Donde se habla de prosperidad
EN EL MATADERO
B
ernat Pastor había prosperado. De hecho, en aquellos días, con los privilegios que el vizconde de Castellbó había otorgado a la villa años atrás, cualquiera, quién más, quién menos, prosperaba.
—Y los señores también prosperan, con estas libertades que nos dan, que, si no, a santo de qué iban a dárnoslas. No es por buenos cristianos ni por la grandeza de su corazón, sino por lo que ellos sacan. De todos es sabido que un amo tacaño se pone solo la soga al cuello si aplasta demasiado a los de abajo, porque, en definitiva, somos nosotros quienes los enriquecemos o los que podemos hacérselo perder todo —decía Pep, el carnicero, en el patio del matadero, mientras daba un vistazo a los corderos y los cabritos que le había llevado Bernat aquella semana y les palpaba las papadas y las ancas, más por hacer algo que porque no se fiara, que con Bernat tenía tanta confianza que ni habría mirado a los animales antes de degollarlos. Pero hacían todo el teatro, porque ambos disfrutaban de la comedia y Bernat se ponía más que hueco cada vez que, después de aquella inspección, Pep lo miraba, con aquella panza y los ojos francos, le estrechaba la mano y, con cara de satisfacción, le palmeaba la espalda con la mano grande de dedos rechonchos—. Buena carne, sí, señor. La mejor.
Ya hacía un par de años que Bernat trabajaba por su cuenta y su chico, Iu, ya era un jovenzuelo desgarbado que acompañaba a su padre a todas partes, aunque eso de ser pastor a él no le hacía ninguna gracia. Esperaba con ansia el día que iban a la villa a entregar los animales. Entonces, su padre, una vez acabado el trabajo, que consistía en aquel ritual en el matadero de Pep, lo dejaba campar a sus anchas.
—Este chico no está hecho para el rebaño —le decía Bernat a su amigo cuando veía a Iu alejarse como si lo persiguieran las brujas, meneando la cabeza, mientras se preguntaba qué iba a ser de su ganado cuando él fuera viejo.
—Con los años viene el juicio —trataba de consolarlo Pep—, aún es joven.
—No sé si llegará el día en que este zagal tenga algún juicio. Siempre ha tenido la mollera llena de pájaros y no dice más que sandeces. Desde que era un mocoso tiene la obsesión de hacerse almogávar.
Pep se reía y sacudía la cabeza, divertido, mientras Bernat también la sacudía, preocupado.
—Deja que diga, el chico, ya se le pasará. Eso son bobadas de crío. ¿Almogávar, dices? —Y le entraba de nuevo la risa y hasta tenía que secarse los ojos con el pulgar, que le lagrimeaban de tanto reírse—. ¡Ay, almogávar! Señor, estos zagales, qué cosas tienen. ¡Como si te dice que quiere ser el rey de Cataluña! ¡Majaderías de crío!
Era cierto que Iu solo hablaba de hacerse almogávar. Desde que frecuentaba la villa, que entonces comía con su padre en el hostal, había trabado amistad con Iscle, el hijo de Felipa. No siempre coincidían, porque Iscle trabajaba con su padre en el campo, en las viñas de sus abuelos, pero a veces, por una cosa o por otra, Iscle se quedaba en el hostal, y entonces se escapaban juntos. Se pasaban la tarde por la villa, trepando por las murallas. Más de una vez los hombres del capdeguaita, encargados de la vigilancia, los habían reprendido y amenazado con llevarlos al calabozo cogidos por una oreja, que ya eran mayorcitos para andar zascandileando de esa manera. Pero después, una vez les habían metido el miedo en el cuerpo, se hartaban de reír. Los chicos tampoco se tomaban muy en serio aquellas amenazas, y en cuanto se alejaban de la guardia fanfarroneaban de nuevo, sobre todo Iu, que era el más audaz.
—Te lo digo de verdad, Iscle, prefiero morir en un campo de batalla que pudrirme de aburrimiento vigilando los rebaños de mi padre —decía siempre Iu a su amigo.
