Donde se habla de cómo Elisendis decide sacar partido de su vida

EN EL COCHE DE CABALLOS

 

A

rraona seguía yendo a la fuente, que era un modo de decir que se seguía viendo con su molinero. Bastante había tratado de quitárselo de la cabeza, los primeros años de casada, sin conseguirlo. Desde que había vuelto a verlo, y se había liado con él —como decía Petronela—, se reunían tan a menudo como podían. Arraona ya no se veía capaz de renunciar. Le parecía que no podía hacerse eso a sí misma, que no quería volver a sentirse tan desdichada nunca más. Lo amaba. Si no lo veía, saber que se encontrarían de nuevo le alegraba cada minuto del día. Todo cuanto le sucedía era importante, porque cuando se vieran se lo contaría. Entonces, cuando se encontraban en el refugio de pastor abandonado que habían convertido en su madriguera —que allí, por los alrededores de la fuente, cualquier día los habría acabado pillando alguien—, el tiempo transcurría deprisa y no daban abasto a hablar de todo, reírse y amarse. Tras el nacimiento del pequeño Rafel, que ya corría de acá para allá y era la alegría del molino, había tenido otro hijo más, con la misma salpicadura de lunares bajo la paletilla derecha. El pelaire estaba más que contento.

—Has tardado en tener prole, Arraona, pero a la vista está que eres buena paridora, ¿verdad, muchacho? —añadía siempre, palmeando la espalda de su hijo, que nunca soltaba prenda y por cuya mente nadie sabía nunca qué le rondaba, ni si estaba contento o agobiado.

El hijo del pelaire sabía que Arraona no lo quería, pero eso tampoco le causaba ni frío ni calor, porque lo que contaba era que la mujer cumpliera: que le tuviera respeto; que cuidara del molino y de la familia; que pariera un buen puñado de hijos y apoyara a su hombre en todos sus quehaceres; que lo atendiera y no diera pie a que se hablara mal de ella. Y Arraona cumplía en todo.

El pelaire estaba muy unido al pequeño Rafel. Aquello de ser abuelo le tocaba el corazón, y el niño era zalamero y lo adoraba. Lo seguía por todas partes y se le encaramaba a las rodillas al atardecer, cuando se sentaban cerca de la lumbre, mientras Arraona hilaba, para que le contara cuentos y rondallas. Y el abuelo se lo cargaba a las espaldas, aún fuertes, cuando se acercaba a echar un vistazo a los campos de lino, y le mostraba los misterios del mundo y los artilugios del molino. O de los telares, si se lo llevaba a la villa para echar cuentas y decidir asuntos del negocio con su socio, el hermano tejedor del carnicero.

Elisendis, aunque no tenía a ningún otro hombre en la cabeza, tenía aborrecido a su marido viejo, aquel viudo de casa principal con quien la habían casado. No le consolaba la perspectiva de acabar convirtiéndose en una viuda rica, como le decía Petronela, bromeando, cuando Elisendis se quejaba o se enfurecía.

—¡Mil veces habría preferido ser monja y vivir en un monasterio! —acababa exclamando siempre, cuando hablaban de los maridos y de la vida de casadas.

Elisendis no entendía qué de placentero podía haber en aquello que contaban Arraona y Petronela de besarse y yacer con sus hombres. A ella solo le producía asco y daba gracias al cielo por no quedarse preñada. No lo quería el viejo tampoco, porque ya tenía repartida la herencia. «Tu eres la muñequita de mi vejez, no quiero que te preñes», le decía.

—Aguanta, Eli —le decía Petronela, que ya le había parido a su Iu una niña y un niño—. Este marido tuyo no durará mucho y entonces, rica y joven, te podrás casar con quien quieras. ¡Si es un yayo!

El viejo, sin embargo, no se moría. Ni Elisendis tenía la menor intención de volver a casarse con nadie. Quería a Arraona. Y a los hijos de Arraona.

Solo se veían de vez en cuando, con Petronela. Nada era como antes, cuando eran pequeñas. Aquella especie de celos que tenía Petronela de Elisendis y Arraona había pasado a la historia y ahora estaba convencida de que eran las otras las que la envidiaban. Y en el fondo, muy en el fondo, restregarles su felicidad por las narices era para ella una especie de satisfacción, una compensación, una pequeña revancha, por las veces que se había sentido excluida. No había sabido nada más de la doble vida que llevaba Arraona, desde que se había escandalizado tanto cuando supo que se veía con el molinero de Tarrasa. No quería saberlo, tampoco. Y las otras callaban. Tampoco comprendía las quejas de Elisendis, que le parecían bobadas, del todo fuera de lugar. Petronela iba a lo suyo y los encuentros con las amigas eran cada vez más espaciados, porque iba de cabeza con los críos, el matadero y sus padres, que se le iban haciendo viejos, y se fueron convirtiendo en un mero acto social, un recordatorio de los viejos tiempos.

