Donde se habla del sonado asesinato del abad del monasterio de Sant Cugat

EN LA TAHONA

 

E

ra invierno en la villa de Sabadell, a la que nadie sabía de dónde le venía este nombre, si siempre, desde antes de que la villa fuera villa, se había llamado Arraona. El frío había llegado tras un otoño dulce y lo había hecho con fuerza. Penetrante. Glacial. Costaba salir del jergón para iniciar un nuevo día al romper el alba, recoger las cenizas frías de la lumbre, que se guardaban para preparar jabón, y salir a los patios o a los cobertizos, si no se había tenido la previsión de entrar la leña la noche antes para que no estuviera humedecida, helados los troncos también, y entonces costaba que ardiera, y humeaba.

Las mujeres rezongaban mientras se frotaban los ojos, que les lagrimeaban como si picaran cebollas. Había que abrir la puerta de par en par para ventilar y entonces el frío se colaba dentro. Había disputas. Se buscaba el modo de poder acusar a alguien de haberse despistado y se abroncaba a la chiquillería, que mucho jugar y hacer fechorías, pero no era buena ni para entrar la leña, que mira que tenían poco que hacer las criaturas y ni las cuatro responsabilidades que se les encomendaban eran capaces de cumplir. Ni para eso eran de fiar. El frío y el humo ponían de mal humor a las madres y también les daban ocasión de pelearse con sus hombres si ya hacía días que les guardaban alguna, y echaban ahí también el cansancio, que ellos poco sabían qué era llevar una casa, que ellos iban a lo suyo y se marchaban a la huerta o se metían en sus talleres a hacer sus cosas: los cacharreros, a pastar barro y modelar ollas; los tejedores, a sentarse frente a sus telares a pasar el hilo, de un lado a otro, y de vuelta; los zapateros, a cortar y arreglar calzados, y los que se dedicaban al comercio, a colocar la mercancía y a despachar. Todos la mar de entretenidos y sin otra cosa en la cabeza, mientras que ellas tenían que bregar con todo.

Pero aquel día, que empezaba como tantos otros, habría de ser sonado.

Después, nadie supo decir dónde se había empezado a propagar la noticia. Si en el hostal, adonde la habría llevado alguien venido de fuera; si en el campo, donde, a pesar de vivir apartados, siempre estaban enterados de todo; si en el río, en alguno de los molinos adonde la gente llevaba el grano a moler. Eso sí, como si fuera un gran mérito, todos pretendían haber sido los primeros en enterarse: un arriero que venía precisamente de Sant Cugat; un payés que se había desvelado de noche, con retortijones, pensando que al día siguiente no podría comer la escudella con carn d’olla, y que había visto pasar a unos jinetes al galope allá a lo lejos, por los campos de trigo, y hasta un molinero, con la nariz roja y las mejillas y los ojos hechos una telaraña de hilillos de sangre, que desayunaba vino por aquello que se decía por aquellas tierras de que «el vino hace sangre», llegó a contar que había visto bajar una barca con hombres embozados, manchados de sangre, río abajo. Pero eso sí que no se lo tragó nadie y la gente se hartó de reír. ¡Una barca río abajo! ¿Y no los había visto cielo arriba, montados a horcajadas sobre el lomo de un dragón, quizás?

El hecho era que habían matado al abad del monasterio de Sant Cugat y en ninguna parte había otro tema de conversación. Pena que hiciera aquel frío y nadie fuera a los lavaderos del río. Pero las colas en la tahona nunca habían sido tan largas ni estuvieron tan concurridas, y nunca tantas mujeres se habían quedado a esperar a que la masa subiera y se cociera el pan, sin volverse para casa a adelantar la faena.

—¡Pues no hay días en todo el año que tenían que matarlo en Nochebuena, precisamente!

—¡Qué malas entrañas!

—Pero ¿cómo ha sido?

—Delante de todo el mundo, ¡qué poca vergüenza!

—¡Y qué poco respeto! ¡En misa!

—¡En misa como en la letrina! ¡No se mata a un abad!

—Ni a un abad ni a nadie, ¡mira esta con qué sale!

—¡No me vengas con historias, que nunca ha sido lo mismo matar a un hombre que a un señor!

—¡Y menos aún a un hombre de Dios!

—Un hombre de iglesia, dirás, que Dios bien que dicen que lo somos todos, aunque Dios, como cualquier padre de la Tierra, también haga diferencias.

—¡Huy, si te oyera el párroco! Seguro que eso que has dicho es una blasfemia.

—Más blasfeman ellos, que se ríen de la caridad que Nuestro Señor predicó.

—Calla, calla, deslenguada, no vayamos a tener un disgusto, que, cuando a los señores les pasa algo gordo, siempre acabamos recibiendo los mismos.

—Pero entonces, ¿ya es seguro?

—Mujer, seguro, seguro...

—Pero ¿alguien los vio?

—¿Tú eres boba? ¡Toda la parroquia de Sant Cugat y sus aledaños lo vio! ¿No has oído que lo mataron en el altar, mientras cantaba la misa de gallo?

—¡Señor, qué disparate!

—Pero ¿no dicen que iban con la cara tapada?

—Puede haber sido cualquiera.

—Sí, mujer, sí, unos bandoleros habrán sido.

—Pues sí, ¿por qué no?

