28
Tengo claro cuándo empezó el declive con Marina. Se le había atrasado la regla y ella intuyó de inmediato que estaba embarazada. Igual fue a comprar un test a la farmacia, pero antes de salir me dijo:
—¿Qué hacemos si es verdad?
Alguna vez le había dicho que tuviéramos hijos y más de alguna vez jugamos a imaginar nombres que rimaran con los apellidos y esas cosas, pero nunca lo planeamos y Marina se cuidaba, rigurosa como es ella con los medicamentos. No dejó ningún día de tomarse la pastilla.
—Un caso entre quinientos mil —nos dijo después el ginecólogo.
La cosa es que Marina estaba ahí en la puerta, con el billete de diez lucas que le pasé para que se comprara el test, esperando que yo le respondiera.
—¿Qué hacemos si es verdad? —repite.
Y parece que no fue lo que yo le respondí, sino el tiempo que me demoré en hacerlo lo que a ella le afectó más. Por tercera vez me tuvo que preguntar:
—¿Qué hacemos, puh?
La verdad es que tenía puestas todas mis esperanzas en que no fuera cierto y el test saliera negativo.
—Nada —dije, y pensé que lo había hecho bien.
Al principio igual tratamos de aperrar, pero Marina nunca se recuperó de esa demora que tuve.
—¿Y si abortamos? —pregunté un día. Ya la cosa no daba para más.
—¿Abortamos? Suena a mucha gente, ¿acaso tú te vai a abrir de patas en la camilla? —dijo.
En el fondo, yo sabía que ella también lo estaba pensando, aunque no se atrevía a decirme nada.
Una semana después, Marina consiguió con unos doctores amigos hacerse la intervención, en una clínica y todo. «Extracción de quiste», decía el parte médico. Cuando volvió a casa, ahí mismo Marina se largó a llorar. No me había dejado acompañarla y hasta el momento nunca se había quebrado. Pero ahora hasta me dejó abrazarla. La ayudé a desvestirse y a ponerse el pijama. Después me quedé acostado a su lado haciéndole cariño hasta que se durmió de tanto llorar. No se levantó en una semana, aunque le habían dado reposo un par de días nomás.
Una mañana se levantó y se fue a trabajar. Cuando volvió, tarde en la noche, le pregunté cómo se sentía. Ella me dijo:
—No quiero hablar de ese tema, nunca más. —Y se fue a la cocina. Hizo unos tallarines y nos tomamos una botella de vino. Cuando prendí un cigarro después de comer, ella me pidió uno. Se lo fumó entero. Ese día empezó a fumar.
Todas estas cosas me vinieron a la cabeza cuando Ricardo Arenas me llevó hasta la pieza donde tenían a la niña.
Llora. No sé qué edad tiene, dieciséis quizás. Morena, viste una camiseta deportiva con los colores de Italia a modo de pijama, me imagino que una polera de esa talla solo puede quedarle bien a Ricardo. Tiene miedo. «Estoy sangrando», dice. Y muestra la toallita higiénica que está pegada al calzón. Ricardo le dice que es normal, que se acueste, que los remedios le van a hacer bien. La mete a la cama que hay dentro de la pieza que parece más una bodega que un dormitorio. Cuando logra que ella se acueste, Ricardo le toma una mano y le habla bajito. No escucho qué le dice, pero ella se va tranquilizando hasta que por fin se queda dormida, casi como que la hubiera hipnotizado. Cuando salimos de la pieza y Ricardo cierra la puerta con llave, yo le digo secamente:
—Deme una sola razón para que no lo lleve detenido en este mismo momento.
—Qué quiere saber —pregunta.
Tiene el rostro descompuesto, como si lo que vivió en esa pieza lo hubiera indigestado.
—¿Quién es?
—Es una niña que escapó de un hogar para menores. Llegó aquí después de que le practicaron un aborto en muy malas condiciones. Un médico amigo la vio, ya pasó el peligro. Se va a poner bien. No podía llevarla a una clínica, usted entiende el lío legal en que se metería esta niña si saben que se practicó un aborto.
—¿Por qué la tiene encerrada?
El pajarraco me mira con unos ojos entre tristes y cansados, despues se pone a hablar.
La niña se llama Romina, vivía en uno de los hogares de prevención de riesgo juvenil. Ricardo me cuenta que Jiménez descubrió en Valparaíso una red de tráfico y prostitución de menores que buscaba a sus víctimas en los hogares. Niñas huérfanas y pobres. Las más desprotegidas de las desprotegidas.
