Adin iba a ser Corredor del Viento algún día.

Lo tenía todo pensado. Sí, solo era el hijo de un alfarero y se pasaba el día aprendiendo a convertir el crem en platos. Pero el mismísimo alto mariscal había sido una vez un chico ojos oscuros de un pueblo perdido. Los spren no solo escogían a reyes y reinas. Observaban a todo el mundo, buscando guerreros.

Así que, mientras Adin seguía a su padre por los pasillos de Urithiru, buscó oportunidades de mirar furibundo a los invasores. Muchos habrían dicho que a sus trece años era demasiado joven para hacerse Radiante. Pero Adin sabía a ciencia cierta que había una chica a la que habían elegido teniendo menos edad que él. La había visto dejando comida a la anciana Gavam, la viuda que a veces se olvidaba de recoger sus raciones.

Tenías que ser valiente, hasta cuando pensabas que no había nadie mirando. Eso era lo que querían los spren. Les daba igual lo mayor que fueras, si tenías los ojos oscuros o si los cuencos que hacías salían torcidos. Querían que fueses valiente.

Mirar mal a los cantores no era mucha cosa. Adin sabía que podía, y que algún día debería, hacer más. Cuando llegara el momento. Y no podía dejar que el enemigo lo pillara siendo rebelde. Así que de momento, se apartó a un lado del pasillo con su padre y dejó pasar al numeroso grupo de cantores en forma de guerra. Se quedó allí como era su obligación, con la mano de su padre en el hombro, ambos con las cabezas gachas.

Pero cuando los formas de guerra hubieron pasado, Adin levantó los ojos. Y los fulminó con la mirada, tan furioso como podía ponerse.

No fue el único. Vio a Shar, la hija de la costurera, mirándolos con ira también. Pero claro, su tío era Corredor del Viento, así que a lo mejor pensaba que tenía más posibilidades que los demás, pero seguro que los spren eran más exigentes que eso. Shar era tan mandona que cualquiera diría que era una ojos claros.

«No importa —se recordó Adin—. A los spren les da igual que seas mandón. Solo quieren que seas valiente.» Bueno, podría soportar un poco de competencia por parte de Shar. Y cuando él obtuviera su spren primero, a lo mejor podría darle unos consejos.

El padre de Adin lo descubrió mirando furioso, por desgracia, y le apretó el hombro.

—Mirada baja —susurró.

Adin obedeció a regañadientes mientras pasaba marchando otro grupo de soldados, también en dirección al atrio. ¿Habría algún tipo de alboroto? Más valía que Adin no se hubiera perdido otra aparición de Bendito por la Tormenta. Aún no podía creer que se hubiera pasado la última pelea echando la siesta.

Confió en que los spren miraran a los padres de la gente a la hora de escoger a sus Radiantes. Porque el padre de Adin era pero que muy valiente. Vale, no miraba mal a los soldados que pasaban, pero ni falta que le hacía. El padre de Adin pasaba muchas tardes cuidando a los Radiantes caídos. Bajo la mirada directa de los Fusionados, nada menos. Y todas las noches salía en secreto a hacer algo.

Cuando los soldados se hubieron marchado, todos los demás siguieron su camino. A Adin le dolía un poco el tobillo, pero ya lo tenía mucho mejor que cuando se lo había torcido. Ni siquiera cojeaba. No quería que un spren lo viera estando débil.

¿Qué estaría pasando? Se puso de puntillas para intentar mirar por encima de la gente, pero su padre no dejó que se quedara por allí. Entraron juntos en el mercado y se dirigieron hacia la tienda de maese Liganor. Se le hacía raro mantener su rutina de siempre. ¿Cómo podían seguir con la alfarería en unos tiempos como esos? ¿Cómo podía maese Liganor abrir la tienda al público como si no pasara nada? Bueno, eso formaba parte de la valentía de todos. Adin había llegado a comprenderlo.

Entraron a la rebotica y lo prepararon todo en el taller. Adin se puso a la faena, sabiendo que tenían que actuar con normalidad para que el enemigo no supiera que pasaba algo. Tenían que hacer que se sintieran seguros, cómodos. Ese día, Adin ayudó a esa causa sacando su cubo de crem, vertiendo a la calle el agua de arriba y mezclándolo hasta convertirlo en una pasta. Luego la aplastó para su padre hasta que tuvo la consistencia exacta, un poco más blanda que la masa.

Amasó el montón de crem con agresividad, enseñando a los spren que sin duda estaban observándolo en esos momentos lo fuertes que tenía los brazos. Los Corredores del Viento necesitaban brazos fuertes, porque no usaban mucho las piernas al ir volando a todas partes.

