8
Siento en cada paso que doy cómo la pistola se mueve suave en la sobaquera. Ese solo instrumento es para mí como un destino. Calzármela todas las mañanas es llamar a la desgracia. En algún momento hay que desenfundarla. Sacarle el seguro, apretar el gatillo y no supiste la madre que te parió.
Pensar que Yesenia es la misma niña que se sentaba en el pequeño escalón de la puerta de entrada de la casa de mi juventud.
Hay gente que cambia tanto. Yo siento que siempre fui así. No porque quisiera, sino porque no me doy cuenta. Todavía soy ese niño que leía los Condoritos en la peluquería. Y los leía desde antes de saber leer. Seguía los dibujos uno a uno hasta el final sin entender de qué se trataba. Pero lo hacía para que nadie se diera cuenta de que no sabía leer.
Ahora soy tan igual, a pesar de todo lo que un tira puede haber vivido. Por eso fue que no se me movió un músculo de la cara cuando Yesenia me dijo lo que me dijo. En un momento, ya no la dejé seguir hablando. «Todavía falta», me dijo ella. «A mí me basta», dije yo, y como me había tomado cinco piscolas, le prometí cualquier cosa.
Uno debería aprender que lo que dice cuando está curao no vale. Es un mundo aparte. Pero yo sigo como ese niño que hace como que lee el Condorito y le dije, haciéndome el valiente: «Yo lo mato». O tal vez es que uno va perdiendo la fe en la justicia y se va dando cuenta de que todo son arreglines, pedidas de favor, coimas. Uno sabe cuánto delincuente fino anda suelto y cuánto mugroso paga el pato. Una vez que te metieron en cana, ya no saliste más, aunque salgas. Como la frase que puso de moda en su crónica del diario el Flaco Fuenzalida: «La universidad del crimen». Y mientras nosotros jugamos a los policías y ladrones, las balas locas matan a los inocentes sin dar nunca en el blanco del verdadero delincuente. Por eso le dije «yo lo mato», convencido después de mi quinta piscola de que era más justo ponerle un disparo en el pecho que llevarlo ante un juez sin más pruebas que los ojos de Yesenia relatando los hechos.
Atravieso la Plaza de Armas. Yesenia está en la puerta de la catedral. La veo de lejos. Está encorvada sobre su celular escribiendo nerviosa con sus dedos flacos sobre la pantalla del teléfono. Lleva puesta una falda como hindú y una polerita blanca sin mangas. Es como una radiografía, se puede ver su cuerpo delgado a través de la ropa. Es un huesito al aire, Delgadina. No sé qué me gusta de ella. No sé si es su fragilidad de palote, no sé si es ese pasado tormentoso del que hay que protegerla, casi como una misión de salvataje. Dan ganas de acurrucarla hasta que se sienta segura en los brazos de uno y pueda dejar de escapar de ese miedo que la tiene acorralada. Todos necesitamos a alguien. Algunos necesitan a alguien que cuidar. Me sigo acercando despacio, de verdad me gustaría saber qué es lo que me gusta de ella, porque ahora me doy cuenta de que si estoy caminando hacia la puerta de la catedral con la pistola golpeándome el pecho a cada paso es solo porque ella me gustó desde el primer momento. Algo extraño se produce entre los que nos gustamos. Es como una fuerza ciega que destina a dos cuerpos a juntarse, sin ninguna razón, sin conocerse, sin ser los dos especialmente lindos o feos o simpáticos o con dinero, nada. ¿Por qué me gusta esta hebrita de lana al aire, esos bracitos huesudos, esos ojos aterrados como si se hubieran quedado encerrados para siempre dentro de su cabeza? Yesenia me ve llegar. Me mira seria.
—Vamos —dice.
Me siento un asesino a sueldo, y ni siquiera tengo sueldo. Delgadina guarda su teléfono en una carterita con cascabeles y parte por Catedral al poniente. Me quedo quieto, como cuando me quedé quieto en plena Plaza Italia. «No hagas nada», imagino que me grita Jiménez desde la ultratumba y seguramente tiene razón, pero finalmente parto tras Delgadina. Solo porque me gusta. Ella no miró nunca atrás, no esperó que me pusiera a su lado, no se dio cuenta de mis dudas. Dobla por Bandera hacia Mapocho. ¿De dónde saca energía para caminar así ese cuerpecito como de alambre? Se detiene ahora frente a una vitrina de ropa usada. Llego junto a ella. Siento sin mirarla su respiración agitada, es como un animalito asustado. Mete la mano en su carterita y saca una hoja tamaño carta doblada en cuatro. La desdobla nerviosa. Dentro está impresa una foto en blanco y negro. Me la da. Es una foto rara, donde hay varios hombres: uno gordo sin camisa que levanta los brazos al cielo, otro con una botella en la mano y uno más que parece ir saliendo del lugar hacia un lado de la foto, las manos en los bolsillos, la cabeza gacha. Sobre este último,Yesenia posa su dedo. Es solo una silueta difícil de identificar. Yesenia hace un gesto con la cabeza y me indica un local que hay cruzando la calle. Un local para apostar a las carreras de caballos. Un Teletrack. La verdad es que la foto no me dice mucho. Por último, si hubiera sido el gordo tendría una referencia de volumen. Pero ella tiene tal cara de desesperación que le cierro un ojo como diciéndole que ya lo tengo. Me trata de quitar la hoja, pero un tira cuando agarra evidencia no la suelta.
