Donde se habla del crimen y de alguna repercusión en la villa

EN EL SALÓN

 

E

l escándalo fue mayúsculo, pocos días después, cuando se hizo público que el notario de la villa, Bernat Rosseta, había desaparecido. Desde la víspera de Navidad, nadie, ni en su casa ni fuera de su casa, había vuelto a verlo ni sabía dónde paraba. Y como todo se acababa sabiendo y la villa tampoco era tan grande como para que las noticias no corrieran —y menos según qué diligencias, por muy en secreto que se llevaran o por más discreción con que se efectuaran— y se propagaran como el fuego si sopla el viento o como el agua si se rompe un cántaro, aún se armó más alboroto cuando se supo que el baile principal había enviado al saió a casa de los Rosseta.

El baile era la máxima autoridad en la villa. Era, ante todo, quien impartía justicia, asesorado por su camarilla de prohombres, que él mismo elegía, pero, en definitiva, era él quien tenía la última palabra. De hecho, el baile no era el baile, es decir, ejercía el cargo, pero no era el titular, como pasaba con otros oficiales del señor de Castellbó desde que tiempo atrás, haría ya por lo menos toda una generación, un año después de que los papas de Roma hubieran trasladado la sede de la Santa Madre Iglesia a Aviñón, la villa había pertenecido al hijo del conde d’Armanac, Gastó, conde de Fossaguell y Bruillós. Aquel Gastó había establecido a perpetuidad bailes de la villa a los señores de Castellar, en la persona de Pere de Clasquerí. Los Clasquerí eran, pues, los bailes naturales de la villa, con el derecho y el privilegio a nombrar sustitutos. Y eso no le gustaba a nadie. El baile era capital para el gobierno y el buen funcionamiento de la villa, y todos habrían preferido que se les diera la posibilidad de escogerlo. Pero los señores hacían lo que les parecía y lo que más convenía a sus intereses, aunque el tal Gastó no era el señor natural de la villa, que lo eran los de Monteada, por más que la empeñaran o la vendieran a carta de gracia hasta que las cosas volvían a irles mejor y la recuperaban tras enjugar sus deudas. Fuera como fuera, que eso, a la hora de la verdad, daba lo mismo, el baile era el baile y había mandado al saió a casa de los Rosseta.

—Bien podría haber ido él en persona, que los Rosseta no son unos cualesquiera. —La madre de Elisendis frunció la nariz—. Pobre gente, qué vergüenza. ¡No se habla de otra cosa en toda la villa! ¡Mandar al saió, como si fueran unos malhechores!

El saió ayudaba al baile en cuanto fuera menester para la administración de la justicia, realizaba las diligencias y se encargaba de todas las gestiones que fueran necesarias, que bastante trabajo tenía el baile, sin mencionar que no habría resultado demasiado adecuado que anduviera de acá para allá resolviendo trámites como un recadero.

—Nadie ha dicho que los Rosseta sean malhechores, que eso todo son interpretaciones tuyas, mamá —replicó Arnau—. Si el notario ha desaparecido, es de pura lógica que el baile se preocupe y trate de averiguar qué ha pasado, y que la gestión, como es habitual, la haga el alguacil, que para eso se instituyó ese cargo.

—Pues, por lo que parece, todo el mundo sabe qué ha pasado —dijo entonces Jofre, que disfrutaba escandalizando a su madre, más por la gracia que le hacía su devoción incondicional por los señores de su mano que por malicia, y siempre la pinchaba, mientras le guiñaba el ojo a Elisendis, sentada con ellos en el salón, quieta y callada, mientras miraba y escuchaba y se reía para sus adentros cuando Jofre provocaba a su madre para que saltara, porque su madre siempre picaba—. ¡Si se dice que Bernat Rosseta era uno de los que acompañaba a Berenguer de Saltells la noche del asesinato!

