Donde se habla de las manos y Elisendis conoce a Arraona
EN EL HOSTAL
-M
amá, ¿cuándo pasará el hombre que compra los meados para desengrasar la lana?
—Ay, yo qué sé, Arraona, un día de estos. ¿Y qué quieres tú del hombre de los orines?
—Yo nada, pero la tina ya está casi llena y ya me dirás dónde voy a vaciar los orinales.
—¡Pues en la calle, hija, en la calle, que pareces lela!
Al regresar del cobertizo donde tenían la tina que el hombre al que llamaban de los orines pasaba a recoger de vez en cuando, con un carro descubierto, Arraona se quedó boquiabierta, con los orinales vacíos en la mano, al encontrarse en la puerta del hostal un carruaje tal cual decía Petronela que tendría cuando fuera una señora y pasara unos días allí mientras su marido rico compraba y vendía dineros en el Mercadal como si fueran alpargatas, porque en el Mercadal, aparte de las cosas más corrientes y habituales de un mercado, lo que más se vendía era ganado y dinero. Tanto que, años atrás, también se habían trasladado a vivir a la villa dos familias judías, la de Jaume de Caldes, que tenía casa en la calle de la iglesia de Sant Salvador, y la de los Estruc de Bellcaire, aunque no era menester ser judío para dedicarse a aquel negocio, que había muchos cristianos en la villa que se dedicaban a aquello y daban los créditos y las hipotecas que el notario Rosseta registraba. De eso se ufanaba Petronela: de que su padre la casaría con un señor tan rico, tan rico que vendería dinero. Pero que, como eran amigas, el tiempo que pasara alojada en el hostal como una señora, echaría una mano a Arraona y serviría mesas.
Todas aquellas bobadas que decía Petronela le vinieron a la mente cuando vio aquel carruaje, con el caballo de pelo castaño, quieto y reluciente, y un mozo sentado en el pescante, detenido en la puerta. Los carros de los arrieros eran de otra clase. Y los animales también, que los había que iban tirados por bueyes o por mulas. Pero un caballo como aquel... Sí que Arraona había visto por la villa caballos bonitos, pero pertenecían a los señores.
En cuanto entró en la sala del hostal, se encontró con que su madre y el tío Genís estaban hablando con un señor, y entonces se acordó de que durante el desayuno, antes de que su padre y su hermano Iscle se marcharan a las viñas, su madre había comentado que vendría el almotazaf, para aquello de la venta de granos que querían poner en el hostal. Era él. Sin duda. Pero el almotazaf no había ido solo. A su lado, un poco retirada, como para no estorbar a los mayores, había una niña, alta y delgada, con el pelo oscuro y la piel muy blanca, los ojos muy grandes bajo la frente plana, la cara estrecha, como de pájaro, que no sabía muy bien qué hacer y lo miraba todo, disimulando para no parecer fisgona, con una mirada glotona y brillante.
—Ah, Arraona, hija, deja los orinales en la trasera y ven un momento, cariño —le estaba ya diciendo su madre, al verla allí plantada.
Luego todo sucedió muy deprisa. Aquella niña —que sí iba vestida como una princesa, no como Petronela, que tanto presumía— se dio la vuelta del todo y Arraona, que habría querido quedarse más rato observándola a sus anchas, sin que la otra se diera cuenta, se aturulló y se sonrojó, allí quieta, con los orinales en la mano. Cuando se percató, se apresuró a salir de la sala para deshacerse de ellos. Se enjuagó las manos y se tocó la cara, que le ardía, mientras pensaba en lo tostada por el sol que la tenía. Y mira que su madre le decía que se peinara cada mañana, pero ella no la obedecía y ahora debía de tener un aspecto de lo más desastrado. Pero no se podía quedar todo el día allí, en la parte de atrás, y su madre le había dicho que fuera.
—Saluda al almotazaf, Arraona.
—Hola, Arraona —le dijo el señor, que era un hombre mayor, con el pelo casi blanco.
Ella le hizo una reverencia un poco torpe, porque no tenía demasiadas ocasiones de practicar reverencias allí, en el hostal, donde siempre se encontraban entre iguales.
El cargo de almotazaf era uno de los oficios públicos que había instituido el vizconde de Castellbó para favorecer la villa y facilitar su buen gobierno. Estos oficios los ocupaban señores de la mano mayor. A menudo, un solo señor ostentaba más de un cargo, y más de dos, y quizás ni los ejercía, sino que encargaba la tarea a algún otro, aunque para eso había que pagar un censo. Aquel señor que había en la sala del hostal quizás no era el titular oficial, pero como si lo fuera.
—Ven, bonita —dijo entonces Felipa a la niña aquella, como si fuera la hija de cualquier vecina. A la madre de Arraona no le impresionaban los cargos, y menos las riquezas, porque lo que contaba, decía, no era lo que cada cual tuviera o dejara de tener, sino ser gente como es debido, que la gente como es debido era la que podía ir por la vida con la cabeza bien alta. En cuanto Arraona se acordó de lo que decía su madre, se le pasó la desazón y el sudor que le humedecía las manos se le secó solo, sin que tuviera que pasarse las palmas por el delantal—. ¿Cómo te llamas? —le preguntó Felipa a la niña.
