Campaña del Éufrates

Poco después de media noche, cuando el augur dijo su último y feliz vaticinio, Semíramis y su ejército comenzaron a cruzar el Éufrates. Hubieran deseado hacerlo en silencio, con sigilo, pero al atravesar el puente los carromatos de la impedimenta levantaron un ruido infernal. En previsión de que los agentes de los rebeldes informaran del movimiento de la tropa, Semíramis tomó la dirección del norte siguiendo la margen derecha del río y a la altura del akitu dio la orden de dar media vuelta y tomar el rumbo de occidente. Desde aquí la conducción del ejército quedó bajo la responsabilidad del joven general Belasar.

Durante media jornada hasta el amanecer, la tropa no cambió de dirección, adentrándose en el desierto. En cuanto se anunció el alba con tímido perfil de luz cenicienta, Belasar dio la orden de cambiar de rumbo, hacia el sur. Semíramis se sintió incómoda. Era la primera vez que salía de campaña subordinada al mando de un segundo. Espoleó el caballo y corrió tierra abajo en dirección al río. Oyó un grito de atención de Belasar. Se detuvo. El militar se le acercó:

—¿Adónde vas, señora?

—Apenas eres un subalterno.

—¡Por Inurta que no te entiendo! Soy el conductor de tu tropa y espero que me obedezcas. Cuando llegue el momento de recuperar el mando seré tu sumiso criado… ¿Me escuchas, señora?

Belasar decía no entenderla. Tampoco ella se entendía a sí misma. Ni entusiasmo por el combate ni la emoción por el riesgo. Aquello era distinto. Pidió en la intimidad de su devoción que Ishtar la iluminara. La inundación que la diosa le había inspirado frenaba su ímpetu de acción y se sentía relegada. Cedió:

—Quizá tengas razón, Belasar.

Le pareció que la noche agazapada, sombría y espesa, daba apertura a un día aplastado y sucio. El horóscopo había sido favorable, pero ella se sentía carente de estímulos. Pronto se levantaría el risueño Shamash, sol de las alboradas. Se ensuciaría como el día con aquella tierra molida y reseca.

Instigó al caballo para volver a la columna. Una brisa con olor de ciénaga le azotó en la cara. Día de tolvaneras. Sucio y chaparro.

—¿Quién eres?

Belasar no quiso fingir sorprenderse:

—Soy el jefe de la vigilancia del Éufrates. Tengo ocho escuadrones a mi mando, pero desde ayer… —La patesi se detuvo y miró hacia la cuenca del río—. ¿Qué miras, señora? Eso queda muy lejos, pero antes de rendir jornada, a media mañana, toparemos con el agua.

Volvieron a ponerse en marcha para incorporarse a la columna. A unos cincuenta pasos, Semíramis la vio sobre la cresta sinuosa de la cuenca. Se movía pesadamente. Los carromatos daban la impresión de una caravana fúnebre. Pensó con escalofrío si aquel ejército no estaría ya derrotado antes de entrar en combate.

Incorporados a la columna, detrás del escuadrón que iba a la vanguardia, Semíramis volvió a preguntar como hablando consigo misma:

—¿Quién eres?

Belasar habló. Se mostró locuaz. No habría hecho ninguna campaña ni méritos guerreros para alcanzar el grado de general, pero conocía el Éufrates y las tierras de su cauce. También a las gentes que lo transitaban. Las conocía como ningún nativo. Y a las riadas les tomaba el espesor y el ímpetu. Semíramis a través de la charla del joven general descubrió aspectos del río que le eran desconocidos.

Belasar, encargado de la vigilancia del Éufrates desde hacía diez años, se había familiarizado con él y con las gentes de bronca condición que lo merodeaban: desertores, bandoleros y traficantes indeseables. Su experiencia militar se reducía a patrullar las márgenes, vadear en cualquier circunstancia, perseguir a los malhechores por tierras pantanosas y desérticas. Generalmente aquellas gentes tenían la querencia de la orilla derecha y alcanzar por ella entre la corriente y la tierra pantanosa o desértica, las tierras bajas abrigadoras de la impunidad.

Solía capturarlos. Ése era su oficio. Y los ajusticiaba por vía sumarísima. No era su oficio pero lo ejercía. Si se trataba de asaltantes de mercaderes devolvía la mercancía recuperada al Aula de las Caravanas.

Ahí estaba el secreto de los ascensos. Mientras que los demás militares daban el sudor y la sangre en el campo de batalla, Belasar sólo daba la mercancía recuperada. Hasta el sudor se evitaba haciendo que una cautiva de buen ver le abanicase cuando Shamash se mostraba inclemente en la siembra de encendidas espigas de luz. Como en el Aula de las Caravanas se movían mercaderes y síndicos prepotentes que influían en la corte, las loas que hacían de Belasar llegaban a conocimiento del Consejo del trono. Y de algún modo había que premiar al esforzado servidor de los intereses mercantiles.

—Jamás me imaginé que persiguiendo a malhechores, en beneficio de vulgares mercaderes, se pudiera llegar a general.

—Veo, señora, que estimas en poco mi trabajo.

—No lo desestimo, lo justiprecio.

—Si eres tan fiel en la medida, tú misma y muy pronto me otorgarás el nuevo ascenso.

Belasar no contaba con la simpatía del general Belnandin. Semíramis, temerosa de que el joven militar hiciera una maniobra impropia para intervenir y salir de ella con la gloria de una solución brillante, no dejó de vigilarlo.

Tal como calculara Belasar, a media tarde toparon con la inundación. A unos pasos del camino que seguía la tropa aparecieron las aguas arremansadas en una orilla quieta, apacible. Si no fuera por los grumos de espuma que denunciaban la torrencial precipitación de horas antes, se creerían las aguas estancadas de uno de esos pantanos pasajeros que dejan las riadas. Semíramis quiso saber a qué distancia estaban del río.

