Para los humanos, nuestros meros semblantes devienen símbolos. Hallamos resonancias de ello incluso en el arte de siglos antes de este Regreso.
Meditaciones de El, en el primero de los Diez Días Finales
Había mucha cola ese día en las Puertas Juradas, pero tampoco era ninguna novedad. Rabeniel estaba segura de que los reinos humanos ya estaban al tanto de la ocupación, por lo que había autorizado que las Puertas Juradas se abrieran con más frecuencia para que las tropas y los sirvientes cantores que ocupaban la torre pudieran ir rotando.
El grupo de quince amigos de Venli estaba amontonado detrás de ella, cargados con sus provisiones y, con un poco de suerte, aparentando ser solo otra expedición de trabajadores que podían tomarse un descanso de vuelta en Kholinar. Venli se arrebujó en su abrigo contra el viento. Los oyentes no sufrían tanto el frío como parecían hacerlo los humanos, pero aun así notaba la mordedura del aire, sobre todo teniendo en cuenta que el caparazón de su forma era solo decorativo, no verdadera armadura.
No estaba segura del todo de lo que haría una vez estuvieran en Kholinar. El escrito de Rabeniel con toda probabilidad bastaría para sacar a su gente de la ciudad, e incluso de Alezkar, pero Venli no podía permitirse esperar las semanas o los meses que les costaría llegar andando a las Llanuras Quebradas. Tenía que averiguar si su madre seguía con vida.
¿Hasta donde alcanzaría el poder de aquel documento? Rabeniel era una Fusionada temida, respetada. ¿Conseguiría Venli que llevaran a su equipo volando hasta aquel puesto de avanzada por medio de Celestiales? La mente de Venli estaba urdiendo mentiras sobre una misión secreta encomendada por Rabeniel en las Llanuras Quebradas. De hecho, tampoco se alejaba tanto de la verdad. Rabeniel prácticamente le había ordenado ir a investigar los restos del pueblo oyente.
«¿Y luego qué? —pensó Venli—. Rabeniel sabe de su existencia. Sabe que iré para allá. Está manipulándome. ¿Con qué objetivo?»
No importaba. Venli tenía que ir. Era el momento.
Timbre latió con suavidad mientras ella seguía haciendo cola, con la funda del mapa encima del hombro, tratando de no hacer caso al viento.
—¿Estás decepcionada conmigo? —susurró Venli a Arrogancia—. ¿Por abandonar a Rlain y los humanos?
Timbre latió. Sí que lo estaba. La pequeña spren nunca tenía miedo de ser directa con Venli.
—¿Y qué esperabas que hiciera? —susurró, dando la espalda a Dul para que no la oyera hablar—. ¿Ayudar con ese plan demencial? Va a hacer que maten a todos los Radiantes. Además, ¿crees que yo les serviría de algo?
Timbre latió. Venli estaba progresando. Aprendiendo. Podría ayudar.
«Si no fuese una cobarde», pensó Venli.
—¿Y si te buscamos otro anfitrión? Un cantor que se preocupe, como Rlain.
Timbre palpitó.
—Pero ¿qué dices? —dijo Venli en tono cortante—. No puedes quererme a mí. Yo soy un accidente. Un error.
Otro latido.
—Los errores no pueden ser maravillosos, Timbre. Es lo que los define como errores.
La spren palpitó, más confiada. ¿Cómo podía ponerse más confiada, y no menos, con cada queja? Spren estúpida. ¿Y por qué no avanzaba aquella cola? Las transferencias deberían estar siendo rápidas, porque tenían que trasladar a gente y suministros antes de que llegara la alta tormenta.
Venli dijo a los suyos que esperaran y se salió de la cola. Avanzó hasta la cabecera, donde un par de cantores, antes azishianos a juzgar por sus vestimentas, estaban discutiendo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Venli imperiosa, a Ansia.
Los dos observaron su forma regia y entonces la mujeren habló.
—Tenemos que esperar para hacer el intercambio, elegida —dijo, usando un antiguo tratamiento formal de los cantores—. El humano que opera las Puertas Juradas para nosotros se ha marchado.
—Nadie más tiene una hoja esquirlada viva, que ahora son necesarias para hacer funcionar el fabrial —explicó el otro—. Si encuentras a ese al que llaman Vyre y le preguntas cuándo va a volver…
Venli echó un vistazo hacia el cielo. Ya notaba el viento arreciando.
