21
Me dejaron en la Alameda con General Velásquez. Marcelo quedó de llevar a Angélica hasta Las Rejas, que es donde vive. Cuando me bajo del auto, Angélica también lo hace para cambiarse al puesto del copiloto. Me queda mirando avergonzada.
—Perdóname, yo no soy así. Yo te quiero. —Y recalca—: De verdad te quiero.
No sé qué responderle, trato de sonreír, pero parece que no me sale porque ella se mete al auto con cara de angustiada.
Durante todo el camino en el auto la pobre había estado callada. La caña moral, que es peor que la caña física. El dolor de cabeza se te pasa en el día, pero la vergüenza de lo que hiciste ebrio o drogado te dura unas cuantas semanas. Y después pueden pasar años y, cuando menos te lo esperas, te llegan como un flashazo a la memoria las cagadas que te mandaste borracho.
Camino hacia el metro y siento las piernas agarrotadas. Muevo el cuello y siento en la base del cráneo como si tuviera arena. Me llevo la mano al bolsillo de la camisa buscando el paquetito, pero ya no está: se lo dejé a Marcelo, porque me dijo que podía conseguir que lo analizaran para ver si correspondía a algún lote de los decomisos robados. También se quedó con las carpetas. Igual me mojo los dedos con saliva y los paso por el fondo del bolsillo. Algo queda, porque siento el sabor amargo de la porquería esa.
La ciudad durmió, no como yo, y se está despabilando. Las calles se llenan de autos. Cada vez más gente normal, con trabajos normales, camina a mi lado. Se nota que estoy en otro ritmo: hago taco en las escaleras, todos me pasan, algunos vuelven la vista para saber si soy un loco o un borracho.
El andén del metro está repleto, dejo pasar dos trenes, no tengo ganas de forcejear para entrar. Termino por subirme a un tren, pero adentro me viene la desesperación. En la próxima parada doy cuatro empujones y salgo del vagón arrastrando a unos cuantos conmigo. Las puertas se cierran. Los que quedan abajo por mi culpa me miran enojados, pero parece que no tengo cara de buenos amigos porque no se atreven a decir nada. Miro el nombre de la estación: Unión Latinoamericana. Estoy cerca de la casa de mi infancia. Me dirijo a la salida. Aquí partió todo y puede que aquí termine.
Salgo del metro y camino por la Alameda. Busco los Pall Mall en los bolsillos, pero ni idea de dónde los dejé. Los quioscos todavía no abren. Todo está cerrado. Las zapaterías y tiendas de ropa usada se convirtieron en supermercados chinos, uno junto al otro. Así como cambió Yesenia, también cambió el barrio. Todo para peor.
Doblo por Libertad y donde estaba el negocio del Yugoslavo ahora venden completos y sándwiches. Una joven de delantal azul, madrugadora, empuja hacia arriba una cortina metálica con un palo de escoba. Debe ser el mismo palo con el cual el Yugoslavo abría el negocio hace una chorrera de años atrás. Entro, pido un té. La joven prende el hervidor eléctrico y se pone a trapear el piso.
Me siento en un taburete frente a una barra que está pegada a la pared. Vacío el contenido de mis bolsillos a ver si encuentro algún pucho. Pongo sobre la cubierta mi billetera, algunas monedas, un encendedor desechable, las llaves del departamento, la llave 21, mi celular. La pistola me la dejo en la sobaquera, claro.
La señorita llega con el té y no hay dónde dejarlo; corro un poco las cosas. Le pregunto si vende cigarrillos, ella niega con la cabeza, pero se mete la mano al bolsillo del delantal y me ofrece unos L&M.
—Gracias.
Le saco uno y me pongo de pie para salir a fumarlo afuera, pero ella me dice:
—Fume aquí nomás, total no entra nadie hasta las diez.
Después vuelve a trapear el piso.
Es linda esta solidaridad entre fumadores en un mundo que nos acorrala.
Fumo y me empiezo a sentir mejor.
Miro mis cosas, entre las que resalta la llave 21 y me dan ganas de llamar a Jiménez para preguntarle de qué mierda se trata todo esto. Y eso hago: tomo mi celular y busco en los contactos Heraldo Jiménez, lo llamo. Suena, ya es algo.
