Donde las muchachas todavía no saben qué les espera
EN EL HOSTAL
E
l privilegio de la feria de verano, que daba comienzo el primer sábado de julio y se alargaba durante diez días, ya era un hecho. El rey Pedro había establecido que cualquiera que quisiera asistir a la feria que se celebraba en el Mercadal tuviera el paso franco hasta la villa y pudiera transitar por los caminos que conducían hasta ella sin ser molestado. Ni los arrieros ni sus mercancías habrían de sufrir el asalto de bandoleros, ni ninguno de ellos sería llevado a prisión ni detenido por los hombres del rey, a no ser que la hicieran muy gorda.
Y si lo decía el rey, se cumplía.
Durante las ferias, tanto en la de verano como en la de invierno, la villa se llenaba de actividad y de gente que llegaba procedente de cualquier rincón del país. De hecho, la villa, rodeada de magníficas murallas, había empezado siendo solo eso, un mercado, después de que toda la comarca fuera reconquistada a los sarracenos, que habían dominado la zona durante más de cien años. Poco a poco, los dueños de aquellos territorios, los señores feudales de la época, habían cedido tierras a la gente para que las poblara. Tanto les daba a ellos la gente, pero aquel lugar de encuentro de tratantes de ganado, payeses y artesanos, donde mercadear y baratar, ya entonces prometía y las promesas se habían ido concretando en riqueza.
Todo el mundo en la villa esperaba como al santo advenimiento la llegada de las ferias, que llenarían la plaza del Mercadal de barullo y de gente venida de fuera, de payeses mayoristas de grano y de ganado de toda especie. Artesanos de todas partes, que entrarían en la villa por los portales que daban a caminos muy principales, proclamarían las excelencias de los productos que exhibirían y que la mayoría habían fabricado con sus manos: los cacharreros, las jarras y los platos y una ristra de recipientes donde guardar el grano y las legumbres, el aceite y el vino; los esparteros venderían o trocarían cuerdas y capazos, alpargatas y aventadores. Pero los puestos donde se amontonaba la chiquillería, con los ojos brillantes y el deseo en las manos, eran los de juguetes.
—Qué bien nos vendría que la villa perteneciera al rey por siempre jamás —decía Bernat Pastor en el hostal mientras tomaba un bocado, después de pasar por el matadero—. A él le convendría y a nosotros también.
La gente empezaba a estar harta de que el señor vizconde, cada vez que tenía las arcas vacías, traspasara la villa a cualquier otro señor que estuviera interesado en ella.
—¡Ya me dirás qué diferencia habría! —se quejó un molinero que estaba sentado a la misma mesa—. Los señores son los señores, sean reyes, condes o vizcondes. Nosotros, a pagar y a callar.
—Si solo dependiéramos del rey, no tendríamos que rendir cuentas a ningún otro señor que nos estrujara para poder sacarnos lo que él también tiene que pagarle al rey. Y el rey Pedro está cambiando cosas... —se explicó Bernat.
—Qué quieres que te diga... —El molinero se rascaba el cogote.
—Que sí, hombre, que sí —se entrometió otro—. El rey Pedro ya es otra clase de rey.
—Lo malo es que bastante trabajo tiene con los territorios que no paran de sublevársele —añadió entonces Bernat Pastor.
—¿Lo dices por el levantamiento que hubo en Aragón cuando nombró heredera a la hija?
—En Aragón, en Valencia... Y espérate que el rey de Castilla no organice una buena.
—¡Ay, Bernat, qué ganas de llamar al mal tiempo! —replicó Felipa, que se había acercado a llevarles otra jarra de vino—. Ahora lo que conviene es que el rey establezca para la villa el mismo privilegio que ya nos ha otorgado para la feria de verano, para el Retorn de la Fira, que lo demás... ¿Qué nos va ni nos viene a nosotros en los enredos que los reyes se traigan entre manos?
—Sí, mujer, sí, el Retorn de la Fira —se quejó un hombre que estaba de paso—, ¡así el negocio os saldría redondo! ¡En esta villa solo pensáis en hacer dinero! Pero si hay guerra, mestressa, las cosas se pondrán difíciles. A pesar de que para algunos la guerra es precisamente el negocio más rentable. Tanto los que mercadean con armas y otros artilugios como los que sacan provecho de la desgracia jugando con el precio de la comida celebrarían por todo lo alto que estallara otra. Una guerra da muchas ganancias. Quedarías asombrada, mujer.
—No será para los de abajo, que a nosotros solo nos arrebata a los hijos y nos desazona el alma —le soltó Felipa.
