La estrategia del miedo

Era evidente que los damascenos tenían mejor servicio de espionaje dentro del campamento asirio que los asirios dentro de la ciudad sitiada. A la caída del sol, hora en que concluía el plazo dado en el ultimátum, los damascenos no enviaron a Adadnirari los emisarios esperados. Y llegada la noche los sitiadores permanecieron en silencio e inactivos, sin dar muestras del anunciado y terrorífico ataque.

Esta pasividad contrastaba con el movimiento militar en el interior de Damasco. Zurima, desde que se tomó el acuerdo de romper el acoso y desencadenar una contraofensiva, anduvo diligente en movilizar a las tropas selectas que destinaría a esta operación, destacándolas al lienzo de muralla de Poniente, en que se abría la puerta al Antilíbano. Se trabajaba también activamente en la construcción de armazones de madera que serían utilizados para establecer reductos en los taludes del río Abana.

En un torreón de la muralla levantina, Agarán había situado su observatorio de información. Con un convenido y secreto juego de luces y de lienzos blancos visibles en la noche, los espías emitían sus mensajes. Inmediatamente eran dados a conocer a Agarán. Así supo a medianoche, que Adadnirari, no atreviéndose a enjuiciar a Gelmas, había accedido a ciertas demandas de éste, que pedía abandonar el campo de Damasco y dirigirse con su tropa hacia Samaria. Los agentes comunicaban también que ese mismo día Gelmas había recibido una carta de Semíramis, y aunque no conocían el texto del mensaje, todo hacía suponer que el contenido fortalecía la situación de Gelmas, cuando empezaba a ser precaria.

Con los informes que le proporcionó el árabe Agarán, Zurima conjeturó que el ataque con que se les amenazaba en el ultimátum asirio no se efectuaría ni esa misma noche ni al día siguiente, pero sí en plazo breve. Si el rey se quedaba ante Damasco con cincuenta mil hombres trataría de demostrar por amor propio que sin la ayuda de Gelmas había sido capaz de ocupar la ciudad.

Zurima rumió el problema por unos instantes. El respiro que les daban las tropas asirias le venía muy bien para concluir de organizar la contraofensiva y las defensas del río, pero al mismo tiempo estimó conveniente aprovechar la ocasión que le brindaba la inercia del ejército asirio, pues merecía la pena arriesgar la seguridad que le tentaba a cambio de una victoria obtenida por sorpresa. Hombre de decisiones rápidas se jugó el todo por el todo. Desguarneció los flancos de la muralla dejando solamente las fuerzas de vigilancia y alarma, y el grueso de la tropa la llevó a los muros de poniente. La puso a trabajar con vítores y blasfemias, con promesas de gratificaciones y con restallidos de látigo. Los soldados se convirtieron en carpinteros. Los maderos de las coníferas del Líbano empezaron a organizarse en aparatosos armazones; se multiplicaron sigilosamente los arqueros de muralla, y al iniciarse la tercera vigilia Zurima tenía ya preparada la tropa de choque que habría de salir de la ciudad y romper el cerco.

Mientras esto sucedía, entre sitiados y sitiadores se cambiaban como todas las noches insultos, blasfemias y chistes o ingeniosidades. Desde que el asedio empezó a ser rutina, las tropas de uno y otro beligerante convivían en ciertos momentos, sobre todo en la noche, cuando se reunían en grupos a jugar dados o a beber unos tragos de vino. También se realizaba el tráfico de mujeres. Las prostitutas de Damasco hacían buen negocio con los asirios en las márgenes del río. Los guardianes de la puerta, tanto los de fuera como los de dentro, habían caído en esta contemporización. Además al apuntar el alba, solían llegar montañeses que, a cambio de pequeños sobornos en jugo de dátil o en queso encontraban en los soldados asirios paso expedito para entrar en Damasco.

Poco antes de iniciar la operación guerrera, Zurima tuvo un nuevo informe de Agarán. Adadnirari y Gelmas continuaban en junta en la tienda de campaña del rey. Zurima pensó que cualquiera que fuera el acuerdo tomado, el ejército de Gelmas no se retiraría de Damasco hasta el día siguiente, y como por otra parte lo conveniente era desatar la contraofensiva en la noche para que fuera más fructífera en sus primeras horas, desistió de atacar esa madrugada.