Iscle se maravillaba de la osadía del hijo de Bernat Pastor, porque una cosa era jugar a los almogávares de pequeños, como jugaban sus hermanas a ser señoras y hasta princesas, y otra muy distinta, decirlo en serio, como hacía Iu. Pero cuando Iu hablaba, con aquel entusiasmo, hasta le entraban ganas de marcharse con él a tierras de conquista para hacerse con un gran botín.
De hecho, Iscle era así: solo con alguien al lado se atrevía a hacer según qué cosas. Era más bien apocado. Si lo animaban, parecía otro, pero siempre necesitaba que alguien tirara de él, porque solo no habría hecho nunca nada. Era reservado y tímido, se sonrojaba enseguida. Ya lo decía su madre, que era tal cual su tío Genís. Buena gente y muy trabajadores, pero con poco arrojo. Su madre siempre le decía que tendría que buscarle una moza espabilada que sirviera de contrapeso a aquella especie de letargo que gastaba aquella rama de la familia. Iscle no replicaba.
Nunca se lo había dicho a nadie y se habría dejado matar antes que reconocerlo, pero a él le gustaba Ermengarda, la hermana mayor de su amigo. Le gustaba mucho, quizás porque ella lo miraba como si no existiera, con aquel cuello largo y la cabeza allá arriba, en lo alto, desde aquellos ojos grises, tan pegados a la nariz. Tampoco ella era de demasiadas palabras. Quizás por eso le gustaba. Iscle ya se veía con ella en la viña, que a él sí le gustaría volver al campo, aunque fuera como jornalero de su tío, el hijo mayor del abuelo de las Viñas, que ya era muy viejecito. Porque así como Iu se moría por vivir en la villa, con toda aquella gente por las calles, el bullicio del Mercadal y la actividad constante de unos y otros, Iscle amaba la tierra y el silencio, se embelesaba con las contorsiones de una lombriz descubierta mientras cavaba con la azada alrededor de las cepas y se conmovía con los vástagos tiernos de las vides o con los colores del cielo.
Aquello de ser almogávar no había sido más que un juego, aunque de vez en cuando aún pensaba que, si lo fuera, quizás impresionaría a Ermengarda y la muchacha lo miraría de otra manera. Bueno, quizás lo miraría, que ya sería mucho, porque le daba la impresión de que la hermana de su amigo no sabía ni que existía, de que para la joven él era absolutamente transparente, como si estuviera hecho de aire y ella solo mirara a su través lo que se encontraba detrás. Pero era lo bastante juicioso como para saber que aquello eran ensoñaciones ilusas, que nunca se decidiría a marcharse para ir a la guerra. Ya tenían un almogávar en la familia.
De pequeño, había visto al abuelo Salvador alardear ante la parroquia del hostal, pero, por mucho que presumiera delante de la gente, el viejo siempre había echado de menos a su hijo y, si llegaban noticias de las muchas campañas y escaramuzas de los ejércitos del rey —siempre metido en algún conflicto—, el abuelo Salvador sufría, sin saber nunca si su hijo estaba vivo o muerto, o si lo habían herido. Seguro que más de una vez el almogávar había recibido lo suyo, con aquella fama que tenían los almogávares de hombres duros y fieros, que no guerreaban como los señores, sino que atacaban de noche, en grupos pequeños, a pie y sin coraza, porque en la guerra contra los sarracenos habían inventado una nueva manera de luchar, que no se había visto nunca hasta entonces.
A Iu le podía parecer tan maravilloso como le viniera en gana lo de ser almogávar, pero a Iscle aquella vida dura, hecha de penalidades, por los bosques y las montañas, sin hogar ni cobijo, sin saber si al día siguiente estaría vivo, no le atraía ni pizca. Claro que nadie sabía si mañana seguiría vivo, pero ponerse a propósito tan al alcance de la muerte a Iscle le parecía una bobada. A veces le hablaba a Iu de sus consideraciones acerca de eso de ser almogávar, pero Iu se reía. No se lo tomaba a mal, pero a él tampoco le cabía en la cabeza que Iscle quisiera pasarse la vida siendo un labrador, en unas tierras que no llegarían a pertenecerle nunca, obligado a pagar un censo a los señores para poder cultivar la tierra y a entregarles una parte de todo cuanto diera el terruño.
—¿A cuánto asciende el agrer de tasca que tenéis que pagar al amo? —lo provocaba Iu.