—A una cabalgada —dijo Belasar.

—¿Cómo calculaste con tal exactitud hasta dónde llegarían las aguas?

—Lo he visto muchas veces cuando abren el dique Viejo para las faenas de drenaje y sé también hasta dónde llega la riada cuando el Éufrates se sale de madre.

Semíramis prefirió abandonar su actitud displicente. De Belasar podía aprender cosas que le serían muy útiles. Mino de Tacro, que desde joven se había especializado en obras hidráulicas, no habría sospechado el alcance de la inundación.

Belasar continuó diciendo que conocía un poco el río:

—Sé dónde están las tierras blandas y las duras en toda la baja Babilonia. El Éufrates, como sabes, suele hacer otros cauces cuando se desmanda. Según la fuerza del aluvión y también el lugar en que éste se produce puede arrastrar tierras flojas o pedrisca. Se cierran unos cauces y se abren otros; unos efímeros, otros durables. La gente dice que el río cuando se sale del cauce se torna traidor. Yo creo que es caprichoso y hay que conocerle sus humores.

Belasar era rubio y tenía los ojos azules. No rubio como Mino de Tacro. Semíramis estimaba que la cabellera de Mino tiraba a mujeril y que el azul de sus ojos le daba una expresión cobarde. Mino era originario de un país que había sido famoso en la antigüedad por su civilización, y por ello, quizá, tenía un espíritu viejo y cansado. Belasar era todo lo contrario. Su cabellera era áspera y en todo su aspecto se notaba la agreste lozanía del Urartu. En su mirada había una instintiva avidez que contrastaba con el tono de la voz, con sus palabras de dejo estirado.

En las jornadas siguientes, Belasar cabalgó largos ratos a la vera de Semíramis. El militar contaba anécdotas y salpicaba la charla con palabras árabes, arameas, caldeas y giros y expresiones pintorescos que se le habían pegado en el trato con las diversas gentes que de distintos rumbos hacían de Babilonia una encrucijada.

Esta compañía excitó más la animosidad que Belnandin sentía por el joven. Y al rendir la cuarta jornada, aquél expuso con crudeza la situación:

—Nos faltan todavía dos o tres jornadas para topar con el enemigo, señora, y la tropa se encuentra extenuada. Soy del parecer que demos un descanso hasta mañana al atardecer.

Explicó que la ruta indicada por Belasar obligaba a hacer grandes rodeos por eludir las aguas de la inundación y que sugería seguir en línea recta y atravesar las tierras anegadas.

Intervino Belasar para aclarar que de ser tomada tal decisión se corría el gravísimo peligro de caer en una zona de tierras blandas, donde se hundirían los carromatos de la impedimenta. Ambos militares cruzaron opiniones opuestas y Semíramis, de nuevo desanimada, no quiso mediar en materia que le era desconocida. Sin embargo, propuso:

—No daremos a la tropa el excesivo descanso que propones. Anuncia que levantaremos el campamento a medianoche.

Al quinto día de marcha, Belasar, que presumía la cercanía de Nabushumaishkun y su ejército, salió con una cuadrilla a hacer un reconocimiento del terreno. Semíramis le vio irse como lo hiciera un fugitivo, y hasta los hombres que le acompañaban adoptaban movimientos y precauciones de merodeadores. No pudo reprimir la risa. Le pareció pueril que Belasar actuara con aquella cautela en una región solitaria, desértica.

Se le acercó Belnandin.

—¿Adónde ha ido, señora?

Semíramis, todavía riendo, alzó los hombros:

—¡Qué sé yo! Pero ¿quién es este hombre?

—Un trota-ríos cualquiera… y desde que salimos de Babilonia no hace más que ordenar. En cinco días hemos hecho tantos rodeos que recorrimos el espacio de ocho jornadas. La tropa está rendida.

Al cabo de una hora, Belasar regresó con las mismas precauciones con que se había ido. Se presentó a Semíramis y dijo con cierta solemnidad:

—Señora: enemigo a la vista.

—¡Cómo! —se indignó la patesi.

—Quiero decir que estamos en el lugar ideal para atravesar el río. Hemos divisado en el horizonte la zigurat de Isin.

—¿Qué lenguaje hablas, Belasar? ¿A qué horizonte te refieres?

Belasar, desconcertado, dio una vuelta en redondo y repuso:

—El horizonte de Isin.

Semíramis convocó a sus jefes. Estudiaron la situación y el plan de ataque. Decidieron atravesar el primer brazo del Éufrates ese mismo día. En el lugar que se encontraban dejarían los carromatos en previsión de una retirada.

Belasar demostró desde este momento por qué Gelmas lo había recomendado como hombre indispensable. Dispuso con acierto y diligencia la distribución de la impedimenta y víveres entre la tropa. Fijó el número de caballos y acémilas que debían atravesar el río, no mayor de doce.

La columna comenzó a introducirse en la tierra anegada por la inundación. A la vanguardia iba Belasar al mando de un escuadrón de vigilantes fluviales.

Los soldados babilonios estaban adiestrados a operar en el agua, pero a la media hora de caminata se encontraban sumergidos hasta la cintura. La marcha se hacía penosa por el fondo fangoso. Además llevaban sobre sí la parte de la impedimenta que les tocaba transportar. Sólo los jefes iban a caballo. A lomo de los onagros se llevaban las pértigas, andariveles, poleas, garfios y otros utensilios para atravesar los dos cauces.

En las proximidades del primero de éstos, las aguas se movían impulsadas por la corriente cercana. A los cinco días de ser abierto el dique Viejo, todavía arrastraban enseres, sacas, cadáveres de personas y reses. Semíramis pensó que probablemente en Borsippa estaban resolviendo el problema planteado por la catástrofe arrojando a la corriente todo lo que había muerto o quedado inutilizado.

