Tursyna, una sorpresa
Al segundo año de haber asumido el poder absoluto, la acción gubernamental de Semíramis apenas se dejó sentir. Adadnirari continuó reinando con todas las prerrogativas de la realeza y Ninurta-apla, titular de la tiara de Marduk en Babilonia, le rendía vasallaje. Se empezaron las obras de la red de calzadas sin que Mino de Tacro hubiese hecho el trazado general de las mismas. Y Gelmas, que por indicación de Semíramis había dejado su puesto al joven general Birtai, se dedicaba a una reorganización fundamental del ejército, estableciendo escuelas de capacitación en los mismos parques de las guarniciones, enseñanza que hasta entonces había corrido a cargo de las escuelas de los templos de Inurta, dios de los combates. Con esta reforma, los oficiales y tropa adquirían una instrucción más técnica.
Las tácticas empleadas por el fallecido general Asarmelke en el sitio y asalto de ciudades se adoptaron como texto en las nuevas escuelas, al mismo tiempo que se intensificaron los ejercicios militares en terrenos abruptos y montañosos. Esta enseñanza, principalmente ofensiva, se estimaba como indispensable para formar un ejército capaz de vencer la oposición de los eternos rivales de Asiria, el Urartu y el Elam.
Mientras tanto, Adadnirari, al frente del ejército asirio, recorría las fronteras cambiantes e inestables del imperio, sujetando a los pueblos vasallos y fortaleciendo guarniciones o corrigiendo brotes de rebeldía o de invasión de los pueblos vecinos.
Estas actividades militares, de tono mediocre, se hermanaban con la atonía de la vida cívica de ambos países. No sólo los hombres desafectos al régimen denunciaban la decadencia de Asiria. Aun aquellas personas que servían fielmente a la dinastía se mostraban inconformes con la depresión general. Por su parte el clero llano, tanto el asirio como el babilonio, exhibía cada vez más su rabioso nacionalismo, que los sumos pontífices sumisos a la autoridad de Semíramis no compartían.
El título de señora dado por los cortesanos y personas más allegadas a Semíramis, trascendió a la calle. El pueblo olvidó los títulos de reina y patesi y empezó a llamada también la señora, con una cierta ambigüedad en el tratamiento, pues sin perder su contenido de majestad llevaba implícita una dosis de jerarquía celestial.
Semíramis comenzaba a ser para el pueblo no la vicaria de Ishtar sino una diosa cuya situación en la mansión celeste no estaba determinada, aunque se suponía que gozaba del beneplácito de Marduk. Por esto a las clases populares no les extrañó que en uso de su clarividencia divina, Semíramis traspasara al templo de Enlil, en Nippur, huertos, rebaños, talleres de artesanía y esclavos a expensas de los patrimonios de Marduk e Ishtar con la aquiescencia de los pontífices y de las cámaras sacerdotales. Bien es cierto que estos cuantiosos recursos el divino Enlil los pondría a disposición del costoso programa de calzadas. Pero como quiera que fuese, Bel el Antiguo parecía ascender en la jerarquía de los dioses.
La realización de la red de caminos eran un homenaje tácito a Enlil, dios itinerario. Este traspaso disgustó al clero llano y muy especialmente a los estudiantes y maestros de la escuela de Nabu en Borsippa que veían pasar los años sin que la señora, tal como lo había prometido, solucionara el problema de la devolución del huerto de los viñedos.
Semíramis apenas salía de la casa del Estanque. Sólo cuando tenía que fallar juicio por alboroto o disturbio en la puerta de Ishtar, acudía a palacio para constituirse en tribunal y sentenciar. Las penas eran cada vez más rigurosas, a fin de que los infractores no reincidieran y dieran, escarmentados, ejemplo a futuros transgresores. Ninurta-apla despachaba con ella una vez al mes, y Dadamuz, en víspera de consejo. Gelmas, si no se hallaba ausente inspeccionando alguna escuela o guarnición, permanecía en la casa del Estanque planeando las futuras campañas militares.
En las temporadas de vacaciones, el príncipe heredero Salmanasar, Tiglatpileser y Shamshiilu eran huéspedes de la señora. El bastardo de veinte años, se llevaba bien con su hermanastro Salmanasar y el hijo de Dungui. Semíramis les enseñó a quererse y a respetarse mutuamente y les inculcó el sentido de la obediencia. Para ellos, también era la señora. Semíramis, que todavía no podía saber en cuál de aquellas cabezas ceñiría la tiara de ambos reinos, los cuidaba y cultivaba por igual.