—¡Qué sabréis las mujeres de cuestiones de gobierno ni de lo que conviene al país!
—¡Anda que tú sabes mucho! —se echó a reír Felipa meneando la cabeza y volviendo junto al fuego a revolver la olla, no se le fuera a pegar el guiso.
—Lo que el rey debería solucionar es todo este jaleo que tenemos con los de Tarrasa —dijo entonces el molinero.
Hacía pocos días que Pere d’Om, que tenía un molino de paños en la Horta Major, que antes había sido propiedad de los Botet, se había encontrado la esclusa hecha pedazos. No sería menester mencionar siquiera que aquel mismo día se había levantado el somatén y los hombres habían corrido, río abajo, a dar un buen escarmiento a los molineros del término vecino, tan pegado al suyo que casi se podía tener un pie a cada lado sin salir de la villa. El baile de Tarrasa no dejaba de poner el grito en el cielo, harto de las incursiones del somatén en su término. Ya se encargaría él de meter en prisión a los responsables si se probaba el delito del que se los acusara. Pero como nunca lo hacía, ni los sabadellenses se fiaban de que fuera a hacerlo, con pruebas o sin pruebas, y el baile de Barcelona iba a lo suyo, seguían liándose a pedradas con sus vecinos cada vez que algún molino sufría un desperfecto. Y los días después de la reyerta más de uno andaba con un ojo a la funerala o la espalda baldada.
—¡Algún día nos llevaremos un buen disgusto! —se lamentó Felipa.
—¡Pues que se quede en su casa, esa mala raza de gente! —renegó el molinero, mientras se levantaba—. Mestressa, ¿qué se debe?
—Mamá, voy a la fuente.
—¿Otra vez? —se extrañó Felipa.
Pero Arraona se fue antes de que su madre le encomendara cualquier otra tarea. Y es que apenas hacía un instante el chico de los recados de casa de Elisendis, aquel hermano suyo de leche esmirriado que los señores habían conservado como criado, había asomado la nariz por la puerta del hostal y le había hecho un gesto a Arraona, que enjuagaba escudillas en un barreño. Ahora que las muchachas eran mayorcitas, lo hacían a menudo. Si Elisendis podía escaparse un rato de la vigilancia de su madre, mandaba al chico a hacérselo saber a las otras dos. Entonces Arraona y Petronela se las componían para escabullirse también. Cuando no iban a los lavaderos del río, donde podían pasarse todo el día, se encontraban en la fuente y se sentaban a la sombra de los árboles, en un bosquecillo repleto de tomillo, para charlar mientras oían correr el agua. En invierno se veían en la cola de la tahona. Si Elisendis veía a Arraona o a Petronela abajo en la plaza desde los ventanales de su casa, se apresuraba a echarse por encima una capa gruesa de lana y bajaba a la calle para estar con ellas un rato, hasta que alguna de las sirvientas iba a avisarla de que la señora la buscaba. De vez en cuando también se veían en el hostal o en casa de Petronela, que a la mujer del carnicero le halagaba sobremanera que la señorita apareciera por su casa.
—¿Cómo está tu pretendiente? —preguntó entre risas Petronela a Arraona nada más verla, para hacerla rabiar.
—¡Eres una mula! —replicó enseguida Arraona mientras colocaba el cántaro bajo el chorro de agua que manaba por el caño de hierro.
En mala hora les había contado aquella bobada que había dicho el pelaire meses atrás, que la casaría con su hijo, aquel chico tan callado que ni parecía hijo suyo. Con lo parlanchín y efusivo que era Rafel, que entraba en el hostal y todo el mundo parecía animarse solo al oírlo saludar. Desde aquel día, la simple de Petronela le daba la lata con eso.
—Déjala, Petronela, ¿no ves que a Arraona le disgusta que digas esas cosas? —saltó de inmediato Elisendis en defensa de su amiga.
—Sois un par de pánfilas —replicó Petronela al instante—. Si Arraona ya sabe que es guasa, ¿verdad que sí, Arraona? Y tú, Eli, ¿siempre tienes que defenderla? ¿Es que no tiene boca, para defenderse sólita si quiere?
Petronela no podía sufrir que Elisendis siempre hubiera preferido a Arraona. Sabía que esas dos se entendían mucho mejor que con ella. Eso le ponía celosa y aprovechaba cualquier ocasión para reprochárselo, aunque siempre fingía estar bromeando. Pero aquel día no quería discutir. Tenía una gran noticia.
—¡Mi padre ha establecido un beneficio!
—¿En Sant Salvador? —preguntó Arraona.
