18

El salón de la Nueva Luz está vacío, las sillas desordenadas, papeles de dulce por el suelo, folletos, vasos de plástico. De día el lugar se ve muy distinto a como lo había conocido. Unas ventanas alargadas, bien arriba en la pared, rodean la sala. No dejan ver para afuera pero sí dejan entrar la luz de este otoño raro, caluroso, como de fin de mundo. Me siento en el mismo lugar donde me senté esa noche cuando vi a Yesenia. Yo era otro tipo, no sé cómo era, pero no soy el mismo de esa noche, por lo menos tengo medio metro de tripa menos.

Desde un costado del escenario, como si empezara una obra de teatro, aparece una señora de delantal, pañuelo en la cabeza, escoba y balde en la mano. Cruza el escenario con la cabeza gacha y baja por una escalerita de uno de los costados. Comienza a correr las sillas y a agruparlas junto a la pared. De repente me descubre. Se me queda mirando quieta. No le cuadro en el paisaje.

—Buenas tardes —dice.

Cuando la escucho hablar me doy cuenta de que tiene algún tipo de retraso.

—Buenos tardes, ¿estará…?

—En las oficinas. —Me indica sin dejarme terminar la frase. Hace un gesto hacia el escenario y después se pone a hacer el aseo.

Subo. Detrás del telón del fondo hay un cuartito con las cosas de aseo y al lado una puerta metálica con una cerradura blindada. Cuánta seguridad para una «institución de divulgación filosófica», como dice el cartelito afuera. Una camarita en un ángulo de la puerta me vigila, o sea que ya saben que estoy aquí. Quizás ya me habían visto en el salón. Voy a golpear la puerta, pero antes de que mi mano llegue al metal se escucha el ruido de la cerradura eléctrica. Abro. La puerta da directo a una escalera. Al final de la escalera me espera el pajarraco Ricardo Arenas. Sonríe.

—Qué gusto de verlo,don Santiago.¿Se siente mejor?

—Mejor. —No voy a entrar en detalles.

Llegando arriba me tiende la mano y me da un apretón fuerte. Se lo devuelvo para que le quede claro que estoy recuperado. Después lo sigo por un pasillo lleno de puertas. Me dan ganas de abrirlas todas y ver qué se esconde detrás de tanta seguridad. Mientras caminamos me sigue hablando.

—Me va a perdonar el desorden, pero han sido unos días de locos.

Al final del pasillo entramos en lo que parece ser su oficina. Es amplia, llena de diplomas y cosas chinas. Los muebles son como sacados de un remate: una mezcla de cosas nuevas con sillones antiguos de cuero. Una lámpara de fierro como de castillo medieval cuelga sobre nuestras cabezas. Para sentarse en su lugar frente al escritorio, Ricardo tiene que sacar a un gato gordo que duerme en la silla. Lo toma con cuidado y lo deja en el suelo. El gato se estira un poco y camina hasta un sofá donde se sube y se acurruca.

—Matilda —dice él como presentándome al gato.

Nos sentamos frente a frente.

—Dígame —suelta.

—No vine a hablar, vine a escuchar.

Él sonríe, pero como con tristeza.

—No tengo mucho que decir. Lo único que le pido es que se cuide,Yesenia no es lo que parece.

Y quién es lo que parece, pienso. La verdad, no me importa mucho lo que sea, pero hay algo en ella que me resulta como un imán. Este pajarraco podría decirme las peores infamias de ella y no dejaría de sentir lo mismo.

—¿Cómo sabe que me vi con Yesenia?

—Ella me dijo que usted la iba a ayudar, estaba muy segura. Después me enteré de que lo habían herido y supuse que no había resultado todo bien, saqué mis propias conclusiones. ¿Me equivoqué? —dice canchero.

—No sé de qué está hablando, solo fue un lanzazo en el centro —le miento. Si algo aprende uno en esta profesión es que la sinceridad no sirve de nada.

—¿Qué le dijo ella para convencerlo? —pregunta como si no me creyera.

—La conozco desde niña, éramos vecinos. —Esto es verdad, pero parece que tampoco se lo cree. Yo continúo—: Me gustaría verla de nuevo, ¿sabe dónde está? No me responde el teléfono.

—¿Su amigo Heraldo nunca le contó nada? —dice con algo de incredulidad.

No sé a qué se refiere, ¿contarme qué? ¿De los decomisos? No veo a este señor siendo parte de un tráfico de drogas. Si en algo estaban con Jiménez y con Yesenia era en otra cosa.

—¿Por qué no me lo cuenta usted y así salimos del empacho? —pregunto.

—Qué lastima —dice como para sí y de verdad le baja una tristeza enorme. Por un momento pensé que se iba a poner a llorar, por suerte no. No sabría qué hacer si un tipo tan grande se pone a llorar delante de mí—. Mire, don Santiago,yo soy abogado,estaba ayudando a Heraldo en una investigación importante y muy delicada. Yesenia era nuestra testigo, pero con la muerte de Heraldo se asustó. No solo no quiere colaborar, sino que se llevó toda la información que nos había dado. Quizás Heraldo tenía alguna copia, pero no he podido dar con ella. Su viuda no sabe nada. Siempre pensé que usted podría saber dónde Heraldo guardó la información. Pero ahora me doy cuenta de que no tiene idea.

