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—Yo no mato perros —dijo mi abuelo cuando una vecina le trajo uno negro, grande.
—Está cebado, hay que matarlo. A usted no le va a costar, es matarife. Yo no soy capaz, lo crié de chiquitito —dijo la señora con lágrimas en los ojos.
Cuando un perro en el campo mata a un animal y prueba la sangre fresca, ya no hay modo de que vuelva atrás, se «ceba», y hay que matarlo. Mi abuelo tomó la correa y se llevó al perro para adentro del campo. Al rato volvió con la pura correa que quedó tirada en un rincón del patio mucho tiempo. La señora nunca vino a buscarla.
Mi abuelo, a pesar de ser matarife, tenía una relación casi familiar con las bestias. No se sentía el verdugo, era solo una herramienta del destino, además de un destino del que no se podía escapar, ni él ni las bestias. Nunca más mató a un perro.
Cuando mi abuelo desangraba a un animal, le ponía una coronta de choclo en la aorta que le servía como tapón. Le hablaba dulcemente a la bestia y cada tanto movía la coronta y salían los górgoros de sangre que caían a la batea. Cuando el animal exhalaba su último suspiro, mi abuelo le acariciaba el cráneo y seguía moviendo la coronta con paciencia hasta que se desangrara por completo. Algo de él se iba con cada muerte. No es gratis ser matarife. No eres parte de la fiesta, eres el que hace el trabajo duro para que los otros se diviertan. Eres tú el que ve esa última chispa de vida en los ojos huecos de los cerdos que te miran sin entender su destino miserable, acuchillados en la garganta, el hocico amarrado con alambre. Mi abuelo tenía una mirada triste. Es como un cuadro grande que hay en la estación Baquedano del metro, justo donde uno baja para hacer combinación con la Línea 5. A veces cuando me toca hacer ese transbordo, me quedo un rato ahí, mirando el cuadro. Me acuerdo del viejo. Es una cosa que yo sé que también tengo, y Marina, y otros, esa mirada. Es una marca que nos distingue y que permite reconocernos. Nos gusta juntarnos aunque sepamos que todo va a terminar mal, porque está escrito en nuestros ojos.
Matar no es fácil aunque uno quiera, ni gratis aunque uno crea. La ducha de la mañana nunca es suficiente para sacar de tu cabeza los fantasmas que se criaron en las pesadillas de la noche. Sin embargo, hay gente que tendría que estar muerta y alguien tendría que hacerlo aunque no quiera. El matarife.