—¡No, mujer, no, en la parroquia, en Sant Feliu!
—Ya me perdonarás, pero me parece que tu padre tiene muy poca vista —dijo Elisendis.
—¿Poca vista? ¿A qué te refieres? —saltó Petronela.
—Pues que ya son ganas de ponerse de punta con la pavordía, que tu padre, que tiene puesto en la plaza los días de mercado y durante las ferias, si quiere estar a buenas con la pavordía, que es a quién pertenece el Mercadal, habría sido más listo estableciendo el beneficio en Sant Salvador y no en Sant Feliu.
—Mi padre tiene muy claro que la parroquia de verdad es la iglesia de Sant Feliu y no se mete en estas disputas mundanas en las que andan el párroco y el pavorde.
—Eso de «disputas mundanas» debe de ser lo que dice tu padre, ¿verdad?
—¿Por qué?
—Porque no me parece que sean palabras tuyas.
—Pues sí, es lo que dice mi padre, y ya verás como el tiempo le dará la razón, porque la parroquia es la parroquia y, mientras el señor obispo no lo diga o no lo cambie, la iglesia de la pavordía no es nada.
—Verás cómo le harán pagar a tu padre que se posicione tan abiertamente en favor del párroco en este asunto... —dijo Elisendis como si nada, porque, de tanto escuchar en su casa, ya empezaba a entender cómo funcionaban las cosas, fueran del poder terrenal o del de la Iglesia, que, según decía su padre, ambos eran iguales, porque unos y otros se aferraban a las cosas de este mundo, por mucho que algunos quisieran disfrazarlo de otra cosa.
—Mi padre es muy devoto de la parroquia. Y de san Feliu —replicó Petronela—. No lo ha hecho en absoluto por intereses mezquinos ni para aprovecharse de nada.
—Tu padre es un buen hombre y me creo que lo haya hecho por devoción, pero con muy poca vista —insistió Elisendis.
—¡Eres una cínica!
—Cállate, Petronela, guárdate de insultar a Elisendis estando yo delante. Solo está diciendo la verdad. Mi madre también dice que esto de la Iglesia es una pantomima.
—Eso, eso, tú ponte de su lado. ¡Envidiosa! ¡Ya te gustaría a ti que en tu casa pudieran establecer un beneficio como hacen los señores! Yo no tengo que trabajar como tú, ni deslomarme para pagar las deudas de mi familia.
—¡Huy, ya ves qué envidia! —se burló Arraona—. ¡A mí me da lo mismo si tu padre paga o no el gasto de un altar allí arriba de la montaña! ¡A mí qué!
La rivalidad entre ambas iglesias, atizada por el señor párroco, había llegado a dividir a la población entre los partidarios de la rectoría y los feligreses que, fuera parroquia o no, tenían por suya la iglesia de la pavordía y era allí a donde iban a rezar y donde, sobre todo los señores, establecían beneficios, que, de hecho, no era otra cosa que meter dinero.
—Pero —se sorprendió entonces Arraona— ¿un carnicero puede establecer un beneficio? Creía que eso era solamente cosa de señores.
—¿Por qué no habría de poder? Si tiene sueldos... —dijo Petronela—, y mi padre...
—Sí, ya sabemos que tu padre los tiene a capazos y que te casará con un señor —remedó Arraona.
Pero sí era cierto que hasta entonces solamente los señores habían tenido suficiente dinero como para encargar la construcción de un altar o pagar alguna mejora o algún tipo de servicio de culto permanente en la iglesia y correr con su mantenimiento económico. Los beneficios de los que pudiera gloriarse una iglesia —o la carencia de ellos— decían mucho de la iglesia en cuestión, y la de Sant Salvador, en la pavordía, aun sin ser la parroquia, contaba con más que la de Sant Feliu, cosa que hacía hervir la sangre al señor párroco.
—Tengo que volver. El hostal está lleno a rebosar y seguro que mi madre se ha enfadado al ver que me iba, justo cuando había que servir mesas —suspiró Arraona levantando el cántaro y cargándoselo a la cadera. Entonces se acercó a darle un beso a Petronela, que estaba enfurruñada—. No te enfades, Petronela, ¿no ves que bromeamos? —Y mientras se sacudía las faldas, preguntó—: ¿Venís?
Petronela quería quedarse un rato, pero Elisendis dijo que ella también tenía que marcharse a su casa, no fuera a ser que su madre la buscara. Así pues, la hija del carnicero también se puso en pie, a disgusto, y las tres fueron tirando hacia el centro de la villa, donde se separaron.