El general no se retiró a dormir. Continuó hasta el mediodía vigilando y fortaleciendo sus dispositivos militares, sin que los sitiadores dieran indicios de reanudar el ataque. Mas cuando despertó a la caída de la tarde, Agarán le informó que había hecho una investigación entre las tropas que tenía preparadas para romper el cerco. Existía una conspiración muy ramificada y poco identificable, aunque sabía que en ella estaban interesados y complicados miembros del barrio de los ganaderos, de la gente montañesa.

—Debes vigilar mucho a los jefes de cuadrilla, pues a pesar de la limpieza que hicimos dentro de las filas, es seguro que algunos traidores permanezcan en ellas.

Zurima visitó la muralla levantina, examinó los cuarenta y tres armazones de madera con parapeto de lámina de cobre que habrían de servir de baluartes en el río.

Cuando cayó la noche los asirios iniciaron el movimiento de tropa. Como los vigías damascenos tenían instrucciones a este respecto, no perdieron detalle de la maniobra. Los escuadrones de Gelmas que abandonaban sus posiciones frente a la muralla, eran reemplazados por otros. A medianoche Zurima y sus oficiales tuvieron la certeza de este abandono al observar reducido el número de plazas que permanecían en los lugares de acoso. Una última información del espionaje damasceno despertó cierta incertidumbre en el general: Gelmas y su tropa se retiraban de Damasco, pero sólo para quedar acampados a muy poca distancia. Pensó si el rey y el militar no habrían llegado al acuerdo de que fuera el soberano quien llevara a cabo el asalto de la ciudad y que Gelmas quedara a la expectativa por si era necesario acudir al auxilio. Pero como esto era sólo una suposición y Zurima no podía desperdiciar más tiempo sin que el factor sorpresa empezara a perder eficacia, dio la voz de atención a toda la oficialidad que entraría en combate.

El pretexto para abrir la puerta de poniente lo dieron dos prostitutas que estaban comprometidas en la argucia. Llegaron del río corriendo y ante la oposición de los asirios gritaron y blasfemaron. A patadas, a mordiscos, hechas unas furias se hicieron paso difícilmente hasta muy cerca de la puerta. Los arqueros apostados en lo alto de la puerta gritaron a los soldados asirios que las dejaran entrar, sin omitir las injurias que rematan todo razonamiento de violencia. Los asirios se oponían por el prurito de llevarles la contraria. Pero en esto los guardias del interior empezaron a levantar la puerta. Un momento de indecisión que resultó fatal para la tropa sitiadora que tenía la misión de acosar la salida del Antilíbano.

Impetuosa e incontenible salió la tropa damascena abriéndose paso a golpe de espada y de lanza mientras los arqueros de la muralla disparaban granizadas de dardos. Los asirios sin osar defenderse, aturdidos por el ataque, recularon hacia las posiciones traseras.

Algunos grupos tomaron la dirección del río, pero el puente, a unos doscientos pasos de la puerta fue tomado por un escuadrón que se destinó a este objetivo. Zurima no creyó que la operación se resolvería de un modo tan venturoso. El desconcierto cundió en la tropa asiria. Las máquinas de guerra que martillaban día y noche contra las murallas, fueron capturadas e inmediatamente sometidas a la acción del fuego. La tropa destacada a este efecto realizó la faena ante la desbandada de los asirios. Pudieron así rodear la muralla en todo su perímetro y someter a la misma destrucción las treinta máquinas de acoso.

Zurima no sacó mayor ventaja de aquella operación, que pudo haberse convertido en la más ruinosa derrota del ejército asirio, porque tampoco estaba preparado para aprovecharla.

