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Con Jiménez nos caímos bien altiro. Yo venía llegando de estar fondeado un tiempo. Me habían mandado de intercambio institucional a Argentina hasta que se calmaran las cosas con una banda de narcos que juró vengarse de mí. A Jiménez lo acababan de trasladar desde Valparaíso, parece que se había mandado alguna cagada investigando a alguien que no tenía que investigar, y Jiménez era un tira bueno pal leseo, pero cuando encontraba una pista no la soltaba hasta el final.
Como conocía el puerto teníamos tema en común. Los demás lo trataban como pajarito nuevo y no querían juntarse mucho con él. Le hacían la ley del hielo, un poco por lo agrandado que son los capitalinos y otro por miedo a que los relacionaran con él. Parece que el nivel de cagazo fue grande y le truncó la carrera. Se decía incluso que Asuntos Internos lo tenía entre ceja y ceja. Pero Jiménez se lo tomaba con andina. «La muerte es lo único que no tiene solución», me repetía siempre. Tal cual. En el puerto todos sabemos que pasan cosas bravas, «hay noches que parece que el diablo anda suelto por los cerros», decía con tono serio, como si lo creyera de verdad.
Me contó que una vez le tocó investigar el caso de una mujer a la que le habían raptado la guagua para extorsionarla por cierta información que tenía. No me quiso decir más, pero seguro que tenía que ver con el cagazo que se mandó. La cosa es que a Jiménez le tocó negociar con los tipos y entregarles lo que buscaban. «Estaba preparado para todo, no quería pensar en que hubieran matado a la criatura, pero sabía que era una posibilidad real.» Cuando Jiménez les entregó lo que pedían, uno de los tipos le pasó a cambio la llave de un locker, una llave como la que me trajo su viuda en un sobre. «Lo miré sin entender nada, el tipo lo único que me dijo fue el nombre de un supermercado que queda en Pedro Montt.» Jiménez corrió hecho un loco. Como conocía bien el cerro pudo cortar camino por los callejones y escaleras que son como un laberinto hasta que llegó al plano no muy lejos del supermercado. Me dijo que el corazón le palpitaba a mil por hora y que estaba seguro de que se moriría de un ataque cardiaco. Cuando llegó hasta los lockers, donde la gente por cien pesos puede dejar sus cosas y sacar la llave, no podía achuntarle a la cerradura, y en el momento en que por fin lo hizo, no estaba seguro de girar la llave. Finalmente lo abrió de un tirón y encontró a la guagua, arropada en su mantita, como si fuera una momia en su mortaja. La sacó con cuidado. Tiritaba pensando en lo peor, pero por suerte la guagua estaba viva, dormida, dopada quizás con qué, pero viva.
Era un buen tipo Jiménez, y seguro querría que yo corriera al supermercado con esta llave, pero aunque rebusco en el sobre y trato de encontrar una pista no tengo la menor idea de a qué lockers puede pertenecer esta llave, ni por qué era tan importante que yo la tuviera. Tan importante como para habérmela enviado en caso de que muriera.
La señorita que me atiende me trae la cuenta. Solo tengo un billete de veinte mil pesos. Pasé en la mañana a esos cajeros automáticos traicioneros que te escupen estos billetes grandes cuando lo que uno quiere es sencillo.
—¿No tiene más sencillo? —dice la señorita antes de ir a la caja con cara de que «esto no va a funcionar».
No es muy bonita,pero tiene lindo cuerpo,hombros anchos y piernas largas. Lleva un vestido de una pieza ajustado y corto que es el uniforme del local. La veo conversar con el cajero. No hay caso, desde la caja ella me hace una seña como la de Angélica: «Espéreme un cachito». Y sale del local. En los breves segundos en que la puerta de vaivén de entrada se mantiene abierta, me parece ver un rostro conocido fijándose en las revistas del quiosco de la calle. Es el tira nuevo, el joven. Me está siguiendo.
Cuando la señorita vuelve a entrar, el Nuevo ya no está donde lo vi. ¿Será por el sobre de Jiménez? ¿Por qué tanta curiosidad? La señorita deja el platillo con los billetes sobre la mesa, le dejo una buena propina: sin saberlo me puso sobre aviso.
Salgo y camino por Teatinos hacia la Alameda. El cabrito va por la vereda de enfrente. Paso junto a La Moneda en dirección al metro, me voy despacio. «No se esfuerce demasiado, pero no se quede quieto.» Pensaba en tratar de perderlo o ganarle el «quien vive» y enfrentarlo. Pero preferí dejar que se sintiera seguro, que haga un buen reporte. Cuando tomé el metro, ya no me seguía. Qué cosa más rara. Trato de olvidarme del asunto.
Antes de entrar al departamento compro medio pollo asado y dos porciones de papas fritas. Tengo una cerveza helada. Voy a esperar con comida a Marina, voy a contarle de las cabañas, quizás se anime. Es lo único que para mí tiene sentido en este momento. No quiero saber más de llaves, ni de muertos, ni de diablos sueltos. Quién sabe, esta noche, quizás hay esperanza.