26
De todo lo que me contó Marcelo, nunca dijo nada de que era un buen nadador. Lo veo atravesar la piscina olímpica de lado a lado dando brazadas cortas y rápidas. Cuando sale del agua con sus lentes y su gorra negra, me recordó un poco al Tiburón Contreras cuando de chico lo veía en las noticias de la tele poniéndose grasa de foca por todo el cuerpo para atravesar el estrecho de Magallanes.
—Vamos a los camarines —dice cuando me ve. Yo lo sigo por los pasillos.
Esta piscina es como una catedral, enorme. A Marcelo le queda casi al frente de la oficina en Independencia, a un lado del río Mapocho. Me cuenta que se viene a nadar siempre que puede a la hora de almuerzo. Lo primero que se pone después de los calzoncillos es un enorme Seiko 5 automático, de los antiguos. No se por qué se me ocurre que es una herencia de su padre adoptivo, el milico. Despues continúa vistiéndose mientras me habla.
—Te cité aquí porque a esta hora no viene nadie y esto no es para hablarlo en la oficina. —Me mira serio y olfatea el aire cerca de mi cara—. ¿Estuviste tomando?
—Una copa al almuerzo —miento, porque fueron dos y aún no he almorzado.
—Por lo que estudié de los documentos que me dejaste estamos metiéndonos en la pata de los caballos. ¡No podís ponerte a chupar a estas horas del día! Necesito a un partner en esto, que esté clarito de mente…, ¿me entendís?
—Okey, entiendo, no hay problema.
No me cree mucho, pero le hago la cruz con la mano y me la llevo a la boca, jurándole que me voy a portar bien. De alguna manera en esta relación él quedó automáticamente como el jefe por la superioridad moral de haberme sacado de esa emboscada que me tenían preparada los de Asuntos Internos.
—Al parecer tu amigo Jiménez había llegado muy lejos en su investigación sobre abusos y desapariciones de menores en algunos centros de prevención de riesgo juvenil. Pero todos los documentos hacen referencias a las pruebas de videos y fotografías que no están por ninguna parte. ¿Averiguaste algo de la llave?
Le cuento sobre mi conversación con la viuda y con el Nuevo.
—Creo que es solo un amuleto —digo.
—Dámela igual, quizás pueda averiguar algo.
No puedo dejar de sentirme un poco castigado por esta actitud de Marcelo. En el fondo me está diciendo que soy un inútil. No sé si tenga razón. No creo que sea un inútil, un mal tira quizás. Le doy la llave. Me vuelve la ansiedad y me dan ganas de pedirle el resto de coca de vuelta. Pero sé que es una mala idea.
—Trata de averiguar algo, anda a la Nueva Luz, no sé…
Salgo a la calle. Estar en esa piscina era como estar dentro del vientre de una ballena, húmedo y tibio. Aquí afuera me encuentro con el frío, el humo y la angustia creciente. Frente a la pérgola de las flores hago parar a un taxi.
—Rosas con la Alameda —digo.
El café con piernas a esta hora está lleno. Son puros oficinistas que después del almuerzo se pasan a pegar sus miraditas libidinosas, sus besitos cuneteados y a sentirse deseados, aunque sea teatralmente, por una mujer en tacos, minifalda minúscula y, sobre todo, sonriente. Nada de lo que les espera en la casa. Valesca me ve entrar y me cierra un ojo. Yo ni siquiera pido un café, me voy directo al baño. Ella llega con sus golpecitos suaves, la dejo entrar. Le queda menos de la mitad de la coca. Esta vez sí le acepté la chupada.