—La alta tormenta está a punto de llegar. Deberíamos llevar a todos dentro.
Los dos protestaron al principio, pero Venli les habló con más firmeza. Al poco tiempo empezaron a devolver a los frustrados cantores hacia la torre. Venli caminó por la plataforma mientras Timbre latía emocionada. Veía aquello como una oportunidad.
—¿Por qué crees en mí? —susurró Venli—. No te he dado motivos. He echado a perder todo lo que he tocado. Soy una persona egoísta, impotente y lamentable que se hace pasar por oyente.
Timbre latió. Venli la había salvado a ella. Venli había salvado a Lift.
—Sí, pero hubo que convencerme para las dos cosas —dijo Venli—. No soy una heroína. Soy un accidente.
Timbre se mantuvo firme. Alguna gente se lanzaba a la carga hacia su objetivo, corriendo con todas sus fuerzas. Otros iban a trompicones. Pero no era la velocidad lo que importaba.
Era la dirección en la que iban.
Venli remoloneó en la entrada de Urithiru. Vaciló, mirando hacia atrás. La anterior alta tormenta había llegado hasta más arriba del sexto anillo. Lo más seguro era que aquella envolviera la torre completa, un suceso muy infrecuente, en opinión de sus eruditos. Venli tenía la impresión de percibir el poder que tenía, la furia que se cernía sobre ellos.
—¿Y si me ofreciera a usar este mandato que tengo para sacar a Bendito por la Tormenta o a su familia de Urithiru? —susurró a Timbre.
Timbre latió poco convencida. ¿La autoridad del escrito llegaría para eso? Venli creía que tal vez sí. No sería posible llevarse a ninguno de los Radiantes inconscientes: estaban demasiado vigilados y alguien avisaría a Rabeniel para solicitarle confirmación. Pero ¿a unos pocos humanos «cualesquiera»? Podría funcionar.
Encontró a Dul y los demás dentro de las puertas principales. Venli hizo que formaran corrillo, apartados de oídos indiscretos, y entregó su escrito a Mazish con un gesto rápido.
—Quédatelo —dijo Venli—. Si no vuelvo, deberías poder usarlo para marcharos.
—¿Sin ti? —preguntó Mazish—. Venli…
—Volveré casi seguro —dijo ella—. Pero por si acaso, quedaos también el mapa. Lo necesitaréis para encontrar el camino a los otros oyentes sin que os descubran.
—¿Dónde vas tú? —preguntó Dul.
Venli canturreó a lo Perdido.
—Creo que deberíamos ofrecernos a llevarnos al cirujano y su familia, incluyendo a su hijo el Corredor del Viento. Ayudarlos a escarpar de la torre y llevarlos con su gente en las Llanuras Quebradas.
Los miró, esperando miedo y quizá censura. Eso haría peligrar su seguridad.
En vez de eso, como grupo, canturrearon todos a Consideración.
—Tener a un Corredor del Viento de nuestro lado podría ser útil —dijo Mazish—. Desde luego, podría llevarnos más deprisa a las Llanuras Quebradas.
—¡Sí! —exclamó Shumin, la nueva recluta, que seguía un poco demasiado entusiasmada para el gusto de Venli—. ¡Es una idea estupenda!
—Pero ¿querrá ayudarnos? —preguntó Dul.
—Trató bien a Rlain —dijo Mazish—, incluso cuando creía que era solo otro parshmenio cualquiera. No me gusta lo que hicieron los humanos, pero si ponemos a este en deuda con nosotros, el instinto me dice que no nos traicionará.
Venli estudió las otras caras. Eran cantores con diversos jaspeados en la piel, que ya canturreaban a toda una variedad de ritmos. Ninguno de ellos lo hacía a Traición, y todos le dieron asentimientos de ánimo.
—Muy bien —dijo Venli—, pues esperadme hasta que haya pasado la tormenta. Si para entonces no he vuelto, marchaos en la próxima transferencia a Kholinar. Os buscaré allí.
Canturrearon en respuesta, así que Venli se marchó en dirección al atrio, esperando llegar a tiempo de impedir que Rlain intentara su plan desesperado. No sabía muy bien si aceptaría la oferta de Venli. Pero esa era la dirección en la que debía moverse.
Navani estaba arrodillada en el suelo de su biblioteca. Seguía oliendo a humo por la explosión del día anterior.