No previó que la sorpresa surtiera tan aparatoso efecto ni tuvo en cuenta que el ejército asirio, bajo las disidencias entre sus jefes, había caído en la flojedad y en el abandono, en la inseguridad provocada por la disparidad de criterios en el mando. Lo que Zurima creyó que sería empresa costosa y difícil —colocar los parapetos— lo hicieron los auxiliares del ejército sin la menor molestia. Pero si Zurima no supo sacar todo el jugo a la operación, sí obró con la suficiente astucia para ocupar posiciones permanentes. Dejó que el pánico promovido por la sorpresa cundiera, y causara sus efectos. No atacó al campamento asirio a fin de no provocar una pronta reacción. Dejó que el enemigo peleara con su propio miedo. Y mientras aquél levantaba tiendas de campaña y cargaba las caballerías con premura de huida, mientras sonaban los clarines llamando al orden y a la disciplina, los damascenos se posesionaron de un cordón de zanjas y parapetos asirios, que se convirtieron en la primera línea defensiva de la ciudad. Por muy activos que se mostraran los asirios en reconstruir sus instalaciones más o menos cercanas, tardarían en hacerlo y siempre con la molestia de los ataques de los damascenos que después de tres meses de sitio lograban posesionarse de los barrios a extramuros.

El ejército invasor abandonó el campo dejando tiendas de campaña, barracas, sacas y cajas de víveres, armas, municiones y más de cien vehículos, entre carros de combate y carromatos de impedimenta. La maquinaria bélica de asalto, incendiada. Las bajas en las fuerzas damascenas fueron mínimas; las asirias, cuantiosas. Cerca de dos mil soldados cayeron prisioneros. Fue aquélla la noche negra de Asur.

Zurima no desdeñaba al enemigo ni aún en derrota. En cuanto vio que el ejército asirio dejaba de huir y hacía frente, mandó replegarse a sus tropas. Distribuyó convenientemente las que con la mayor economía posible podían defender las posiciones tomadas y el grueso lo volvió a la ciudad a que ocupara la muralla. Quiso prever un posible ataque de Gelmas, que, si como lo imaginaba acudía en auxilio de Adadnirari, atacaría violentamente. Zurima consideró oportuno consolidar sus posiciones y mantener expedita la puerta del Antilíbano. Esto volvería a relacionar a Damasco con el mundo. A través de la sierra, podría llegarse hasta el mar Grande. Bordeándola, tenía camino abierto a Judá y a Egipto, corredor vital para seguir resistiendo.

Zurima no hizo más por molestar al gigante. Éste, tras el descalabro, inseguro de su fortaleza, se mantuvo a una expectativa que tenía mucho de inoperancia cobarde. Gelmas no intervino. Él y su ejército desaparecieron sin dejar rastro, al extremo de que los espías damascenos no llegaron jamás a enterarse qué había pasado con él. Este misterio y la pasividad de Adadnirari empezaron a preocupar al gobierno de Damasco.

Desconfiaba de que la ineptitud hubiese paralizado al más temido contingente guerrero. Escarmentado, se dejaba llevar por la suspicacia y le intrigaba saber qué estratagema, qué operación de gran envergadura estaba fraguando el enemigo. Entre ambos beligerantes se estableció una tierra de miedo que ninguno de ellos se atrevía a violar. Y si en el campamento asirio Adadnirari rumiaba rabioso consigo mismo la derrota pensando en su madre, en Damasco la población volvía a algo que se parecía a una normalidad minada por la desconfianza.

Como si la derrota del ejército pesara sobre sus hombros, Sunga había caído en la melancolía. Adadnirari la vio disminuida e incierta, medrosa y humillada.

—¿Piensas volver a Kalah?

—No. Volveré al harén de Babilonia, de donde nunca debí haber salido.

—Me has dado un hijo —dijo Adadnirari con intención de levantarle el ánimo.

—Pero no me has hecho tu esposa.

—Celebramos esponsales.

—Pero no bodas.

Sunga tembló. Ese era el momento para que Adadnirari le dijera que se casaría con ella, pero el rey ignoró la alusión. No habría boda. Y lo más inesperado: la revelación del tedio, del abandono:

—¿Cuándo quieres irte?

