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El trago lo pone ciego a uno, eso está claro. Como a la madre de Marcelo que lo dejó botado en medio de la noche, o como yo que me puse a prometer huevadas y a darle esperanzas a una flaca desesperada. Y cuando uno se está ahogando, cualquier tabla es un salvavidas. Lo peor es que me siento culpable. ÉL se va a vengar de Yesenia, quizás cómo. Les sobra la imaginación a estos desgraciados. No puedo hacerme el leso, aunque no tenga nada que ver, aunque venga el pajarraco jorobado ese a advertirme que me cuide. Algo tiene Yesenia que, a pesar de las advertencias y el pedazo menos de intestino, quiera verla de nuevo y acurrucarla en mis brazos para protegerla del mundo violento hasta que se calme su respiración agitada. La trato de llamar al teléfono que me dio, pero no me contesta y más me preocupo. En eso estaba cuando llegó mi mamá a visitarme. No quería, pero tuve que dejar el teléfono a un lado y prestarle atención. Me trajo un Condorito, unas galletas de vino y unas gomitas de eucalipto. Primero me habló de lo peligroso que está el centro, de que la culpa la tienen los peruanos. Entremedio me pregunta al oído si mi compañero de pieza es peruano. Le digo que mapuche, y ella me dice que se parecen, y después me sigue hablando sin parar.

Resulta que el señor con que se casó mi mamá está cada vez peor de salud. Por un lado me alegro y se nota que mi mamá no se apena mucho. El problema es que fuera de la diálisis casi diaria ahora tiene una insuficiencia hepática y necesita unos medicamentos que solo venden en Estados Unidos. Mi mamá ya no tiene vida, porque está dedicada las veinticuatro horas a cuidarlo. Él tampoco tiene vida o, si tiene, tiene una mierda de vida. El problema es que ya han tenido que vender tres locales para pagarle el tratamiento y, si la cosa sigue así, el viejo se va a ir al otro mundo llevándose toda la plata que hizo en este y sin dejarle un peso a mi mamá.

Los médicos no saben cuánto puede durar, pero estoy seguro de que no se va a morir hasta saber que a mí no me va a llegar ni un peso. Mi mamá está hecha un atado de nervios con esta situación y no para de hablar, de encontrar todo malo y de repetirme una y otra vez que Dios la está castigando. De todas maneras, estaba esperando que llegara, porque necesito sacarle algo de información, pero no hay caso de llevarla al tema de Yesenia, está tan complicada con sus problemas que seguro no sabe ni de qué me operaron. Tuve que meterle una pregunta mañosamente cuando ya se había levantado para irse:

—¿Se acuerda, mamá, de los vecinos de los bajos de Romero?

—Sí, claro. ¿Por qué me pregunta, mijito?

—No, por nada, es que el otro día me pareció que vi a la niña.

—Pero debe estar grande ya la mocosa.

—Sí, debe tener veintitantos.

—Pobre gente… —dijo ella y dejó la frase como flotando en el aire. Y como que le volvió el cansancio con el que entró a la pieza y se le acabó la locuacidad. Ese cansancio de cuidar a un moribundo, el mismo que siento en Marina. Por lo menos, antes de que se fuera, me mencionó el apellido de la niña: Canales.

Ahora no sé qué hora es. Tarde en todo caso. Estoy en el baño de la pieza fumándome uno de los cigarros que me dejó Marina. Es poca cosa, pero es un acto de amor al fin y al cabo haberme dejado estos puchitos. Tapo la rendija de la puerta con una toalla y el ventilador del baño, que es de los buenos, extrae todo el humo. Extrañaba al cigarro más de lo que voy a extrañar al pedazo de tripa que me sacaron.

—¿Está bien, don Santiago? —pregunta desde afuera del baño la enfermera del turno de la noche. Se dio cuenta de que llevo demasiado tiempo aquí adentro.

—Sí, estoy bien, ya voy.

No puedo dejar de pensar en Yesenia. ¿Vivirán todavía en los bajos de Romero? Va a ser fácil verificar. Los procesos judiciales quedan registrados, es cosa que le pregunte a Angélica de Archivos. Ahora me siento responsable de lo que le pase. Por qué cresta tenía que involucrarme tanto. Es raro cómo la gente confía en mí y me cuenta sus cosas, será porque soy callado. No interrumpo. Mi colega abandonado en medio de la nieve. Yesenia rehén de su padrastro. Se me ocurre que esos niños somos los adultos de este mundo, ellos con sus penas, yo llorando callado por mi papá. Cuánta gente herida. Unos que se sanaron, otros que no pudieron cicatrizar. Tiro la colilla al wáter. Se va, como el cariño. Se va como esos papás que son como colillas de cigarros, unas pitiadas y después nunca más te veo.