéndome que sea un buen esclavo y haga lo que me ordenan.

—¡Te digo que pienses! —restalló su padre—. ¡Te digo que, si quieres cambiar el mundo, debes dejar de ser parte del problema! —Lirin se tranquilizó con evidente dificultad, cerrando los puños y respirando hondo—. Hijo, piensa en lo que te hicieron todos esos años que desperdiciaste luchando. En cómo te hundieron.

Kaladin apartó la mirada, sin confiar en sí mismo para responder.

—Y ahora —prosiguió Lirin—, piensa en estas últimas semanas. En lo bien que te ha sentado estar ayudando por una vez.

—Hay más de una forma de ayudar.

—¿Y tus pesadillas? —preguntó Lirin—. ¿Los sudores fríos? ¿Los momentos en los que se te nubla la mente? ¿Esos los provoca mi clase de ayuda o la tuya? Hijo, nuestro mandato es hallar a quienes están heridos y cuidar de ellos. Eso podemos hacerlo incluso si el enemigo nos ha conquistado.

En cierto modo, Kaladin alcanzaba a entender lo que decía su padre.

—Tus palabras tienen sentido aquí. —Kaladin se dio unos golpecitos en la cabeza—. Pero no aquí abajo. —Y se dio una palmada en el pecho.

—Ese ha sido siempre tu problema, hijo. Permites que tu corazón se imponga a tu cabeza.

—A veces mi cabeza no es de fiar —dijo Kaladin—. ¿Puedes culparme? Además, ¿el motivo de que nos hiciéramos cirujanos no está en el corazón? ¿No es que nos importa?

—Necesitamos tanto el corazón como la mente —respondió Lirin—. Quizá el corazón aporte el propósito, pero la cabeza aporta el método, el camino. La pasión no es nada sin un plan. Desear algo no hace que suceda.

»Puedo reconocer… Debo reconocer que lograste grandes cosas al servicio de Dalinar Kholin. Pero con los Radiantes derrotados y la mayoría de los cirujanos del rey en el campo de batalla, nosotros somos lo único que se alza entre la gente de esta torre y los muertespren. ¿Reconoces que en ocasiones no piensas bien? Pues confía en mí. Confía en mis pensamientos.

Kaladin hizo una mueca, pero asintió. Era cierto que sus propios pensamientos habían demostrado una y otra vez que no eran de fiar. Además, ¿qué creía que iba a hacer? ¿Declarar la guerra a los invasores él solo? ¿Después de que Navani se hubiera rendido?

Antes de retirarse, fueron a ver cómo estaban las personas inconscientes de las salas de pacientes. La Custodia de la Piedra estaba inmóvil del todo, menos reactiva que Teft, aunque Lirin pudo darle caldo metiéndoselo a cucharadas entre los labios. Kaladin la estudió: le comprobó los ojos, el ritmo cardíaco, la temperatura. Luego pasó a Teft. El Corredor del Viento barbudo se movió, con los ojos cerrados, y cuando Kaladin le llevó caldo a los labios, lo tomó con mucha más ansia. Las manos se le contrajeron y no dejaba de murmurar entre dientes, aunque Kaladin no entendía nada de lo que decía.

«Es un Corredor del Viento, y del mismo juramento que yo —pensó Kaladin—. Yo estoy despierto cuando los otros han caído. A Teft le falta poco para despertar.» ¿Habría alguna relación?

Quizá el fabrial que estuviera usando el enemigo para hacer aquello no funcionase tan bien con los Corredores del Viento. Tenía que ver a los demás Radiantes y compararlos. Había más o menos otras dos docenas de Corredores del Viento en la torre. Su condición de cirujano debería permitirle visitarlos y comprobarles las constantes.

Tormentas. Su padre tenía razón. Kaladin podía lograr mucho más sometiéndose que luchando.

Syl llegó volando a la sala poco después. Lirin también se dio cuenta, así que se había hecho visible para él.

