24
Está pesado el aire,tóxico. Estos días en Santiago,cuando llega el frío pero no llueve, son los peores. Todo se pone gris, los consultorios se llenan de guaguas y viejitos que tosen y se ahogan. En los hospitales públicos ponen camas en los pasillos y en la calle la gente se envenena con cada bocanada de aire que respira. Igual prendo un cigarro mientras camino por Mac Iver en dirección a la Alameda. A veces pienso que los únicos que vamos a sobrevivir a esta ciudad somos los que fumamos, este humo nos debe hacer inmunes al esmog. La mañana se puso más fría de repente y yo en camisa y chaqueta. El clima está esquizofrénico: pasamos de un otoño radioactivo y caluroso a un otoño de invierno profundo. Hasta el cielo está oscuro, «está nevando arriba», diría Marina que siempre vivió en Farellones, en una casa junto a la comisaría con su papá paco.
Me subo las solapas de la chaqueta y me abrocho todos los botones. El pucho me calienta por dentro.¿Por qué el Nuevo me dio ese sobre? Seguro está coludido con los de Valpo. Encontraron la llave en el bolsillo de Jiménez y pensaron que yo era el único que sabía lo que abría esa llave, por eso me siguieron, para ver hacia dónde los llevaba. ¿Qué esperan encontrar? ¿Información que los incrimine? ¿Por eso lo extorsionaban? ¿En qué lío me está metiendo mi compadre fallecido? ¿La llave era un seguro de vida? ¿O solo es un equívoco y mis colegas piensan que vale más de lo que vale? ¿Contra qué mafia estaba peleando Jiménez? ¿O a qué mafia traicionó Jiménez? Está todo gris como las calles y no puedo confiar en nadie, menos en mis compañeros del cuartel.
Doblo por Moneda hasta Tenderini. En el centro hay de todo si uno sabe en qué esquina buscar. Voy por el Coloro. Con mi porte es fácil encontrar a un colorín entre el montón de cabecitas negras. El Coloro me ve venir y se pone pálido, duda entre salir corriendo o hacerse el loco. Seguro que cree que vengo acompañado y lo estoy rodeando, así que se queda quieto en la esquina con su montón de diarios en la mano. No sabe que no vengo de perseguidor, sino de cliente.
—¿Qué hay, jefe? —dice.
Yo le digo que no tengo ganas de conversar, que me dé algo para la mente si no quiere que me lo lleve de un ala. En un segundo mete algo al bolsillo de mi chaqueta. Tiene los dedos rápidos como de mago. Cuando identifica a un cliente, le pone una bolsita en el diario, cobra, da vuelto y todo a plena vista de los miles que transitan a esta hora en las calles de Santiago. No me gusta conseguir droga de este modo, tampoco me gusta esta droga, pero dadas las circunstancias es esto o me quedo dormido aquí mismo sentado en una cuneta del centro. No puedo parar, tengo mucho que investigar y resolver antes de que caiga en la próxima trampa que seguro me están preparando esos de Asuntos Internos.
Cruzo la Alameda. En Santa Rosa hay un café con piernas. Aunque son las diez, adentro parece que fueran las tres de la mañana, la bachata a todo volumen, la luz bajita. Pido un café cortado en la caja, me dan un vale que dejo sobre el mesón con las monedas del vuelto para propina. Se me acerca la única señorita que atiende a esa hora.
—Hola —dice mientras me da un beso en cada mejilla, el segundo medio cuneteado. No está mal ella. Viste un diminuto bikini negro y una faldita corta cuadrillé, como en esas películas porno de escolares gringas. Tiene unos pechos redondos y naturales, caderas anchas, piernas más largas que el promedio nacional.
—¿Cómo te llamái?
—Federico —digo, por decir algo.
—Pero no erís nada de Federico, tenís cara de Lindorfo más bien. —Y se ríe de su propio chiste.
Lo único que quiero es meterme al baño y pegarme un palazo para calmar el nervio.
—Yo me llamo Valesca —dice, y yo pienso en las coincidencias del destino.
—¿El baño? —pregunto.
Ella me indica un pasillo, seguro que sabe a lo que voy. Me meto a la única puerta que hay al fondo. Prendo el interruptor y una luz roja que apenas alumbra se enciende en el techo. Saco lo que me metió el Coloro al bolsillo, se ve contundente, con yapa. Busco una tarjeta en mi billetera, alguien golpea con suavidad la puerta, es Valesca, la dejo entrar y cierro. Apenas cabemos en el pequeño espacio.
—¿Me convidái? —pregunta con cara calentona.
Abro la bolsita y le pongo una montaña de coca en la nariz. Ella jala como si esto fuera por fin el aire fresco que necesita. Repito la acción y le pongo otra montañita en la punta de mi tarjeta bip. Ella se tapa el otro orificio de la nariz y jala con las mismas ganas. Le doy otra de yapa y una más para que no quede coja. Después, agradecida, se sienta en la taza del baño y me baja el cierre. Yo la dejo hacer mientras saco indiscriminadamente de la bolsita una y otra vez pequeñas montañitas de cristal y pah dentro, pah dentro, pah dentro, pah dentro. Unas cuatro, seis, ocho veces. Valesca me mira desde la taza del wáter con mi sexo flácido en su mano.
—¿Qué pasa, Lindorfito?
—Federico —digo, y me subo el cierre. No podría tener nada con ella en este momento, no con ese nombre. Igual le regalo lo que quedó en la bolsa, a ver si puedo cortarla con esta tontera.
Dejo enfriarse el café en el mesón, salgo a la calle.
No son ni las diez y media y estoy tieso como poste. Necesito relajar el nervio, compensar. Camino hasta el hotel San Francisco, me instalo en el bar, me pido un whisky de dieciocho años. Me lo tomo al seco. Respiro. Ahora comienzan a aclararse las ideas a pesar de que la merca del Coloro está chuteada hasta decir basta y no se le compara en nada a la de anoche. Me pido otro whisky. Esto me va a salir caro, un ojo de la cara, no importa, todo me da lo mismo, también me lo tomo al seco. Pido la cuenta y pago con la tarjeta sin fijarme en lo que salió, así duele menos. Prendo un cigarro.
—Aquí no se puede fumar, señor.
Qué mundo triste este donde no se puede fumar en los bares. Apago el cigarro en el platillo de la boleta y salgo. Afuera soy una hormiga más que se mueve entre los vapores del petróleo.