19
«No me esperes. Voy hacer turno de veinticuatro horas para poder ir al C. de Maipo», me dice en un mensaje Marina. Le respondo: . No puedo escribirle más porque veo venir a Angélica caminando rápido. Parece que pasó a su casa a cambiarse de ropa, quizás por eso se demoró. Cuando me ve se apura más y agarra una especie de trotecito haciendo un verdadero equilibrio sobre sus tacos.
—Me atrasé un poquito —dice mientras me da un contundente beso en la mejilla—. ¡Ay! Te manché con rouge. —Y ella misma me limpia la mejilla con su mano. Después me indica, picarona, un edificio de loft que hay en la esquina.
—Vamos —dice, dando por entendido que sé de qué se trata.
Me toma de la mano, yo me dejo conducir. Me lleva hasta la esquina de la plaza, cruzamos la calle y nos metemos al edificio. Saluda familiarmente al conserje y subimos al departamento. En el ascensor ella se aprieta contra mí y respira con agitación. El olor de su perfume me tiene mareado. Por suerte se abre la puerta antes de que me desmaye por la falta de aire. Vamos al 404. Abre. Es una especie de loft de treinta metros cuadrados. Muy pocos muebles, lo esencial.
—Era nuestro nidito de amor con Heraldo. No sé qué va a pasar ahora que murió. Quedó pagado hasta fin de mes…
O sea que Jiménez tenía su bulín. No esperaba menos de él. Voy al ventanal y entreabro un poco las cortinas para mirar hacia la plaza. Ahora sí me estoy sintiendo como el heredero de Jiménez.
Angélica me abraza por la espalda, me aprieta con fuerza. Mete sus manos entre mi cinturón y mi cintura. Yo siento una mezcla rara de calentura y confusión por todas las preguntas que no logro responder. Me desabrocha el cinturón, me baja los pantalones y comienza a masturbarme con fuerza usando sus dos manos, siempre apoyando su cuerpo contra mis espaldas. Trato de girarme, pero no me deja, sigue machacando y machacando. Me muerde la espalda a través de la camisa. Parece el asalto de una caníbal. Me excito cada vez más y por momentos me cuesta no acabar; quiero penetrarla, pero ella no quiere, sigue machaca que machaca y aprieta sus pechos contra mi cuerpo.
En un momento ya no puedo más y se lo hago saber gimiendo con fuerza, aguantándome lo que pueda. Ella entonces deja que me gire, se arrodilla frente a mí, me muestra sus pechos y abre su boca. No doy más y termino sobre ella, mojando su cara, su pelo. Igual que en una película porno, pero pasada en cámara rápida. Ni un minuto duró esta paja. Ella se ríe, se levanta y va hasta el mesón que separa el living de la cocina. Toma un pedazo de toalla nova y se limpia la cara y el pelo. Me da un trozo a mí. Un poco avergonzado, también me limpio.
—Perdona, es que estoy en mis días —dice.
—Estuvo rico —digo, y no sé qué más agregar.
Estira su mano para que le pase el trozo moquillento de toalla nova. Se lo doy. Hace un lulo con todo y lo tira a la basura. Después va al refrigerador. No hay nada que le interese. Busca en un mueble. Hay una botella de menta. Sirve dos vasos con hielo. Después se pone a hurguetear en su cartera. Encuentra algo que pone sobre la mesa. Una bolsita. Calculo que son tres gramos de coca. Da por sobreentendido que jalo. No sabe que hace cinco meses que no pruebo ni una pizca. Tampoco tengo que contarle. Total un poco no le hace mal a nadie, me digo, sabiendo que cuando parto con esto no paro en una semana.
—Me dijeron que es de la que jala el Papa —dice y se ríe del chiste.
Nos metemos dos rayas gruesas cada uno. Qué rico que está esto. Qué suerte que Marina está de turno.
Ahora saca su cajetilla y me convida un Philip Morris. Es agradable sentir cómo el humo se mezcla con el sabor dulce de la menta y este nudo amargo que tengo en la garganta.
Después de prender su cigarro, ella cambia de actitud y vuelve a ser la chica de Archivos. Desde su cartera comienza a sacar fotocopias. Me las va pasando una a una. Son procesos judiciales, aparece el nombre de Yesenia Canales. Mi cabeza está funcionando a mil, pero no puedo concentrarme, leo párrafos, salto de uno a otro sin entender.