Cuando dejó de hablar el pajarraco se me vino de inmediato a la mente la llave que llevo aún en el bolsillo. Sin pensarlo mucho, tomo la llave y la pongo en el escritorio a mitad de camino entre los dos. Es lo único que tengo de Jiménez, tal vez sea lo que el pajarraco está buscando.

—El 21 —dice bajito como en un susurro.

—Sí —digo de una forma tan ambigua que puede significar cualquier cosa. Él se larga a hablar.

—21, número cabalístico. 2 y 1 los complementarios, el cóncavo y el convexo. El hombre y la mujer. 1 el indivisible, Dios. 2 + 1 = 3, la trinidad. La unión de Dios con lo humano. 2 y 1, el orden anverso, el tiempo yendo en la dirección contraria. 2 x 1 = 2, lo inmutable.

Si lo dejo seguir hablando puede que me tenga aquí toda la tarde, así que lo interrumpo y voy al grano:

—¿Será esta llave lo que usted está buscando?

La toma con sus dedos de aguilucho y se la lleva bien cerca de su cara. Me da la impresión en un momento que se la va a echar a la boca y tragar, me contengo para quedarme quieto y no quitársela. Finalmente solo la mira bien de cerca y después la deja sobre la mesa.

—No sé. Parece una de esas llaves de casillero de supermercado, ¿no?

Primera cosa cuerda que dice el pajarraco. Tomo la llave y me la echo al bolsillo.

—Cuénteme más de lo que estaba investigando con Jiménez —digo y siento que esto ya se transformó en un interrogatorio.

—Nuestro amigo en común, Heraldo, era un tipo bastante solo. No tenía muchos amigos dentro de la policía a excepción de usted. Un hombre necesita un lugar de confianza, aquí él encontraba eso: confianza.

Habla lindo, pero siempre me deja en las mismas, se da más vueltas que mojón en la compuerta. Continúa:

—Heraldo confiaba en mí, y por lo que me dijo, él confiaba en usted, el punto es: ¿yo puedo confiar en usted?

Ricardo Arenas me mira, siento que quiere dar un paso adelante y contarme más, pero no se atreve, esto tiene que ser algo grande. En cambio, empieza con otro cuento:

—A principios del siglo pasado mi familia era dueña de la mitad de esta comuna. Mi abuelo era un hombre religioso, sentía que la fe salvaría a la humanidad, donó más de la mitad de sus tierras a la Iglesia católica. Ahora su nieto,que ve usted aquí sentado,dilapida lo que queda de la fortuna familiar, incluyendo esta casona, tratando de encontrar el verdadero sentido de la vida. Yo creo, mi querido amigo, que lo que salvará a la humanidad es el conocimiento y la filosofía. Y eso se encuentra cada vez más lejos de las religiones.

—¿Qué esconde aquí? —pregunto para acortar camino. No pienso seguir dando vueltas por el jardín de palabras que le brotan con facilidad de la boca a este cernícalo.

—Lo más valioso —dice ahora bien serio—, el conocimiento.

Este creerá que nací ayer. Le sonrío dejándole en claro que no le creo nada. Me levanto, ya va a ser la hora de mi cita con Angélica, creo que a este pajarraco no voy a sacarle nada más. Pero antes de llegar a la puerta, me dice:

—Hay momentos en que creo que usted es el heredero de Heraldo Jiménez. Todos tenemos una misión en este mundo, mi abuelo la tenía, yo la continué. Su misión, querido amigo, quizás sea terminar lo que empezó Heraldo.

—O me habla claro o no me diga nada. No tengo paciencia para andar adivinando.

—Esa llave puede que sea nuestra salvación.

—¿Salvación de qué?

—Perdóneme si no soy más claro. Si Heraldo no le contó nada fue para protegerlo. El conocimiento, aunque usted no crea, es algo muy peligroso. Pero la vida se encarga sola de poner a la gente en su lugar, no hay que hacer nada. Cuando usted sepa lo que Jiménez sabía puede tomar dos caminos. Si vuelve aquí, sabré que es de los nuestros.

Me doy media vuelta y salgo.

Mientras camino hacia el metro Baquedano, trato de entender en qué me estoy metiendo. Bajo las escaleras y me voy mezclando en el tumulto que a esta hora comienza a repletar los pasillos. Antes de bajar a la Línea 4 me quedo mirando el cuadro que está pintado dentro de la estación, el del Matarife, como le digo yo. Soy el único que se fija en él. Los demás pasan arrastrando los pies, mirando sus celulares o a paso rápido para llegar a la casa antes de que los niños se duerman y poder verlos un rato que sea. Solo los dos, el Matarife y yo nos miramos, y pienso que lo único bueno de matar a un animal o matar a un hombre es saber que el que quedó vivo es uno. La próxima vez que lo tenga a ÉL a tiro, no lo dudo, lo hago pedazos.