Donde la familia de Arraona emparenta con Bernat Pastor
EN EL HOSTAL
-I
scle me ha pedido que hable con Bernat Pastor —dijo el padre de Arraona a Felipa una noche, tras cerrar el hostal, mientras echaba una mano a Genís y a su mujer, colocando los bancos de madera y los taburetes sobre las mesas para poder barrer bien el suelo.
—¿Con Bernat? ¿Y qué quiere Iscle del pastor? —se extrañó Felipa; tanto, que interrumpió lo que estaba haciendo, que de ahí debía de venir la expresión de quedarse de piedra, pensó sin que viniera a cuento.
Nasi suspiró, sin dejar de trastear, y le soltó:
—La hija, quiere, ¡a ver qué iba a querer!
—¿A Ermengarda? —exclamó Felipa con los ojos como platos.
—Que yo sepa, no tiene ninguna otra —se echó a reír su hombre, al ver la cara de Felipa.
—Así que ya hemos llegado a eso —dijo de pronto, pensativa, Felipa.
—¿A qué te refieres?
—Pues que ya está, que nuestros hijos ya se han hecho mayores, que se ha acabado el tiempo en que éramos nosotros los que éramos jóvenes, que ahora empezaremos a hacernos viejos. ¡A mí que me parece que la vida solo empieza, Nasi! Y ahora, de repente, me doy cuenta de que de hecho empieza a acabarse, que pronto seremos abuelos y pronto serán ellos los que manden y cuiden de nosotros, y nosotros...
—¡Felipa, por el amor de Dios!
Nasi se le acercó, con los brazos abiertos en un gesto acogedor y a la vez de impotencia, y la abrazó y le acarició la espalda, mientras Genís pasaba la escoba de ramas de boj por debajo de las mesas y asentía con la cabeza, a pesar de que nadie le había preguntado nada.
—¿Y qué le has dicho? ¿A ti qué te parece? —Felipa se recuperó enseguida, deshaciéndose de los brazos de su hombre y pasándose un dedo por los ojos cerrados.
—Que tenía que hablar contigo primero.
—¡Ermengarda! —Felipa se hacía cruces, cogida por sorpresa—. Ermengarda...
—Dice que siempre le ha gustado...
—¿Siempre le ha gustado? ¿Qué significa siempre? ¿Cuánto tiempo es siempre, si aún no tiene siquiera veinte años?
—Ya sabes lo que es ser joven.
—No, ya no lo sé. ¡Ya no me acuerdo, Nasi! —se alarmó un poco Felipa con aquel descubrimiento, pero pronto se rehízo—. ¿Y se puede saber qué le ve Iscle a esa moza? ¡Si no habla, si es como una figurita de pesebre, que nunca sabes qué le estará pasando por la cabeza!
—Quizás es eso lo que le gusta. Iscle tampoco es, que digamos, la alegría de la huerta...
—Eso da igual —replicó entonces Felipa—. Ya me parece bien que se case con una que le guste, pero no es eso lo que cuenta. Hay que hablar con Bernat, ver si a él y a nosotros nos conviene, saber qué dote tiene pensado dar a la chica, decidir dónde van a vivir y qué harán. Ermengarda, desde que su padre tiene dinero, no ha hecho gran cosa. Me refiero a que sí, se ocupa de su padre y de su hermano desde que se han instalado en la villa, pero esta niña se ha criado entre ovejas y cabras y sin una madre que le enseñe cuatro cosas. Y tiene esa actitud tan...
—La chica puede venirse a vivir aquí —le dijo entonces Genís.
—¿Estás seguro? —Felipa se volvió hacia él—. Esta es tu casa. El hostal es tuyo. Como si no bastara con que vivamos nosotros aquí.
—Trabajas aquí, tanto como yo, desde que eras niña, Felipa. Ya te lo dije cuando murió nuestro padre. Tú y los tuyos, en el hostal, estáis en vuestra casa.
Iscle se casó con Ermengarda y la chica de Bernat Pastor se fue a vivir al hostal.
—¡No la aguanto! —se quejó pronto Arraona a Petronela.
—Ay, hija, Arraona —protestó la hija del carnicero—, nunca estás contenta. Siempre te quejabas de no haber tenido ninguna hermana y, ahora que tienes una cuñada que vive en tu casa contigo, te pasas el día refunfuñando. Y una cuñada es como una hermana. Ya podrías hacerte amiga suya. Si además a Ermengarda la conoces de toda la vida.
—Y nunca me ha gustado. ¿Me has visto tú alguna vez, ni entonces ni después, con ganas de ser su amiga?
—Pero ¿por qué?
—Porque es una estirada.
—¿Estirada? Solo es retraída. ¿No te das cuenta de que nunca ha vivido con gente?
—Que no, Petronela, ¡que tiene unos humos como si fuera la sobrina del vizconde!
—¿Y a qué se dedica, todo el día?
—¡A nada, no hace nada! Mi madre dice que poco a poco ya se irá poniendo, que la pobre acaba de llegar y de dejar su casa, que tiene que ir cogiendo confianza y tenemos que procurar entre todos que se encuentre a gusto con nosotros y yo qué sé qué más. Y no es que haya venido a pasar unos días o de visita. Lo peor de todo, Petronela, es que se ha casado con mi hermano. ¡Y se quedará toda la vida! ¿Oyes, Petronela? ¡Toda la vida!
—Mujer, por eso no hace falta que te atormentes, que tú también te casarás pronto y te irás a vivir a casa de tu marido, y ya no tendrás que estar nunca más pendiente de Ermengarda ni...