—¿Te sirve? —pregunta Angélica.
Hago un serio esfuerzo por concentrarme en la lectura. «Téngase en cuenta que dentro de las atenuantes se subscribe el trato continuo vejatorio y los abusos cometidos en forma reiterada», leo. Miro a Angélica para que me explique, como si fuera una compañera de curso matea que te da el resumen del libro para la prueba.
—Qué lindo todo esto —dice y me peina la cabeza con sus dedos. Después se toma el resto de su menta al seco, deja el vaso en la mesa, y me mira como una enamorada—. Es mágico, ¿no crees?
No sé qué decirle. Qué manera de mezclarse trabajo con placer. Ya dice el dicho: «Nunca en la cocina, ni con la vecina, ni en la oficina». Pero ya que violé la tercera regla fundamental, no queda más que seguir hasta el final.
Angélica continúa:
—Siempre te miraba, yo sé que tú cachabai.
Trato de hacer memoria, pero para mí siempre fue la chiquitita de Archivos, nada especial.
—Para la fiesta del dieciocho me tiraste los cagaos, pero yo ya andaba con Jiménez, ¿me perdonái que no te haya pescado?
Le hago un gesto como indultándola, pero no me acuerdo de nada. Lo que quiero realmente es descifrar estos papeles.
—Angel —digo en inglés. A ella le brillan un poco más los ojos. Yo continúo—:Tú que te manejái más en esto, ¿me podís explicar?
Ella parece que se siente dichosa de ser útil. Se inclina hacia la mesa de centro y se pone a hacer un par de líneas mientras me habla con seriedad.
—Yesenia María Canales Rubio estuvo en un juicio por abuso infantil hace una cachada de años. Acusaron al padrastro, pero fue sobreseído por falta de pruebas. Hace cuatro años cayó presa por ofensas a la moral, o sea por ejercer la prostitución. Lo curioso es que el mismo padrastro le pagó la fianza. Y, por último, hace dos años la metieron presa por homicidio frustrado. Adivina contra quién, ¡contra el mismo padrastro! Le puso unos Clonazepam en el vino, y cuando el tipo se quedó dormido, roció la pieza con parafina y le prendió un fosforo. El tipo se salvó de milagro, porque no estaba del todo dormido y se tiró por la ventana para huir del fuego. Ella salió hace poquito de la cárcel. Cumplió condena de un año y sesenta días; tuvo suerte, era para más, pero tuvo atenuantes y parece que se encontró a un buen abogado.
Termina de hablar y se jala una de las líneas que había preparado. Me pasa el billete de cinco lucas que usamos de aspiradora, mientras se agarra la nariz y cierra los ojos: el jale pegó con todo. Voy por la mía. También siento el golpe. Me llegan a salir lágrimas y me baja una ansiedad ciega. Prendo un cigarro, me levanto, doy dos vueltas al living. Al final me siento y sirvo otra ronda de menta. ¿La obligó a prostituirse? Se me aprieta lo poco que me queda de corazón. Esta droga es puro cerebro. Solo pienso, analizo. ¿Qué es la Nueva Luz? ¿Un prostíbulo disfrazado? ¿Para eso tantas piezas? No me doy cuenta de que dejé el cigarro en un cenicero y prendo otro. Ahora tengo dos cigarros encendidos. Fumo de uno y de otro indistintamente. Yesenia ya lo había intentado. Él parece que tiene más vidas que un gato, quizás de cuántas se ha salvado.
—Qué divertido esto —dice Angélica, aunque no sé a qué se refiere—. Es como si Heraldo no hubiera muerto. —Y ella misma se da cuenta de que no tiene nada de divertido porque se le mojan los ojos—. Es como si tú ahora fueras él, ¿cachái?
Le digo que sí con la cabeza. Nos tomamos la menta al seco, y vuelvo a servir otra ronda. Soy definitivamente el heredero como me dijo el pajarraco.
—Lo mismo, lo mismo. A él también le traía fotocopias de los archivos —dice.
—¿Sí? —pregunto—. ¿Sobre qué?
—Uf, montón de cosas. Por ahí las guardaba, en esas cajas.