Mientras trabajaba el crem, mientras empezaban a arderle los brazos y el aroma terrenal de la roca mojada llenaba el aire, oyó que la puerta principal se cerraba. Maese Liganor había llegado. El anciano era majo, para ser un ojos claros. En otros tiempos había hecho él mismo todo el esmaltado de la cerámica, pero últimamente lo terminaba siempre Gub, el otro oficial además del padre de Adin.

Adin amasó el crem hasta darle la consistencia correcta y pasó un trozo a su padre, que había estado limpiando y preparando el torno. El padre de Adin sopesó el montón, le empujó un dedo dentro y asintió aprobador.

—Haz otra remesa —dijo, poniendo el trozo en su torno—. Practicaremos tus platos.

—No podré hacer platos cuando pueda volar —respondió Adin.

—¿Y si no te haces Corredor del Viento hasta tener veintitantos años? —preguntó su padre—. Algo tendrás que hacer con tu tiempo hasta entonces. Podrían ser platos.

—A los spren no les importan los platos.

—Seguro que sí —dijo su padre, pisando el pedal para hacer rodar el torno—. Sus Radiantes tienen que comer, al fin y al cabo. —Empezó a dar forma al crem—. Nunca subestimes el valor de un trabajo bien hecho, Adin. ¿Quieres que un spren se fije en ti? Pues enorgullécete de todo el trabajo que hagas. Los hombres que hacen platos chapuceros serán unos chapuceros combatiendo a los Fusionados.

Adin entornó los ojos. ¿Cómo sabía eso su padre? ¿Era solo otra sabia afirmación sacada de su pozo inacabable de ocurrencias de padre o… lo decía por experiencia personal? En cualquier caso, Adin sacó fuera otro cubo de crem. Ya iba quedando poco. ¿Dónde iban a conseguir más, ahora que no llegaban comerciantes de las Llanuras Quebradas?

Tenía la nueva remesa a medio amasar cuando entró maese Liganor, estrujándose las manos. Bajito, calvo y barrigón, parecía un jarrón, como esos que se hacían con el cuello demasiado corto y no servían para mucha cosa. Pero era majo.

—Está pasando algo, Alalan —dijo el dueño de la tienda—. En el atrio. No me gusta. Creo que hoy cerraré la tienda. Por si acaso.

El padre de Adin asintió con calma, sin dejar de dar forma a la cacerola en la que trabajaba. Cuando tenía una cacerola entre manos, no había nada que lo alterara. Siguió modelando y se mojó los dedos con aire distraído.

—¿Qué te parece? —preguntó maese Liganor.

—Buena idea —respondió el padre de Adin—. Pon fuera el glifo de comida y a lo mejor podemos abrir otra vez más tarde.

—Bien, bien —dijo el dueño, saliendo del taller a la exposición contigua—. Creo… creo que me voy a mi habitación un rato. ¿Seguirás trabajando? Vamos cortos de ollas, como siempre.

Maese Liganor cerró y puso el pestillo a las ventanas de madera de la pequeña tienda, y luego cerró la puerta con llave. Al terminar, subió la escalera hacia sus habitaciones.

En el momento en que se hubo ido, su padre se levantó, dejando una cacerola a medias en el torno.

—Vigila la tienda, hijo —dijo, lavándose las manos, y luego fue hacia la puerta trasera.

Bajito, con el pelo rizado y un aire tranquilo, no era de los que destacarían en una multitud como héroes. Pero Adin sabía exactamente dónde iba. Se levantó, con las manos cubiertas de crem.

—Vas a ver qué está pasando, ¿verdad? ¿En el atrio?

Su padre vaciló, con la mano en el pomo de la puerta.

—Quédate aquí y vigila la tienda.

—Vas a pintarte el glifo en la frente y a cuidar de los Radiantes —dijo Adin—. Por si acaso. Pues quiero ir contigo.

—Tu tobillo.

—Ya lo tengo bien —dijo Adin—. Si al final pasa algo, me necesitarás para que vaya corriendo a casa y se lo diga a madre. Además, si la cosa se alborota, podría haber saqueos aquí en el mercado. Estaré más seguro contigo.

El padre de Adin se debatió un momento antes de suspirar y hacerle un gesto para que fuese con él. Adin sintió el corazón atronando en el pecho mientras se apresuraba a obedecer. Podía sentirlo, como una energía en el aire. Ocurriría ese mismo día.

Ese mismo día, Adin empuñaría una lanza y se ganaría su spren.

El ritmo de la guerra. El Archivo de las Tormentas IV
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