Donde se habla de los almogávares y de la repoblación de Alguer
EN EL HOSTAL
L
a campaña que el rey Pedro y la reina Leonor habían encabezado en Cerdeña contra los genoveses, que habían tenido la osadía de ocupar Alguer, no fue demasiado larga. Un año después ya los habían echado de la ciudad y de la isla. En la villa, todo eso se supo de refilón, pero tampoco gastaron en el asunto muchos pensamientos ni conversaciones. Al fin y al cabo, Cerdeña y todo eso les pillaba muy lejos y bastante tenían con el día a día, con los acontecimientos en la villa y en las casas, como para entretenerse con aquello.
Sí que tuvo repercusiones que nadie nunca se habría esperado para la gente del hostal. Sí que se habló, días y días, cuando el hereu sin herencia del viejo Salvador, que ya hacía tanto tiempo que había muerto, regresó un buen día. Genís se quedó blanco cuando lo vio entrar por la puerta y Felipa, si no hubiera sido una mujer tan juiciosa, se habría caído al suelo sin sentido de la impresión de ver a su hermano mayor plantado allí en medio de la sala, llena de gente que comía y bebía y charlaba, originando un murmullo zumbón de panal de abejas gigante. ¡La de años que hacía que se había ido! Nunca más habían vuelto a saber nada de él. Ni si estaba vivo ni si estaba muerto. Y ahora lo tenían en casa, como si nada hubiera pasado, como si no se hubiera ido furioso, harto, en aquellos tiempos en que los señores oprimían tanto a la villa que muchos la abandonaron para buscarse la vida en alguna otra parte donde los señores fueran más benevolentes. O en Barcelona, donde las cosas iban de otra manera.
Allí en medio de la sala, aquel hombre impresionaba. Fuerte como un roble, fornido y con una musculatura que nadie había visto jamás, ni en los más fuertes de los leñadores, vestía una camisa corta y unas calzas estrechas de cuero, como las abarcas que calzaba y la correa donde llevaba el cuchillo y un mechero, y un zurrón de piel curtida a la espalda.
—¿Es el Pare Gegantàs? —preguntó Guillem a Arraona con un hilo de voz, mientras se medio escondía tras sus faldas.
Arraona se echó a reír, porque sí que parecía, el hermano de su madre, aquel gigante de los cuentos, el Pare Gegantàs, con una boca como un capazo, una nariz de palmo y un ojo como un cedazo. Solo que su tío tenía dos ojos y no uno como el gigante de la rondalla, que desde que era bien pequeño era el cuento preferido de Guillem.
—No, hombre, no, es el tío almogávar.
No había venido solo. Estaba con una mujer y tres criaturas que dijo a los hijos de Felipa que eran sus primos. Andaban todos, tanto los mayores como los pequeños, sucios de la cabeza a los pies. Felipa, en cuanto se repuso de su asombro, puso agua a calentar en la olla grande y les dio un barreño y trapos para que pudieran lavarse, fuera, en el patio.
—Así estaréis más cómodos, y mientras Arraona y yo prepararemos una buena cena para cuando llegue mi hombre de las viñas con el chico. Y entonces nos lo podrás contar todo, que ahora debéis de estar reventados y las criaturas, mira cómo se rascan, pobrecillas.
La agitación que hubo en el hostal con la llegada del almogávar se propagó al instante por la villa. Toda la tarde fue un continuo de gente que no paraba de pasarse a preguntar, a curiosear, hasta que Felipa dijo que ya estaba bien y que cerraban, que aquella noche no se servían comidas, ni frías ni calientes, ni una triste jarra de vino.