Cuando me estoy guardando la foto doblada en el bolsillo, Delgadina me sorprende con un abrazo. Se cuelga de mi cuello tiritando, asustada. «Gracias», me susurra al oído. Siento cómo sus pezones puntudos me atraviesan el pecho como si estuvieran inyectándome energía. Después me suelta y se va de inmediato, igual como me trajo hasta aquí, sin mirar atrás. Dobla por Rosas al oriente y desaparece. A mí la pistola me pesa en la sobaquera, como un tumor. Al mal trago, darle apuro. No lo pienso más y cruzo entre las micros. A la mitad de la calle me empieza a vibrar el celular. Contesto mientras me acerco al Teletrack.
—Hola —dice una voz femenina al otro lado.
—¿Quién es?
—Yo poh, ¿es broma? Tú sabís quién. —Y risitas al otro lado. Ahora la reconozco. Es Angélica, de Archivos. No sé cómo pero la había borrado por completo—. ¿Qué haces, lindo?
—Trabajando. —Miro hacia adentro del local, no hay mucha gente, pero él podría ser cualquiera. El lugar está habitado como por sombras, es una especie de purgatorio, gente que quedó detenida en el tiempo esperando un golpe de suerte que nunca llega. Soñando con ese día en que van a llegar a su casa llenos de dinero y le van a poder decir a todos los que los humillaron durante todos estos años que tenían razón en pasarse la vida en ese tugurio mirando las pantallas de televisión y rompiendo rabiosos los boletos de las miles de carreras perdidas. Angélica me sigue distrayendo:
—Ya salí, ¿nos servimos algo? —dice en un tono que no sé si es doble sentido o pura inocencia.
—No puedo ahora, te llamo después. —Corto la llamada sin mayores explicaciones.
Entro. Varias miradas se posan sobre mí y me hacen sentir como pollo en corral ajeno. Tomo un folletín donde aparecen las carreras. Paso lista rápida a los nombres de los caballos y potrancas: Siempre Tierna, Payasito, El Mago, Curvilínea y Matador.
¿Cómo se mata a alguien?
Me lo pregunto no porque no haya matado nunca a alguien, sino porque nunca me lo propuse, nunca lo planeé, me tocó hacerlo porque era mi trabajo, defendí a algún compañero, me defendía yo, estaba en medio de un tiroteo. Aquí en cambio no es lo mismo, no me sale.
¿Cómo lo mato cuando sepa quien es?
¿Con qué lo mato? ¿Lo desnuco con un fierro? ¿Lo lanzo desde un puente del Mapocho? ¿Le disparo en la nuca?
Ni siquiera soy capaz de planear cómo hacerlo.
¿Cómo habrá matado mi abuelo a ese perro en mitad del campo? ¿Le aplastó la cabeza con una piedra? ¿Lo ahorcó con sus propias manos?
Se ve que no estoy hecho de la misma pasta. No me siento bien, algo me molesta. Quizás esto es lo que llaman intuición, ese momento en que uno se siente incómodo. A mí me vienen ganas de mear. A otros les dan náuseas o escalofríos. Pero uno siente cuando las cosas van a salir mal. Como en el allanamiento, antes de tirar la puerta. Jiménez hizo una mueca de dolor. Le dolían las muelas, me dijo. «Es como si me las estuvieran apretando con un alicate.» Y antes de que forzáramos la puerta y entráramos al patio a recibir los disparos, me dijo: «Siempre me duelen cuando va a pasar algo malo». Dos minutos después una bala le entraba por la axila. Y la verdad es que no teníamos por qué estar ahí. Nos mandaron de refuerzo a Jiménez, al Nuevo y a mí para apoyar los allanamientos de la Zona Sur. El Plan Cero Tolerancia al Tráfico hasta el momento era un fracaso total y después de dos meses de allanamientos todo seguía igual y lo único que había aumentado eran los muertos de ambos bandos. Esa vez Jiménez lo intuía. Ahora siento una molestia parecida. Este es el momento justo en que debiera salir de este lugar y tratar de olvidarme de Yesenia. Si estuviera bien con Marina esto no estaría pasando, no andaría por ahí buscando a quien cuidar.