Elisendis iba a menudo al molino, donde era bien recibida.

—¡Madrina, madrina! —gritaba el pequeño Rafel si oía acercarse el rumor del carruaje por el camino del molino.

Desde que las cosas le habían ido tan bien al pelaire, Arraona tenía una criada, una moza de la mano menor que se ocupaba de las faenas más pesadas, y, desde que era madre, el pelaire la dejaba hacer y no ponía mala cara si iba a dar un paseo con la señora Mir en su carruaje. Quizás era que se hacía viejo. Quizás le parecía que relacionarse con los Mir era bueno para el negocio y para el nombre de su casa. Quizás, pensaba Arraona, ya había visto que la chica se comportaba y no era necesario tenerla tan vigilada.

Arraona sufría por Elisendis.

—Me duele verte tan furiosa con la vida que llevas, Elisendis —le dijo un día que iban en el coche de caballos a merendar a la orilla del río.

Estaban sentadas de lado, sin prestar atención a las sacudidas de los baches, que de más jovencitas las hacían reír como bobas. Elisendis le cogió la mano un momento y se la estrechó, dirigiéndole una sonrisa triste.

—¡Estoy tan harta! Pero no te preocupes, Arraona, ya se me pasará.

—Elisendis, eres mi mejor amiga, la única, diría. ¡Te quiero más que a nadie!

—¿Que a nadie? —preguntó Elisendis con una sonrisa picara que las hizo reír a las dos.

—Ya sabes a qué me refiero —le replicó Arraona sin dejarse distraer—. Me gustaría poder hacer algo para que estuvieras contenta.

Entonces Elisendis la miró como no lo había hecho nunca antes, con aquellos ojos de bosque, y Arraona sintió un calor dulce en el vientre.

—Quiéreme, Arraona —dijo Elisendis con la voz ronca—. Quiéreme. Solo quiero que me quieras.

—¡Oh, Elisendis! —exclamó Arraona muy bajito, y la abrazó, pasándole un brazo por la cintura, con el corazón que se le derretía de ternura como mantequilla, mientras con la otra mano le acariciaba la mejilla.

Elisendis se le abrazó, escondiendo la cara en el cuello de Arraona. Estuvieron así un buen rato. No hablaban. Otras veces, las pocas que Elisendis se permitía estallar, había más rabia que pena en sus arrebatos y Arraona sabía hacerla reír y se le pasaba todo. Aquella vez era distinto. Arraona sentía el aliento caliente de Elisendis en el cuello. Ni con su molinero se sentía tan segura como con ella. Nadie conocía a Arraona tan bien como Elisendis ni nadie conocía a Elisendis tan bien como Arraona. Cuando estaban juntas eran más ellas mismas que en ninguna parte, más que con nadie. La mano de Elisendis, en su costado, le quemaba la piel atravesando la ropa. Arraona sentía su corazón repicar como un timbal. La estrechó más cerca, mientras los dedos se le volvían tela de araña por la piel de la mejilla y del cuello y del escote de Elisendis, y con un nudo en la garganta buscó su boca.

—Ven, ven, querida mía —le susurró sobre los labios con un hilo de voz, mientras los labios buscaban la piel y las manos descubrían rincones y no sabían dónde detenerse mientras las faldas se les hacían un embrollo y la ropa les estorbaba por todo el cuerpo.

Estaba ya muy oscuro cuando regresaron al molino. El pequeño Rafel ya dormía y el bebé berreaba sin que nadie pudiera hacerlo callar. El pelaire las esperaba junto a la esclusa. Y todos. La Coja y Ramón de los Papeles. Y el marido de Arraona. Sin decir nada.

—¡Ay, Rafel, qué sobresalto! —exclamó Elisendis mientras todavía estaba bajando del coche—. El caballo se ha asustado mientras estábamos en la orilla del río y el cochero se las ha visto negras para encontrarlo, después de que huyera hacia las cuadras. Qué angustia. ¿Verdad, Arraona?

—¡Ya lo creo! No sabíamos cómo mandaros aviso para que no pasarais ansia —dijo la otra mientras cogía al pequeño en brazos, que se calló de inmediato.

