Vos no habéis sentido lo mismo que yo. No habéis conocido lo mismo que yo. Rechazasteis esa oportunidad, y con sabiduría, en mi opinión.
Acompañada por varios de sus eruditos y toda una hueste de soldados, Navani llegó al escenario de la explosión. Había sido menos destructiva de lo que había temido al leer el primer informe por vinculacaña: habían muerto solo dos personas y la explosión solo había destruido el contenido de una sala de la torre.
Aun así, era de lo más preocupante. Las dos muertas eran Nem y Talnah, las talladoras de lentes, astrónomas y expertas en gemas. La sala destruida era el laboratorio que compartían. Material por valor de miles de broams perdido. Y una esfera de valor incalculable.
La esfera de Szeth. La esfera de luz del vacío que Gavilar había considerado la más importante entre todas sus extrañas esferas. Mientras Navani esperaba en el pasillo fuera de la sala destruida, oliendo a humo, escuchando los sollozos de la limpiadora que había llegado la primera al oír la detonación, se le cayó el alma a los pies.
Ella había provocado que ocurriera aquello al pedir a las dos mujeres que estudiaran la esfera. Con toda probabilidad, había perdido tanto la esfera como las vidas de dos expertas eruditas. Tormentas. ¿Qué habría pasado?
Los guardias querían que algún erudito inspeccionara la estancia en busca de otros posibles peligros antes de dejar que Navani entrara. Lo más seguro era que pudiera haberles ordenado que se apartaran, pero solo estaban haciendo todo lo posible para mantenerla a salvo. Así que dejó que Rushu entrase primero. Navani dudaba mucho que nada peligroso pudiera haber sobrevivido a lo que parecía una destrucción completa, pero en realidad tampoco había oído nunca que un fabrial o una esfera explotara.
Rushu salió al poco tiempo y asintió con la cabeza, indicándole que era seguro. Navani entró en la sala y sus zapatos crujieron al pisar cristal roto mientras contemplaba la destrucción. De las mesas solo quedaba madera humeante. Los cuerpos estaban tendidos debajo de varias sábanas ensangrentadas. No dos sábanas, sino cinco. Para dos cadáveres. Tormentas.
Navani avanzó con cuidado, evitando los cristales rotos más grandes. El humo era casi insoportable. La gente civilizada se iluminaba con esferas, y Navani rara vez tenía un fuego encendido en los últimos tiempos. El humo olía a peligro.
Si quedaba algo recuperable entre aquel desastre, Navani no lo distinguió. Y por supuesto, no había ni rastro de la extraña esfera.
Rushu llegó al lado de Navani.
—Había… quedado para cenar con Talnah esta semana —susurró—. Íbamos a… hablar de las lecturas climáticas…
Navani hizo acopio de fuerzas.
—Necesito que hagas una cosa por mí, Rushu —dijo—. Cataloga todo lo que hay en esta sala. No dejes que los soldados muevan ni un solo trocito de cristal. Retira los cuerpos y ocúpate de que se les dé el trato adecuado, pero aparte de eso deja la estancia tal y como está. Y luego regístrala centímetro a centímetro. Recoge hasta el último jirón de papel. Hasta la última lente agrietada o matraz roto.
—Como desees, brillante —respondió Rushu—. Pero… si me permites preguntarlo… ¿por qué? ¿Qué esperas encontrar?
—¿Habías oído alguna vez que un accidente con un fabrial provocara una explosión como esta? —preguntó Navani.
Rushu hizo un mohín y pensó un momento.
—No.
—Tengo algunos detalles sobre en qué podrían haber estado trabajando. Te los explicaré después. De momento, asegura la zona. Y Rushu, por favor, no te distraigas.
La fervorosa miró de nuevo los cadáveres amortajados.
—No creo que eso vaya a ser un problema esta vez, brillante.