—Elisendis —respondió la muchacha. Y como si le pareciera feo que el almotazaf hubiera pasado por alto la formalidad de efectuar él las presentaciones, que era lo que había visto hacer a su madre cuando recibía a alguien a quien las señoras de su salón no conocían, copió su mismo gesto con la mano, que indicaba pero no señalaba, porque eso ya había aprendido que era incorrecto, y se apresuró a añadir—: Soy su hija pequeña.
El almotazaf se lo tomó bien. Sonrió a Elisendis y también a Arraona, y dejó un momento de lado la actitud distante que correspondía a un oficial del señor del alodio al que servía.
—Tenéis una hija muy agradable, Felipa, debéis de estar contenta con ella.
—Mucho, señor, me es de gran ayuda. —Entonces la hostelera dio por acabadas las cortesías—. Arraona, ¿por qué no le enseñas a Elisendis el hostal? Si lo permitís, señor, claro.
—Por supuesto, gracias. Elisendis, ve.
A Arraona la zozobra se le había convertido en gozo dentro de la barriga. Por primera vez se dio cuenta de que su madre era verdaderamente la señora del hostal, como solían decir, para armar bulla, los arrieros y los pelaires y toda la parroquia que pasaba por allí. El hostal era su casa y en su casa era Felipa quien mandaba y hacía los cumplidos, tanto si los que entraban eran de una mano como si eran de otra, porque su madre había tratado a Elisendis, que era la hija del almotazaf, como trataba a Petronela, que era la hija del carnicero, como la trataba a ella, que era su hija, y como trataría a cualquier niña que tuviera la edad que ellas tenían, que debía de ser más o menos la misma. Así pues, ella también se quitó de encima aquel peso de no saber qué tenía que hacer ni cómo había de comportarse, y después del primer impacto ya no se sintió nada incómoda, porque estaba en su casa y el hostal tenía tanto renombre como podía tener un hostal o, ya puestos a decir, el notario o el pavorde.
—Ven —le dijo a Elisendis, y le alargó la mano, como se la habría alargado a Petronela, y la otra la tomó, con una sonrisa amplia que le engalanaba la cara de pájaro y le subía hasta los ojos, de un verde tan oscuro como el bosque.
Elisendis sabía con certeza que a su madre no le haría la menor gracia que su padre la hubiera llevado al hostal. De hecho, ni ella ni su padre se lo contaron, sin siquiera haberse tenido que poner de acuerdo. Para ella había sido una fiesta. Arraona le había gustado mucho, y su madre, Felipa, y el hostal. Luego, a la hora de irse, que ya empezaba a entrar gente, se habría quedado todo el día, mirando y escuchando, fascinada por la vida que bullía en él, como en la cocina de su casa, pero de un modo distinto, porque allí, en el hostal, el bullicio de la calle entraba y salía por la puerta con cada persona que cruzaba el umbral. La gente se reía o maldecía, nadie mandaba ni tenía miedo ni estaba al servicio de nadie, como las sirvientas de su casa, que habían de acatar a la cocinera, o la Niña de la Plata, que vivía en aquel rincón con los dedos siempre negros, todas bajo el mismo techo, de un techo que no era suyo, sino de la madre y del padre de Elisendis, que eran de la mano mayor, como no se cansaba de recordar su madre, mientras que las criadas y todo el servicio pertenecían a la mano menor. Elisendis descubrió aquella mañana que la mano mediana estaba repleta de gente diferente y que todo el mundo parecía ir a su aire y tener una vida propia que le pertenecía, como la hostelera, Felipa, la madre de Arraona.
Y Arraona...
Había tenido un ligero encontronazo con Arraona, sin querer, allí, en el hostal, porque, como para hacer una gracia —a ella le había parecido gracioso—, había jugado con sus nombres y le había soltado que la última señora del castillo de Arraona había sido precisamente Elisendis de Arraona y que entre las dos reproducían su nombre. Pero Arraona la miró mal y le replicó que ella no era vasalla de nadie ni lo sería, y que no creyera que, porque ella, Elisendis, perteneciera a la casa de unos señores y se llamara como la antigua señora del castillo, ella, por llamarse como la sierra de Arraona, que se alzaba allá del río, le sería feudataria. Se lo había dicho riéndose, pero Elisendis, que tampoco lo había dicho con mala intención, había sentido un aguijonazo de vergüenza en las tripas, y se dio por advertida. Entendió de golpe qué era lo que le incomodaba tanto de su madre, que siempre estaba distinguiendo a la gente por su pertenencia a una mano o a otra, y fue entonces cuando empezó a mirar el mundo al que pertenecía y el mundo que estaba fuera de las paredes de su casa y, sobre todo, fuera del salón de su madre de otra manera y con otros ojos. Aquel descubrimiento le entusiasmó e hizo que se sintiera como si de verdad fuera un pájaro y pudiera volar tan alto como las nubes.
De hecho, ambas quedaron tan fascinadas, la una con la otra, que, cuando Guillem fue a buscarlas para decirles que el almotazaf se iba y reclamaba a su hija, se prometieron que volverían a verse. No sabían ni cómo ni cuándo, porque Elisendis no iba a la fuente a buscar agua con un cántaro, ni a la tahona a cocer el pan ni a los lavaderos del río con la colada, pero le aseguró a Arraona que ya se las compondría para convencer a las sirvientas para que la llevaran con ellas y que, si no, se escaparía. Y eso, a Arraona, le pareció de lo más emocionante.