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—Dos disparos y el perro no le soltaba el brazo —repitió fríamente el de Asuntos Internos.
Cuando llegué a la oficina me estaban esperando. «Nada oficial», me dijeron. Salimos a una fuente de soda. Es una pareja, ninguno de los dos me da confianza. Mascan chicle con la boca abierta. Uno parece que estuviera jalado, no habla nada, solo me mira detrás de sus lentes oscuros, unos Ray-Ban bañados en oro. Lentes demasiado caros para un tira. Es bajo y usa ropa ajustada que quizás le quedaría bien si tuviera diez kilos menos. El otro se ve más calmado, pero sonríe todo el tiempo con una sonrisa falsa, mecánica, que esconde quizás qué cosa detrás. «Calladito» y «Sonrisal», pienso. Les puse al tiro sobrenombres al parcito.
—¿Sabe por qué no soltaba a la presa? El cerebro sigue mandando las órdenes a los músculos hasta varios segundos después de que el cuerpo está muerto, ¿sabía?
Yo no sabía ni tampoco me interesaba. Son de Valparaíso, es una brigada especial que seguía a Jiménez. Lo tenían entre ceja y ceja.
—Sabemos que eran bastante amigos los dos.
—Algo —digo.
—¿Estaba al tanto usted de las actividades ilícitas de su amigo?
—Ni idea, tampoco éramos tan amigos. —Me siento un poco como Pedro negando a Cristo, pero yo sé que el finado sabrá entender.
—¿Qué se van a servir? —La señorita que atiende en la fuente de soda se acerca a nosotros con su libretita en la mano.
—Yo nada, gracias. —La verdad es que tengo hambre, pero quiero salir del paso lo antes posible. Nunca es divertido hablar con esta gente de Asuntos Internos, y estos dos son especialmente desagradables.
Ellos dudan entre un chemilico o un completo italiano. Al final piden dos completos italianos y dos shops. La señorita anota lentamente el pedido en su libretita. No se entiende que no alcance a retener en la memoria un pedido tan sencillo. Cuando finalmente se va, el flaco retoma su interrogatorio camuflado de conversación informal.
—Bueno, el asunto es que Heraldo Jiménez está relacionado con el robo hormiga a los decomisos en el puerto.
Hace un tiempo que salió a la luz pública que la cantidad de droga que se decomiza no calzaba con la cantidad de droga que llegaba hasta el servicio de salud pública donde se incineraba.
—¿Seguro que no sabe nada?
—Nada, pero no me lo imagino en eso. Era un buen policía.
Uno no puede equivocarse tanto con la gente, algo conocía a mi compadre y puede haber estado metido en cosas raras, seguro que de vez en cuando consumía, quién no, pero traficando no lo veo.
—Todos los muertos son buenos, ¿no? —dice el de la sonrisa; el otro se limita a decir que sí con la cabeza.
—No nos interesa escarbar más en el asunto, ni quitarle la pensión a la viudita. Lo que queremos es saber con quién trabajaba en Santiago. ¿Se le ocurre quién más puede estar involucrado?
Me parece que la pregunta tiene una doble intención: me está aclarando que yo soy sospechoso.
—Ni idea —digo secamente—. ¿Algo más? Tengo pega pendiente en el cuartel.
No le gustó mucho al Sonrisitas mi poca disposición a colaborar, pero se tuvo que conformar nomás. Si la conversación era informal es que no tienen ni media prueba para poder investigar. Están perdidos dando palos de ciego. Si Jiménez estaba en algo tiene que haberlo ocultado muy bien. Me pongo de pie y me cruzo con la señorita. Lleva en la bandeja dos schops, un italiano y un chemilico. Se equivocó con el pedido.