—Syl —dijo Kaladin—, ¿puedes mirar otra vez, a ver si encuentras a la spren de Teft? Parece que está más cerca de despertarse, así que ella podría estar haciéndose más visible.

—No hay tiempo —dijo Syl, adoptando la forma de una joven con espada al cinto y uniforme de exploradora. Se detuvo en el aire, de pie como sobre una plataforma invisible—. Ya vienen.

—¿Otro regio comprobando que estemos donde debemos? —preguntó Kaladin.

—Peor —respondió Syl—. Un grupo de soldados, liderados por otro regio distinto, está registrando todas las residencias, avanzando sin cesar en esta dirección. Están buscando algo.

—O a alguien —dijo Kaladin—. Habrán oído que Bendito por la Tormenta está despierto.

—No saques conclusiones precipitadas, hijo —pidió Lirin—. Si estuvieran buscándote a ti en particular, habrían venido derechos hasta aquí. Saldré a ver qué pasa. Si de verdad te buscan, escapa por la ventana y decidiremos qué hacer más tarde.

Kaladin se retiró a la sala familiar, que tenía puertas hacia sus dormitorios, entre ellos el pequeño cuarto donde el pequeño Oroden dormía en su cuna. Pero Kaladin no fue a su dormitorio. Abrió una rendija en la puerta que daba al pasillo y pudo entreoír voces cuando su padre respondió a la lejana puerta principal de la clínica. Hizo un asentimiento a Syl, que se arriesgó a salir volando para acercarse y escuchar.

Antes de que Syl pudiera regresar, las voces se aproximaron. Kaladin distinguió al regio por los ritmos de su habla.

—… igual que seas cirujano, ojos oscuros —decía el soldado—. Tengo aquí el mandato sellado por la reina, y sus instrucciones prevalecen sobre lo que haya podido decirte ningún mensajero. Todos los Radiantes deben ser apresados.

—Estos son mis pacientes —replicó Lirin—. Fueron confiados a mi cuidado. Por favor, tal y como están no os suponen ningún peligro.

—Vuestra reina ha aceptado estas condiciones —insistió el regio—. Protéstale a ella.

Kaladin miró por la puerta del pasillo. Un regio al mando de cinco cantores corrientes en forma de guerra. Sus figuras más voluminosas parecían embutidas en el pasillo de piedra mientras caminaban hacia las dos salas de pacientes. De modo que no iban a por él, no en concreto. Buscaban Radiantes caídos.

Como para confirmárselo, el regio indicó a sus soldados que entraran en la primera sala de examen. Salieron de nuevo al poco tiempo, cargando entre ellos con la Custodia de la Piedra inconsciente. Apartaron a Lirin de un empujón para sacarla al pasillo.

Syl regresó volando, perturbada mientras entraba con Kaladin en la habitación.

—No parece que sepan nada de ti. Solo que un cirujano tiene a unos cuantos Radiantes caídos.

Kaladin asintió, aunque se había puesto tenso.

—Yo puedo ocuparme de estos mucho mejor que vosotros —dijo Lirin—. Llevároslos así podría ser peligroso para su salud, incluso letal.

—¿Y a nosotros qué más nos da? —replicó el regio, en un tono y un ritmo que sonaban divertidos. Dos de sus soldados izaron a los escuderos de la Custodia de la Piedra, uno a cada uno, y los sacaron de la segunda sala de examen—. Yo opino que deberíamos arrojarlos a todos desde la cima de la torre y librarnos de un problema enorme. Pero los Fusionados quieren reunirlos. Supongo que querrán pasar un buen rato matándolos ellos mismos.

«Está dándose aires —pensó Kaladin—. Los Fusionados no se molestarían en tomar prisioneros a los Radiantes solo para matarlos.» ¿Verdad?

¿Importaba?

Iban a llevarse a Teft.

El regio entró en la primera sala de examen seguido por el padre de Kaladin, que seguía protestando. Kaladin apoyó una mano en la pared, otra en la puerta, y respiró hondo. Entró aire por la ventana de atrás, acariciándolo, trayendo consigo dos vientospren que revolotearon como líneas de luz.

