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Llegué de noche al Cajón del Maipo.
—Yo pensé que ya no venían —dijo el cuidador, y le pegó una mirada al auto, extrañado porque venía solo.
Me muestra dónde dejar el auto y me pasa la llave de la cabaña 5. Cuando me dejó solo, escondí el Kia un poco más lejos, entre un bosquecito de acacios. Por si las moscas alguien se asomara.
Desde el estacionamiento hasta la cabaña hay sus buenos doscientos metros por un caminito difícil y sin luz que baja hasta cerca del río. Ahí, entre un bosque de eucaliptos, están agrupadas unas cuantas cabañas. Parece que soy el único habitante. Mejor.
Entro a la 5 y dejo las compras sobre la mesa. Pasé al mall de La Florida, me compré cigarros, unos calzoncillos, calcetines, un par de poleras y dos teléfonos de prepago en el Jumbo. Ahora me doy cuenta de que no compré nada que comer. Habrá que acostarse con hambre nomás. También pasé a la farmacia y me compré dos cajas de ibuprofeno y otras tantas de paracetamol. También conseguí que me vendieran unos antibióticos sin receta. «Última vez», me dijo la señorita, yo le cerré un ojo. Tengo miedo de que se me estén infectando las tripas y prefiero prevenir a que me dé una peritonitis. Por lo menos tengo un cóctel de pastillas para cenar y es lo primero que hago, porque siento que me está subiendo la fiebre. Me lleno un vaso de agua y me pongo una doble ración de todas las pastillas en la mano. Luego me siento a la mesa, un poco agotado. Miro a mi alrededor. El lugar es una mierda, con razón costaba quince lucas. La cabaña es húmeda, tiene olor a asomagado. Sobre mi cabeza cuelga una ampolleta amarillenta, sucia de cacas de moscas, adentro de una pantalla de mimbre que para lo único que sirve es para que la ampolleta alumbre menos. Al centro está esta mesa con sillas de plástico y en un rincón una cocinilla. El lugar además de feo no tiene nada de romántico, y para más recacha es helado. Por suerte no traje a Marina, aunque ya da un poco lo mismo. Mientras el imbécil ese no la deje ir al departamento, me conformo, después veré cómo arreglo el asunto.
Por lo menos hay leña afuera. Enciendo una pequeña salamandra. Corro la mesa, saco el colchón de la cama y lo pongo delante de la salamandra con la puerta abierta para ver las llamas. Prendo un cigarro y activo los celulares.
Lo primero que hago es llamar al Flaco Fuenzalida. Ahora sí que le tengo una torta grande al Flaco. Capaz que se haga famoso, lo suban de cargo en el canal. El Flaco es mi cartita bajo la manga. Si me quiero salvar de este enredo lo mejor va a ser publicar todo. Nombres, lugares, redes involucradas. Yo sé que Marcelo va a querer esperar, pero no es a él al que están persiguiendo. Lo primero que tengo que hacer es salvarme, no puedo estar escondido mucho tiempo. Si la información se hace pública, matarme es un esfuerzo en vano.
—¡En qué cresta andái metido! —dice el Flaco en cuanto me responde.
—¿Ya supiste?
—Todos saben, Santiago. ¿Qué pasó, viejo?
—No creái nada, es todo falso. Mejor escúchame a mí, te tengo una papita.
—Por si no sabís, Santiago, ¡la papita eres tú! Mi editor me pidió que sacáramos algo con lo de la mina que encontraron sin cabeza y cuando traté de averiguar algo ¡me dijeron que tú te la echaste! —grita por el otro lado del teléfono.
—Es mentira, Flaco.
—Oye, tengo un amigo abogado, es de los buenos de la plaza, ¿lo llamo? A todo esto, ¿de dónde me estái llamando?, ¿qué pasó con tu celular? Te llamé cien veces por lo menos.
Son demasiadas preguntas, el Flaco dispara las palabras como metralleta.
—No voy a necesitar abogado, escúchame un momento, por favor.
—Ya, pero habla, puh huevón.
—Me están inculpando porque tengo una información que los va a hundir.
—¡Yujujúi! Eso me gustó. Cuéntame nomás, negrito, que de Latinoamérica no sale.
—Están involucrados altos jefes policiales, políticos, empresarios, figuras públicas.
—Te quiero, Santiago, ¿sabías? Espérame un segundo, prendo la grabadora.
—La única manera de salvarme es que publiques esto lo antes posible.
—Que te esperes un segundo.
Al otro lado se siente cómo el Flaco manipula el teléfono abriendo la aplicación para grabar la llamada. Tengo un poco de náuseas. Deben ser las pastillas en el estómago vacío.
—Ok, aquí vamos. Sábado 15 de agosto, cero treinta y cinco horas. Testimonio de Santiago Quiñones. Canta, negrito.
No me salen las palabras, es que esta historia es como un ovillo enredado y no encuentro la punta de la madeja.
—Habla, puh huevón.
—No sé por dónde empezar.
—Por el principio estaría bien.
Así lo hice.
—Heraldo Jiménez, mi compañero de la policía de Investigaciones de Chile murió en un enfrentamiento en el cual también estuvo en peligro mi vida.
El Flaco manipula el teléfono al otro lado y me interrumpe.