Navani asintió y salió de la estancia para dirigirse hacia el lugar donde retenían al prisionero, al hombre sin voz que había entregado el rubí. Había enviado a soldados a traer unos pocos Radiantes para ver si podían identificar al hombre. Navani no sabía si la explosión estaba relacionada con las misteriosas comunicaciones que había recibido, pero desde luego últimamente las cosas habían estado raras en la torre. Y ella se había hartado de querer respuestas.
Para cuando hubo transcurrido la segunda hora, estimada a partir del Ritmo de la Paz, a Venli ya le dolían las piernas y estaba resollando por la caminata. Como Radiante, podría haber usado luz tormentosa para reforzarse. Pero habría sido demasiado peligroso.
Tendría que conformarse con la fuerza que le otorgaba su forma regia. Desde luego, estaba menos agotada de lo que habría estado un cantor normal. Sin embargo, el resto de la fuerza de incursión tenía la forma tormenta y, por tanto, más fuerza que ella, y Rabeniel imponía un paso agresivo.
Cada momento se volvió un suplicio, y Venli se concentró solo en dar el siguiente paso. Pero Rabeniel seguía apretando. Sin pausas. Sin descansos. Hacia delante, siempre hacia arriba.
Timbre vibraba en su interior, ayudándola con un ritmo reconfortante. Venli se apoyaba en él para mantenerse en movimiento, colocando un pie plomizo delante del otro. Después de lo que le pareció una eternidad, vio una luz titilando por delante en el túnel. Trató de ahogar la chispa de esperanza que le hizo sentir. Las anteriores veinte veces, la luz había sido solo una lámpara de esferas situada en una intersección, clavada allí por los humanos para orientarse.
Rabeniel ordenó un alto. Venli se apoyó contra la pared del túnel, dando unas bocanadas de aire profundas pero tan silenciosas como pudo. Y la pared… la pared era más recta que las de abajo. Aquello era piedra labrada. Y en la luz de delante se movían unas sombras.
Había llegado. Por fin. El túnel había ascendido por debajo de la ciudad de Urithiru y terminaría abriéndose a las cámaras del sótano. Entornando los ojos, Venli distinguió la fuente de la luz: una gran puerta de madera por delante de ellos, cuyas rendijas brillaban. Y… había varios bultos en el suelo. Guardias a los que los Profundos habían matado con sigilo.
Aparte de la luz que se colaba alrededor de la puerta, la única iluminación procedía de los ojos rojos como ascuas de quienes la rodeaban. La señal de que el alma de una persona se había mezclado con la de un vacíospren. Sus propios ojos también brillaban, mintiendo en su nombre. Ella también tenía un vacíospren dentro, solo que Timbre lo mantenía cautivo.
Algunos de los ojos cercanos descendieron hasta desvanecerse a medida que los Profundos se internaban en la piedra. Los demás se quedaron esperando en agónico silencio. Aquel era el momento en que con mayor probabilidad su invasión podía frustrarse. Los Profundos eran buenas tropas para el ataque por sorpresa, pero, por lo que se había dicho en las reuniones de planificación a las que había asistido, Venli sabía que no tenían ni la habilidad ni la fuerza suficientes para desafiar a Radiantes en combate directo. De modo que, si los defensores lograban congregar a Radiantes para defender el corazón cristalino de la torre, podrían rechazar el ataque.
Venli esperó, tensa, notando cómo le caía el sudor por las mejillas y goteaba desde su mentón.
La puerta de delante se sacudió. Y se abrió.
Al otro lado había un explorador Profundo. En el momento en que Rabeniel empezó a moverse, Venli se apresuró a andar también y se mantuvo en la delantera del grupo cuando entraron en la cámara del sótano.
Era una escena horripilante. Entre los cadáveres del suelo había unos pocos soldados, pero en su mayoría eran eruditos humanos, mujeres con vestidos o sacerdotes con túnicas. Aún quedaban unos pocos vivos, retenidos contra el suelo por unos brazos que asomaban de la piedra. La mayoría de los muertos habían estado apartados de las paredes, y parecía que los Profundos se habían descolgado desde el techo para apresarlos. Habían logrado hacerlo todo sin que un solo humano diera la voz de alarma.