Rabeniel le había dicho que quería registrar a fondo la sala buscando pedazos de la daga, pero no había ido nadie a hacerlo. No se la habían llevado a sus habitaciones más arriba. No le habían traído comida. Se habían limitado a dejarla allí sola.
Para que pudiera pensar en lo absoluto que era su fracaso.
Se notaba entumecida. Después de su anterior derrota, cuando había revelado la posición del nodo a sus enemigos, Navani había recogido las piezas y había seguido adelante. En esa ocasión se sentía atascada. Desgastada. Como un viejo estandarte expuesto durante demasiado tiempo a los elementos. Desgarrado por las tormentas. Blanqueado por el sol. Pendiendo hecho jirones, deseando solo escapar de su asta.
«Hemos descubierto la forma de destruir a los spren Radiantes.»
Al final, todo lo que había dicho Rabeniel sobre trabajar juntas había resultado ser mentira. Por supuesto que lo era. Navani había sabido que lo sería. Había planeado en consecuencia y había intentado ocultar sus descubrimientos. Pero ¿de verdad había esperado que funcionara? Había confirmado repetidas veces que no podía engañar a la Fusionada. Eran unos seres antiguos, capaces más allá de la comprensión humana, apartados del tiempo y… y…
Y Navani no dejaba de mirar hacia el lugar donde había muerto la hija de Rabeniel. Donde Rabeniel había sollozado acunando el cadáver de su niña. Había sido un momento de lo más humano.
Navani se había acurrucado en su camastro, aunque no había logrado conciliar el sueño en toda la noche. Había pasado las horas escuchando a los Fusionados del pasillo interpretar notas en láminas de metal y pidiendo otras nuevas… hasta que un último sonido había resonado en los pasillos de piedra. Un sonido espeluznante, horroroso, equivocado en todas las maneras correctas. Rabeniel había encontrado el tono.
El tono capaz de matar spren.
¿Debería sentirse orgullosa Navani? Incluso en aquel tiempo al límite de la locura, su investigación había sido tan meticulosa y bien documentada que Rabeniel había podido seguirla. Lo que a Navani le había costado días enteros, la Fusionada lo había reproducido en cuestión de horas, desentrañando un misterio que se había mantenido vigente durante milenios. ¿Demostraba eso que Navani era una verdadera erudita, a fin de cuentas?
«No —había pensado con la mirada fija en el techo—. No te atrevas a atribuirte esa distinción.» Si Navani hubiera sido una erudita, habría comprendido las consecuencias de su trabajo.
Volvía a ser una niña jugando a disfrazarse. Cualquier granjero podía encontrar una planta nueva en la naturaleza. ¿Lo convertía eso en un botánico?
Al cabo de un tiempo se había obligado a levantarse para hacer lo único que estaba segura de que no arruinaría. Había encontrado tinta y papel entre los escombros de la sala, se había arrodillado y había empezado a pintar oraciones. En parte era porque la reconfortaba la familiaridad del acto. Pero a la tormenta con ella si no creía aún. Quizá creer fuese tan absurdo como considerarse una erudita. ¿Quién pensaba que estaba escuchando sus plegarias? ¿Acaso las hacía solo porque estaba asustada?
«Sí —pensó, sin dejar de pintar—. Estoy asustada. Y tengo que esperar que alguien, en algún lugar, esté escuchando. Que alguien tenga un plan. Que todo esto importe de algún modo.»
A Jasnah le relajaba, nada menos, la idea de que no hubiera ningún plan, de que todo fuese aleatorio. Decía que un universo caótico significaba que las únicas acciones con verdadera importancia eran las que ellas decidieran que eran importantes. Que eso concedía a la gente autonomía.
Navani quería a su hija, pero no podía verlo del mismo modo. La organización y el orden existían en el mismísimo funcionamiento del mundo. Desde la forma de las hojas hasta el sistema de compuestos y reacciones químicas. Todo ello le susurraba.
Alguien había sabido que la antiluz del vacío era posible.
Alguien había sabido que Navani la crearía.
Alguien había visto todo aquello, planificado en consecuencia y situado a Navani allí. Tenía que creer eso. Y tenía que creer, por tanto, que existía una escapatoria.
