Donde se habla del casamiento de Arraona con el hijo del pelaire

EN EL HOSTAL

 

A

Arraona se le hundió el mundo cuando Felipa le dijo que su padre había aceptado la propuesta de matrimonio que les había hecho el pelaire para casar a su hijo con la moza del hostal.

—«Mi hijo es un buen chico. —Felipa había estado presente en la conversación con el pelaire y por eso ahora podía contarle a su hija de cabo a rabo cómo había ido, sin perder detalle—. Y trabajador. Un poco apocado. No digo que no lo sea. Supongo que se debe a haberse criado en el molino, solo, sin hermanos ni madre, y lejos de la gente. No sabe estar con gente. Puede que no le guste la gente. Puede que piense que conmigo, yendo por las casas y charlando con todo bicho viviente, ya es suficiente. Puede que le venga de la familia de su madre. Ya sabéis cómo es Ramón. Yo qué sé. Puede que sea así y ya está, que nada lo haya hecho de esta manera. Cada uno es como es. Genís, tu hermano, Felipa, tampoco es como tu padre, Salvador, en gloria esté, que sabía meterse a la parroquia en el bolsillo, y pocas veces se le oye la voz. Lo que sí puedo deciros es que no es corto de alcances ni de entendederas. Será un buen marido para vuestra hija. Mi chico es buena persona. Y, yo, como ha de ser, miro por él y creo que una moza como Arraona le vendrá bien. Puede que hasta lo espabile y todo. Me da que la chica le conviene. Conozco a la moza desde que era una cría y os conozco a vosotros de toda la vida. No os hago esta propuesta de matrimonio al buen tuntún. La he visto trastear por aquí, por el hostal. La he visto ocuparse de su hermano, Guillem, como una madrecita. Y la he visto trabajar de lo lindo con el huso; en todos los años que ha hilado para mí, nunca he tenido la menor queja, ni nunca ha fallado en lo que se refiere a tener la tarea lista para cuando hubiéramos quedado, y eso que ha pasado por esas edades atolondradas en la que no sabes nunca por dónde te van a salir. La chica le conviene, a mi hijo. Y a él le convence. Él también la tiene vista y de lo que él no ve ya le he hablado yo. No se casará con ella a disgusto ni porque yo lo diga, que esto ya es un gran qué.»

—¡No quiero! —interrumpió Arraona a Felipa.

—¿Qué dices? —se sorprendió Felipa, concentrada como estaba en reproducir lo más fielmente posible las palabras del pelaire.

—Digo que no quiero, que no me pienso casar con el hijo del pelaire. Yo sí que me casaría con él a disgusto.

—Espera, Arraona, y escúchame —trató de tranquilizar Felipa a la hija. Ya se figuraba que no sería fácil convencer a Arraona de que se casara con aquel joven que parecía tener tan poco arrojo, aunque quizás solo lo parecía. Con un padre como Rafel al lado, cualquiera parecería poco decidido—. Ven, siéntate —dijo Felipa apresurándose a coger por la muñeca a Arraona, que ya se había levantado del taburete con brusquedad—. Siéntate y escucha. Te conviene.

—¿Me conviene ese pasmarote que no mira de cara y que entra en el hostal con ese aspecto de perro apaleado, como si todo el mundo se le fuera a echar encima para descuartizarlo?

Felipa tuvo que morderse el labio para no reírse.

—Siéntate, Arraona. Nos han hecho una propuesta de matrimonio y tienes que escucharla como es debido.

—«A la chica no le faltará nunca nada», nos dijo Rafel. «Mucho tendrían que torcerse las cosas para que yo no pudiera mantener esta promesa que os hago y, si a mí me va bien, el chico y sus hijos, que ya cuento con que la moza sea buena paridora...»

—¡Ya! ¡Como una gorrina! —Arraona se enfureció aún más, pero Felipa hizo como si oyera llover, porque el pelaire había dicho un montón de cosas más que la joven debía saber.