Venli se estremeció, imaginando cómo sería que tiraran de ella hasta el suelo mientras otros brazos emergían desde abajo para aferrarle la boca y el cuello. Los humanos que quedaban vivos forcejeaban con los ojos muy abiertos. Algunas de aquellas manos fantasmales tenían unas uñas de caparazón largas como cuchillos. Una tras otra, rajaron las gargantas de sus prisioneros.
Venli apartó la mirada, sintiendo que se le revolvía el estómago. Tuvo que pisar sangre para seguir a Rabeniel hasta el centro de la estancia, hasta el monolito de cristal que se alzaba allí. La amplia columna estaba compuesta por un millar de gemas diferentes. Aparte del túnel por el que habían llegado ellos, la cámara circular solo tenía otra salida: un pasillo más espacioso y bien iluminado con murales de mosaico en las paredes y el techo.
—Espero que tu adormecimiento sea pacífico, Hermano —dijo Rabeniel, apoyando una mano en la imponente columna—. No despertarás, al menos no con tu identidad.
La luz del vacío, brillando en violeta sobre negro, fluyó por el brazo de Rabeniel. Había dicho que necesitaría tiempo para cumplir su tarea, para corromper la columna y activar por completo las defensas de la torre, pero de manera que silenciaran a los Radiantes, no a los Fusionados.
«Por favor —pensó Venli al Ritmo de lo Perdido—, que suceda sin más matanza.»
—No puedo creerme lo muerto que está este sitio —dijo Teft mientras cruzaban la cantina.
—Supongo que muchos habituales eran soldados —respondió Kaladin, señalando hacia el reservado del rincón de Adolin.
Era raro estar allí sin él y Shallan. De hecho, era raro haber salido a ningún sitio sin aquellos dos. Kaladin intentó recordar la última vez que había ido a divertirse sin que Adolin lo obligara. ¿La boda de Cikatriz? Sí, Lyn se había empeñado en que fuesen antes de su ruptura. Esa había sido la última vez que había salido con el Puente Cuatro.
«Sangre de mis ancestros —pensó, sentándose en el reservado—. Sí que he estado apartándome de ellos. De todo el mundo.» Excepto de Adolin, que no se lo toleraba. Si Kaladin había empezado a cortejar a Lyn había sido en buena parte porque Adolin y Syl habían conspirado contra él. Tormentoso hombre. Tormentosa spren. Menos mal que los tenía a ambos. Aunque la relación no había funcionado, al menos Kaladin ya era capaz de ver que ambos habían mejorado como personas gracias a ella.
Teft fue a por bebidas. Naranja para ambos. Mientras Kaladin se acomodaba en el asiento, miró los bosquejos que Shallan había rascado en la mesa con un cuchillo. Uno era una ilustración muy poco favorecedora de él con unas botas enormes.
Cuando Teft volvió, Kaladin dio un sediento sorbo de su jarra.
Teft se quedó mirando la suya.
—¿Qué pasa si pido un poco de rojo?
—¿Esta noche? Yo creo que nada. Pero pasará la próxima vez.
—Y pediré un violeta —dijo Teft—. Y luego algo claro. Y luego… —Suspiró y dio un sorbo del naranja—. Esto es tormentosamente injusto, ¿sabes?
Kaladin alzó su jarra. Teft hizo chocar la suya contra ella.
—Por la injusticia —dijo Kaladin.
—Tormentas, ya lo creo —dijo Teft, y vació su jarra entera de golpe en una impresionante exhibición.
Syl entró volando al poco tiempo. El local no estaba lleno, pero sí que había gente. Relajándose en sus asientos, emitiendo joviales protestas, riendo malhumoradas risas, todo ello lubricado con un poco de alcohol.