Sunga prorrumpió en sollozos. Adadnirari se acercó a la puerta y miró al exterior, al campamento ocioso y triste que languidecía en la indecisión. De pronto, sorprendió a Birtai, su amigo de infancia, que le miraba fijamente. Volvió la vista. No debía hablar con Birtai. Ya en dos ocasiones anteriores había tenido que dejarle con la palabra en los labios. Birtai, que tenía gusto por la guerra, había insistido en volver a tomar la iniciativa: «Mientras no recuperemos nuestras fortificaciones…».

Adadnirari no se daba por vencido. Quería poner en práctica otros recursos para rendir a Damasco. Ya en campo abierto, delante de las nuevas fortificaciones, se levantaba la primera columna de sitio. Era una máquina más alta, más robusta que las incendiadas por los damascenos. El ariete, suspendido de gruesas cadenas, llevaba en su punta un casquillo de hierro. A esa máquina sucederían otras, hasta completar un círculo amenazante que rodease la ciudad. Haría comprender a los damascenos que no tenían salvación; que ninguna fuerza humana sería capaz de hacerle desistir. Adadnirari tenía pensado realizar su plan metódicamente, tomando el tiempo que fuera necesario; pero la carta de Semíramis, el anuncio de su propósito de tomar Damasco, le obligaron a acelerar su estrategia.

Adadnirari recibió carta de Semíramis en que le decía haber cumplido con el mandato de Marduk, que abandonaba el retiro de la casa de Ishtar de Arbelas y que antes de un mes llegaría a Siria con una fuerza de ocho mil hombres «con la que me bastaré para tomar Damasco».

—Dentro de un mes estará aquí la señora —dijo el rey a Sunga, refiriéndose a su madre.

Sunga estaba arrepentida de haber abandonado Kalah para venir al lado de Adadnirari. Desde que la joven llegó, las cosas parecieron torcerse. Y no sabía si al rey le habrían dicho algún horóscopo contrario a ella, pues el mozo no disimulaba su desapego.

—No la veré —murmuró.

Desde que ascendió al trono era su madre la que siempre se le interponía. Mas en esta ocasión, Adadnirari quería ganar la partida a Semíramis. Ella y Gelmas se imponían por la crueldad.

Él cambiaría de procedimiento, y estaba seguro de que sin derramar tanta sangre obtendría los mismos resultados.

Abandonó la puerta y volvió al interior de la tienda.

—Daré orden de que tengan preparada mañana a primera hora una caravana. ¿Piensas dejar en Kalah a nuestro hijo?

—No lo sé. Lo decidiré cuando llegue a Babilonia.

Adadnirari dejó sola a Sunga. Salió de la tienda y se dirigió a la de Akkados. Antes de llegar a la puerta, el militar, avisado por uno de sus oficiales, salió a recibirle.

—Señor…

—Hay que acelerar la construcción de las torres de asalto. Disponemos a lo sumo de veinte días para rendir la ciudad. Quiero que se armen cuatro torres por día.

—Se harán, señor.

—Quiero también que entre la tropa que llevé a la campaña del Urartu selecciones los hombres más adecuados para adentrarse en las posiciones enemigas y capturar prisioneros. Por cada prisionero que hagan se les dará un siclo de plata y cuando cada uno de ellos alcance el número noventa, se le impondrá el cordón de Ishtar.

—Los reclutaré con cuidado, señor. Han aprendido de los urartios la astucia e intrepidez para la escaramuza… Mas, después ¿qué haremos con los prisioneros?

—Los mandaremos empalar. Pondremos nueve delante de cada torre de asalto. No podemos pensar en atacar las posiciones del río sin dañar antes la moral de sus defensores. Debes instruir a esas cuadrillas que los prisioneros los hagan entre las fuerzas que defienden el río y la puerta del Antilíbano. ¡Ah! Ordena que mañana a primera hora esté preparada una caravana.

Adadnirari dejó a Akkados. Acompañado por los dos guardianes que le seguían a unos pasos, se dirigió hacia las fortificaciones. Esta visita que parecía de inspección no pasaba de ser un paseo. Caminaba paralelamente a la línea fortificada.