Salmanasar y Tiglatpileser, de catorce y doce años respectivamente, se conducían como niños que eran, pero Shamshiilu mostraba ya gusto por el gobierno e incluso se interesaba por la milicia.
La convivencia de Semíramis con sus jóvenes huéspedes, trascendió a Babilonia y la gente hablaba con buenos augurios de estos lazos de afecto familiar, más eficaces para el buen entendimiento futuro entre miembros de la dinastía que las disciplinas de los preceptores. El problema de Asiria y Babilonia, sobre todo de la primera, era la falta de un estatuto que señalara sin lugar a duda ni a controversia al sucesor del trono.
De hecho, lo era el príncipe heredero, pero como a la tiara estaba estrechamente vinculado el vicariato y sin éste no había posibilidad de reinar, las miradas benevolentes de Asur azarosamente repartidas entre los hermanos creaba rivalidades. De ahí que la vida nacional e internacional de Asiria se viera mermada por estas disidencias palaciegas entre los miembros de la familia real que, con frecuencia, no encontraban otra salida que la guerra civil.
Semíramis, a pesar del afecto que mostraba por los chicos y de participar en sus juegos y distracciones, mantenía una rigurosa disciplina en su vida. En cuanto rayaba el sol eran despertados y, tras de un breve aseo, sin desayunar, el oficial Sinanna los adiestraba en ejercicios militares: equitación, marcha a campo traviesa, manejo de la maza y la honda y prácticas de tiro de arco. Al cabo de una hora se bañaban en el estanque; después, pulcramente vestidos, pasaban a saludar a la señora y con ella desayunaban.
El más impresionable era Salmanasar, que se quedaba absorto contemplando con arrobo a su abuela. Tiglatpileser, tocándole con el codo, le sacaba de estas abstracciones. El resto de la mañana quedaban libres. Shamshiilu andaba detrás de una de las doncellas destinadas en el pabellón. Salmanasar y Tiglatpileser salían a corretear vigilados por los ayos. Se mezclaban a los hombres del campo, casi siempre esclavos, jugaban con las norias, capturaban nidos o hurtaban fruta de los huertos vecinos hasta que el sol del mediodía les hacía buscar refugio en el pabellón.
En el almuerzo no acompañaban a Semíramis, pues ésta quería que aprendieran a conducirse con la servidumbre. Se retiraban a dormir la siesta, mas lo que hacían era reunirse en la habitación de Shamshiilu. Como estaban enterados del amorío de éste con la doncella Labami le zaherían con bromas, principalmente Salmanasar.
Shamshiilu en su convivencia con los príncipes y a pesar de ser bastante mayor que ellos les guardaba un respeto que se traducía muchas veces en timidez. No olvidaba su condición de segundón.
—¿Qué, se deja? —le preguntó un día Salmanasar.
—Labami me gusta para esposa —respondió seriamente Shamshiilu.
—A mí la que me gusta es Melinke, y se deja que la acaricie cuando está desnuda —aseguró con precoz fanfarronería Tiglatpileser.
—No te creo —dudó Salmanasar—, Melinke no se separa de la abuela. ¿No habéis notado que está enamorada de ella?
Al anochecer, después de la cena con Semíramis y Melinke, pasaban todos al salón del embarcadero. Charlaban, oían música y recitados. Tiglatpileser mostraba una aptitud especial para la música y ya tañía con habilidad la cítara. Melinke le corregía algunos defectos de digitación que observaba en él.
Salmanasar no exhibía predilección o vocación por alguna actividad especial. Semíramis lo consideraba como el más serio de los tres y quizá también el más aburrido. Motejaba este carácter a la educación que el niño recibía en Kalah, más rigurosa y formularia que en Babilonia.
Una noche, a la hora de retirarse a dormir, Semíramis retuvo a Shamshiilu:
—Me he enterado que estás interesado por una doncella que os sirve en el pabellón.
Shamshiilu era asirio, pero la influencia de Borsippa había hecho mella en él. Contestó con franqueza:
—Sí, señora. Es una doncella llamada Labami.
—No la conozco. ¿De quién se trata?
—Sólo sé que su abuelo es justicia del rey.
Semíramis se quedó suspensa un momento. Enseguida:
—Si es nieta del bienquisto Babilosin no tengo nada que oponer.
—Es muy buena… —insinuó Shamshiilu.