Esa actividad se detuvo cuando Rlain entró detrás de Syl. Kaladin hizo una mueca por lo evidente que era. La gente de la torre sabía de la existencia de Rlain, que era casi tan famoso como Kaladin, pero… en fin, Kaladin oía lo que se decía de él. Era el «salvaje» al que Dalinar había conseguido «domesticar».
Muchos trataban a Rlain como algo oscuro e impredecible que convendría tener encerrado. Otros, en apariencia más caritativos, lo consideraban un noble guerrero, un místico representante de un pueblo perdido. Ambos grupos compartían un mismo problema. Veían solo su propio ideal extraño de lo que Rlain debería ser. Una controversia, una curiosidad o un símbolo. No quien era en realidad.
Aunque Rlain no aparentó darse cuenta del silencio que se apoderaba de la cantina, Kaladin sabía que estaba fingiendo. El oyente siempre se fijaba. Aun así, cruzó la sala con una sonrisa fácil. Solía exagerar sus expresiones faciales estando con humanos, para intentar que no se incomodaran.
—Teft —dijo, tomando asiento. Miró a Kaladin—. Señor.
—Ahora soy solo Kaladin —respondió él mientras Syl llegaba volando y se posaba en su hombro.
—Tal vez ya no estés al mando —dijo Rlain con una leve cadencia en las palabras—, pero sigues siendo el capitán del Puente Cuatro.
—¿Qué te pasaba por la cabeza en aquella época, Rlain? —preguntó Teft—. Cuando cargabas puentes contra los tuyos.
—Al principio no pensaba mucho —dijo Rlain mientras intentaba llamar la atención de una camarera que pasaba.
La chica se sobresaltó y enseguida se fue en dirección opuesta para tirar del brazo de una empleada más experta. Rlain suspiró y se volvió de nuevo hacia Teft.
—Estaba en Condenación, igual que todos vosotros. No pensaba en espiar, sino solo en sobrevivir. O en cómo hacer llegar un mensaje a Eshonai, que era nuestra general. —Su semblante cambió, igual que su tono, y la cadencia de sus palabras se hizo más lenta—. La primera vez que estuve a punto de morir, comprendí que desde tan lejos los arqueros no tendrían ni idea de quién era yo. No podrían ver las pautas de mi piel. Ya se había hablado de lo que haríamos si los humanos empezaban a usar a parshmenios para las carreras de puente, y teníamos decidido que debíamos derribarlos, igual que a los humanos. Así que allí estaba, mirando a mis amigos y sabiendo que harían todo lo posible por matarme.
—Qué horror —dijo Syl, haciendo que Teft y Rlain giraran la cabeza para mirarla. Al parecer había decidido permitir que la vieran—. Es espantoso.
—Era la guerra —dijo Rlain.
—¿Y eso es una excusa? —preguntó ella.
—Una explicación —dijo Teft.
—Una que se usa para explicar demasiadas cosas —repuso Syl, envolviéndose con los brazos y haciéndose más pequeña que de costumbre—. Es la guerra, decís. Qué le vamos a hacer. Os comportáis como si fuese igual de inevitable que el sol y las tormentas. Pero no lo es. No tenéis ninguna obligación de mataros unos a otros.
Kaladin cruzó la mirada con Teft y Rlain, que canturreaba con una cadencia triste. Syl no se equivocaba. Casi todo el mundo estaría de acuerdo con ella. Por desgracia, cuando se entraba en los condenados detalles, la cosa no era tan sencilla.
Era el mismo problema que Kaladin siempre había tenido con su padre. Lirin afirmaba que no se podía luchar sin perpetuar el sistema, sin terminar provocando que la gente normal sufriera más que si se hubiera rechazado la lucha. Kaladin veía fallos en ese razonamiento, pero no había sido capaz de explicárselos a Lirin. Y por tanto, dudaba que pudiera explicárselos a un pedacito de divinidad, a una encarnación literal de la esperanza y el honor.
