Donde se habla de la campaña de los reyes en Cerdeña
EN EL MATADERO
H
acía unos años que el rey Pedro se había enredado en una guerra con Génova, dando su apoyo a los de Venecia, a raíz de las revueltas que los genoveses atizaban en Cerdeña. Cerdeña pertenecía a la corona desde que, unos cincuenta años atrás, su abuelo, el rey Jaime, llamado el Justo, que entonces, además de ser el rey de Aragón, de Valencia y de Barcelona, también lo era de Trinacria y de Mallorca, se había dejado engatusar por el santo padre, entonces Bonifacio VIII —que también tenía sus historias con otros príncipes y reyes—, para que le cediera la isla de Trinacria, a cambio de Cerdeña y, sobre el papel, de Córcega. Le faltó tiempo al papa para coronar rey de Trinacria al de Anjou, que estaba de su lado. Entre los papas, los de Anjou, los reyes de Aragón y los príncipes de Nápoles y los de Pisa, que también la querían y se disputaban el dominio sobre las islas grandes de la Mediterránea, la situación nunca había sido estable, ni parecía que llegara a serlo.
—La reina Leonor y sus hermanas están de nuestra parte —decía una tarde de domingo Pep, el carnicero, a Bernat Pastor, mientras charlaban en el patio del matadero.
—¿Nuestra? ¿Tuya y mía? —se echó a reír su mujer, que los escuchaba desde la cocina, con todo abierto, mientras terminaba de preparar la merienda para las amigas de Petronela, que acababan de llegar.
—De los intereses catalanes en Trinacria —se corrigió Pep, haciendo una mueca a Bernat sin que su mujer lo viera.
—Ah, porque nosotros, intereses en las islas de allá de la mar... Si acaso, penas, ¿verdad, niña? —dijo la mujer dirigiéndose con expresión de lástima a Arraona—. Tu tío, el almogávar, debe de andar por allí guerreando y cualquier día nos dirán que está muerto.
—Por muy de nuestra parte que digas que está la reina, bien que exigió al rey renunciar a cualquier derecho sobre Trinacria cuando se casó con él. La reina Leonor quiere que sigan siendo reyes su hermano Federico y sus herederos. Tal y como prometió el papa Benedicto al otro Federico, su abuelo —añadió Pep.
—Líos de papas y reyes —refunfuñó su mujer, mientras llevaba una torta de aceite a la mesa—. Hala, entrad a merendar.
—La cuestión es que los genoveses no solo provocan alborotos en Cerdeña, sino que han ocupado Alguer, y para allá que se han ido el rey y la reina con los almogávares, a poner orden —retomó la conversación Bernat, una vez se habían sentado todos alrededor de la mesa.
—¿La reina también se ha ido a la guerra? —se horrorizó la madre de Petronela.
—Tendrías que salir más, mujer —le dijo Pep—. No se habla de otra cosa.
—No será en la tahona —se defendió ella.
—Pues sí, la reina también, que es parte interesada y, además, apoya en todo a su marido, no como otras —añadió Pep guiñando el ojo a las niñas.
—No lo dirás por mí —saltó la carnicera.
—Quien se pica...
Y es que a la mujer del carnicero le daba tanto coraje que Pep diera palique a todas las mujeres que iban a por carne, fueran jóvenes o viejas, bonitas o feas —que en eso él no hacía ninguna distinción—, que a menudo acababan teniéndoselas, marido y mujer. Pep estaba más que harto de aquello, pero, como era un guasón, procuraba echárselo todo a la espalda. La dejaba refunfuñar, aunque a veces le gustaba hacerla rabiar, lo que no era muy difícil, porque con cualquier comentario se daba por ofendida.
—Mis hermanos también se querían ir a la guerra de Cerdeña con los reyes —dijo entonces Elisendis, retomando el tema.
—¿De verdad lo dices, bonita? —se alteró la mujer del carnicero.
Le gustaba invitar a las niñas a merendar alguna tarde de domingo. Lo que le hacía sonrojarse de gusto era poder contar después que había tenido a la nena del almotazaf en casa. Se pasaba días y más días alardeando de ello delante de las vecinas, y contaba a quien quisiera escucharla que su Petronela y la señorita Elisendis, de la casa grande de la plaza, eran tan amiguitas. A Arraona la invitaba para que no fuera dicho, porque, de hecho, la hija de la hostelera entraba y salía de su casa cuando quería. A Elisendis, en cambio, no la dejaban campar a sus anchas por las calles y hacían que la acompañara siempre una sirvienta. A su señora madre no le gustaba ni pizca que la niña se codeara con aquellas muchachas de la mano mediana, pero su marido, el almotazaf, le había ordenado prohibírselo a la hija, que todo se sabía.
—Sí, señora. Pero mi madre no dejó que fueran.
—Y muy bien que hizo tu madre, que no traemos criaturas al mundo para que nos las maten en las guerras por los caprichos de los señores.
—¿Has oído, zagal? —le dijo entonces Bernat a Iu, que había llegado con Iscle y ya se estaba atiborrando de torta—. Justo eso es lo que le dije a este cuando los hombres del rey buscaban soldados. Me llegó a casa un día con la bobada de que quería marcharse. Los dos, Iscle y él. ¿Te acuerdas, Iscle?
Iscle se puso como la grana. Vaya si se acordaba. Sobre todo de la vergüenza que había pasado cuando el padre de Iu los cogió a los dos por una oreja y se los llevó al matadero. Una vez allí, le había pedido a Pep que les hiciera matar y desollar a un animal, porque, si no tenían estómago para cortarle el gaznate a un cabrito, que al fin y al cabo era un bicho, y lo degollaban para comérselo, cómo pretendían ir por el mundo a matar a otros hombres.