—Habladurías de las malas lenguas —replicó de inmediato la madre de Elisendis sin apercibirse del juego que sus hijos se llevaban.

—La cuestión es que el notario desapareció esa misma noche. Demasiada coincidencia, madre —insistió Jofre.

—¡Pobre señora Rosseta! Tener que oír estas cosas, a su edad. ¡Con lo orgullosa que ha estado siempre de sus hijos! Tendré que ir a verla. ¿Te parece, esposo, que debería visitarla?

—¿Para qué? —respondió sorprendido el padre de Elisendis, mientras daba sorbos a una copita de vino bueno y cogía un pastelito de la bandeja de dulces.

—A darle el pésame, no sé, a apoyarla. —La señora se aturulló.

—¿El pésame? —El almotazaf enarcó las cejas.

—Mamá, que a quien han matado es al abad, no al notario —quiso bromear Jofre.

—Eso no es necesario que me lo recuerdes, que todavía me espeluzno. ¡Pensar que yo quería para ti una vida tranquila en un monasterio rico y bien situado como el de Sant Cugat! Ya te lo puedes ir quitando de la cabeza, Jofre, eso de ser canónigo.

—Pero, mamá, ¡si yo nunca he querido serlo! —se echó a reír el joven.

—Da igual. No te lo permitiré. ¡Si va a resultar que es más peligroso ser abad que almogávar!

—Tampoco hay ninguna necesidad de exagerar, no hay para tanto —intervino el padre de Elisendis.

—¡Pobre gente, los Rosseta! El hijo desaparecido y sospechoso de haber sido cómplice de un crimen espantoso. ¡Un sacrilegio! ¿Debería suspender la reunión del miércoles?

—¿Por qué habrías de suspenderla? —se extrañó Arnau.

—Después de lo que ha pasado, podrían tomárselo a mal.

—Mamá, darás un disgusto a media villa si anulas tu merienda de los miércoles —añadió Jofre.

—¿Tú crees? —respondió ella con un punto de esperanza en la voz.

—¡Ya lo creo! Si todas las señoras deben de estar ansiosas precisamente de que llegue la tarde del miércoles para poder chismorrear.

—No seas insolente —replicó su madre haciéndose la ofendida.

—Incluso la señora Rosseta vendrá, para no perdérselo, y sobre todo para no daros pie ni ocasión de que habléis mal ni de ella ni de sus hijos a sus espaldas.

—¡Qué desgracia! —exclamó la madre de Elisendis con cara de circunstancias.

—Ya ves adónde lleva la avaricia —no se privó de aleccionarla su esposo.

—¿Qué avaricia? —se sorprendió ella.

—La de todos.

—No sé a qué te refieres.

—Y sobre todo la de la iglesia —prosiguió el almotazaf haciendo caso omiso de la interrupción—, que, si el abad hubiera devuelto la herencia a su legítimo heredero, no habría pasado nada.

—¡No digas disparates, esposo, que todavía tendremos un disgusto! Si el señor de Cerdanyola testó en favor del monasterio...

—Porque dio al hijo por muerto, pero, si el muerto no está muerto, es natural que reclame aquello que le pertenece, y el abad y sus monjes así deberían haberlo entendido, como lo entiende cualquiera, y por más testamento y más romances que hubiera de por medio, lo que correspondía era devolver las tierras y los bienes a Bernat.

—No, si tú, con tal de renegar de los clérigos... —suspiró la señora de la casa—. A mí lo que me inquieta es que acaben pagando justos por pecadores.

—¿Quiénes son los justos según tú, mamá? —preguntó Arnau.

—¡Pues quiénes van a ser, hijo! ¡Los Rosseta! Pere, su madre, las niñas. Que si, puestos a decir, Bernat Rosseta se contara de verdad entre los conspiradores, solo faltaría que tuviera que pagarlo la familia. Una familia de las de toda la vida. De las más antiguas.