—¡Porque los bandoleros no entran en las iglesias, que son salteadores de caminos, y no se expondrían de esa manera!

—¿Y qué iban a ganar unos bandoleros, una pandilla de desarrapados, con asesinar al abad, delante de todo el mundo y en una fiesta tan señalada?

—Os digo que eran señores. Que irían tan embozados como queráis, pero la ropa no engaña: harapientos no iban y las capas eran de buena lana.

—¡Y las botas, hechas a medida!

—Anda estas, ¡como si hubierais estado allí!

—¡Ladronzuelos no eran, los asesinos eran de buena casa!

—En eso lleva razón, esta, porque no se llevaron nada. Que si hubieran querido habrían podido robar el cáliz y la patena y la cruz y hasta el sagrario, si me apuras, para acercarse luego a Barcelona a vender todo ese montón de oro.

—Y las piedras buenas.

—¡La cruz, dice esta! Si se dice que la hicieron astillas, que, por lo visto, el abad, en un momento dado, mientras lo corrían por el altar, trató de protegerse detrás de la cruz.

—Ya ves tú, menuda protección.

—Puede que creyera que la cruz podía ahuyentar al demonio.

—Al demonio puede que sí lo ahuyente, pero no a ningún hombre.

—Y menos aún a unos descreídos.

—Así que, ¿dices que lo corrieron por el altar?

—¡Como un conejo, corría!

—Y la gente, ¿qué hacía?

—Qué iba a hacer, la gente. ¡Pobre gente! ¡Patitiesa debió de quedarse la feligresía!

—¡Menudo susto!

—Y que lo digas, que te abrigas y te acicalas para ir a celebrar cristianamente el nacimiento del Salvador y te encuentras con una cosa así... ¡Para no poder pegar ojo en muchas noches!

—¿Y los monjes?

—¡Los monjes, cantando maitines!

—¡No fastidies!

—Eso dicen.

—Pero ¿está muerto, el abad?

—Y bien muerto, que entre todos lo trincharon a golpes de espada y, por si fuera poco, ¡lo remataron con una lanza!

—¡No me lo puedo creer!

—Ya se sabe, con los señores, poca broma.

—Pero ¿seguro que ha sido él?

—Mujer, ¡si se la tenía jurada!

—No son maneras.

—No, claro que no son maneras, pero los señores no tienen espera.

—Pues ahora sí que el hereu Saltells se habrá quedado sin camisa.

—¡Qué ofuscación!

—No me parece a mí que lo hiciera en caliente, que, si alguien se altera, ya se sabe que se ciega y no sabe qué hace.

—Muy bien sabía lo que se hacía, con la de días que han pasado desde que pilló aquel berrinche, al volver de no se sabe dónde y encontrarse sin la herencia...

—Es verdad. ¡Y todo tan preparado y dispuesto! Un crimen como este no es fruto de un arrebato. Tal y como ha ido, por fuerza tenían que estar conchabados y tener muy claro que iban al monasterio a matar.

—Sí, claro...

—No es que pasaran por allí y, mira tú por dónde, perdieran la chaveta y cometieran esa fechoría, así, al buen tuntún, todos ofuscados, como decía aquella.

—Cuánta razón tienes.

—Estaban compinchados.

—¿Cuántos dicen que eran?

—¡Seis!

—¡Seis! ¡Qué barbaridad!

—¡Seis malas piezas para matar a un monje!

—¿Y se sabe el nombre de alguno más de la cuadrilla?

—El hereu Saltells seguro que estaba.

—Vete a saber, puede que solo haya pagado a los que lo hicieron.

—¿El chico Saltells? No me hagas reír. Este no es de los que se priva del gusto de hacer las cosas por su propia mano.

—¿Quiénes debían de ser los otros?

—¡Qué misterio!

—Sí, chica, porque una cosa sería que el hereu Saltells hubiera pagado a un puñado de muertos de hambre, de malhechores sin escrúpulos, que por una bolsa de monedas mataran al abad o lo acompañaran a hacerlo, si tanto decís que le gusta resolver él mismo sus asuntos de sangre. Pero que todos fueran señores... Eso sí que es gordo.

—Igual andaban borrachos todos. ¡Era Nochebuena!

—Borrachos o no, fueran quienes fueran, están perdidos, que una cosa es matar a un payés de remensa y otra muy distinta, a todo un señor abad.

—¡Y del monasterio de Sant Cugat!

—¡No te digo!

—¡Un alodio con tantos bienes, que llegó a tener cuatro pavordías!

—¡La nuestra, sin ir más lejos!

—La nuestra solo durante un tiempo, mientras perteneció al monasterio de Sant Llorenç.

—Sí, porque ahora el pavorde ha de rendir cuentas al monasterio de l’Estany.

—Qué enteradas estáis de los asuntos de los monasterios y de las pavordías, vosotras.

—¡Mujer, si eso lo sabe todo el mundo!

—Pues ya ves, por unas tierras ha muerto el abad de Biure.

—Y no eran ni suyas, porque ellos, si no ando equivocada, ¿no renuncian a las posesiones terrenales?

—Sí, sí, eso dicen...

Las mujeres hablaban, y no acababan, del rumor que corría de que el hereu Saltells había matado al abad del monasterio de Sant Cugat, Arnau Ramón de Biure, durante la misa de gallo, harto de que el abad le diera largas con aquel asunto de la herencia.