—Como quiera que sea, debo recordarte que figuras en la lista de los sucesores de la dinastía.
—No lo olvido, señora, pero el saber que ya hay un Príncipe heredero y que Salmanasar tiene dos hermanos me hace comprender que el trono de Asiria no es para mí más que una eventualidad. Creo que en esta circunstancia mi corazón puede escoger con mayor libertad la mujer que habrá de compartir mi vida.
—No, Shamshiilu. En principio, como te dije, ningún reparo tengo que oponer a Labami. Es una doncella digna de llevar el título de señora de la casa; pero tu ascensión al trono, aunque eventual, será siempre una posibilidad mientras vivas. Nunca sabemos los designios que encierra el Libro de Nabu. Por eso, aunque haya tres príncipes herederos del trono de Asiria, incluso cuatro, pues Tiglatpileser tiene derechos también muy legítimos al vicariato de Asur, tú debes conducirte como un príncipe y no dejar que el corazón te aparte del sendero que tu nacimiento te ha señalado.
—Lo tendré presente, señora.
—¿Cuándo terminas tus estudios?
—En vísperas de la fiesta del Año Nuevo.
—Cuando salgas de la escuela no dejes de pasar por aquí. Regresarás a Kalah como escriba del montero mayor. Y si tus relaciones con Labami se formalizan procuraré introducirla en la corte de Kalah.
Semíramis despidió a Shamshiilu y salió al embarcadero donde Melinke se encontraba recostada en una litera. El rumor de las aguas del Éufrates producía al oído una nota agradable en la noche quieta y calurosa.
—¿Conoces a una doncella llamada Labami?
—Sí, señora. Sé que Shamshiilu la corteja. Los he visto pasear por el palmar.
—¿Qué te parece?
—No me he formado ninguna opinión. Es bonita y su conducta me parece discreta. Pero no sé nada de ella. Dicen que es nieta del bienquisto Babilosin. Será de fiar…
—No mucho, Melinke. Pertenece a una familia muy babilonia y Labami probablemente odie a los asirios.
—Si se deja cortejar por Shamshiilu…
—No quiere decir que renuncie a Babilonia para abrazar a Asma. Puede aspirar a que Shamshiilu se olvide de su patria para vivir con ella como un babilonio.
—Pero ¿acaso se han prometido?
—No. Mas no me disgustaría que se prometiesen siempre y cuando Labami se mostrara dócil a mis recomendaciones… Cuando se vayan los príncipes a Borsippa le diré al mayordomo que ponga a Labami bajo tu cuidado. Le extrañaría que yo la tomase a mi servicio. Contigo es mejor. Además se mostrará más confiada. Debes procurar dirigir su interés hacia Kalah. Ya me dirás lo que piensa de Asiria. Es más difícil hacer una señora de palacio que un rey. Sobre todo una esposa de rey que me obedezca.
—Creo, señora, que te preocupas demasiado por cosas que el tiempo se encargará de conducir y resolver…
—Pero no quiero que por confiada se vuelvan contra mí. Shamshiilu me parece el mejor de todos y no sería difícil que ciñera la tiara antes que Salmanasar…
—Si tanto te interesa tu rebaño de príncipes pudiera decirte una cosa… sobre Tiglatpileser, el más tierno de ellos.
—¿Qué ocurre con mi hijo?
—Me busca y me soba…
—¡Pero si es un niño!
—Sí, es un niño, mas… me acosa.
—¿Y tú le rehúyes?
—¡Claro! Todas estas tardes de atrás, siempre que me he bañado con él lo he hecho sin quitarme el sayo…
—Pues haces mal. Si Pil ya se siente hombre y tú le gustas…
—Sabes que a mí no me atraen los hombres.
—¡Pero si Pil es un niño!
—Que quiere conducirse como hombre.
—Prefiero que lo haga contigo y no con una esclava.
Melinke rió:
—Para esos aprendizajes hay un harén en palacio. Bueno, señora, yo te hablé de esto porque creo que no estaría de más que en la escuela de Borsippa lo supieran. Mejor es prevenir que enfrentarse a un escándalo.
Melinke creía conocer a Semíramis, pero siempre la señora reservaba en secreto parcelas de su espíritu, como si con los años, en vez de repetirse en experiencias, se ampliara en hallazgos. La reacción por lo de Pil no le extrañó a Melinke, aunque no la esperaba. Sin embargo, instantes después tuvo motivo para asombrarse.