—¿En qué anda con ella? —pregunta alguien por detrás.
Tiene que ser ÉL, qué duda cabe, es igual a la sombra de la foto. Le calculo unos cuarenta y ocho años, lleva un par de días sin afeitarse, la cabeza rala, no es calvo pero el pelo que tiene no alcanza a cubrirle el casco. «Se le ve el cartón», diría Jiménez. Lleva puestos unos pantalones de cotelé café claro, una camisa blanca no del todo limpia, un cortaviento biege con un hoyo de cigarro en una manga. Se ve que es fumador compulsivo, quizás por eso es tan enjuto. Las uñas de la mano derecha cubiertas por el tono cafesoso del alquitrán. Tiene los ojos chicos, como entrecerrados, como de serpiente. Se me aprieta la guata, la vejiga, tengo que esforzarme para no mearme. Lo miro directo a los ojos, con una mirada que es como un escupo.
—¿Qué le está metiendo en la cabeza a la Yesenia?
—A usted qué le importa —respondo seco.
—¿Usted es rati también? ¿Como el otro?
¿Qué otro? ¿ Jiménez? Algo sabe más que yo este viejo chico y me molesta, como me molesta que me madrugara y me descubriera antes de que yo a ÉL. Nos debe haber visto despidiéndonos con Yesenia en la vereda. Es culpa mía, me distraje con ese abrazo que me agarró por sorpresa, se ve que ando volando bajo.
—O nos entregan lo que tienen o van a ir cayendo de a uno, partiendo por ella.
Me amenaza ahora con sus ojos entrecerrados, los labios tensos, sin que le tiemble ni un poco la voz. Me amenaza con la tranquilidad del que cumple sus promesas. Me amenaza con la experiencia de la cárcel encima.
Después sale del lugar y se echa a caminar. Me pega una última mirada a través de la vitrina del Teletrack y se va perdiendo entre la gente en dirección a la Alameda.
No es que me asustara con lo que me dijo, uno está acostumbrado a que lo cubran a chuchadas y amenazas de las más terribles. Se aprende a vivir con eso, casi nunca se cumplen. No son rentables. Vale más un tira comprable que un tira muerto. Pero me dio rabia que me madrugara de esa manera y más rabia que gente como este gusano ande suelto. Y, finalmente, uno hace más cosas por rabia que por amor. Salgo del lugar y me pongo a correr detrás de ÉL. ¿Que le entregue lo que tengo? ¿A qué se refiere? «Un par de balas te voy a entregar», le debería haber dicho. A uno siempre se le ocurren las respuestas ingeniosas al rato. Aunque ya a estas alturas sé que no lo voy a matar, pero quiero darle un susto, advertirle que se quede lejos de Yesenia, de su familia. Lo alcanzo. Lo tomo de un hombro y lo giro. El pobre hombre es más liviano de lo que suponía y está a punto de salir volando hacia la calle. Tengo que agarrarlo de un brazo y devolverlo a la vereda.
—Qué te pasa conchadetumare —dice, pero antes de que termine de insultarme, le pongo mi identificación de tira frente a los ojos. Luego me abro un poco la chaqueta y le muestro la sobaquera donde cargo mi pistola. ÉL se queda quieto aunque me mira sin miedo con esos ojitos rabiosos.
—¿Quiere ver mi carnet? —Se lleva la mano al bolsillo de atrás.
Esto está mal, pienso, este flaco de mierda se mueve muy rápido. Me voy sobre ÉL para que no agarre lo que sea que lleva, pero me madruga de nuevo. Antes de que me dé cuenta me golpea con la mano derecha en el abdomen. Sé lo que esto significa. El golpe no me duele, pero cuando retira la mano, siento que se me empapa la camisa con mi propia sangre. Me dio un puntazo con algo, un desatornillador afilado, un punzón. Me llevo la mano derecha a la guata, mientras que con la izquierda lo agarro fuerte del hombro. ÉL tironea, se gira en el aire como un pescado, levanta los brazos, se agacha hasta que logra zafar y arranca dejándome con su cortaviento en la mano. La gente me rodea a unos metros, nadie se acerca, como si tuviera lepra o fuera un espectáculo callejero de desangramiento. Saco el celular, no puedo ni desbloquearlo, los dedos llenos de sangre se resbalan por la pantalla. Estoy viendo todo nublado. No puede ser, no puede ser, me repito. Qué mierda morirse así, en la calle, como un perro atropellado, como Jiménez, o como un rottweiler con una bala en el abdomen.