Belasar dio la orden de avanzar hacia el sur, y su escuadrón, al que seguía toda la columna, comenzó a descender. El fluir de las aguas era más rápido y potente. Aparecieron las primeras ondas con el rizo de espuma viscosa, amarillenta, sucia. Belasar continuó avanzando ya sobre la margen derecha del cauce. Cuando al cabo de una larga hora la columna quedó propiamente sobre el talud del río Belasar se retiró a explorar el terreno. Muy cerca encontró el lugar apropiado para la maniobra. El cauce hacía un recodo en el que se precipitaban las aguas levantando una ola de espuma. Belasar no dijo palabra.

Miró a cuatro de los hombres que le seguían y éstos se sujetaron los odres a la cintura, se ataron las pértigas a la espalda y se encadenaron a la soga. En las manos llevaban los garfios de reptar. Belasar inspeccionó a los cuatro hombres y cuando se hubo cerciorado de que todo estaba en su punto dio el grito.

Semíramis espoleó el caballo. La bestia apenas si respondía al aguijón. El ruido que levantaba la corriente era indicio del peligro que instintivamente percibía el animal. La patesi se acercó a Belasar:

—¿Estás seguro de lo que vas a hacer?

—Señora: desde que salimos de Babilonia sólo yo estoy seguro de lo que hago.

Los hombres se arrojaron al mismo tiempo. Los que sostenían la cuerda se prepararon para recibir el empuje. Los nadadores desaparecieron en las aguas. De alguno se vio el odre. Enseguida, los cuatro hombres se estrellaron contra el recodo del río. Uno de ellos quedó lesionado. Los otros tres lograron asirse con los garfios. Con esfuerzo, con dificultad se les vio salir a la superficie. Arrastraron al tercero, que parecía haber perdido el sentido. El ímpetu de la corriente era tan fuerte que lucharon por sustraerse a ella más que por alcanzar altura. Por fortuna, el tercero de la cuerda empezó a recuperarse, lo que facilitó el movimiento de los otros.

Semíramis siguió con interés la operación, pero con el ánimo decaído. No se imaginó que atacar por sorpresa a Nabushumaishkun requeriría tales estratagemas, semejantes maniobras; que su reñido opositor no sería el cabecilla de la provincia del sur, sino las aguas que ella misma había desatado.

La presencia de los testimonios de la inundación, principalmente los cadáveres, la deprimía. Y por otra parte, no dejaba de disgustarla el hecho de haber tenido que dejar el mando a Belasar.

Vio que al fin los cuatro hombres alcanzaban la altura del talud sumergido. El agua les llegaba a las rodillas. Clavaron la primera pértiga del andarivel y en la polea colocaron la cuerda sin fin. Quedó, pues, instalado el primer artilugio de transporte. Los andariveles se multiplicaron y por unos se pasaba víveres, bestias e impedimenta y por otros soldados, agarrados de un lazo. Cuando cayó la tarde apenas si había pasado el río una tercera parte de la tropa. Algunos, pocos, por ir mal cogidos del lazo o porque el cansancio les hiciera soltarse, se perdieron en la turbulencia de la corriente. Ya con las primeras sombras de la noche se continuó el paso del río.

Lo desalentador era que después de este esfuerzo, los soldados tendrían que continuar caminando en el agua, pues las tierras que mediaban entre los dos brazos del río también estaban inundadas. Belnandin insinuó que si los soldados no se rebelaban era porque se encontraban prisioneros de las aguas.

Belasar ordenó que los primeros escuadrones que habían pasado el río continuaran la marcha, pues sólo así a medianoche lograrían llegar hasta el otro brazo del Éufrates, el constituido por su cauce mayor. Y para que no se llamaran a engaño, hizo correr la voz de que el siguiente paso sería mucho más difícil, pues el volumen de agua era mayor y el cauce más profundo. Y no había otra solución que continuar adelante.

Mientras las últimas cuadrillas atravesaban el primer brazo, las primeras se acercaban al cauce del Éufrates en condiciones más adversas, pues al mayor ímpetu de la corriente se agregó un terreno más flojo, en que las botas se hundían hasta arriba de los tobillos. Los caballos se negaron a dar un paso y Semíramis y los jefes se vieron obligados a caminar a pie, dejando a las bestias al cuidado de los espoliques.

—Esto es una trampa, señora —comentó Belnandin.

—Ésta es la victoria —dijo secamente Semíramis.

Y aunque pensaba igual que el general, no quiso dejarse contagiar por su desaliento. Bastante tenía ella con el suyo.

Aquella situación, ya precaria, se agravó al encontrarse la tropa con un juncal. Belasar lo conocía y explicó a Semíramis que de sortearlo caerían en una gran hondonada. La patesi no comprendía cómo en la oscuridad de una noche sin luna y sin estrellas y con el vaho que se levantaba de las aguas, podía Belasar orientarse.

A la molestia del fango, que ponía pesantez de plomo en las botas, se agregó el obstáculo pertinaz de los juncos, que si no laceraban las carnes oponían una barrera a las piernas. Hasta entonces los soldados habían lanzado exclamaciones y gritos de alarma, de prevención, de aliento. Pero éstos empezaron a tornarse en imprecaciones, en invocaciones no muy piadosas a los dioses. Las voces de desmayo, de desfallecimiento, menudearon. Se hicieron frecuentes las llamadas de auxilio del que caía rendido entre los juncos.

Semíramis pensó en los veteranos, en los soldados viejos, e hizo que se corrieran voces ordenando se les prestara ayuda, y que si desfallecían se les subiera al lomo de las acémilas. Encomendó a Ammiditana que fuera en busca de Makusin y lo trajera a su lado.

Belnandin, que iba de un lado a otro recorriendo como mejor podía la columna, vigilando la marcha y animando a la tropa, volvió al lado de la patesi para decirle que aquella descomunal fosa de agua en que los había metido Belasar significaba un fin desastroso para el ejército.