—La onceava parte de la cosecha, y aún gracias, que las tierras que cultiva mi tío son del vizconde, que nos tiene manumitidos, o por lo menos más manumitidos de lo que están los campesinos del término del castillo de Arraona. Y ya no te digo los de la quadra Togores, que tienen otras cargas añadidas y dos veces al año están obligados a trabajar de balde las tierras del amo, para la siembra y para la trilla, además de ocuparse del molino de Trilla, proveerlo de muelas nuevas y reparar la esclusa, tanto si se estropea sola como si la destrozan los de Tarrasa.
—¿A mí me lo cuentas? Mi padre ha estado sometido a todo esto y a cosas peores desde que nació.
—Sí, pero a tu padre, desde que empezó a dedicarse a la cría de ganado, hay que ver lo bien que le han ido las cosas.
—Sí. Hambre ahora no pasamos.
La villa prosperaba y las familias que se habían liado la manta a la cabeza y metido en créditos para poner un negocio o ampliar el que ya tuvieran, o los ganaderos que se habían acogido a contratos de sòccida para engordar los rebaños, empezaban a ver resultados. La vida y el trabajo ya no eran solamente una cuestión de supervivencia. Sí había gente que se marchaba, porque el vizconde, ya fuera porque se hacía viejo y se volvía miserable o porque se le habían reblandecido los sesos, con lo que había mirado por la prosperidad de la villa, había ido desentendiéndose de todo, y había quienes no estaban dispuestos a que nadie volviera a pisotearlos. Los que estaban manumitidos se iban a servir a otros señores, o a Barcelona, que era la nueva sede de la corte de los reyes, y allí oportunidades tampoco faltaban.
Se hablaba en aquellos días de que el rey Pedro tenía la intención de otorgar a la villa un privilegio que, si se llegaba a concretar, supondría un gran qué. Todo el mundo lo llamaba el privilegio de la feria de verano.
—No sé por qué solamente tiene que dar ese privilegio para la de verano —refunfuñaban los arrieros en el hostal—. Puestos a otorgar, ¡que lo haga para las dos ferias!
—¿Qué perra le ha dado ahora al rey con la villa?
—Vete a saber si el vizconde no ha vuelto a vendernos a carta de gracia y ahora la villa pertenece al rey.
—¡Sí, al rey! —se burló uno—. ¡Más quisiéramos que ser villa real y no tener ningún otro señor que nos asfixiara!
—Ni falta que hace que la villa sea suya para que el rey mire por la gente, ¿no es el rey de todos?
—¿Te crees que los reyes son monjes que se dedican a hacer caridades? ¡Por cada privilegio que dan, un provecho u otro piensan sacar!
—Si se llegara a concretar el privilegio de la feria y todo aquel que quisiera pudiera venir desde cualquier lugar hasta el Mercadal, con la seguridad de no tener que pasar ansia por el camino, porque nadie, ni los salteadores de caminos ni los mismos oficiales del rey, los molestará ni les estropeará las mercancías, ni los asaltará o prenderá con cualquier excusa para quitarles el género o llevarlos presos..., la feria sería una locura de gente y de comercio.
—¡Si ya lo es ahora!
—Más lo sería, que me parece a mí que no nos podemos ni figurar cómo prosperaría la villa sí los caminos fueran seguros.
La gente soñaba con aquel privilegio, incluso rezaba para que el buen rey Pedro no cambiara de parecer o, con lo ocupado que estaba con tantos y tantos asuntos de la corona, que le traían más de un quebradero de cabeza, no se olvidara de aquella buena ocurrencia.
Pep, el carnicero, que había hecho muy buenos sueldos, pero que necesitaba más para casar a su Petronela con un señor de buena casa, empezó a considerar seriamente la posibilidad de establecer un beneficio —como un señor— para que desde el cielo le dieran un empujoncito al rey e instituyera de una vez aquel privilegio del que tanto y tanto se hablaba. Pero como era uno de los que, en aquella disputa entre la pavordía y la parroquia, daba la razón al párroco y se pegaba la caminata hasta la parroquia, con su mujer y su hija, para ir a misa, no lo establecería en la iglesia de Sant Salvador, que de beneficios andaba sobrada, sino en la de Sant Feliu, en lo alto de la sierra.