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Me di cuenta de inmediato de que era ella. La tenían tapada con un plástico naranjo, y solo se le asomaban las piernas desnudas hasta las rodillas.

Uno se acostumbra a ver muertos tanto que al final no tienen nada de raro. Todo cuerpo vivo es un cadáver tarde o temprano. Uno pasa mucho más tiempo muerto que vivo en esta tierra y todos esos chistes que nos hacemos entre los tiras para no tomarnos en serio la muerte de los extraños. Pero ahora no me podía aguantar la pena de ver a Yesenia ahí, debajo de ese plástico naranjo mugroso. Por arriba de nosotros pasaba la carretera elevada. La dejaron aquí, en esta isla en medio de los autos, un lugar desolado, ni siquiera los sin casa se arman aquí su rancho, tan inhóspito es. Toco con mis dedos la piel dura de sus tobillos. Ya no es su piel, es un tevinil, una cartera, un bolsón…, una cosa fría, los rastros de lo que yo no pude salvar. Una vida pequeña tirada como basura en medio de la carretera.

—¿Ya sabes cómo murió? —pregunto a Marcelo.

—De distraída —dice serio y agrega—: Dejó la cabeza en cualquier parte.

Marcelo entonces levanta el plástico y me deja ver el cuerpo incompleto de Yesenia. Está decapitada.