«Por favor —rezó mientras pintaba el glifo de la guía divina—. Por favor. Estoy esforzándome muchísimo en hacer lo correcto. Por favor, oriéntame. ¿Qué hago?»
Sonó una voz fuera de la biblioteca y, en su estado insomne, Navani al principio la confundió con una respuesta a su súplica. Y entonces… entonces oyó lo que estaba diciendo.
—La mejor manera de distraer al Forjador de Vínculos es matar a su esposa —dijo la voz. Ruda, fría—. En consecuencia, he venido a realizar el acto al que hasta ahora te has negado.
Navani se levantó y fue hacia la puerta. Su guardia, una mujeren, era nueva, pero no prohibió que Navani mirase pasillo abajo hacia el despacho de Rabeniel junto al escudo del Hermano.
Había un hombre con un uniforme negro al lado de Rabeniel. Pulcro, de cabello negro rapado muy corto y con una cara estrecha, afilada, con la nariz prominente y las mejillas hundidas. Moash. El asesino.
—La reina continúa resultándome útil —objetó Rabeniel.
—Mis órdenes proceden de Odium en persona —dijo Moash. Si las voces de los Fusionados estaban demasiado ornamentadas con ritmos y significados, la de él era lo contrario. Muerta. Una voz como la pizarra.
—Te ha ordenado que acudas a mí, Vyre —dijo Rabeniel—. Y yo he solicitado que te enviara. Así que hoy necesito que te ocupes primero de mis problemas. Hay un gusano en la torre. Comiéndose las paredes en su avance. Es un problema cada vez más grave.
—Ya te advertí sobre Bendito por la Tormenta —respondió Moash—. Os lo advertí a todos. Y no me hicisteis caso.
—Lo matarás —dijo Rabeniel.
—No existe enemigo que pueda matar a Kaladin Bendito por la Tormenta —afirmó Moash.
—Prometiste que…
—No existe enemigo que pueda matar a Bendito por la Tormenta —repitió Moash—. Es una fuerza como las tormentas y no se puede matar a las tormentas, Fusionada.
Rabeniel entregó algo a Moash. Una daga pequeña.
—Solo dices necedades. Un hombre no es más que un hombre, por mucha habilidad que tenga. Esa daga puede destruir a su spren. Esparce esa arena y se volverá un poco blanca cuando un spren invisible pase volando por encima. Utilízala para localizar a su honorspren y entonces elimínala con la daga, privándolo a él del poder.
—No puedo matarlo —repitió de nuevo Moash, guardándose el arma—. Pero te prometo algo mejor. Lleguemos a este compromiso, Fusionada: yo hundo a Bendito por la Tormenta dejándolo incapaz de interferir y tú me entregas a la reina. ¿Aceptas?
Navani tuvo un escalofrío. Rabeniel ni siquiera lanzó una mirada en su dirección.
—Acepto —dijo Rabeniel—. Pero haz otra cosa por mí. He enviado al Perseguidor a destruir el último nodo, pero creo que se está retrasando para que aparezca Bendito por la Tormenta y lo combata por él. Rompe el nodo por mí.
Moash asintió y aceptó lo que parecía ser un pequeño diagrama detallando la ubicación del nodo. Dio media vuelta con precisión militar y marchó pasillo arriba. Si vio a Navani, no hizo ningún comentario mientras pasaba como un viento frío.
—Monstruo —dijo Navani, con furiaspren a sus pies—. ¡Traidor! ¿Atacarías a tu propio amigo?
Moash se detuvo en seco. Sin dejar de mirar adelante, habló.
—¿Dónde estabas tú, ojos claros, cuando tu hijo condenaba a inocentes a muerte? —Se volvió y fijó en Navani aquellos ojos sin vida—. ¿Dónde estabas tú, reina, cuando tu hijo envió a Roshone al pueblo natal de Kaladin? Un repudiado político, un asesino conocido, exiliado a un pueblo pequeño. Donde no podría hacer ningún daño, ¿verdad?
»Roshone mató al hermano de Kaladin. Podríais haberlo impedido. Si a alguno de vosotros le importara. Tú nunca has sido mi reina; no eres nada para mí. No eres nada para nadie. Así que no me hables de traición ni de amistad. No tienes ni la menor idea del precio que va a tener para mí este día.