Un centenar de objeciones lo retenían. Los argumentos de su padre. Su alma fragmentada. Saber que era muy posible que estuviera demasiado cansado para tomar decisiones. El hecho de que la reina hubiera decidido que lo mejor era un cese de hostilidades.

Tenía muchos motivos para quedarse donde estaba. Pero uno para moverse.

Iban a llevarse a Teft.

Kaladin abrió la puerta y salió al pasillo, sintiendo el inevitable movimiento de un peñasco equilibrado encima de una pendiente. Apenas. Empezando. A inclinarse.

—Kaladin… —dijo Syl, posándose en su hombro.

—Ha sido un sueño bonito, ¿verdad, Syl? —preguntó—. ¿Que podríamos escapar? ¿Que por fin encontraríamos la paz?

—Un sueño maravilloso —susurró ella.

—¿Preparada para esto? —preguntó él.

Syl asintió y Kaladin entró por la puerta de la sala de examen. Allí quedaban dos soldados enemigos, uno en forma de guerra y el regio en forma tormenta. El regio acababa de ayudar a apoyar a Teft en los hombros del soldado normal.

Lirin miró a Kaladin y negó con la cabeza, apremiante, ensanchando mucho los ojos.

—Ahora vais a dejarlo donde estaba —dijo Kaladin a los cantores— y a marcharos con tranquilidad. Que venga algún Fusionado a recoger a este, si tantas ganas tienen.

Los dos se quedaron muy quietos y el regio lo miró de arriba abajo.

—Vuélvete a la cama, chico —dijo al cabo de un momento—. Hoy no te interesa poner a prueba mi paciencia.

Lirin se abalanzó hacia delante, intentando empujar a Kaladin fuera de la sala. Con un rápido pivote, Kaladin envió a su padre tropezando al pasillo, y confió en que fuera de peligro. Volvió a ocupar el umbral.

—¿Por qué no vais a por refuerzos? —dijo Kaladin a los dos cantores. Era más una súplica que una orden—. No hace falta que resolváis esto ahora mismo.

El regio hizo un gesto a su compañero para que devolviera a Teft a la mesa de examen, y por un momento Kaladin pensó que quizá de verdad harían lo que les había dicho. Pero entonces el regio sacó su hacha de la funda que llevaba al costado.

—¡No! —exclamó Lirin desde atrás—. ¡No lo hagas!

En respuesta, Kaladin inhaló una bocanada de luz tormentosa. Su cuerpo resplandeció con la tormenta interior y empezaron a emanar volutas de humo luminiscente desde su piel.

Eso hizo que los dos cantores se detuvieran un momento, hasta que el que estaba en forma de guerra señaló.

—¡Es él, brillante señor! ¡Ese al que busca el Perseguidor! ¡Cuadra del todo con la descripción!

El regio sonrió.

—Vas a hacerme muy rico, humano.

En su piel crepitaron relámpagos de color rojo oscuro. El cantor en forma de guerra se escabulló, dio contra la repisa e hizo que los instrumentos de cirugía tintinearan unos contra otros.

Lirin agarró a Kaladin desde atrás.

Kaladin estaba de pie en silencio sobre aquel precipicio. Equilibrado.

El regio saltó hacia delante, blandiendo su hacha.

Y Kaladin saltó por el borde.

Se zafó de su padre, lo empujó hacia atrás con una mano y atrapó el brazo del regio con la otra antes de que cayera el hacha. Kaladin estaba preparado para la descarga de energía que lo recorrió al tocar a un regio en forma tormenta, porque ya había combatido antes contra ellos. Aun así, se quedó aturdido un momento y no pudo protegerse cuando el regio le dio un puñetazo en la cara y le cortó la mejilla con el erizado caparazón del dorso de su mano.