Los soldados le veían pasar silencioso, con la cabeza baja. A veces se detenía para cambiar unas palabras con uno de ellos o un oficial. Los veteranos de la campaña del Indo llevaban un cordón que los distinguía. Adadnirari los buscaba con preferencia. No los adulaba, ni siquiera se mostraba amable con ellos; muy al contrario; severo, grave, y esta parquedad en hombre tan joven cautivaba a la tropa. Todos pensaban al verle pasar solitario y cabizbajo que la derrota había abierto una herida muy honda en su prestigio. Pero el rey pensaba en otras cosas, en la futura victoria. La derrota había sido un descuido provocado por la indisciplina de Gelmas. Un día pagaría cara la absurda fidelidad que guardaba a su madre.

Aunque las fortificaciones asirias estaban alejadas de la muralla, los damascenos podían ver al rey Adadnirari. No alcanzaban a verle el semblante, pero sí la apostura, la dignidad con que hacía sus habituales paseos. Lo veían tranquilo, pasando revista a la tropa. Sus ademanes revelaban majestad y arrogancia.

El propio Zurima lo vio en más de una ocasión. Ya no sabía lo que pasaba en el campamento enemigo, pues los asirios, tras de la amarga experiencia del descalabro, hicieron una concienzuda limpieza de espías y sospechosos. Según podía observar desde la muralla, Adadnirari había impuesto en sus filas la disciplina del silencio. Sólo se escuchaba de vez en cuando el tañer de los discos y clarines.

Ben Adad, el príncipe heredero, era el más preocupado por la actitud de Adadnirari. Prácticamente se habían suspendido las operaciones guerreras. En el campamento asirio trabajaban los artesanos de la industria bélica. Sus golpes de martillo repicaban día y noche sin cesar. Como resultado de este enigmático martilleo surgió, a las primeras luces de un día, la estructura imponente de la primera torre de asalto. Fue como un aviso.

Ben Adad convocó a consejo. Zurima le dijo que no debía extrañarse, que él jamás había creído que los asirios se fueran, y que por eso reforzaba constantemente las defensas de la ciudad. Por cada torre que construyeran los asirios él situaría diez parapetos en el río. Y cuando éste quedase totalmente fortificado, los parapetos irían a asegurar aún más las fortificaciones abandonadas por el enemigo y que ahora ocupaban los damascenos.

Los intendentes del ejército asirio continuaban traficando con los montañeses del Antilíbano, aunque ahora hacían un más largo rodeo para efectuar el comercio. Llegaban también víveres de Sidón y Tiro. Los poblados de toda Fenicia eran saqueados por los recaudadores de tributos asirios.

La estrategia de Adadnirari se vio acelerada. Si la primera torre de asalto estuvo solitaria ante las murallas durante cuatro días, luego fueron tres las que se alzaron de repente. Y ya sin cesar, sucesivamente, cada día, rodeando a la ciudad, aparecían cinco nuevas torres. Zurima tuvo que reforzar la vigilancia entre las tropas del río. En la noche se adentraban grupos de soldados asirios, avezados en el rastreo, en la lucha cuerpo a cuerpo, y conseguían llevarse diez o doce prisioneros, hombres que al otro día aparecían empalados ante las torres de asalto.

Enseguida, Damasco comenzó a darse cuenta de que todo aquello estaba ocurriendo a un ritmo metódico. Hubo noche que fueron rechazados o capturados los cazadores de soldados, pero al día siguiente al amanecer aparecían al frente de cada una de las cinco nuevas torres soldados damascenos empalados. La población dudó ya de la seguridad que le daban las autoridades. Y Zurima empezó a sospechar que las víctimas no eran gente de su tropa, sino lugareños de los alrededores, vestidos con uniformes damascenos.

La población se interesó por el dramático espectáculo. En las azoteas y terrazas de las casas más altas, se agrupaban los vecinos para ver aquel florecimiento macabro de torres de asalto y ajusticiados. Los cuervos y los buitres bajaban del Antilíbano a hacer pitanza de los cadáveres. Como el festín estaba asegurado, cada vez se hacían más densas las bandadas de pajarracos. A veces, tapaban el sol como una negra y espesa nube y la sombra se hacía en la ciudad. El círculo de arietes avanzaba día a día rodeándola como un dogal. Sólo quedaba un tercio de muralla libre de aquella nueva amenaza, el lienzo defendido por las posiciones del río.