Siguió adelante, sin más armas a la vista que la daga metida en el cinturón. Una daga diseñada para matar a un spren. Una daga de cuya creación la responsable, en esencia, era Navani. Moash llegó al final del pasillo, se encendió de luz tormentosa, que de algún modo funcionó para él, y se elevó por los aires a través del hueco central de la escalinata hacia la planta baja.
Navani se dejó caer en el umbral, notando cómo se marchitaban las réplicas en su garganta. Sabía que Moash se equivocaba, pero no encontraba la voz. Había algo en ese hombre que la asustaba hasta rayar en el pánico. No era humano. Era un Portador del Vacío. Si esa definición podía aplicarse a alguien, era a Moash.
—¿Qué necesitas? —le preguntó su guardia—. ¿Te han dado de comer?
—Eh… —Navani se lamió los labios—. Necesito una vela, por favor. Para quemar plegarias.
La guardia sorprendió a Navani llevándosela. Navani, temblando, aceptó la vela, protegió la llama con la mano y volvió a su camastro. Allí se arrodilló y empezó a quemar sus glifoguardas de una en una.
Si había un dios, si el Todopoderoso seguía allí fuera en algún lugar, ¿habría creado él a Moash? ¿Por qué? ¿Por qué traer un ser como él al mundo?
«Por favor —pensó, rogando mientras una glifoguarda se arrugaba y sus oraciones liberaban humo al aire—. Por favor, dime qué debo hacer. Muéstrame algo. Hazme saber que estás ahí.»
Mientras la última plegaria flotaba hacia los Salones Tranquilos, Navani se sentó sobre los talones, entumecida, deseando acurrucarse y olvidar sus problemas. Cuando se movió para hacerlo, sin embargo, captó un atisbo de algo que titilaba entre los restos de su escritorio a la luz de la vela. Como en trance, Navani se levantó y anduvo hasta allí. La guardia no estaba mirando.
Navani apartó ceniza y encontró una daga de metal con un diamante sujeto al pomo. Se la quedó mirando, confundida. El arma había explotado, ¿verdad?
«No, esta es la segunda. La que Rabeniel usó para matar a su hija. La tiró a un lado, como si la odiara, después de completar su acto.»
Un arma inestimable, de un valor imposible de calcular, y la Fusionada la había descartado. ¿Cuánto tiempo llevaría Rabeniel despierta? ¿Se sentiría como Navani, exhausta, llevada al límite? ¿Estaría olvidando detalles importantes?
Porque allí, con un tono violeta negruzco en la gema, había un leve resplandor. Que no se había consumido del todo en la muerte anterior.
Una pequeña carga de antiluz del vacío.
Kaladin bajó los peldaños de uno en uno. Caminaba sin darse prisa hacia la trampa.
Había un cierto impulso animándolo a seguir adelante. Como si sus siguientes acciones estuvieran grabadas en la piedra por moldeado de almas, ya imposibles de cambiar. Parecía como si una montaña fuese rellenando el espacio a su espalda, impidiéndole la retirada.
Adelante. Solo adelante. Un paso y luego otro.
La escalera lo llevó a la planta baja. Había dos regios en forma funesta vigilando el acceso, pero retrocedieron con las manos en las espadas, canturreando frenéticos. Kaladin siguió sin hacerles caso desviándose en dirección al atrio. Se echó la lanza al hombro y recorrió a zancadas el pasillo central.
Se acabó esconderse. Estaba demasiado cansado para hacerlo. Demasiado exprimido para las tácticas y la estrategia. ¿Que el perseguidor lo quería? Pues muy bien, tendría a Kaladin, y presentado como siempre lo había visto la gente: de uniforme, avanzando firme hacia la lucha, con la cabeza alta.
Tanto humanos como cantores se apartaron para dejarle paso. Kaladin vio a muchos humanos con las marcas que le había descrito Rlain, glifos shash pintados en la frente. Tormentas, creían en él. Llevaban el símbolo de su vergüenza, su fracaso y su encarcelamiento. Y lo habían transformado en algo mejor.
No podía evitar la sensación de que había llegado el momento. Era la última vez que llevaría ese uniforme, su acto final como miembro del Puente Cuatro. De un modo u otro, tenía que dejar atrás la vida a la que se había aferrado y al sencillo pelotón de soldados que había sido el núcleo de esa vida.