—Chago, vamos al grano, ¿o me vai a contar la historia de tu vida?
Vuelve a manipular el teléfono, yo aprovecho de aclararme un poco, repasar nombres y lugares que aparecen en la información que dejó Jiménez. El Flaco borra lo que recién grabamos y vuelve a hacer la introducción, yo prendo otro cigarro.
—Mi nombre es Santiago Quiñones, soy policía de Investigaciones de Chile. En mis manos tengo información clara y precisa con nombres, lugares, fotografías y videos que demuestran la existencia de una red de abuso de menores en la que participan importantes empresarios, políticos, jueces, policías, figuras públicas y delincuentes comunes.
Al otro lado del teléfono escucho al Flaco dar pequeños gritos de alegría: se debe estar viendo en la presentación de todos los noticiarios de televisión.
Continúo:
—Me veo en la obligación de hacer pública esta información debido a las amenazas sufridas en mi contra, al allanamiento de mi departamento y a las acusaciones falsas de las que estoy siendo objeto con el fin de mantener esta asociación ilícita en secreto.
—Dale con los nombres, sin tanta cháchara, parecís abogado huevón —susurra el Flaco al otro lado.
—Esta red funciona principalmente en las ciudades de Santiago y Valparaíso. La información que poseo involucra directamente al jefe de los hogares de prevención de riesgo juvenil (la Hopreju); al prefecto de la región de Valparaíso, señor Estanislao Callejas, a una red de oficiales corruptos de la PDI; a los conocidos empresarios nacionales Hugo Chacón Guevara, Julio Valente Pasquellano; a los políticos y senadores Rafael Oranderian y Julio Marabadí; al subsecretario de la Corte de Apelaciones de Santiago Álvaro Carballo Zúñiga...
El Flaco manipula el teléfono.
—¿Sigo? —pregunto.
—No.
Termina la sonajera al otro lado y solo siento la respiración agitada del Flaco en el teléfono.
—¿Qué pasa, Flaco? ¿Sigo?
—¿En qué planeta vivís tú, huevón?
—¿Por qué?
—¡Yo no puedo hacer pública esa información! ¡Y tú no podís estar divulgando esto sin tener pruebas!
—Tengo las pruebas.
—¿Sí? ¿Qué pruebas?
—Datos, documentos, videos, fotos.
—Pura mierda, todo eso te lo van a echar pa’ atrás. ¿Tenís testigos? ¿Gente de la organización que vaya a declarar?
—No.
—No tenís nada entonces, huevón. —Siento nuevos ruidos al otro lado del teléfono.
—¿Qué haces?
—Estoy borrando todo, espérame un cachito.
Apago el cigarro y prendo otro enseguida. No quiero admitirlo, pero el Flaco tiene razón. Con el nivel de influencia que tiene la organización todo lo que tengo podría ser discutido y «relativizado», como dicen los abogados. Más si la información viene de un imputado por homicidio. Mientras el Flaco borra lo grabado y mi esperanza de salvarme rápido, me vienen las náuseas con más fuerzas.
—Por si no lo sabes, entre los que nombraste está la gente que me paga el sueldo cada mes y, como tú lo sabes bien, mi perro, nunca se muerde la mano que te da de comer. Se sabe que el viejo anda en cosas raras, que le gustan las lolitas, pero quiénes somos nosotros para juzgar…
—Esto no es cualquier cosa, Flaco. Es una asociación ilícita que explota a menores. Algo se podrá hacer.
—Por todo se puede hacer algo, uno se puede ir de voluntario a África a combatir el ébola, o te podís ir a la franja de Gaza como voluntario de la ONU, pero por algo uno no lo hace, huevón. Contéstame una cosa.
—Dime.
—Si no fuera para salvarte, ¿me estaríai dando esta información?
—Algo haría. Eso es lo que me diferencia de ti, Flaco.
—No te pongái a pontificar, cuídate que te andan siguiendo. Y una cosa más: esta conversación no existió nunca. Chao. —Y cortó la llamada.
No puedo seguir fumando. Apago el pucho y salgo de la cabaña mareado como pollo; las piernas, como de alambre, me tiritan. Me tengo que sentar en el suelo a la entrada de la cabaña. Siento como si me fuera a desmayar. Me viene una puntada fuerte en la guata que me hace acurrucarme en el suelo junto a la puerta. Tengo que respirar entrecortado. Me siento como un perro tirado a la entrada de la cabaña. Un perro envenenado. Desde el primer estoque que me están ganando estos desgraciados. Me quedo quieto, inmóvil, como si pudiera engañar al dolor. Estoy acostado contra la pistola. Siento cómo el fierro se aprieta en mis costillas. Este fierro es lo único cierto que me queda. Me juro aquí mismo, tirado como quiltro agonizante, que no se las van a llevar pelada, a más de uno me lo voy a llevar conmigo. Es raro, pero esta idea de matarlos me da fuerzas. Entonces pienso solo en eso, en matarlos a todos, sin preguntar, sin respiro, machacarlos a balazos, rematarlos, patearlos en el suelo, volarles los dientes y todo esto me sirve, me da fuerzas, se va el dolor, aunque me quedo quieto, acurrucado en el felpudo de la entrada, como un perro herido, un perro malo, un perro del infierno, pero no un perro muerto.