«Por ello, señora, sería conveniente que pensaras en seleccionar un grupo de jefes, oficiales y soldados que con la ayuda de los demás logren salir de esta trampa». Semíramis no hizo el menor comentario. En otras circunstancias habría degradado al general. Lo que proponía era igual a abandonar la expedición punitiva contra Nabushumaishkun, sacrificar el grueso de la tropa y salvar a una minoría. De cualquier modo la responsabilidad de la expedición sólo a ella le incumbía, y no recurriría a ningún expediente que significase un abandono de la tropa.

Las únicas referencias en la oscuridad eran los hornillos de aceite mineral que portaban los onagros, pero la atmósfera neblinosa apenas si dejaba verlos a unos cuantos pasos. Belasar había distribuido los onagros a la vanguardia de cada escuadrón para que sirvieran de guías.

Semíramis pasó las horas más amargas de su vida militar. Ni los peores lances vividos en la campaña del Indo podían compararse con esta adversidad que se agigantaba por momentos. A cada paso que daba sentía más debilidad en las piernas.

Podía pedir que con dos onagros le improvisaran unas angarillas y librarse de tantas penalidades. Sabía que nadie se lo censuraría; pero el ejemplo de someterse a los mismos rigores y esfuerzos de la tropa, servía para contener el desánimo y el derrotismo. Esto a pesar de que en aquel andar en tinieblas nadie la veía, ni los soldados más cercanos, aquellos que a veces la codeaban sin identificarla, creyéndola un soldado más.

Tropezó. Por sostenerse se espinó las manos en los juncos. La sacudió un estremecimiento. Sus pies pegaron con un cuerpo, con el cadáver de un soldado caído. Al tanteo, entre los juncos, palpó el cuerpo hasta dar con la cabeza. Sí, un ahogado, uno de los que iban delante de ella abriéndole paso. Gritó pidiendo ayuda.

—Levanta, señora —dijo uno de los soldados que acudieron a su grito.

—No, no me he caído. Aquí hay un hombre.

—¿Y qué quieres que hagamos? Como él han caído otros muchos.

—Hay que rescatarlo…

—¿A un muerto? —repuso el soldado—. ¿Por qué a éste?

—¿Quién cargaría con él, señora? —argumentó otro.

Oyó la voz de Ammiditana.

—¡Aquí estoy!

Abandonó el cadáver sumergido. El ayuda de campo se situó a su lado y le contó que la mayoría de los veteranos se habían quedado en el campamento por orden de Belasar. Que, sin embargo, Bolsano y Makusin, por haber insistido en seguir a la patesi, venían en la columna.

—Bolsano, señora, se esfuerza en mantenerse de pie y mal que bien continúa en la columna, pero Makusin, que se había caído ya dos veces, aceptó que lo subieran a un onagro. Creo que está enfermo.

—¿Hay muchas bajas?

—Muchas, señora. El bienquisto Belnandin dice que no tenemos escapatoria…

—¡Basta, Tana! A Belnandin habrá que taparle la boca.

—Debes oírle, señora. El tiene la firme sospecha de que Belasar es un traidor.

—Belasar no tiene la culpa de lo que nos ocurre. Le ordené que nos condujera a Isin y lo está haciendo. ¿Acaso los babilonios han olvidado lo que es una crecida del Éufrates?

—Los oficiales opinan que Belasar debió exponer claramente el riesgo de la expedición, y que antes de entrar en la inundación debió aconsejar un prolongado descanso a la tropa. Que se debió prever que se necesitarían más onagros…

—¿Cuándo te he pedido que me informaras, Tana?

—¡Nunca, porque eres testaruda como una mula!

Semíramis enmudeció. La rabia y el miedo juntos le hicieron cerrar la boca. Aunque por distintas razones, la insubordinación ya estaba en los jefes y oficiales.

Le resquemaban las manos espinadas con los juncos. En el chapoteo a ciegas, los juncos separados bruscamente por los que iban delante o a su lado, lanzaban salpicaduras de agua y cieno que la escupían en la cara. Se sentía toda embadurnada de barro y los pies entumecidos y llagados. También ella se sentía con fiebre, pero no como la que había vencido a Makusin, sino fiebre de rabia e indignación, de recelo y cobardía. Una tonada cantada con voz viril le hizo el efecto de una brisa refrescante y consoladora. Después unas carcajadas estentóreas. La demencia.

—¿Quién canta?

Nadie respondió. Sintió que la pantorrilla se le atenazaba.

—Aquí, Tana.

Silencio. Se le antojó oír una exclamación brutal: «¡Mierda!». Pero no estaba segura. Quizás Ammiditana ni siquiera la habría oído. Lo que oyó debió de ser una confusión de chapoteo y lamentos. Alguien que seguía detrás tropezó con ella y cayó arrastrándola consigo. Sintió una punzada en la espalda, pero mantuvo la cabeza fuera del agua y gritó: «¡Soy Semíramis!». Esperó con ansiedad a que el desconocido la levantara. Trató de repetir la identificación: «Soy Semí…». Una boca se pegó a la suya. Fue un beso animal, de bestia que busca el aire que le falta. Un beso furioso, con vaho de ciénaga, sacudida de espasmo, de estertor. La mano del desconocido le rasgó el corselete y le buscó voraz los senos. Se los oprimió como si quisiera extraer de ellos el último jugo de vida.

No tuvo fuerzas para resistirse ni voluntad para oponerse. Si en aquel combate ciego y sucio contra el agua había gestos de heroísmo, uno era el de aquel soldado que en el umbral de la muerte buscaba la vida en el seno más codiciado de Babilonia. El dolor del junco que se le había clavado en la espalda no se le iba. Y de repente, lo que tenía que suceder. Uno, dos o más soldados tropezaron y cayeron encima.