La luz tormentosa se lo curaría. Kaladin levantó la otra mano y bloqueó un segundo puñetazo mientras seguía reteniendo el hacha. Los dos forcejearon unos instantes y entonces Kaladin logró ganar ventaja, decantando su centro de equilibrio hacia delante de forma que pudo retorcerse y embestir con el hombro contra el regio.

Tormentas, cómo dolía. Aquel caparazón no era ninguna broma. De todas formas, la maniobra había desequilibrado a su oponente, así que Kaladin pudo controlar la refriega, dio la vuelta a su enemigo y le estampó la mano contra la esquina de una mesa de examen. Un sonoro chasquido hendió el aire y el caparazón de la mano se agrietó.

El regio dio un siseo de dolor y soltó el hacha. Pero entonces rodó de golpe, clavó su costado en el pecho de Kaladin y lo empujó contra la repisa. El padre de Kaladin estaba gritando, pero el cantor en forma de guerra, en vez de ayudar, se había quedado contra la pared opuesta. No parecía tener demasiadas ganas de atacar a un Radiante.

Sin luz tormentosa, Kaladin no habría podido soportar las constantes descargas de energía que sufría al tocar al forma tormenta. Teniéndola, pudo resistir sin dejar que el enemigo lo obligara a retroceder demasiado hasta que el regio cargó otro puñetazo. Cuando vio alzarse el brazo, Kaladin enganchó con una pierna el pie de su rival y los envió a los dos al suelo.

Por desgracia, Kaladin no había luchado mucho cuerpo a cuerpo. Sabía lo suficiente para impedir que lo retuvieran con demasiada facilidad, pero el regio era más fuerte que él y su caparazón no dejaba de pincharlo en lugares sorprendentes y de desbaratarle las presas. El regio aprovechó su ventaja en peso y fuerza y dio la vuelta a Kaladin con un gruñido. Entonces, con Kaladin debajo de él, la criatura empezó a aporrearle la cara con el puño bueno, el que no tenía agrietado.

Kaladin inhaló un respingo de luz tormentosa, agotando las esferas de la repisa. Levantó el puño y lo estampó en el dorso de la mano que había partido antes. Su enemigo se encogió de dolor y Kaladin pudo liberarse empujando con la pierna y apartando al regio, aunque los dos se golpearon contra las repisas de aquel espacio tan reducido al hacerlo.

Kaladin se apresuró a levantarse para poder atacar desde arriba, pero el regio empezó a brillar en rojo. Los pelos de los brazos de Kaladin se erizaron y tuvo una fracción de segundo para arrojarse a un lado mientras un fogonazo de luz y un chasquido atronador llenaban la sala.

Cayó al suelo, cegado y ensordecido, con el acre olor del relámpago en las fosas nasales. Era un olor extraño y particular, que asociaba con la lluvia. Kaladin no creía que el relámpago le hubiera dado, porque los cantores en forma tormenta no apuntaban muy bien, pero su luz tormentosa tardó un momento en sanarle los oídos y restaurar su visión.

Una sombra cayó sobre él, descargando su hacha. Kaladin se retorció a un lado justo a tiempo. El hacha tañó contra el suelo.

«Lo siento, padre», pensó Kaladin mientras alcanzaba el bisturí que llevaba en la bota. Cuando el hacha cayó de nuevo, Kaladin permitió que le cortara el hombro izquierdo, rezando para que su luz tormentosa resistiera. Clavó el bisturí en el lado de la rodilla del regio, justo entre dos partes de su caparazón.

El regio chilló y tropezó. A Kaladin le dolía el hombro como la Condenación, pero se sobrepuso al dolor y se levantó de un salto. Su luz tormentosa se agotó mientras embestía a su enemigo y los derribaba a los dos de nuevo, pero en esa ocasión Kaladin cayó con más cuidado y termino encima del regio. Con el impulso de la caída, hundió el bisturí en el cuello de la criatura, un milímetro por encima de su gorjal de caparazón.

El cuchillo no estaba pensado para la batalla, pero sí afiladísimo. Kaladin lo retorció, cortó la arteria carótida con habilidad y se levantó.