—¿Por qué se lo tendrían que hacer pagar a ellos? —no pudo evitar intervenir Elisendis, a pesar de tener prohibido interrumpir a los mayores, aunque, como aquella tarde, solo fueran los de casa y no tuvieran ninguna visita de fuera.

—Ay, hija —le respondió su madre sin regañarla, tanta era su desazón—, porque la gente es muy mala y ya se sabe que del árbol caído todos hacen leña.

—No les pasará nada, a los Rosseta, mujer, si eso es lo que te preocupa. Puedes estar segura de que no les pasará nada —trató de restar importancia al asunto el almotazaf.

—¿Cómo puedes saberlo? —lo desafió su mujer.

—Pues precisamente por lo mismo que tú dices, porque son una de las familias más antiguas de la villa, de las mejor consideradas. ¿Crees acaso que les quitarán la tahona o la notaría? Los señores siempre hacemos piña, querida. Los señores no se dejan moler las costillas por nadie y basta con que alguno de ellos sea sospechoso de algo para que todos se vuelquen. ¿Quieres que te diga yo lo que pasará?

—Ya sabes que sí. Cuéntame, esposo.

—No pasará nada. Verás cómo, dentro de un par de días, el vizconde establecerá su parte de la escribanía a Pere Rosseta, como si nada hubiera sucedido y Bernat estuviera simplemente ausente, de viaje, o hubiera muerto en su propia casa de unas fiebres. Y atiende a lo que te digo: no solo el vizconde distinguirá a la familia con este acto público de confianza, sino que, mucho tendría que equivocarme si no es así, el pavorde hará lo mismo, y tu querida familia Rosseta tendrá aún más poder que antes de este crimen. Ni se te ocurra suspender tus meriendas. Y con la cabeza bien alta. Como si no hubiera pasado nada y toda esta historia del hereu Saltells y el notario Rosseta fuera una bagatela.

—Qué feo todo.

—¿Feo?

—No me digas que no está feo que unos jóvenes de buena familia como Bernat Rosseta y Berenguer de Saltells se hayan visto involucrados en un crimen tan grosero, de tan poca clase.

Los tres hombres, el padre y los hermanos de Elisendis, no pudieron contenerse y rompieron a reír. Ni la madre ni Elisendis comprendieron qué provocaba tantas risotadas. Elisendis, porque aún era demasiado joven. Su madre, porque no daba para más, por lista que se tuviera.

—Este es el espíritu, querida, no lo olvides —concluyó el almotazaf cuando se calmaron sus risas—. Precisamente este. Lo que han hecho el hereu Saltells y el notario con los otros cuatro, fueran quienes fueran, está feo. Es de mal gusto. Impropio de unos señores. Lo que tendrían que haber hecho, si tanto querían quitar de en medio al abad, era pagar a alguien, en lugar de ensuciarse las manos.

—¡Alfred! —se escandalizó la madre de Elisendis, mientras que la joven, cuando comprendió a qué se refería su padre, no supo si reírse o alarmarse, que ella sí lo pescó de inmediato.

Pero el almotazaf sí se reía. Aquella esposa suya, aun habiéndolo echado de su cama, continuaba haciéndole tanta gracia como cuando se casó con ella, él un hombre ya hecho que no quería quebraderos de cabeza pero sí un heredero. Por aquel entonces ella era una muchacha joven, ambiciosa y lista como una raposa que ya sabía él que sabría hacerse un buen lugar entre la gente de su mano. Y no se había equivocado. No habría podido elegir mejor para aquello que pretendía. Todo un acierto. Lástima eso de la cama, porque era una mujer fogosa y había sido un placer follar con ella y hacerle hijos. Pero no se podía tener todo, y, si tenía el capricho de atrancarle la puerta, la muy majadera, peor para ella, pero que mantuviera su casa y su nombre —y a sus hijos y a la niña— entre los mejores linajes de la villa, que para eso se había casado con ella.