—¿Aló? —responde una voz de mujer.
—Hola, buenos días, soy Santiago Quiñones.
—Sí, ya sé. —Claro, me tiene registrado.
—¿Cómo está?
—Mal.
No supe qué contestarle, la pregunta era bien tonta.
Después de un silencio largo solo atine a decir:
—Necesito hablar con usted.
Quedamos de encontrarnos en el café Colonia, porque ella justo tenía que ir al centro por los trámites del seguro.
Estoy más tranquilo. Saco la bolsita de té y la enrollo en la cucharita y la estrujo hasta el último concho. Me gusta bien cargado y con tres de azúcar. Por un momento fumo y tomo té. Parece que no necesito más en el mundo. Si uno no tuviera un pasado que lo estuviera esperando en el futuro, podría dedicarse solo a disfrutar este tipo de cosas y así ser feliz.
—Yo a ti te ubico —dice la señorita. Después deja el trapero a un lado, se sienta junto a mí y se prende un L&M. Fumamos.
—Yo era del barrio —digo—, aquí antes había un almacén.
—Sí, el almacén de mi papá, el Yugoslavo.
Ahora que la miro, algo se parece a esa niña. Los ojitos color de almendra, la boca delgada, los pómulos altos…
—¿Cómo está él?
—Murió, hace cinco años.
—Pucha, qué lastima.
—Qué le vamos hacer, hay que morirse —dice sin asomo de pena.
Nos quedamos un rato callados, fumando. Yo pensando en mi papá muerto, ella quizás en el suyo. De pronto, se me ocurrió preguntarle a boca de jarro:
—¿Has visto a Yesenia?
Parece que la pillo de sorpresa, porque hace una mueca como de asombro o desagrado, o de las dos cosas a la vez.
—No sé, quizás se ha venido a dar una vuelta al barrio —digo tratando de alivianar el asunto.
—Loca de mierda —dice ella bajito, como para sí.
—¿Por qué lo dices, por lo del incendio?
—También por lo del incendio.
Parece que no quiere hablar del tema porque se levanta y vuelve a tomar el trapero, pero yo le insisto:
—¿Y al padrastro de Yesenia? ¿Lo has visto?
—¿A ese desgraciado? Fresco de raja… —dice con seguridad la hija del Yugoslavo.
Deja el trapero a un lado, se acerca a mí y me susurra, como si alguien pudiera escucharnos:
—Dicen que son amantes, que le pone los cuernos a la mamá de ella.
Es increíble cómo cada persona ve las cosas a su modo, desde su esquina. Por ejemplo, la hija del Yugoslavo lo ha hecho desde la puerta de su boliche. Me cuenta que el barrio está cada vez peor, que los drogadictos aparecen en la mañana tirados por la calle, que no sirvió de nada llamar a los tiras (ella no sabe que soy tira) porque no hacen nada y están coludidos con los traficantes, que ahora además esto se llenó de chinos, que por suerte su papá se murió porque él los odiaba, por cochinos, y habla y habla, todo en un tono bajito, como de secreto y, mientras lo hace, se asoma un perro callejero, lanudo, piojoso, blanco con negro, lleno de legañas, ella lo ve, y sigue hablando mientras va a buscar el palo de escoba con el que abrió la cortina metálica, y en eso está cuando me dice que a la Yesenia le gustan los viejos y que debe vivir por aquí cerca porque siempre pasa con el lacho del padrastro, que en cambio al padrastro le gustan las lolitas, que más de alguna vez lo ha visto con niñitas que no tienen ni quince, y sigue hablando y se acerca despacio al perro con el palo de escoba bien agarrado y el pobre quiltro, inocente, sigue husmeando, mete una pata dentro del local y, en ese mismo momento, la hija del Yugoslavo le manda un palo en la cabeza.
—Ahí va —dice, y yo pienso que se refiere al perro que sale corriendo sin decir ni pío, pero no: en la vereda del frente va caminando, rápido, con las manos en los bolsillos y con un pucho humeante colgándole de los labios, ÉL, el viejo de mierda que me agujereó las tripas.