16

Me quedé dormido viendo tele en el living. Me despertó Marina cuando entraba.

—¿Qué haces levantado?

—Te estaba esperando.

Me mira con cara de que no entiende. Apago la tele y me levanto para estirarme un poco. Ella saca de su bolso su uniforme sucio y va a tirarlo a la lavadora. La sigo hasta la cocina. Ella desaparece en la logia. Saco el pollo y las papas fritas del horno y las meto en el microonda y me quedo mirando medio hipnotizado la ventanita mientras la comida da vueltas adentro y comienza a chisporrotear.

—No tengo hambre —dice Marina entrando a la cocina. La verdad es que yo tampoco. Apago el aparato. Suena la campanilla y el sonido queda flotando en el aire un momento, después silencio. No me mira a los ojos.

—¿Una cerveza quizás? —digo.

—¿Tú puedes tomar? —pregunta.

Me encojo de hombros. Qué más da, la cerveza no me va a salir chorreando por la herida como en los monos animados. Ella también se encoje de hombros. Nos sentamos a la mesita de la cocina, abro la botella, sirvo en dos vasos. Chocamos los vasos, pero ninguno de los dos dice salud.

Se siente agradable la cerveza, fresca. Comienzo a palparme los bolsillos, pero Marina es más rápida y saca antes los cigarros. Marlboro rojo. Veo que volvió a los fuertes. Me ofrece uno como con cierto orgullo. Se invirtieron los papeles, soy yo ahora el que me acostumbré a los suaves. Pero no me aminalo, tomo uno de los suyos. Encontré mi encendedor y le ofrezco fuego. Fumamos los dos en la cocina, callados, tomando nuestra cerveza.

Este momento de calma me da esperanzas, pero hay que ir despacio, en la puerta del horno se quema el pan. Marina se levanta y va a abrir la ventana. No sé si ella se da cuenta de lo sensual que es, no sé si lo hace a propósito, pero cada paso que da es como si fuera una coreografía. Dan ganas de aplaudirla. Me doy cuenta de una cosa: no tengo ninguna gana de perderla, no tengo ninguna gana de que se vaya de mi vida y me deje solo en este departamento fumando en la cocina.

—Hay unas cabañas que se arriendan. Tienen convenio con la institución. Había una foto en el cuartel…

Marina me interrumpe:

—¿Fuiste al cuartel?

—Sí.

—¿A qué?

—A saludar.

Marina no dice nada, se queda cerca de la ventana y sigue fumando. Espero un rato y continúo:

—Es en el Cajón del Maipo, se veían bonitas.

Sigue mirando el edificio del frente desde la ventana de la cocina. No me queda más que cruzar el río.

—¿Vamos?

Ahora se gira y me mira seria. Sostengo su mirada. No sé si me quiere mandar a la cresta o estamos entrando en una tregua. Me tiene con el alma en un hilo, pero como si nada me pego otra fumada y le doy otro sorbo a la cerveza. Cuando vuelvo a mirarla, ella tiene una pequeña sonrisa en los ojos, una sonrisa como cansada.

—Vamos —dice finalmente.

Apaga su cigarro con un chorro de agua del grifo del lavaplatos, bota la colilla a la basura y se va para la pieza, sin terminar su cerveza. A mí me empieza a volver el alma al cuerpo.