—«... Y cuando yo me vaya al infierno», nos siguió diciendo Rafel, «tendrán el porvenir más llano que esta mesa. No vivirá como una señora, pero ya me figuro que tampoco no se os habrá pasado por la cabeza. Somos pelaires. Somos gente trabajadora. Y la chica tendrá que trabajar. Tendrá que apoyar en todo a su hombre y ocuparse de la casa. No la pondré a batanar, que eso es una tarea dura y ya tengo a mis bataneros, con eso sí podéis contar, pero, trabajo, en el molino hay siempre. La chica vivirá en el molino, no hace falta que lo diga. Ya os podéis figurar que estará lo bastante atareada como para no poder subir a la villa todos los días. Y las escapadas que hace con la hija del almotazaf, Dios lo haya perdonado, también se le habrán acabado cuando sea una mujer casada. Los artesanos solo tenemos la fuerza de nuestros brazos y nuestro buen nombre, eso ya lo sabéis también vosotros. La mujer de mi hijo no triscará como las cabras de los rebaños por las afueras.» «Eh, Rafel», lo interrumpió tu padre, «que la niña...» el pelaire alzó las manos enseguida como para pedir que nadie se alterara por lo que estaba diciendo, y siguió: «Ya sé que son cosas de crías y que tener una amiguita rica que te viene a buscar con el coche de caballos es cosa golosa. Cualquiera se deslumbraría. Son cosas de crías», repitió Rafel. «Pero desde el momento en que tú y yo, Nasi, nos demos un apretón de manos y nos pongamos de acuerdo, habrás de vigilármela para que la moza no dé motivo a las habladurías, que cuando la tenga en el molino ya la vigilaré yo. No quiero que nadie tenga nada de que chismorrear de la mujer de mi hijo. Yo la trataré como a una hija. Y ella ha de respetarme como os respeta a vosotros, que sois sus padres.»

Todo eso había dicho el pelaire.

—¡Mamá! —volvió a protestar Arraona—. ¡Quiere tenerme prisionera en el molino! ¡Me moriré si tengo que estar encerrada en el molino! ¡Me moriré si no me deja ver a Elisendis!

—El pelaire no quiere tenerte prisionera, Arraona, no digas sandeces. Lo que dijo es exactamente lo que te digo. —Viendo que la joven estaba furiosa, intentó atraer su interés—. También nos contó un secreto, Rafel. ¿No quieres saberlo? —Y como Arraona no dijo ni que sí ni que no, Felipa siguió repitiendo las palabras del pelaire—. «La chica me conviene también de cara al negocio. Ni que fuera la mitad de emprendedora que la madre, ya me interesaría. Es una moza despierta. Ya sé que tiene mal genio, pero eso ya se le pasará con la edad. La necesito, y mi hijo la necesitará aún más, porque estoy dando vueltas a un asunto que me tiene la mar de convencido y que quiero sacar adelante. Hace un par de años que vengo oyendo aquí y allá, y por las ferias, cuando viene gente de lejos, no digamos, noticias y comentarios sobre una cosa novedosa que se está empezando a hacer y que puede tener futuro. Tanto como para abrir todo un sector de negocio que hasta ahora no ha existido, y que yo quiero poner en marcha aquí. Quiero ser el primero en ponerlo en marcha y tengo suficientes sueldos ahorrados como para lanzarme de lleno sin quedarme sin camisa, aunque todo fuera mal, que ya os digo yo que mal no puede ir. Quiero meterme en eso ahora, antes de hacerme viejo y de que me venza la pereza. Quiero meter al chico desde el principio para que dentro de un par de años se pueda ocupar solo y yo me pueda morir tranquilo.»

—¡Ya ves tú, menudo secreto! ¿Y qué pretende ahora?, ¿moler piedras y vender polvo? —se burló Arraona, que solo ansiaba ponerse a gritar ante el horror de ver como la vida se le había acabado. Aquello iba de veras y el pánico le daba ganas de vomitar.

—Dice Rafel que el futuro es el lino, aunque desde luego la lana no pasará nunca, pero que con la riqueza llega el gusto por la variedad. «Si antes solo podías comer pan de cebada o de habas, en cuanto tienes dinero en la bolsa, bien que de vez en cuando quieres pan blanco o torta. Y si antes solo podías comer carne en fiestas señaladas, cuando tienes cuartos, puedes darte un buen hartón de costillas a la brasa el día que te venga en gana. Con la ropa acabará pasando lo mismo. Y esta villa, sea por los privilegios de los reyes o de los señores, sea porque está llena de gente con ganas de prosperar, o solo porque estos son los signos de los tiempos y se estrena una nueva época, es una villa rica y más que habrá de serlo. El día que la gente empiece a oír hablar de los paños de lino, quiero que a la vez oigan hablar de mí. Que el primero que quiera comprarse una pieza para hacerse cortar una camisa de lino, aunque solo sea para ver cómo es eso de estos paños que no son de lana, me la tenga que comprar a mí. Y quiero controlar todo el proceso. Del cultivo a la venta y distribución de las piezas acabadas. Eso requiere trabajo. Mucho trabajo. Por eso quiero a vuestra hija para mi chico. No me conviene casarlo con una moza caprichosa, holgazana y poco amiga del trabajo, que rehúya sus obligaciones, aunque sea la más bonita de todas las jóvenes casaderas de la villa.»

—¡Una burra de carga, vaya, es lo que quiere, una sierva, y tenerme a remensa! No podéis hacerme esto, mamá. Por favor, mamá, no me obliguéis a hacerlo. —Arraona estaba asustada de verdad. Ya no mantenía la actitud desafiante. Estaba tan asustada como si hubiera entrado un dragón por la ventana, y se echó a llorar.