El almogávar, después de cenar, y cuando ya todos se habían recuperado un poco de la sorpresa y él, de la impresión de regresar a la villa y a la casa que había sido el único lugar donde había vivido antes de irse a correr mundo, en cuanto rompió a hablar, ya no hubo quien lo hiciera callar. Que le había costado tanto hacerse a aquella vida errante y más dura que la de un condenado a galeras, que bien podían pasarse dos y tres días sin comer nada o solo hierbajos del campo, como los animales. Que aquella manera de guerrear, de noche y a pie, con el puñal y la lanza, sin siquiera llevar una coraza que les estorbara al moverse como las fieras cazadoras de la noche, tendiendo emboscadas como si fueran talmente saqueadores o mala gente, en grupos pequeños, de una docena mal contada de hombres y un jefe al que llamaban el adalid, que les mostraba el camino, era la clave de sus triunfos contra el enemigo. Que la mujer, que era arisca y aún no había dicho esta boca es mía y los miraba como si fueran a robarle los hijos, era hija de un compañero y se habían conocido en el campamento, ya no se acordaba en qué guerra, porque las mujeres y la chiquillería iban con los hombres. Todos viajaban juntos, tanto en tiempos de paz como en tiempos de guerra. Que su chico mayor, que apenas debía de tener algún año más que Guillem, que ni siquiera había cambiado la voz, ya había luchado a su lado contra los genoveses, en Alguer, y era una fiera, el orgullo de su padre y de su madre. Aquí sí que la mujer abandonó un instante aquella expresión huraña que tenía su rostro y pareció que sonreía con satisfacción de madre, como si le hubieran aceptado al chico como aprendiz de tejedor o de pelaire, aunque quizás solo lo pareció. Que sí, que acababan de llegar de la isla de Cerdeña, de guerrear al lado del rey, y se habían decidido a dejar aquella vida, porque Alguer les había gustado y el rey, después de echar a los genoveses, quería repoblar la ciudad con buenos catalanes de pura cepa. Las listas de repobladores se harían en Barcelona, porque había que elaborar un censo antes de que toda aquella multitud se instalara en la ciudad sarda. Los barcos saldrían del puerto de la capital y quien llegara por otros caminos no podría acogerse a los privilegios que el rey daría a los que se embarcaran en aquella gesta, que de no ser por eso ya se habrían quedado allí. Ya había tenido guerras suficientes, decía aquel gigantón con los brazos como troncos de encina. Se hacía mayor y tenía ganas de poder dormir en un jergón, de que sus hijos jugaran por las calles y las plazas, y de tener un techo. No, no sabía en absoluto a qué se dedicaría, una vez instalado en la ciudad sarda, algo encontraría. Quizás pondría un hostal como aquel, que tenía tan buena pinta. Y se reía con grandes carcajadas que hacían temblar las jarras.
Se quedaron en la villa y en el hostal todo el tiempo que duraron los preparativos de la expedición de repoblación del rey. Las criaturas, los dos más mayorcitos y la niña menuda y escuchimizada, con las escudillas que Felipa les ponía delante, pronto echaron carnes y aprendieron a vivir entre la gente, aunque lo que más les gustaba era salir por los portales de la villa y dejar atrás las murallas para vagar por la orilla del río, los bosquecillos y la sierra. A veces, también iban con su madre, aquella mujer callada y fuerte que apenas si sonreía muy de vez en cuando, solo pendiente de los ojos y los labios de aquel hombre suyo que hablaba por todos, con voz sonora y un habla cargada de acentos de fuera.
—Deja que me lleve a tu crío pequeño, Felipa —le dijo una noche, de golpe y porrazo, el almogávar a su hermana, cuando la chiquillería ya dormía.
—¿A Guillem? —se sobresaltó Felipa, llevándose la mano al pecho.
—¡No! —se le escapó a Arraona del fondo del alma.
Guillem era como si fuera hijo suyo. Había cuidado de él desde que era pequeño. Ella tampoco era demasiado mayor entonces, pero ya podía cargarlo en brazos, y lavarle la cara, y darle las sopas con una cuchara, y cubrirle de besos los rasguños que se hacía si se caía mientras jugaba, de modo que su madre pudiera dedicarse de lleno a sus quehaceres en el hostal.