En un rincón del living se amontonan varias cajas. Traigo una y la reviso. Angélica prepara otra raya; va rápido, demasiado. Antes de que pueda decirle algo, ya se zampó una raya del porte de una babosa gigante. Después se lanza de espaldas al sillón y levanta los brazos al cielo. Mueve las manos como si estuviera bailando flamenco.
Yo me sumerjo en los papeles. Son fichas de menores. Denuncias de maltratos físicos. La mayoría son de Valparaíso. Lo curioso es que en general son casos que están sobreseídos por falta de pruebas. En algunos hay acuerdos extrajudiciales. Son más de treinta, calculo. Voy por otra caja. Angélica me mira, tiene la mandíbula apretada, no creo que me pueda hablar. Sirvo otra ronda de menta para compensar. En la otra caja hay solo tres carpetas. Mientras las reviso veo cómo Angélica comienza a armar otras líneas de coca.
—Tranquila —digo.
Ella se ríe. Deja de hacerlas. Se recuesta en el sillón y comienza a tocarse la entrepierna. Trato de no verla y me concentro en las carpetas. Están marcadas con destacador. En ellas aparecen tres menores desaparecidos de un hogar del Centro de Prevención de Riesgo Juvenil.
Angélica deja de tocarse y vuelve sobre las líneas de coca. No tiene freno. Esta vez la dejo hacer, solo que antes me jalo la más grande. Un poco para protegerla, otro poco porque está muy buena esta coca.
—¿De donde sacaste esto? —pregunto indicándole la coca.
—Me la dieron tus amigos de Valparaíso —responde ella.
Comienza a latir fuerte mi corazón.
—¿Qué amigos? —digo sospechando que se refiere a los de Asuntos Internos.
—A los que les contaste de nosotros. No te pudiste aguantar, ¿ah?
Nos siguieron después de la misa entonces. ¿La habrán seguido a ella ahora?
—Me dijeron que era un regalo, para que lo pasáramos rico —dice riéndose y se mordisquea los labios como para calentarme.
A mí la cabeza me empieza a funcionar a mil por hora. Caí redondito. Me tienen drogado hasta las cachas con la evidencia de los robos a los decomisos.
Voy hasta la ventana. En la calle hay un Fiat Punto gris estacionado frente a la puerta del edificio. Deben ser ellos. Esperan que salgamos, nos caen encima, nos pillan con la merca, nos hacen exámenes de sangre y listo. Nos cargan a Jiménez y a mí por los decomisos, se salvan de polvo y paja. Alguien bota una colilla de cigarros desde la ventana del Fiat Punto. Están adentro, esperando, se pueden quedar toda la noche. No deben tener orden de cateo, si no ya hubieran entrado.
—¿Cómo me encontrái tú? —dice Angélica desde el sillón.
Podremos lidiar contra los microbios más atroces, defendernos de los meteoritos gigantescos que amenazan con volar la Tierra, luchar contra las peores epidemias, guarecernos de los más terribles cataclismos, pero del prójimo, pucha que es difícil salvarse. Cuánto caldo de cabeza. El factor humano de las cosas es el que siempre termina por hundirnos, aunque tengamos todo fríamente calculado. Me vuelvo a sentar mientras pienso cómo zafar de esta.
—Espectacular. —No hay posibilidad de otra respuesta.
—No te creo.
—No me importa que no me creas, eres espectacular.
Se le empiezan a poner los ojos brillocitos, y luego me agarra el paquete. No tengo cabeza para esto. Caí en la trampa del par de perros de Valparaíso. Un tira en la cárcel no lo pasa bien. Es casi mejor salir disparando del departamento y huir adonde sea. Ella me sigue masajeando el paquete y aunque no quiera se me pone duro, pero con una mezcla de excitación y de nervio; no es una erección agradable.
—Siempre me gustaste, ¿sabíai? —dice mientras me sobajea.