Felipa tenía el alma encogida, pero hizo de tripas corazón y le cogió las manos a la hija para apartárselas de la cara.

—Arraona, ¡mírame! No llores y escucha, porque después tendrás que pensar en todo lo que te estoy contando y tomar una decisión.

—¿Qué voy a decidir, si ya lo habéis acordado todo vosotros y el pelaire? ¿No te estoy diciendo que no quiero?

—Tendrás que decidir con la cabeza fría, y con la cabeza fría solo puedes decidir que sí.

Arraona dejó caer los hombros mientras soltaba un gemido, pero Felipa siguió, aparentemente impasible, reproduciendo la conversación o más bien el discurso que les había soltado el pelaire, la tarde de aquel último domingo.

—«Eso es lo que quiero dejar a mi hijo y a mis nietos. Un negocio pionero y prometedor en marcha», siguió exponiendo el pelaire. «Me veo capaz y con fuerzas para hacerlo, y sé que mi chico estará a la altura. No soy un hombre que se haya dedicado jamás a soñar imposibles. Nos conocemos de toda la vida y puede que hable mucho, pero no acostumbro a decir bobadas ni a dármelas de nada, y menos aún a fanfarronear. Sí que me gusta bromear y entonces puedo decir tantos disparates como me salgan por la boca, pero ahora estamos hablando con seriedad y, como bien os podéis imaginar, no os hablo solo por referencias ni por historias que me hayan contado de este negocio. Alguna prueba he ido haciendo, comprando tallos fuera, claro, que con el cultivo todavía no me he metido. Os lo digo con toda franqueza: las pocas piezas que he mandado tejer a mi mejor tejedor, el hermano del carnicero, con quien hace muchos años que me entiendo, me las han quitado de las manos. Esto tiene futuro. Os lo cuento en confianza, porque tengo la seguridad de que vamos a ser familia, pero de todo esto nadie, ni el notario, sabe nada aún. Os lo cuento para que os hagáis cargo de que mi chico es un buen partido.»

Arraona solo lloraba.

—Y ahora, escúchame a mí —dijo Felipa en cuanto hubo acabado de exponer lo que había dicho el pelaire—. El matrimonio, hija, es un contrato. Un marido es una seguridad para una mujer. En este mundo en que vivimos las cosas son así. Una mujer necesita un hombre al lado. Y un hombre necesita una mujer que esté de su parte. Entre los dos sacan adelante unos hijos y un patrimonio. Un hombre como el hijo del pelaire es una muy buena cosa. Aún tiene un padre emprendedor y Rafel sabe hacer las cosas; tendrán que pasar un puñado de años antes de que el chico tenga que asumir responsabilidades que quizás ahora le vengan todavía grandes. Mientras tanto, Rafel se ocupará de todo. No tendrás que pasar ansia ninguna. Además, el chico es joven. Muchas tienen que casarse con hombres mayores. Con eso quiero decirte que aún puedes hacértelo a tu gusto, para que sea el marido que te convenga y lo lleves por donde tú quieras, porque eres más lista que él. Compras la seguridad y el futuro con el contrato del matrimonio, Arraona.

—¿Y la felicidad, mamá? La abuela de las Viñas siempre me decía que la vida era para disfrutarla. Seré desgraciada, madre, si me caso con el hijo del pelaire. ¡No lo quiero!

—¿Qué bobadas dices, locuela? ¡La felicidad! La felicidad te la tienes que hacer tú, apreciando lo que tienes. ¿Quererlo, dices? Nadie espera que os queráis. Querrás a los hijos, quieres a tus padres y a tus hermanos, y a las amigas. ¿No me estás escuchando? Eso del amor es bonito en los versos de las canciones y en los cuentos, pero no responde a la realidad de la vida. La gente no se casa ni porque se quiera ni para quererse. La mayoría se acaban teniendo afecto, ¡solo faltaría! Si no hay mala fe y ambos ponen de su parte, a la fuerza acabas teniéndote afecto, con los años, de tanto pasar cosas juntos, tristes y alegres, de tenerte que ganar la vida, de hacer crecer un patrimonio y sacar adelante a los hijos, de mirar por el bien del hereu y de los que no lo son. El matrimonio es un contrato que hay que cumplir, Arraona, pero no tiene nada que ver con los sentimientos. Sí que debe haber un respeto, para que no se acabe convirtiendo en un infierno. Pero solo es un contrato, y no quiero decir con eso que sea poco. Ya lo sabes, como en los negocios: un contrato es un contrato, y es sagrado.

Arraona guardó silencio. Dejó hablar a Felipa. Desde luego que escuchaba. ¡Era de su vida de lo que hablaba! Pero al mismo tiempo, rebelde, se decía que aquello nunca sucedería. No se casaría con él. Ni muerta la obligarían a vivir en el molino. No era en aquel molino, con el hijo del pelaire, donde quería vivir.