Le hundieron la cabeza en el agua. Tragó cieno. Se encomendó a Ishtar y cuando la sombra inundaba la mente y oscurecía el corazón, se vio con la boca libre para respirar. Comprendió que aquel émulo de Gilgamesh que había tratado de gozarla tuvo vigor suficiente para enarcar el cuerpo y protegerla contra el peso de los demás soldados. Éstos se levantaron sin enterarse de lo que estaba ocurriendo, tomando la caída por una más de las muchas de la fatídica marcha. El forzudo la ayudó a levantarse y le arrancó el junco. Enseguida, dejándole una caricia en la mano, se alejó y se perdió en la oscuridad. Sólo en su mente quedó grabada la imagen borrosa de un rostro sucio, deforme y dos chispitas de luz en los ojos.

Hubiera querido identificarlo. De cualquier modo, consideraba el ataque como un homenaje. Mientras la entraña de los soldados se sintiera estimulada por el deseo de poseerla, ella siempre sería la capitana y toda la tropa respondería a su grito. En ese instante Semíramis experimentó un sentimiento adverso hacia Belnandin, el celoso Belnandin, un sentimiento en que se mezclaba el desprecio y el rencor. De poco le serviría andar propalando comentarios y pareceres pesimistas. Estaba segura de que a la hora de escoger, la tropa se iría con ella.

Al fin, sin salir de la espantosa junquera, alcanzaron el borde del cauce permanente del Éufrates. Se retiraron de los onagros los hornillos de aceite mineral que habían logrado mantenerse encendidos y se prendieron las antorchas. La tropa que venía detrás aclamó la iluminación. Pero Belasar ordenó furioso que se apagaran los hachones, explicando que antes debían pasar el río y observar dónde se encontraba el enemigo.

Semíramis se preguntó una vez más quién era aquel Belasar, cuál su naturaleza, cuál su dios personal. Estaba tan entero como si acabara de llegar de una vulgar, rutinaria correría. Pensó también que entre aquella vanguardia de soldados se hallaba el osado que había pretendido gozarla. Gritó la orden de firmes.

Belasar no comprendió la causa de la inoportuna revista y prefirió darle la espalda y comenzar a levantar los andariveles.

Semíramis cogió un hornillo y a modo de lámpara lo fue pasando ante los rostros de los soldados. No serían más de treinta. Tenía que descubrir la cara deforme y las dos lentejuelas de luz en la mirada. Sabía también que era alto y atlético. En dos ocasiones dudó. Se acercó al soldado como si fuera a besarlo, pues quería identificar su aliento de ciénaga, de moho recalentado por Shamash. La mayoría, sin fuerzas, derrengados, cerraban los ojos y muchos ni siquiera respiraban.

Como si en el juncal hubieran dejado el resuello. Del corazón, del instinto más que de la vista, recibió el aviso. Se detuvo ante él y le olfateó. Le acercó más el hornillo:

—Tú fuiste.

El aludido se descubrió en la réplica:

—Yo no hice nada malo, señora.

—¿Quién te culpa de haberlo hecho? Tú fuiste el héroe del juncal…

—No, señora… Yo, yo… —balbució— hice lo que pude, como los demás…

—Lástima que no lo consumaras.

Semíramis quiso aún cerciorarse en la identificación. Le volvió la espalda, y agregó:

—Sóbame, se me clavó un junco y me escuece.

El soldado llevó la mano al lugar en que había arrancado el junco y sobó. Mas dándose cuenta enseguida de la argucia, aparentó ignorancia:

—¿Es aquí donde te duele?

—Tú lo sabes.

No siguió la revista. Se acercó a Belasar. En aquel lugar los taludes del cauce hacían una cresta de tierra firme no inundada. Se arrojaron al agua otros cuatro hombres. Los que sostenían la soga tuvieron que ceder un buen rato. Cesó el tirón y esperaron. Por fin oyeron los gritos de uno de los hombres que había logrado clavar el mástil del primer andarivel.

Semíramis le dijo a Belasar que los primeros hombres que había que pasar eran los desfallecidos y los de mayor edad, sobre todo los que daban muestras de hallarse enfermos o postrados. El segundo paso iba a ser más difícil, pues la corriente arrastraba arbustos, palmeras, árboles desenraizados cuyo ramaje se alzaba espectral a la débil luz de los hornillos. Llegó el onagro que conducía a Makusin. Deliraba. Semíramis llamó al mago y al médico para que lo vieran. El mago hizo un ademán negativo, el médico alzó los hombros: según él, fiebre del pantano. Médico y mago convinieron que lo procedente sería rogar al divino Enki que desalojara los edimmu del cuerpo del desventurado Makusin.

El transporte de enfermos y heridos por el andarivel estaba previsto: un gran serón pendiente del lazo de la soga sin fin.

Mas Semíramis quiso tener la seguridad de que el veterano del sitio de Kalah llegara a tierra firme. Para satisfacer este propósito buscó al Gilgamesh de la junquera. Cuando topó con él le preguntó cómo se llamaba.

—Bolpas, señora.

—Quiero encomendarte un servicio. Van a pasar a un soldado enfermo por el que siento especial estimación. Tú irás en el serón con él y una vez en la otra orilla le cuidarás hasta que sane o cierre los ojos. Tiene destinado un onagro.

—Lo haré como mandas, señora.

Belasar no perdió tiempo. En cuanto estuvieron armados los dos primeros artilugios comenzó el transporte de soldados y víveres. Mientras tanto se iban levantando nuevos andariveles. En total noventa, y en cada cuerda sin fin se colgaban veinte soldados. Como el terreno seco era escaso, las pértigas se levantaron muy próximas unas a otras. Este segundo paso se inició con más víctimas que el anterior, quizá porque los soldados estaban extenuados y algunos de ellos no pudieron resistir su propio peso. Lo pasaban atándoles el lazo a los pies, y aunque este recurso era más seguro, la mayoría lo menospreciaba por considerar su uso de poca hombría. También había el peligro de romperse la cabeza contra uno de los troncos de árbol o palmera que arrastraba la corriente. Antes de engancharse o asirse al lazo se les daba un trago de vino.