Pero el tío almogávar se lo llevó. Todavía habrían de pasar días antes de que la expedición estuviera lista. Sus padres y su tío tuvieron un montón de conversaciones más sobre aquel asunto, y a Arraona nadie le dio ninguna explicación. Solo supo que lo habían decidido y que el chico se iría con su tío y su familia. Que en Alguer tendría un futuro mejor. Bien habían de velar por el futuro de todos sus hijos. Allí en la villa, Guillem se pudriría, ya que ni las viñas ni el hostal serían suyos. Iscle ya les daba quebraderos de cabeza suficientes, porque tampoco era hereu de nada, puesto que su padre, en las viñas, también estaba a jornal de su hermano desde que el abuelo Roc murió, y el hostal no era de Felipa sino de Genís. Tampoco se sabía qué pasaría con el hostal, porque Genís decía que al muchacho nunca le faltaría un techo, aunque se casara y tuviera una docena de críos, pero con un hijo que se viera obligado a depender de la buena voluntad de su tío había suficiente y de sobras. Arraona no les angustiaba, porque, una vez casada, ya no sería responsabilidad suya, pero el pequeño, si se iba a comenzar una nueva existencia en un lugar donde todo el mundo partiría de la nada, tenía posibilidades de hacerse una vida. Aún era lo bastante pequeño como para adaptarse bien a aquella vida nueva, que pronto le parecería de lo más natural. Además, Guillem había hecho buenas migas con su primito, el pequeño almogávar, que ya había luchado al lado de su padre, con aquella carita de crío que todavía tenía, y seguro que se llevarían bien y se apoyarían el uno al otro en tierra extraña. Y a su tío también le convenía, porque sus hijos eran como bestezuelas salvajes y con Guillem aprenderían a vivir en una ciudad con mayor rapidez que sin él.
—¡Todo esto son pamplinas! —gritó Arraona, con los ojos hinchados de tanto y tanto llorar—. ¡Es una locura! No tenéis entrañas. ¡Mucho peor sois vosotros que estos primos nuestros, que son como fierecillas, mucho peor!
—¡Basta! —la cortó en seco su padre. Nasi no levantaba nunca la voz y parecía dejar que todo lo resolviera Felipa, pero aquel día dejó bien claro quién mandaba—. Aún eres una niña, Arraona, y no tienes nada que decir de las decisiones que tomemos tus padres. Cuando estés casada y tengas tus propios hijos, podrás decidir, si tu hombre te lo permite, cómo quieres que sean sus vidas y ver qué es lo que más les conviene. Y quizás te equivocarás. Quizás tu madre y yo nos equivoquemos al tomar esta decisión, pero la intención es lo que cuenta. Queremos lo mejor para Guillem, como lo queremos para ti y para tu hermano mayor.
—El infierno está lleno de buenas intenciones —se atrevió a replicar aún Arraona, y ella misma se asustó de su osadía.
—¡Arraona! —la riñó Felipa.
—Déjala, mujer, está ofuscada —intervino su padre, sin enfadarse siquiera un poco—. Se comprende que tengas un disgusto, hija. ¿Crees que a tu madre y a mí no nos duele pensar que quizás no volveremos a ver jamás a Guillem? Pero tenemos que hacer de tripas corazón. Tenemos que mirar por él, por su futuro, y nosotros, mal que nos duela y nos pese, no le podemos ofrecer ninguno. Esto de Alguer parece una gran oportunidad. ¿Querrías que priváramos a tu hermano pequeño de llegar a ser alguien? Un día, antes de lo que crees, estarás casada. Él también se hará un hombre, por mucho que ahora pueda parecerte que siempre será tu nene chiquitín, al que le cuentas rondallas y cuentos. Las rondallas se las contarás un día a tus hijos y la vida irá pasando. Todo se pondrá en su lugar y dejará de dolerte.
Arraona nunca había oído de boca de su padre una explicación tan larga, y la sorpresa le cortó el llanto. Blanca como la luna, dio media vuelta y fue a echarse, porque, dormir, no pudo dormir en toda la noche.