No le respondo. De puro asustado me inclino sobre la mesita de centro y me pego otro par de líneas. Siento como si se me incrustaran cristales en medio de la frente. Por un segundo un flashazo blanco me encandila. Le paso el billete enrollado. Angélica se agacha sobre la mesa, se le separa levemente la blusa de la falda y me deja ver una suave línea de pelos que le sube por la espalda. Se me va la mano a su espalda y me meto debajo de su blusa hasta llegar al broche de su sostén. Su piel está tibia, como aceitada levemente. Mi cabeza está entre esta carne tibia y la visión fatal de los tiras que me esperan abajo. Se endereza y comienza a desabrocharse la blusa. Yo me desabrocho el cinturón. Ella me abre el cierre. Me levanto un poco del sillón, ella me baja los pantalones hasta liberar mi pico que salta como un resorte. Ella lo agarra como si se fuera a escapar y comienza a masturbarme. Yo veo cómo se mueven sus senos a cada movimiento de sus manos. Aprieto las muelas y solo pienso en esos dos sabuesos que me están esperando afuera. Angélica pasa un dedo sobre la mesa de centro recogiendo todos los restos de coca y me la pone en la punta del mástil erecto. Ahora vuelve a la matraca, arriba y abajo como si estuviera ordeñando, como si estuviera moliendo papas, como si estuviera fabricando mantequilla, y me empiezo a imaginar cosas que se esfuman de repente. Se me duerme la lengua, siento calor en las orejas. Angélica se lo mete a la boca con tal ferocidad que parece que me quisiera engullir entero. Siento como si su boca tuviera un millar de diminutos dientes. Miles de pinchazos eléctricos en la cabeza de mi pene. La agarro del pelo, me retuerzo, pero ella es como un perro que no suelta su presa. Me imagino que los de Asuntos Internos derriban la puerta y nos llevan a los dos presos, desnudos y esposados. Y entonces, de puro nervio, como un río incontrolable de lava acabo en su boca fulminantemente. Angélica se levanta y corre hasta el lavaplatos a escupir.
—¡Concha tu madre! —grita—. ¡No me gusta tragarme la hueá! Tenís que avisarme.
Y sigue escupiendo y haciendo gárgaras con agua y vuelta a escupir.
—Perdona, no sé qué me pasó, fue de repente.
Ella me mira rencorosa desde la cocina americana, como suponiendo que lo hice a propósito.
—Tai como rapidito, en todo caso —dice reprochándome.
No sé qué responderle. Angélica ya no es la señorita dócil de Archivos. O quizás esta es la verdadera Angélica, la que aparecería años después de estar casado con ella. Se lava y lava la boca, escupe, se queja, golpea con la mano sobre el lavaplatos, rezonga.
Sobre la mesa de centro brilla el montoncito que nos queda. Debiera llevarlo al baño, botarlo a la tasa, desaparecer la evidencia. Pero en cambio comienzo a meterlo de vuelta a la bolsita.
—No la guardes. Quiero más —dice Angélica mientras se seca la cara con el paño de cocina. Después viene a sentarse al lado mío, yo hago y deshago líneas, pero siento que nunca me quedan bien. Quiero que queden perfectas, del mismo ancho, del mismo largo. Ella me mira, como hipnotizada. Luego se echa hacia atrás en el sillón y se queda pegada observando el techo con cara de que ahí está pasando algo importante. Pero no tarda en inclinarse de nuevo sobre la mesa de centro y mandarse al seco dos líneas. Va por la tercera cuando la detengo. Evidentemente no puedo dejar que siga con esto, le va a dar un paro cardiaco. Le saco el papel a la cajetilla vacía y armo un paquetito con lo que queda sobre la mesa. Me lo guardo en el bolsillo de la camisa. Ella pasa el dedo sobre el resto que queda y me lo muestra con cara libidinosa.
—¿Te hai metido coca por el culo? —Está perdiendo todo los límites—. ¡Qué calor! ¿No tenís calor?
Va hacia la cocina y se empieza a mojar la cara. A mí me baja la claustrofobia: no puedo seguir aquí encerrado, pero tampoco me puedo ir. Aunque quizás podamos escapar por la entrada de vehículos que da a otra calle. Me pongo a recolectar sus cosas: cartera, zapatos, llaves... Estoy en eso cuando siento un golpe seco en el piso de la cocina. No quiero mirar. No quiero pensar en lo que supongo que es, aunque siento cómo el agua corre, corre, corre. Sigo ordenando, intentando que todo quede en su lugar, pero nada queda como yo quisiera. La alfombra siempre está arrugada, la estiro de un lado, se arruga del otro. Es inútil: aquí reina la imperfección. Me comienzo a desesperar, estoy duro como un tronco. «¡Sal de aquí!», me digo, como dándome una orden. Entonces me volteo y la veo:Angélica está desparramada en el piso de la cocina.