Semíramis estuvo pendiente de la maniobra hasta ver pasar el serón que conducía a Bolpas y Makusin. Para entonces ya la tropa se había enterado de estas atenciones de la señora para con el veterano de Kalah. Su traslado fue un emocionante espectáculo, y aunque la visibilidad era escasa, pudo verse un árbol que al precipitarse con el ramaje en alto amenazaba llevarse cuerda, mástiles y todos los soldados que iban colgados de los lazos. Bien había medido Semíramis las fuerzas de Bolpas al comparado con Gilgamesh. El gigantón vio venir la amenazante arboladura y rápido se salió del serón, se quedó en el vacío balanceándose de la cuerda, y en el instante que tuvo la rama más peligrosa al alcance de los pies, se apoyó en ella con tal rapidez y velocidad que dio un salto levantando toda la cuerda y los soldados que conducía. Mas a la caída, otra rama azotó la pierna derecha desgarrándosela. Colgado del serón, en difícil equilibrio, Bolpas se mantuvo firme hasta que tocó la otra orilla. De uno y otro lado lo vitorearon.

Semíramis murmuró entre dientes: «Es Gilgamesh redivivo». Pensó que en el esfuerzo y en el sacrificio se conocía a los hombres. La expedición le había revelado a dos sujetos extraordinarios, Belasar y Bolpas; le había oscurecido hasta el desprecio a Belnandin y a Ammiditana. La amargura que le provocaban estos dos militares se la disipó la voz de Bolsano, que se presentó ante ella:

—Siempre a tus órdenes, señora.

Con el hornillo le miró de arriba abajo. Su aspecto era lastimoso. Estaba para caer rendido de un momento a otro.

—Eres un valiente, Bolsano.

—Como cabo no hice más que dar ejemplo a mi cuadrilla.

De la otra orilla llegaron informes alentadores. Belasar ya había pasado el río y comunicaba que en la margen izquierda había una amplia franja de tierra seca donde podrían acampar. Que por las luces que había vislumbrado al norte cabía suponer que Nabushumaishkun se encontraba detenido por la inundación a una cabalgada de Isin.

Belnandin se presentó a comunicarIe que un tercio de la tropa todavía se encontraba atravesando la junquera y que la retaguardia tardaría una hora en llegar al cauce. Belnandin tenía un aspecto grotesco. Había optado por quitarse la barba postiza, chorreada de barro, y mostraba un rostro desnudo y salpicado de lodo. Semíramis le zahirió:

—Por muy graves que hayan sido las peripecias pasadas, nada te autorizaba a presentarte ante la patesi sin barba, Belnandin.

Que le quitara el tratamiento de bienquisto, suponía una degradación.

—Perdona, señora.

—No vuelvas a dirigirme la palabra sin la barba puesta.

Semíramis pasó el río en una silla. Para mayor seguridad dos oficiales ocuparon otras dos sillas a uno y otro lado. En cuanto tocó tierra firme vio que los soldados todos, sin excepción, estaban diseminados por tierra, rendidos por el cansancio y el sueño.

Semíramis sintió deseos de imitados, de dejarse caer y dar descanso a sus miembros, que la sacudían en un continuo temblor. Tenía los pies llagados y la picadura del junco seguía doliéndole. Pero se mantuvo de pie, esperando a que acabaran de levantar la tienda de campaña. Le extrañó no ver a Belasar y preguntó a un oficial por él. Se le buscó. Había desaparecido. Belnandin, con una nueva y ridícula barba, se hizo presente para formular otro mal augurio:

—Belasar nos ha traído hasta aquí y se ha ido a avisar a Nabushumaishkun para que nos cope y acribille.

—Enterada de tan halagüeña noticia. Buenas noches, Belnandin.

El general se retiró.

En cuanto quedó lista la tienda de campaña, Semíramis se tumbó en la litera. Hasta la tienda llegaban los gritos de los soldados que operaban los andariveles. No lograba conciliar el sueño. Ammiditana, que después de sus malos humores andaba cariacontecido, se asomó para decirle que el general Belasar quería hablarle. Se incorporó en la litera. Entró el rubio estratega del Éufrates y, cuadrándose, expuso:

—Señora: desde ahora puedes asumir el mando. El enemigo se encuentra a unos dos mil pasos de aquí.

Lo miró de arriba abajo. Tenía lodo hasta en las cejas. Se emocionó al verle tras de tan ruda jornada con el vigor suficiente para mantenerse en posición de firme. Semíramis hizo un esfuerzo y se levantó. Le dolían las corvas y las ingles, mas no queriendo aparecer inferior al joven militar se acercó a él y le puso la mano en el hombro, oprimiéndoselo:

—Gracias, Belasar. —Meditó un momento—. ¿Corremos el riesgo de que nos descubran?

—No, señora. Estamos al abrigo de sus miradas y ninguna patrulla de vigilancia tratará de atravesar las tierras anegadas. Prácticamente la inundación rodea el campamento.

—¿No piensas dormir, bienquisto Belasar?

Que Semíramis le diera el tratamiento de bienquisto significaba un ascenso.

—No tengo valor para despertar a los otros.

Volvió a entrar Ammiditana:

—Señora: los últimos soldados acaban de pasar el río.

—¿Seguro?

—Seguro, señora.

—¿Cuántas bajas?

—Según el primer cálculo del general Adakilan, trescientas.

—¿Se ha recuperado algún cadáver?

—Sólo los de dos soldados que murieron al llegar al río. El bienquisto Adakilan ha dejado montada guardia que permanecerá en vigilia por si llega algún soldado extraviado.