Solo podía hacer lo que estuviera en su mano para cambiar lo que fuese posible. Y eso empezaba por sí mismo.
—Rlain —dijo Kaladin—, creo que nunca me he disculpado por lo que hicimos al profanar los cuerpos de los oyentes caídos para hacernos armaduras.
—No —respondió Rlain—, no creo que lo hayas hecho nunca, señor.
—Pues me disculpo ahora. Por el dolor que te provocamos. No sé si podríamos haber hecho alguna otra cosa, pero…
—La intención significa mucho para mí, Kal —dijo Rlain—. De verdad.
Se quedaron sentados en silencio un rato.
—Hablemos de… —terminó diciendo Teft—. Dabbid.
—Lo vi ayer —dijo Rlain—. Estuvo en los campos, pero no trabajó mucho. Se paseó un poco por ahí y me hizo un recado cuando se lo pedí. Luego desapareció.
—¿Y hoy no lo has encontrado? —preguntó Teft.
—No, pero la torre es muy grande. —Rlain giró la cabeza para mirar hacia algo que Kaladin no alcanzaba a ver—. Es un mal día para perderse, eso sí…
—¿Por qué lo dices? —preguntó Teft, frunciendo el ceño.
—¿La tormenta eterna? —dijo Rlain—. Ah, claro. No podéis oír los ritmos. No la sentís cuando pasa.
Kaladin se había olvidado otra vez. Tormentas, estar allí arriba en la torre era como quedarse ciego. Perder un sentido que siempre había tenido, en ese caso la capacidad de mirar al cielo y saber si había tormenta.
Teft gruñó, satisfecho de haber conseguido por fin que una camarera se acercara para pedirle una copa de rojo para Rlain.
—¿Deberíamos preocuparnos por Dabbid? —preguntó Rlain.
—No lo sé —dijo Kaladin—. Siempre era Lopen quien le tenía un ojo echado. Yo quería que Dabbid se uniera al grupo que estamos organizando Teft y yo. Para ayudar a personas como él. Como nosotros.
—¿Creéis que así terminará hablando? —preguntó Rlain.
—Por lo menos, creo que escuchar a otros podría venirle bien.
—No te tomes esto a mal, señor —dijo Rlain—, pero… ¿a ti te ha ayudado?
—Pues no sabría…
Kaladin bajo la mirada a la mesa. ¿Lo había hecho? ¿Hablar con Noril le había servido de algo?
—No ha querido unirse —dijo Teft.
—No es verdad —restalló Kaladin—. Es que he estado muy ocupado.
Teft le dirigió una mirada inexpresiva. Tormentosos sargentos. Siempre oían las cosas que uno no decía.
—Antes tengo que terminar de poner en marcha el programa —dijo Kaladin—. Encontrar a todos los hombres a los que han metido en habitaciones oscuras y buscarles ayuda. Luego podré descansar.
—Disculpa, señor —dijo Rlain—, pero ¿no lo necesitas tú tanto como ellos? A lo mejor participar te ayudaría a descansar.
Kaladin giró la cabeza y encontró a Syl en su hombro, mirándolo con la misma intensidad que Teft. Hasta se había puesto un pequeño uniforme del Puente Cuatro, y… ¿estaba jugándole una mala pasada la vista o el uniforme era más azul que el resto de su cuerpo? A medida que el vínculo entre ellos se profundizaba y que Syl entraba en aquel reino con más decisión, la variedad, el detalle y los tonos de las formas que adoptaba estaban mejorando.
Quizá tuvieran razón. Quizá Kaladin debiera participar más en las reuniones con los hombres conmocionados por la batalla. Era solo que no estaba seguro de merecer los recursos o el tiempo que les restaría si lo hiciera. Kaladin aún tenía familia. Tenía apoyo. No estaba encerrado en la oscuridad. ¿Cómo iba a preocuparse por sí mismo cuando había otros que lo necesitaban?
