23
Estoy sentado en el café Colonia. La señora gordita que me atiende, envuelta en su delantal con vuelos blancos, me trae mi tercer café goteado. Le caí simpático, porque aquí no venden alcohol, pero la señora se las ingenió para conseguirse un poco de pisco para ponerle a mis cafés.
—Sírvase un dulce, le va a hacer mal para la guata tanto café sin nada de comer.
Le pido un pedazo de kuchen, quizás tiene razón la señora. Tengo que cuidarme las tripas.
La viuda se asoma por la puerta y comienza a buscarme entre las mesas. Se la ve un poco más repuesta que en la iglesia, aunque conserva esa palidez que hace que su cara sea como transparente. Me ve. Se acerca.
—Me atrasé un poco, perdone.
—No hay problema, ¿quiere servirse algo?
—No, gracias. Aunque un té puede ser.
Me cuenta que ha sido todo terrible, la Valesca, que apenas tiene dos años, no deja de preguntar por su papá todos los días y que a ella se le llenan los ojos de lágrimas, pero que tiene que controlarse y contarle una y otra vez el cuento de que se fue al cielo y que desde ahí nos cuida. Que por suerte su mamá vino del sur a ayudarla porque hay días en que no se quiere levantar de la cama, aunque ahora está mejor, pero tomando pastillas, que si no, no se atreve a salir de la casa. Que echa tanto de menos a Heraldo, que era un tipo tan alegre, que siempre le estaba tirando alguna talla. Mientras ella me habla, yo pienso lo mal que lo pasaría conmigo esta mujer, con esta cara de palo que tengo, con mis llegadas a casa con apenas un «buenas noches, «cómo te fue», «bien, ¿y a ti?», «también», «qué bueno», y después a la cama, prender el televisor o tener sexo como en los buenos tiempos con Marina, dormirse después abrazados, pegajosos de semen.
—Los que mejor se han portado son sus compañeros policías de Valparaíso —dice ella y a mí se me prende la ampolleta.
—¿Sí?
—Sí, fíjese que me ayudaron con todo, incluso fueron a la casa a sacar la ropa y las cosas de Heraldo. Yo se las di para que las donaran a las obras benéficas que ustedes hacen, me quedé con algunas cositas nomás, de recuerdo.
Así que los de Asuntos Internos ya hicieron su pasada por el domicilio del finado, ¿plantando evidencia o buscando algo? ¿La llave quizás?
Me meto la mano al bolsillo, saco la llave del 21 y la dejo sobre la mesa. Ella la ve y se queda como paralizada con la taza de té con leche a mitad de camino entre la mesa y sus labios. Se le llenan los ojos de lágrimas, pero se contiene.
—¿De dónde sacó eso?
—Era lo que había en el sobre —digo.
—¿Qué sobre? —pregunta con genuina sorpresa.
—El que me dejó en la oficina.
Ella no entiende, me mira como si yo estuviera loco. Caigo en cuenta de que ella no me dejó nada. ¿Era una trampa del Nuevo? ¿Por eso me siguió después? Tengo que retractarme si quiero sacarle algo de información a la viuda.
—Un sobre que me dejó su marido —corrijo—. Dentro del sobre estaba esta llave, ¿usted sabe de dónde es?
—Es de uno de esos casilleros de supermercado. —Eso lo suponía, me quedo igual. Hago un tremendo esfuerzo y le sonrío para darle confianza. Ella continúa—: Es la llave del casillero donde Heraldo encontró a la Valesca. Fue cuando vivíamos en Valparaíso. Yo iba saliendo con la Valesquita, tenía control con el pediatra. Se había puesto amarilla después de nacer, ictericia que se llama. Mi mamá me decía que no era nada, que había que ponerla al sol de la mañana un ratito cada día. Pero yo, primeriza, me asustaba con cualquier cosa. Todo pasó tan rápido. Heraldo me había dicho que no saliera sola, pero se demoraba en llegar y no contestaba el celular. Así que salí nomás con el coche hasta la avenida Alemania para tomar un colectivo. Como iba atrasada corté camino por un pasaje. Lo malo es que tenía que bajar unas escaleras, pero la Valesca no pesaba nada, dos kilos doscientos al nacer. Así que agarré el coche con las dos manos y comencé a bajar con cuidado. Detrás de mí venían unos jóvenes, no tenían pinta de malacatosos, andaban bien vestidos, con terno y pelo corto. Me dijeron que me ayudaban con el coche. Gracias, les dije yo. Entonces uno de ellos agarró las ruedas delanteras del coche y el otro tomó el mango del coche, pero yo le dije que no importaba, que yo lo llevaba, entonces me dijo que me llevaba el bolso. Yo se lo pasé, y por suerte se lo pasé, pensé después, porque ahí estaba la mantita con la que la envolvieron, también le tenía un patito con agüita con anís por si me pedía leche, porque yo no tenía mucha leche, y