—Yo solo me casaré con el hijo del molinero —le replicó la otra de inmediato—. Y si no puede ser, pienso quedarme en el hostal. No voy a marcharme de casa por eso, ¿no te parece?
—Sea o no con el hijo del molinero, que eso ya te digo yo que es imposible, dentro de dos días estarás casada, y yo también, como todo el mundo...
—¡Pues bien que mi tío Genís no se ha casado! —saltó Arraona enseguida.
—Un hombre es distinto, Arraona. Tú, o te vas a un convento, de monja, o te haces sirvienta o te casas. Y te casarán, ya te lo digo yo, que te casarán. Como a mí, que mi padre...
—Sí, ya sé que tu padre te casará con el hereu más rico de la villa, no me vengas con la cantinela de siempre, que estoy de mala leche.
—¿Por Ermengarda o porque te pasa algo más?
—¡Por Ermengarda, claro! ¡Es que no hace nada, Petronela! Hila, eso sí.
—¿Lo ves?
—¡Solo faltaría que ni siquiera hilara! Y como Iscle está todo el día en las viñas con mi padre, y como mi madre dice que somos de la misma edad, poco más o menos, me la han endosado a mí, y se supone que he de estar pendiente de ella, y tengo que ir con ella a los lavaderos del río y a la tahona, como si no supiera ir sola.
—¿Y a la fuente a por agua también vais juntas? —preguntó Petronela con pillería, con la risa bailándole en los ojos.
Entonces Arraona se echó a reír y chasqueó la lengua, al darse cuenta de que protestaba como una niña pequeña, y le dio un empujón cariñoso a Petronela.
—A la fuente no, que en la fuente me espera ya sabes tú quién...
—Sí, sí, ya lo sé. Allí te espera el hijo del molinero, que te tiene encandilada con su media sonrisa y te ha hecho perder el seso.
—Mi cuñada, como tú dices, es la que me hará perder la cabeza un día de estos, que no sé quién se cree que es, solo porque su padre ha hecho dinero. Mira a Elisendis, que es señora de nacimiento y en cambio no se las da de nada.
—Ya me gustaría a mí que Ermengarda fuera mi cuñada —dijo entonces Petronela con un suspiro y una sonrisa misteriosa y soñadora.
—¿Qué me estás diciendo? ¡Si tú no tienes ningún hermano que hubiera podido casarse con ella!
—Pero me gusta Iu.
Arraona por poco se cayó de espaldas al oír aquella declaración, porque una cosa era que Elisendis y ella se lo imaginaran, y otra, que ella misma lo reconociera.
—¡No me tomes el pelo! ¿Iu? ¡Iu! —repitió—. ¿Ese pelagatos que anda siempre fanfarroneando y que se habría hecho almogávar si su padre no le hubiera atizado un buen sopapo? ¡No me lo puedo creer! —Y se desternillaba de risa, hasta que la abrazó, afectuosa—. ¡Ay, Petronela, ahora sí que te compadezco! ¡Esto tuyo es mucho peor que lo de mi molinero! ¡Si tú tienes que casarte con un señor! Ven, vamos a contárselo a Elisendis. ¿Tú crees que a Elisendis también le gusta alguien?
—Si no lo sabes tú... —aprovechó para pincharla Petronela—. Es más amiga tuya que mía, Elisendis.
—Anda, no digas memeces.
Tiempo después del casamiento de Iscle con Ermengarda, cuando hubo pasado el invierno y los días ya se alargaban, una noche Genís convocó a la familia para hacerle saber que había estado dándole vueltas y, como no tenía previsto casarse y por lo tanto no tendría hijos a quienes dejar el negocio, había decidido, si les parecía bien a todos, ir al notario Rosseta —el hermano pequeño de aquel otro Rosseta, condenado y huido, de quien jamás se había vuelto a saber nada— y arreglar los papeles y las escrituras que fuera menester para que, cuando él muriera, el hostal fuera para Iscle y para los hijos que Ermengarda, que ya estaba preñada, le pariera, y que por muchos años. Todo el mundo se quedó asombrado, porque no se lo esperaban, ni se les habría pasado nunca por el magín.
—Así todo queda en casa —dijo Genís, después de pronunciar el discurso más largo que nunca le hubiera oído nadie.
A Ermengarda se le encendieron los ojos, como si ya se viera señora del castillo, pensó Arraona enseguida. Iscle dio un respingo en el taburete, porque no se habría atrevido a decirlo nunca, pero, desde que había dejado de ser un muchachito, trabajar en el campo ya no le gustaba tanto como tiempo atrás.
—Convendría, sin embargo —añadió Genís—, que si no te supone mucho engorro, Nasi, el chico se quedara aquí, que dejara de ir a las viñas, para irse haciendo a la faena, que esto de llevar un hostal no es cosa que se aprenda en cuatro días, ¿verdad Felipa? ¿Tú qué dices?
—¿Qué voy a decir? ¡Si me parece todo un regalo del cielo! En pocos días, he sabido que voy a ser abuela, tengo a los dos chicos bien colocados, y Arraona no me preocupa, porque estoy segura de que la casaremos mejor de lo que hayamos podido soñar nunca, ¿verdad, Nasi?
Lo decía porque, no hacía mucho, Rafel había ido a hablarles seriamente y en firme de su eterna propuesta de matrimonio, aunque Arraona todavía no sabía nada. También les habían llegado noticias de Guillem, que estaba bien y bien instalado en Alguer, con su tío almogávar y su familia, en buena vecindad con todos los catalanes con quienes se habían embarcado por la generosidad y la buena ocurrencia del rey de repoblar aquella ciudad. ¿Qué más podía pedir?