Toda esa gente creía en una versión de él que ya había muerto. El alto mariscal Kaladin Bendito por la Tormenta. El aguerrido soldado, líder de los Corredores del Viento, leal e inquebrantable. Como habían hecho Kal el joven inocente, el jefe de pelotón Kaladin en el ejército de Amaram y Kaladin el esclavo, también el alto mariscal Bendito por la Tormenta había fallecido. Kaladin había pasado a ser alguien nuevo, alguien que no podía estar a la altura de la leyenda.
Pero con toda aquella gente creyendo en él, uniéndose al avance tras él con susurros de esperanza y expectativa, quizá pudiera resucitar a Bendito por la Tormenta para una última batalla.
No lo inquietaba estar revelando su presencia. No había lugar al que huir. Los regios y los soldados cantores formaron grupos, lo siguieron y bisbisearon con aspereza entre ellos, pero dejarían que un Fusionado se ocupara de un Radiante.
Y los demás Fusionados sabrían que Kaladin ya estaba reclamado. Estaba Perseguido.
Cuando Kaladin estuvo cerca del Apartado, en la intersección cuyo pasillo derecho desembocaría en el enorme mercado abierto, por fin la sintió. Se detuvo de sopetón y miró hacia allí. Las decenas de personas que lo seguían se hicieron callar unas a otras mientras Kaladin fijaba la mirada y alzaba la mano derecha en dirección al mercado.
Syl, pensó, estoy aquí. Encuéntrame.
Una línea de luz apenas visible rebotaba de un lado a otro en la lejanía. Viró y rodó hacia él, ganando velocidad y enderezando su trayectoria. Syl se hizo más brillante y la consciencia de ella floreció en la mente de Kaladin. No estaban enteros ninguno de los dos sin el otro.
Syl se recuperó a sí misma con un respingo y se posó en la mano de Kaladin, con su vestido infantil.
—¿Estás bien? —susurró Kaladin.
—No —dijo ella—. No, para nada. Ha sido… ha sido como cuando casi morí. Como cuando estuve siglos a la deriva. Me noto triste, Kaladin. Y fría.
—Entiendo esos sentimientos —respondió él—. Pero Syl, el enemigo… va a ejecutar a los Radiantes. Y puede que tengan a mis padres.
Ella alzó la mirada hacia los ojos de Kaladin. Entonces su forma se emborronó y al instante llevaba puesto un uniforme como el de él, coloreado de azul Kholin.
Kaladin asintió, se volvió y siguió adelante, llevando a su estela las esperanzas y las oraciones de centenares. Llevando a su estela su propia reputación. La de un hombre que jamás sollozaría en la noche, hecho un ovillo contra la pared, aterrorizado. Un hombre que Kaladin estaba decidido a fingir que era. Una última vez.
Comprobó el guantelete volador de Navani, que llevaba sujeto al cinturón de forma que fuese fácil de desenganchar si lo necesitaba. Estaba en el lado derecho y apuntando hacia atrás. Kaladin y Dabbid habían recargado todos los pesos emparejados con él unas noches antes. El aparato no le había funcionado demasiado bien en la última pelea, pero sí había servido para comprender sus limitaciones. Era un dispositivo diseñado por ingenieros, no por soldados. No podía llevarlo en la mano, donde interferiría con su destreza con la lanza. Pero quizá pudiera ofrecerle una ventaja en otra situación.
Con Syl volando como cinta de luz junto a su cabeza, llegó al atrio, con aquella interminable pared de cristal que se alzaba como una ventana delante de él. Un hueco igual de interminable en la piedra ascendía hasta la cumbre de la torre, rodeado de balcones en la mayoría de los niveles. Flotaban Celestiales en el aire, pero Kaladin no tenía tiempo de buscar a Leshwi.
Syl de adelantó un poco y entonces se quedó flotando quieta, dando impresión de curiosidad.
—¿Qué pasa? —preguntó él.
Viene alta tormenta, dijo ella en su cabeza.
¿Cómo no iba a venir? Era esa clase de día.
La gente del atrio empezó a dispersarse cuando lo vio, acompañada de expectaspren. A medida que el lugar se vaciaba, Kaladin distinguió una figura inmensa muy quieta en el mismo centro de la cámara, bloqueando el paso a la sala del otro extremo, la enfermería.
Kaladin enarboló su lanza en desafío. Pero al Perseguidor le traía sin cuidado el honor. Estaba allí para la matanza, y se lanzó volando a toda velocidad hacia Kaladin para procurársela.