Semíramis bajó la cabeza. Murmuró:

—Son muchas bajas. Jamás el ejército de Babilonia ha realizado una proeza semejante ante un enemigo tan irreductible como el agua.

—Lo siento, señora —dijo Belasar. Y agregó en son de disculpa—: La crecida del Éufrates ha estado subiendo sin cesar.

La tropa durmió y descansó todo el día. A la hora nona salió Semíramis de la tienda de campaña con gorro, vestido y calzado nuevos. Y tan flamante como la túnica de piel de pantera parecía serlo su rostro cuidadosamente acicalado. El horóscopo le vaticinaba un día venturoso.

Recibió los saludos de los jefes y oficiales adscritos al séquito de mando y se interesó por saber si durante la mañana habían aparecido nuevos soldados.

—Sí, señora —le informó Belnandin—, una cuadrilla de sesenta hombres que se había extraviado poco antes de entrar en la junquera. Y once soldados más de distintas unidades.

Luego se enteró de que se había atendido a una veintena de enfermos, que cinco habían muerto, entre ellos el veterano Makusin; que sólo esperaban a que se celebrasen las ofrendas a Ishtar para enterrados.

Semíramis pidió que llamaran a Bolpas. Cuando éste se presentó reparó en que el soldado había lavado el uniforme, y que llevaba encima el sayo de guerra todavía húmedo. Bolpas, al verse ante la presencia de Semíramis, se turbó:

—¿Cuidaste de Makusin como te dije?

—Sí, señora; pero su mal lo llevaba en los huesos, y los huesos estaban podridos por los años. Sucumbió al esfuerzo de tan ruda jornada.

Después, Semíramis reunió en junta a los jefes. Belasar, que apenas había dormido, tenía suficientes datos e informes para que Semíramis y sus generales formularan el plan de ataque.

Sus hombres habían explorado el terreno donde se encontraba acampado Nabushumaishkun, y otros habían estado en Isin enterándose de los efectivos militares del cabecilla. Entre ellos, ochocientos jinetes.

Informó que el insurrecto esperaba a que descendieran las aguas para atravesar la inundación y alcanzar la calzada que conducía a Borsippa. La salida que tenía expedita le obligaba a un gran rodeo.

—Creo que en el ánimo de Nabushumaishkun está la intención de hacerse desear por los rebeldes de Borsippa y llegar en momento oportuno para imponer sus condiciones. Envía y recibe correos diariamente y parece ser que la inundación es el pretexto de su morosidad. —Luego desplegó una hoja de papiro donde había trazado la situación del campamento—. Aquí, en el centro, está la tienda de campaña de Nabushumaishkun. Hay ocho puestos de guardia y la salida al camino de Isin está vigilada por una cuadrilla. La tropa suma quince mil hombres. La gente enterada dice que todos los hombres son duchos en pelear en las marismas y pantanos, y que la caballería es lo más granado de toda Babilonia.

—¿Cuenta con simpatías en Isin? —preguntó Semíramis.

—No hizo mucho estrago en la ciudad. Saqueó los almacenes de dos templos y al verse detenido por la inundación pagó el importe de los víveres. El pueblo comercia con él. La guarnición de Isin opuso una débil resistencia y los seiscientos soldados que lograron evadirse se dirigieron hacia los montes Zagros. Él los hizo perseguir y darles muerte donde los encontraran. Por lo tanto, aunque al proclamarse rey de la baja Babilonia fue aclamado, en el pueblo hay un secreto resentimiento contra él.

Cuando Belasar concluyó tan oportunos informes, Semíramis lanzó una mirada de reproche a Belnandin, el jefe más obligado a haberlos recabado. Enseguida fijó la vista en el trazo del campamento y tras de breve meditación y sin consulta alguna, dijo:

—Atacaremos esta noche en la primera vigilia. Tú, bienquisto Belasar, te ocuparás que hombres de tu confianza caigan sobre los puestos de vigilancia y den muerte a la guardia. Me abrirán paso con sus escuadrones hasta el centro del campamento. Tú, bienquisto Adakilan, al frente de cuatro escuadrones de lanceros entrarás desde las aguas del norte en el campamento. Desde el sur tus arqueros, bienquisto Solman, lanzarán una granizada de saetas encendidas contra las tiendas de campaña y carromatos de la impedimenta. Como los sorprenderemos dormidos la matanza será fácil, pero no duradera. Nos doblan en fuerza. Nos aprovecharemos de la sorpresa y confusión para obligarles a una rápida rendición. Yo iré detrás de ti, bienquisto Belasar, y me abrirás el camino para que pueda enfrentarme al traidor.

Belnandin estaba como sobre ascuas. Pero Semíramis no era tan obcecada como para que el rencor la hiciera prescindir de sus servicios. Tras de una pausa se dirigió a él:

—Tú, bienquisto Belnandin, tendrás a tu cargo la más importante tarea: cerrar el flanco oriental del campamento y la salida a la calzada de Isin. No quiero que se nos escape ni un solo insurrecto. Esta operación deberá servir de escarmiento a los cabecillas separatistas del País del Mar.

—¿En qué orden se correrán las voces? —preguntó Solman.

—No habrá voces. Ammiditana se quedará aquí. Cuando el bienquisto Adakilan tenga la tropa bien situada en las aguas agitará una antorcha. Los que estemos en otras líneas no podremos verla, pero sí Ammiditana. En cuanto la vislumbre, él agitará otra. Ésa será la señal de ataque y cada cual cumplirá con su cometido… —Semíramis miró a los jefes. Después—: ¿Alguna objeción?

—Creo pertinente decir —expuso Adakilan— que no podremos movernos de aquí hasta que anochezca. Por lo tanto, antes de hora y media mi tropa y yo no estaremos en condiciones de iniciar el ataque.