Tropezó hacia atrás contra la repisa, cubierto de sudor, jadeando, su oído aún no curado por completo del impacto. El regio se sacudió en el suelo y una sangre anaranjada… Bueno, Kaladin se volvió para no verlo. Había cosas demasiado nauseabundas incluso para un cirujano.

«Incluso para un soldado —se corrigió—. Tú no eres cirujano.»

Miró hacia el cantor que se había acurrucado contra la pared del fondo. Había estado mirando, estupefacto, sin intervenir.

—No has tenido muchas pelas, ¿verdad? —preguntó Kaladin con voz ronca.

El cantor se sobresaltó, con los ojos como platos. Estaba en forma de guerra, lo que le daba un aspecto terrorífico, pero su expresión contaba otra historia bien distinta. La de una persona que preferiría estar en cualquier otro lugar, una persona horrorizada por la brutalidad de la pelea.

Tormentas, Kaladin no había pensado que los cantores también pudieran sufrir conmoción de batalla.

—Vete —dijo Kaladin, y torció el gesto cuando la pierna del regio moribundo dio golpes contra la pared con un sonido frenético, temeroso. El desangrado siempre parecía suceder demasiado deprisa a los amigos y nunca lo bastante rápido a aquellos a quienes mataba.

El cantor lo miró, atribulado, y Kaladin comprendió que el hombren también estaría ensordecido por el relámpago. Señaló y vocalizó la palabra.

—¡Vete!

El cantor huyó a la carrera, dejando húmedas huellas naranjas por la sangre del moribundo. Kaladin llegó con dificultades a la repisa de enfrente, donde aún brillaban unas esferas. Las absorbió y sanó el resto de sus heridas. Debería haber llevado otra bolsa encima. Tarde o temprano iba a suceder algo como aquello.

Miró fuera de la puerta y encontró a su padre en el suelo, donde Kaladin lo había empujado, iluminado por la luz matutina que entraba por la lejana ventana.

—¿Estás bien? —le preguntó Kaladin—. ¿Esa explosión te ha hecho daño?

Lirin se levantó y miró detrás de Kaladin. Al interior de la sala, directamente al regio agonizante. En la otra habitación, Oroden había empezado a llorar. Entonces Lirin, sobreponiéndose a la impresión, entró con torpeza en la sala para intentar ayudar al cantor moribundo.

«Mi padre está bien», pensó Kaladin. El trueno de los rayos que arrojaban los cantores en forma tormenta, por lo menos los que lanzaba un individuo en solitario, no eran tan fuertes como el del verdadero relámpago. Estando a cubierto, como había estado su padre, no se sufría pérdida de audición permanente.

Kaladin miró agotado a Syl, que estaba sentada en la repisa con las manos en el regazo. Tenía los ojos cerrados, la cabeza apartada del regio moribundo mientras Lirin intentaba contener la hemorragia. Kaladin había matado a decenas, quizá a cientos de ellos durante la guerra, aunque había intentado concentrarse en los Fusionados. Se había dicho a sí mismo que esos combates eran más significativos, pero lo cierto era que odiaba matar a soldados comunes. Nunca parecían tener muchas oportunidades contra él.

Y sin embargo, cada Fusionado que mataba implicaba algo incluso peor. Que se sacrificaría a un no combatiente para otorgar una nueva vida a ese Fusionado, por lo que cada uno de ellos al que mataba Kaladin significaba acabar con la vida de un ama de casa o un artesano.

Kaladin fue hasta donde estaba Teft y su cuerpo brillante lo iluminó, inconsciente sobre la mesa. Se permitió una momentánea preocupación por la Custodia de la Piedra a la que se habían llevado. ¿Podría ingeniárselas para rescatarla a ella también?

«No seas idiota, Kaladin. Ya te ha costado salvar a Teft. De hecho, puede que aún no lo hayas salvado. Ocúpate del problema actual antes de crear nuevos.»