Sus amigos no iban a dejar pasar el tema, lo notaba. Los tres, avasallándolo juntos.
—Muy bien —dijo Kaladin—, asistiré a la próxima reunión. Ya tenía pensado hacerlo de todas formas.
Se comportaban como si Kaladin estuviera evitando pedir ayuda. Pero había renunciado a su puesto, tal y como le había exigido Dalinar. Había empezado a trabajar como cirujano. Y debía reconocer que eso lo estaba ayudando. Estar con su familia, hablar con sus padres, saber que era querido y necesitado… eso lo ayudaba más.
Sin embargo, aquel proyecto, el de encontrar a otros que estuvieron como él y aliviar su sufrimiento… sería lo que más útil le resultaría. «Fuerza antes que debilidad.» Empezaba a comprender aquella parte de su primer juramento. Había descubierto la debilidad en sí mismo, pero no era algo de lo que avergonzarse. Gracias a esa debilidad, podía ayudar de maneras que nadie más era capaz.
Syl brilló con un poco más de intensidad en su hombro cuando Kaladin reconoció eso, y él sintió una satisfacción en su interior. Su propia oscuridad no había desaparecido, claro. Seguía teniendo pesadillas. Y unos días antes, cuando un soldado había ofrecido su lanza a Kaladin… bueno, había montado en pánico. La reacción le recordaba a cuando se había negado a empuñar una lanza al principio de entrenar al Puente Cuatro en los abismos.
Su enfermedad se remontaba a un tiempo anterior a ese. Jamás la había tratado; se había limitado a seguir acumulando tensión, dolor, problemas.
Si aquello salía bien, quizá nunca tuviera que volver a empuñar la lanza. Y quizá le pareciese bien. Sonrió a Rlain.
—Sí que me ha ayudado —dijo—. Creo… creo que es posible que esté recuperándome, por primera vez en mi vida.
Venli pudo ver el momento exacto en el que la torre cedió. Rabeniel estaba de pie con las manos apoyadas en la columna, refulgiendo de poderosa luz del vacío. La columna, a su vez, empezó a brillar con su propia luz, de un intenso blanco teñido de matices verdosos y azulados. Era una luz que parecía trascender la clase de gemas que había en la columna. La torre estaba resistiéndose.
Llegó una voz de alarma desde el pasillo. Los defensores de la torre sabían que había una invasión en marcha. Rabeniel no se movió, pero Venli se retiró contra la pared, intentando no pisar ningún cadáver, mientras un centenar de soldados en forma tormenta salían al corredor.
Humanos gritando, metal tañendo, chisporroteos de sonido. En cualquier momento llegarían los Radiantes y se abrirían paso entre los regios y los Profundos como un relámpago a través de una noche oscura. Pero Rabeniel siguió trabajando, canturreando tranquila a un ritmo que Venli no conocía.
Y entonces por fin sucedió: la luz del vacío pasó de Rabeniel a la columna. Infundió una pequeña parte de la majestuosa construcción, reptando al interior de un grupo de granates incrustados.
Rabeniel retrocedió a trompicones y Venli logró aproximarse corriendo y atraparla antes de que cayera al suelo. Rabeniel flaqueó con los párpados pesados y Venli la sostuvo con fuerza, armonizada al Ritmo de los Terrores.
Siguieron llegando gritos desde el pasillo.
—¿Está hecho? —preguntó Venli con un hilo de voz.
Rabeniel asintió, y entonces se enderezó y habló al resto de los cantones congregados en el túnel que llevaba a las cavernas.
—La torre no está corrompida del todo, pero he logrado mi objetivo inicial. Las defensas de la torre están activadas e invertidas a nuestro favor. Los Radiantes serán incapaces de luchar. Marchad. Dad la señal a los shanay-im. Conquistad la ciudad.