A partir de aquel día, Elisendis tomó una determinación. Se acabaron las lamentaciones. Decidió entonces sacar partido de su situación. Era una señora. La señora de la casa. Podía hacer lo que se le antojara. Durante demasiado tiempo, durante toda una vida, de hecho, en casa de su madre, había estado mirando el mundo desde la ventana. Había seguido haciéndolo en casa del marido. La vida estaba ahí fuera. Haría que la vida penetrara aquellos muros entre los que vivía recluida, donde solo se le pedía, se le exigía, que fuera la muñequita bonita que debía alegrar la vejez de aquel viudo rico con quien la habían casado. Pero estaba viva, después de aquella tarde en que Arraona le había enseñado a besar. Y la villa también estaba viva. Estaban pasando cosas. Sus hermanos lo sabían. Hablaban de ello a menudo, sentados a la mesa, cuando todavía vivían todos juntos en casa de su madre. Los tiempos estaban cambiando, repetían con frecuencia. Elisendis quería saber cuáles eran esas innovaciones. Incluso participar en ellas si estaba a su alcance. Las había promovido el rey Pedro, a pesar de las guerras en las que se enredaba aquí y allí, pero, de hecho, tenían su fundamento y sus raíces en decisiones políticas y libertades que ya había iniciado y encauzado el rey Jaime, ahora parecía, en el inicio de los tiempos. Elisendis quería conocer sus implicaciones, quería asomarse al futuro y hacerse un lugar en él.

Prestaba más atención que nunca a las conversaciones que mantenían las señoras en el salón de su madre, cuando recibía los miércoles, a las que continuaba asistiendo, pero sobre todo a lo que decían sus hermanos. Estableció su propio salón, con reuniones en su casa. Su madre estaba encantada, aunque no conocía sus intenciones. Celebraba que Elisendis, por fin, se comportara como correspondía a una señora. La joven señora Mir organizaba comidas y cenas, a las que invitaba a las autoridades, pero también a aquellos que, sin ocupar ningún cargo de responsabilidad en el gobierno de la villa, cortaban el bacalao, y su madre no se entrometía.

Elisendis quería saber qué se cocía en la villa. No los chismorreos de salón o de los lavaderos del río, que para el caso eran los mismos, sino aquellas cosas de las que dependía el futuro. Estaba entusiasmada. Se maravillaba sola, porque veía con claridad las repercusiones que todos aquellos cambios tenían —o podían llegar a tener— en el mundo en que vivían. Cambios que respondían al deseo de la gente, que, tampoco hacía tanto, había celebrado la aparición de los jurados, porque no gustaba a nadie que el baile impuesto por el señor tuviera tanto poder en las decisiones que afectaban a todo el mundo. De aquel otro modo, aunque los eligiera el baile, al menos tenía que escogerlos entre los prohombres de la villa, que la representaban mejor que los antiguos consejeros, que aunque lo asesoraban no tenían ningún poder para decidir nada. Y nada de eso cabía atribuirlo a la generosidad de los señores. Elisendis ataba cabos y sacaba sus conclusiones.

El viudo rico, a pesar de que primero puso mala cara, porque decía que ya estaba viejo para jaleos y reuniones, pronto estuvo muy ufano de su muñequita y, cuando se dio cuenta de que aquella vida social que se había ingeniado su consentida niña no tenía nada que ver con los aburridos salones de las señoras de la mano mayor a los que estaba acostumbrado y tanto temía, hasta se sintió rejuvenecido.

Con el tiempo, a nadie le resultó extraño. La señora Mir era una magnífica anfitriona, juiciosa y mucho más informada que las agradables esposas de los caballeros y señores a quienes invitaba, y la casa del viejo Mirot, como lo llamaban en la villa con un tono afectuoso, se fue convirtiendo en un lugar de reunión, donde los hombres hablaban abiertamente de cuestiones serias, de política y del futuro. No de un futuro lejano, allá de los tiempos, sino, como quien dice, de pasado mañana, y si las señoras no intervenían era porque no querían o porque no les interesaba. Pero a Elisendis sí. Y ella era la mestressa de aquella casa y quien había dispuesto que se celebraran todos aquellos encuentros. La gente, incluso algunos de sus interlocutores, solía pensar que lo hacía para distraerse, eso de curiosear en los asuntos de la villa y en las novedades que iba introduciendo el rey en el gobierno de la corona y que la hija del almotazaf seguía apasionadamente. Se lo tomaban como una excentricidad más. Siempre había tenido fama de estrafalaria, aquella joven, rezongaban las señoras en los salones. Pero a Elisendis eso tanto le daba. Estaba ilusionada. Pocas cosas podía decidir una mujer, ni aun perteneciendo a la mano mayor, pero en todo cuanto pudiera intervenir lo haría. No quería perdérselo. No quería perdérselo de ninguna de las maneras.