—¿No me dijo, el desgraciado —Bernat seguía y seguía, y aún se encendía si salía aquel tema—, que se quería hacer almogávar y que tenía que acompañarlo no sé adónde, a un puesto que habían levantado en la plaza para las levas, a dar mi consentimiento? Me ca... Perdón —se interrumpió al ver la mirada amonestadora de la mujer del carnicero—. ¡Le pegué un sopapo que poco faltó para que lo dejara sordo! Eso mismo le dije, que no había levantado el rebaño ni el negocio con el ganado para que el hijo se me fuera a hacerse matar en las guerras que tenían los señores, que a nosotros ni nos van ni nos vienen. ¡Dónde se ha visto!
Iscle, que no había dicho ni en su casa que quisiera ser almogávar, porque en realidad solo se veía capaz de hacer bravuconadas si Iu lo animaba, quedó bien escarmentado con la experiencia. Él no pudo matar al cabrito que Pep les puso delante. Iu sí, pero porque sabía que su padre y Pep habían acordado que el joven trabajara en el matadero y porque, dejando de lado aquella historia de hacerse almogávar, Iu habría hecho lo que fuera con tal de quedarse en la villa, de tanto como aborrecía el oficio de pastor, el silencio de los campos y la modorra de estar pendiente de un puñado de animales cortos de luces. A raíz de aquello, de querer irse a la guerra, su padre, encabronadísimo, después del sopapo que le endiñó, de la bronca y los gritos que le pegó, lo obligó a trabajar con Pep.
—Demasiados pájaros en la cabeza, demasiadas memeces y demasiado soñar despierto como un iluso. Si tuvieras que matarte a trabajar y deslomarte de sol a sol, no tendrías ni tiempo ni ganas de pensar en estupideces.
De ahí que Bernat hubiera acudido a Pep, al que pidió, por la amistad que tenían, por sus muertos y por san Feliu, que cogiera al zagal como aprendiz, que de otro modo se le iba a echar a perder. Pep se avino y el chico se quedó más contento que nadie, porque, si Bernat Pastor creía que con eso lo castigaba, para Iu era un premio. A él lo que no le gustaba ni pizca era ser pastor, como su padre, y, aunque el carnicero lo hubiera hecho dormir al raso —y no hace falta decir que no lo hizo—, y a pesar de tener que acostumbrarse a aquel hedor de la carne muerta a todas horas en las narices, por fin estaba en la villa y hacía su vida en ella. El amo, Pep, lo hacía ir de acá para allá, a llevar la carne a las casas buenas. Y cuando Iscle regresaba de las viñas, donde trabajaba con su padre, se encontraban y se iban a dar una vuelta por la plaza. Le gustaba, la villa. Le gustaba mucho más que tener que triscar y pasarse el día solo detrás del rebaño, con tantas horas para cavilar. No le gustaba nada cavilar. Y ya no quería otra cosa que no fuera aquella vida como aprendiz de Pep, con quien se entendía mejor que con su padre, porque Bernat no era tan guasón como el carnicero. El joven temblaba al pensar que cualquier día su padre acabaría decidiéndose y, como anunciaba desde hacía ya un par de años —y más desde que Ermengarda era una pollita—, se instalaría en la villa, tomaría a jornal a un pastor más joven que se quedara en la sierra con sus rebaños y se dedicaría a vivir como un señor después de tantas penurias, mientras fue un pastor de remensa, y de haberlas pasado moradas hasta tener su propio rebaño. Así pues, Iu aprovechaba los que él creía que serían sus últimos días de libertad para zascandilear por las calles y andar fanfarroneando por ahí, porque eso de hacerse ver sí que le gustaba, y tenía un arte y una gracia innatos para contar las cosas más simples como si realmente se tratara de las mayores aventuras.
Iscle, en cambio, era tímido y sufría por todo. Hasta él veía que, si el día de mañana tuviera que ocuparse del hostal, no sería el gran conversador que había sido el abuelo Salvador, y quizás entonces la clientela se aburriría y la parroquia se buscaría otro hostal donde darle a la lengua y hacer gasto. También le inquietaba Ermengarda, la hermana de Iu, que le gustaba tanto, pero que no lo miraba nunca. Arraona lo sabía y se reía para sus adentros, pero no lo mencionaba ni bromeaba con eso, porque quería a su hermano.
Sí que se reía, aunque sin malicia, con Elisendis. Se miraban de reojo y tenían que hacer un esfuerzo para no estallar en carcajadas desde que habían descubierto que a Petronela le gustaba Iu. A Iu no se sabía. Aun siendo tan fanfarrón, nunca nadie —a excepción, quizás, de Iscle— sabía nada de las cosas que le pasaban por la mente o de lo que pudiera sentir. Pero, para Arraona y Elisendis, Petronela era transparente y, mucho antes de que ella misma se diera cuenta, era evidente que se había encaprichado de Iu. Estaba deslumbrada. Y el hecho de que Iu quisiera ser almogávar le había encandilado todavía más. Ya lo veía como un héroe, volviendo de las cruzadas. Le daba igual que las amigas le explicaran que de ir a las cruzadas nada, que como mucho al Ampurdán o a las islas que el rey tenía medio sublevadas. Le daba igual que le dijeran que los almogávares eran una pandilla de muertos de hambre que vivían como salvajes, tanto si estaban en guerra como si no, y que en tiempos de paz eran incluso más temibles que los mismísimos salteadores de caminos.
Petronela se había enamorado locamente de Iu y desde que él trabajaba en el matadero se la veía más que contenta.