—Correcto, bienquisto Adakilan —aceptó la patesi—. Ya cuando Ishtar bendita esté en el cielo, saldrás a tomar tus posiciones. Y nosotros no lo haremos sino una hora más tarde. Bien, señores. Vamos a ofrendar a la divina Ishtar y a enterrar los cadáveres de esos desventurados soldados.

En la explanada del campamento Semíramis hizo oficios religiosos. Se sacrificaron tres palomas blancas y a otras tres se les enjauló. No se les dio asueto, como sería de precepto, a fin de que su vuelo no causara sospechas en el campamento de los insurrectos. Toda la tropa, con la frente en el suelo, invocó con tres aclamaciones la potencia de Ishtar. Semíramis con una escudilla en que ardía el incienso bendijo a sus soldados. Seguidamente con su séquito de mando se dirigió al lugar en que se habían abierto las fosas para los cadáveres. Pidió que descubrieran el odre en que habían encerrado el cuerpo de Makusin y besó a éste en la frente. Como no tenían res para sacrificar y regar con su sangre las sepulturas, ordenó al desollador del ejército que le abriera una vena del brazo. El individuo lo hizo con tanta limpieza que de la vena saltó un hilillo de sangre.

Semíramis regó con ella los odres que envolvían los cadáveres. Enseguida el desollador le vendó el brazo. Después, la propia Semíramis depositó en las fosas los víveres para el viático al país del sombrío Nergal.

La operación fue realizada tal como la había planeado Semíramis, pero el resultado victorioso no fue tan cabal como se esperaba. De uno de los puestos de guardia, los soldados rechazaron la agresión y tuvieron tiempo de dar la voz de alarma. Al provocarse el incendio de las tiendas de campaña situadas al sur del campamento, de todos los lugares acudieron soldados a extinguir el fuego.

Esto facilitó la maniobra de Adakilan, que desde la zona inundada entró en el campamento atacando a la confusa tropa insurrecta por la retaguardia. Al oír los gritos de «¡Semíramis, sol de Babilonia!» e «¡Ishtar con nosotros!» el pavor hizo presa de los sediciosos, que corrieron hacia la única salida firme que tenía el campamento. Allí chocaron con la tropa de Belnandin, mas el contingente de los copados era tan grande y la huida en tropel tan potente que a cuerpo descubierto, sin armas, lograron abrir una brecha en la calzada de Isin, por la que escaparon despavoridos. Belnandin no quiso perseguirlos, pues con buen juicio pensó que lo importante era cerrar la brecha y aprisionar el mayor contingente enemigo en el cerco del campamento.

Sin dificultad, Semíramis llegó al centro del campamento. No encontró más oposición que la desordenada desbandada de los soldados. La tienda de campaña de Nabushumaishkun estaba vacía. La tropa del sedicioso que no llegó a la salida se rindió sin pelear. Muchos de los que alcanzaron los caballos tuvieron tiempo a organizarse y hacer frente a la tropa de Belnandin. Allí, en la cuadra, la lucha se hizo encarnizada, pues los jinetes que mandaba Belasar cortaron el paso a lo más granado de la fuerza del insurrecto y lograron hacerse con más de seiscientos caballos.

Hasta cerca de medianoche no se restableció el orden en el campamento. Los oficiales capturados fueron interrogados inmediatamente. Entonces se enteró Semíramis de que Nabushumaishkun y tres oficiales de su séquito habían ido a pasar la noche a Isin.

La patesi ordenó a Belnandin que saliera inmediatamente a la persecución y captura del cabecilla y que no regresara hasta darle alcance y hacerle prisionero donde quiera que se encontrase. Que lo encadenara y lo trajera al campamento. «Y si esta operación te demorase y yo estuviera en camino de Borsippa ve a encontrarme. Bordearemos la inundación de la margen izquierda del Éufrates».

Convinieron en que Belnandin llevara una tropa de trescientos jinetes, suficiente para atacar a los sediciosos, que sólo contaban con noventa caballerías, las que lograron sacar del corral.

La tropa de Belnandin salió inmediatamente rumbo a Isin. Era de suma importancia capturar a Nabushumaishkun y extinguir el perenne foco de insurrección que significaba la Provincia del Mar. El recuento del botín superó los más optimistas cálculos. Las arcas del cabecilla guardaban más de treinta biltu de oro.

La intendencia, que la constituían trescientos carromatos repletos de víveres —pues seguramente Nabushumaishkun había pensado como Semíramis, llegar a Borsippa en calidad de salvador—, contaba con un rebaño de mil seiscientas reses mayores y ovejunas; trece mil prisioneros, armamento de fabricación elamita y caldea, sesenta kelek de navegación fluvial, una imagen portátil de oro y marfil de Nabu, treinta y tres tiendas de campaña, un harén de cuarenta pupilas y otros bienes diversos, como pieles curtidas y ricos vestidos de gala, completaron el cuantioso botín. El recuento de las bajas dio una idea cabal del acierto y fortuna con que se había realizado la operación: veintisiete muertos, unos cuarenta heridos de la tropa babilonia y algo más de ciento cincuenta bajas de los sediciosos.

Poco antes del amanecer, y una vez establecidas las vigilancias, Semíramis ordenó un rancho especial para la tropa. Y mientras se preparaba el festín y las ofrendas a los dioses hizo saber que al día siguiente se pondrían en camino rumbo a Borsippa. Elogió el comportamiento de la tropa y expuso que había instituido el Cordón del Éufrates en memoria de la gloriosa jornada y que todos los soldados serían honrados con el Cordón, que comportaría consigo la regalía vitalicia de diez medidas de cebada anuales.

Luego le encomendó a Belasar que buscara tres o cuatro hombres idóneos para la misión y saliera rumbo a Borsippa a dar la noticia de la derrota infligida a Nabushumaishkun.