Cerca de ellos, Lirin se rindió, agachó la cabeza y se hundió donde estaba, arrodillado junto al cadáver. Por fin había dejado de moverse.

—Tendremos que escondernos —dijo Kaladin a su padre—. Voy a buscar a madre. —Se miró la ropa ensangrentada—. A lo mejor deberías ir tú, en realidad.

—¡Cómo te atreves! —susurró Lirin con la voz áspera.

Kaladin titubeó, sorprendido.

—¿Cómo te atreves a matar en este lugar? —gritó Lirin, volviéndose hacia Kaladin mientras los furiaspren se acumulaban en charcos a sus pies—. Mi refugio. ¡El lugar donde curamos! ¿Se puede saber qué te pasa?

—Iban a llevarse a Teft —dijo Kaladin—. A matarlo.

—¡Eso no lo sabes! —exclamó Lirin. Se miró las manos manchadas de sangre—. Solo… solo estás… —Respiró hondo—. ¡Seguro que los Fusionados solo están reuniendo a los Radiantes para tenerlos a todos en un mismo sitio y vigilar por si alguno despierta!

—Eso no lo sabes tú —replicó Kaladin—. No iba a permitir que se lo llevaran. Es mi amigo.

—¿Es eso o solo que querías una excusa?

Las manos de Lirin temblaban cuando intentó limpiarse la sangre en los pantalones. Cuando volvió a mirar a Kaladin, parecía haberse quebrado algo en su interior y tenía lágrimas en las mejillas. Tormentas, parecía exhausto del todo.

—Por los Heraldos en las alturas… —susurró Lirin—. De verdad mataron a mi chico, ¿no es así? ¿Qué te han hecho?

La pizca de luz tormentosa que le quedaba a Kaladin se agotó. Condenación, qué cansado estaba.

—Ya he intentado decírtelo. Tu chico murió hace años.

Lirin miró el suelo, mojado de sangre.

—Vete. Ahora sí que vendrán a por ti.

—Tenéis que esconderos conmigo —dijo Kaladin—. Sabrán que sois mis…

—No iremos a ninguna parte contigo —espetó Lirin.

—No hagas como el sexto loco, padre —dijo Kaladin—. No puedes dejar que se te lleven después de esto.

—¡Puedo y lo haré! —gritó Lirin, poniéndose en pie—. ¡Porque yo me responsabilizaré de lo que he hecho! ¡Yo trabajaré con las limitaciones que sean para proteger a la gente! ¡Yo he hecho juramento de no dañar! —Hizo una mueca enfermiza—. Oh, Todopoderoso. Has asesinado a un hombre dentro de mi hogar.

—No ha sido asesinato —dijo Kaladin.

Lirin no respondió.

No ha sido asesinato.

Lirin se dejó caer al suelo.

—Tú… vete —dijo, y su voz se volvió suave de nuevo. La amargura que había en ella, la decepción, fueron mucho peores que la ira de antes—. Yo… encontraré la manera de sacarnos de esta a los demás. Ese cantor me ha visto intentar que pararas. No harán daño a un cirujano que no ha luchado. Pero a ti te matarán.

Kaladin vaciló. ¿De verdad podía dejarlos allí?

—Tormentas… —susurró Lirin—. Tormentas, mi hijo se ha convertido en un monstruo…

Kaladin recobró la compostura, fue a la sala de atrás y recogió un saquito de esferas de reserva que guardaba allí. Luego volvió a la sala de examen, intentando sin éxito esquivar la sangre. Levantó a Teft con un gruñido y se lo puso a la espalda con un agarre de médico.

—Yo también he hecho juramentos, padre —dijo—. Lo siento si no soy el hombre que tú querías. Pero si fuese un monstruo, no habría dejado escapar a ese otro soldado.

Se marchó, corriendo hacia la parte central deshabitada de la quinta planta mientras los gritos en el idioma de los cantores empezaban a sonar detrás de él.

FIN

Segunda parte

El ritmo de la guerra. El Archivo de las Tormentas IV
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