la Valesca siempre quedaba con hambre y me pedía y lloraba, uf, viera cómo lloraba cuando tenía hambre la chicoca. Así empezamos a bajar, mientras que el que llevaba el bolso se puso a mi lado y me agarró de un brazo, y yo que pensé que era para que no me cayera. Cuando estábamos a mitad de la escalera, el tipo que llevaba las ruedas del coche se puso a bajar más rápido y me tironeó el coche. Le dije que no se apurara tanto, mientras el otro me agarró más fuerte del brazo y ahí mismo me di cuenta de que estaba pasando algo malo, algo muy malo. Por algo Heraldo me repetía una y otra vez que no saliera sola de la casa, no me decía por qué, pero me insistía mucho. Entonces me puse a gritar como una loca, como si me estuvieran sacando los ojos con una cuchara, no sé cómo, pero gritaba y me aferraba al mango del coche, no sé de dónde saqué tanta fuerza, pero el tipo tiraba y tiraba y yo no aflojaba. El que me tenía del brazo me agarró del pelo y me tiró la cabeza para atrás, pero yo no aflojaba y seguía gritando como si me estuvieran taladrando los huesos, no sé cómo, pero gritaba con toda mi alma. Y cabeceaba como si fuera un caballo encabritado. El que me tenía del pelo se quedó con los puros mechones en la mano. Me abalancé sobre el coche y nos fuimos rodando todos escalera abajo, y por suerte que tenía a la Valesca bien agarrada adentro del coche para que no se golpeara. Cuando llegamos al final de la escalera lo primero que miré era si le había pasado algo a la Valesquita. Como yo era primeriza la había abrigado tanto y envuelto en tantos chales a la pobrecita, que cayó amortiguada, ni siquiera lloraba, me miraba con unos ojos bien abiertos. Yo le decía «no pasa nada, Valesquita, no pasa nada», y de verdad lo quería creer, pero estaba como en una de esas pesadillas en que uno no puede despertar. Los tipos se levantaron y me empezaron a moler a golpes para que soltara a la Valesca. En eso llegó un auto al borde de la vereda donde estaban sacándome la cresta y dije «Gracias mi virgencita», porque yo siempre me he encomendado a la virgen, soy muy creyente y practicante, con decirle que Heraldo fue el primer hombre con que yo —Se le llenan los ojos de lágrimas. Se queda callada. Respira—, con que yo me acosté y fue después de que nos casamos…
—Y llegó un auto…
—Ah, sí. Yo estaba segura de que me iban a salvar, pero se bajó otro gallo, igual que los otros, bien vestido, más viejo sí, y sacó una pistola. No me apuntó a mí, sino que a la guagua y me dijo: «Suéltala o la mato». Y yo no dudé un segundo, solté a la Valesquita de inmediato, y él me dijo «Salomónico». Yo entendí enseguida qué quería decir, porque esa historia está en la Biblia, la del rey Salomón, ¿conoce la historia?
—Sí.
—La de cuando va a cortar la guagua con una espada…
—Sí.
—Bueno, esto era parecido pero con una pistola. Se subieron al auto llevándose a la Valesca y yo por un momento pensé «¡Qué bien! No le dispararon». ¡Mire las tonteras que se le pasan a uno por la cabeza en momentos como ese! Pero después, cuando el auto dio vuelta a la esquina, me puse a llorar sin consuelo y no paré hasta el otro día cuando Heraldo la encontró en ese casillero del supermercado, en el 21; con esa misma llave que usted tiene abrió el casillero. Siempre la llevaba en el bolsillo, era su amuleto.
¿Por qué Jiménez me ocultó que era su propia hija la secuestrada? Y, sobre todo, ¿por qué lo estaban extorsionando? Y si no tengo respuestas para esto, menos puedo entender por qué el Nuevo me pasó esta llave. Antes, cuando pensaba que me la había dejado Jiménez, tenía sentido buscar la cerradura, pero ahora que sé que él no me la dejó y que solo es un recuerdo, un amuleto, perdió todo interés. Se la quise dar de regreso a la viuda, pero no la aceptó.
—Heraldo sabía por qué hacía las cosas —dijo, y yo pensé que mi compadre Jiménez la hizo de oro al encontrarse una mujer así: bonita, joven, que le cree todas sus patrañas.
Quizás ese es mi problema con Marina. Somos demasiado iguales, ninguno le compra al otro la mentira.
Mientras la viuda me sigue hablando se me pasa por la cabeza que yo también necesitaría una mujer así. Me quedo pegado mirando su boca que se mueve sin parar contándome sus tristezas. ¿Quién va a ser ahora su paño de lágrimas? No va a faltar, me imagino cómo andarán los buitres. Pero una cosa es heredar la amante de Jiménez, otra muy distinta es quedarse con su señora. Con la señora de un amigo, jamás, aunque el amigo esté muerto.