Agarán trató de introducir a sus agentes entre los montañeses que traficaban con los asirios, a fin de informarse de lo que pasaba en el campamento enemigo. Algunos de estos individuos lograron entrar disfrazados de pastores. En vano. Debieron de ser descubiertos, porque no enviaron ningún mensaje. En cambio, en las noches, antes sólo alteradas por el martilleo, se oía el bullicio de música, gritos, risas; rumores de crápula que llegaban hasta los oídos de los soldados damascenos. Era el anuncio de que los asirios habían olvidado ya la derrota. Y empezaban a festejar anticipadamente el triunfo. En la ciudad, corrió el rumor de que Gelmas había vuelto al frente con treinta mil hombres de refresco. Y un atardecer, cuando ya las torres de asalto empezaban a emplazarse frente a las posiciones del río más inmediatas a la muralla, surgió un motín.

Agarán pidió ayuda a Zurima para sofocarlo. La represión fue sangrienta. Damasco, con las bandadas de buitres en el cielo, empezó a descomponerse como un cadáver.

¿Cuándo es el ataque, por dónde atacamos? A estas preguntas Adadnirari contestaba que el tiempo no estaba maduro. Pero se consumía de impaciencia. Creía oír ya el rumor del ejército de su madre acercarse al campamento. Los días transcurrían y las horas cada vez eran más cortas. Adadnirari tuvo noticia del motín. Esperaba otra insubordinación. Ni los militares ni los civiles podrían soportar mucho tiempo el espectáculo de las torres de asalto y de los empalados, de los buitres y de la inercia astuta, de fiera al acecho, pronta al asalto y al zarpazo, en que se mantenía el ejército asirio.

Adadnirari perdió el sueño. Dormía horas sueltas en la mañana y en la tarde, pero pasaba las noches en vigilia. Ponía un oído atento a Damasco y otro al camino de Babilonia. Y tenía la aprensión de que mientras el alboroto de la ciudad amotinada se atrasaba, el rumor de la caballería de Semíramis se anticipaba. No podía hacer nada. La iniciativa estaba en los dioses. Él era prisionero del tiempo. Aguijoneado por éste ordenó una noche que la tropa adelantara las torres de asalto situándolas a unos treinta pasos de las posiciones damascenas.

Esta maniobra levantó un ruido infernal que despertó de su sueño a la población de Damasco y la lanzó fuera de las casas.

Cada torre llevaba en el bastidor superior dos antorchas y los damascenos se vieron intimidados ante este círculo de fuego que les anunciaba como ominoso presagio el tan temido ataque asirio. Sin embargo, Adadnirari no dio la orden de ataque ni al día siguiente ni al otro. Sus generales estaban desconcertados con esta táctica. Mas cumplidos los plazos surgió lo que esperaba el rey sin disparar un solo dardo. Un atardecer, al quinto día de haber movilizado las torres, llegaron al campamento las primeras noticias de que había estallado un motín en la ciudad.

Los montañeses del Antilíbano habían irrumpido como una horda en Damasco. Parte de la población que les era adicta se les unió y la sublevación se extendió a otros barrios. Durante toda la noche y el día completo se luchó encarnizadamente, hasta que los amotinados se hicieron dueños de la ciudad. Aunque los informes que llegaban al campamento eran confusos y a veces contradictorios, parecía haberse confirmado la versión de que Hazael, su hijo Ben Adad y los consejeros del trono habían sido asesinados.

Cuando se presentaron en el campamento asirio dos emisarios damascenos para negociar la rendición de la ciudad, Adadnirari convocó a sus generales para decirles:

—Señores: este triunfo sin perder una sola vida lo habríamos obtenido hace más de tres meses cuando llegamos hasta las murallas, si Gelmas hubiese obedecido mis órdenes. Anunciad a la tropa que mañana entraremos en Damasco; que la ocupación se hará pacíficamente y que todo soldado, oficial o jefe que se entregue al pillaje o a la violencia con los vencidos será ajusticiado en el acto.