Una niña que vive en la calle por lo menos tiene a su grupo de amigos, niños como ella que viven bajo los puentes aspirando pegamento. Son unas especies de manadas urbanas con fuertes lazos de amistad. En el hogar no existe la amistad. Son pequeñas cárceles donde todo va a depender de la moral del que ejerce el poder, y ya la historia humana nos ha dado cátedras de hasta dónde se puede corromper el ser humano. Al parecer esta red de pedófilos acciona desde Valparaíso y están involucrados sostenedores de algunos hogares, policías, políticos y gente con influencias y dinero. Cuando Jiménez avanzó en la investigación le secuestraron a la hija como una advertencia. Él hizo como que se retiraba del caso, pero nunca les perdonó el susto. Siguió investigando, se asoció a Ricardo Arenas. Estaban claros en que la única manera de desbaratar la red era dar un solo golpe y contundente, no dejar títere con cabeza. Si iniciaban una investigación oficial corrían peligro sus vidas. Cuando Yesenia cayó presa, Ricardo Arenas la defendió en el juzgado de tal manera que lograron acercarse a ella y convencerla para que los ayudara. El odio de Yesenia a su padrastro más la garantía de una pena menor la convencieron. Ella hasta ese momento participaba en la operación haciendo de nexo con los hogares, reclutando a jovencitas y ocasionalmente prostituyéndose en las fiestas donde se abusa de las menores. Así pudo grabar videos, sacar algunas fotos, y tener el audio de conversaciones telefónicas. Pero cuando murió Jiménez, ella se asustó. Se robó la información que guardaban en la Nueva Luz y los delató a la organización.
—Ellos seguro que no la perdonaron y deben estar buscándola para eliminarla, por eso me pidió ayuda a mí —continuó Ricardo—. Quería librarse de su sicario. Y solo hay una razón por la que los dos estemos vivos…
Yo creo que es la suerte. Morirse es una enfermedad laboral para un tira, como el cáncer a los pulmones de los mineros del carbón o los cuernos del vendedor viajero.
—Ellos creen que tenemos copia de la información y tienen miedo de lo que podamos hacer con eso. Antes de matarnos quieren asegurarse de que no dejemos rastros que los incriminen.
Triste esperanza me da Ricardo. Con eso no llego a final de mes. Ahora entiendo que me quieran inculpar y procesar. Tienen que hacerme parecer un tira corrupto, sin calidad moral para hacer ninguna acusación.
—Como ve,don Santiago, parece que estamos juntos en esto. Según la ley chilena esa niña debiera ir presa y yo sería acusado de encubridor de una interrupción del embarazo.
Se levanta de su puesto tras el escritorio. Va hasta un estante que hay junto a la puerta. Prende la enorme lámpara de fierro forjado que cuelga sobre nuestras cabezas; recién entonces me doy cuenta de la penumbra en que estábamos. El cielo se ve negro por la ventana a esta hora de la tarde y amenaza con llegar esa lluvia que toda la ciudad espera para que se lleve la mierda que hay en el aire. Ricardo vuelve a sentarse. Trae una carpeta entre las manos, me la pone delante. Es la ficha de la niña que está en el cuartucho, Romina.
—Si esta niña contara lo que sabe y si yo tuviera la información de Heraldo, quizás aún podría hacer algo. ¿Sabe por qué la hicieron abortar? Porque la información genética de ese feto inculpaba fehacientemente a uno de ellos. ¿Se da cuenta? Ni siquiera consiguieron un lugar con las mínimas condiciones de higiene; seguro que para ellos hubiera sido mejor que muriera de septicemia o desangrada.
—¿Cómo llegó hasta aquí?
—Una parte del trato con Yesenia era que las chicas estuvieran en un lugar seguro mientras se desarrollara el proceso. Nosotros habilitamos este lugar. Algunas de las chicas sabían que podían contar con nosotros. La presentación a tribunales era inminente. Cosa de días. Pero ahora, si se enteran de que tenemos a la niña…
«Tenemos», dice Ricardo, incluyéndome totalmente en este enredo del cual no soy para nada responsable. Pensar que porque uno es tira va a luchar por la justicia es lo mismo que creer que la secretaria de una AFP está preocupada de que la jubilación te alcance para vivir. Un tira no está para hacer cumplir la ley. Un tira está, como casi todo el mundo, para cumplir órdenes, mandatos. Detengan a tal tipo. Investiguen a este otro. Sigan a esa señora, averigüen quién envió este e-mail. Si uno se estuviera preocupando por las injusticias del mundo no podría prender el televisor y ver las noticias. Uno de lo que se preocupa es de llegar a final de mes, vivo por un lado, y con algo de dinero en el bolsillo por el otro. Porque estar vivo y sin plata no es estar vivo.
Prendí un cigarro, exhalé todo el humo, me lo quedé mirando y me terminé de convencer de que a mí me cayó encima la herencia de Jiménez como un saco de papas desde un quinto piso.