La tibieza y la quietud de la noche animaba a la confidencia. Semíramis tal si continuaran una charla interrumpida por un momento, le dijo que como resultado de unas gestiones diplomáticas conducidas por Agarán, siempre oculto bajo su personalidad de Magarasur, Ben Adad de Damasco había consentido en enviar un embajador a la corte de Babilonia para negociar un tratado comercial sobre un intercambio de productos que escapasen al dominio de la Lonja de Tasas de Tiro. «Se trata de que Babilonia les mande aceites aromáticos en grandes vasijas, que los damascenos podrán envasar y precintar en pomos egipcios».
Con ello se pretendía dar salida a los aceites babilonios y burlar con la falsificación a Egipto y Tiro. Todo esto era un negocio o asunto más o menos natural. Pero lo que extrañó a Melinke fue que la señora insistiera en la oportunidad que tenía ahora de introducir en la corte de Damasco personas idóneas para cumplir la sentencia de muerte que pesaba contra Tursyna, la esposa del rey. Que al cabo de los años la tartesia no se le fuera de la mente a Semíramis, renovó en Melinke la sospecha que su malicia había suscitado años atrás: que Semíramis hubiese estado enamorada de Tursyna.
—Tursyna hace tiempo dejó de ser peligrosa. Muerta, de nada te serviría, mientras que viva y aliada podría prestarte algún servicio —dijo Melinke tratando de averiguar el sentimiento secreto de la señora respecto a la tartesia. Y como Semíramis comentara que la doblez de Tursyna hacía obvia cualquier intención de alianza, agregó Melinke en tono evocador—: Ya han pasado años. Tursyna debe andar ahora por los cuarenta…
—Exactamente treinta y nueve… —precisó Semíramis.
—Una ruina de mujer.
—Agarán me dijo que no. Que se mantiene joven todavía, aunque un poco gruesa.
Pocos días después, Semíramis fue a Babilonia para conocer el ala sur del palacio, ya concluida. La obra había durado demasiado, y aunque Shusteramón y sus ayudantes volvieron a los dos meses de iniciada la reforma a la planta baja para continuar trabajando en un obrador improvisado, el torreón que daría alojamiento a los médicos y al laboratorio requirió una más sólida estructura, ya que los viejos muros que daban al canal del Éufrates estaban punto menos que ruinosos.
Semíramis se hallaba en el saloncito contiguo al obrador cuando entró Addasin a comunicarle que había llegado a palacio una embajada de Damasco, la cual esperaba en el patio de honor ser recibida por el rey.
La señora se despidió de Shusteramón y por el pasadizo secreto pasó a su dormitorio. El mayordomo amplió la información:
—La embajada nos trae una sorpresa, señora. ¿Te acuerdas de aquella joven tartesia tan enredadora llamada Tursyna?
—¡Cómo no voy a acordarme, Addasin!
—Pues esa Tursyna viene al frente de la embajada.
—¿La esposa del rey Ben Adad convertida en vulgar embajadora?
—¿Consideras vulgar a la más peligrosa de las intrigantes?
—¿Pero es que olvida que está sentenciada a muerte?
—Esa mujer no olvida ni los gritos que dio su madre al parirla. Viene amparada con el banderín hospitalario y no creo que haya juez que se atreva a ponerle la mano encima.
—Enseguida ve a ver al rey. Ponle en antecedentes de quien se trata. Dile que en esta primera conversación no suelte prenda, que la escuche y posponga la conversación formal para dentro de dos días. Y que enseguida que la despache, venga aquí a verme.
Ninurta-apla no desmentia su prosapia. Viéndole sentado en la silla de Babilonia, con la tiara de Marduk ciñéndole la cabeza, el corselete de ante con escamillas de oro, el sayo purpúreo entreabierto, recogido en el talle por el cíngulo de Ishtar, las sandalias de piel de jabalí, nadie pondría en duda su majestad.
A ambos lados del trono, los abanicadores con sus espantamoscas de plumas de avestruz abiertos al modo de palmera. Le acompañan el jefe de la guardia real y el escriba mayor de palacio. En los pebeteros arden resinas aromáticas.
Un paje anuncia desde la puerta:
—La excelsa Tursyna, hija de Yavé, rey de los ejércitos, esposa del glorioso Ben Adad, Dama de las cinco virtudes, embajadora de Damasco…
Cuando el paje concluye la enumeración de los títulos, Ninurta-apla bien aleccionado por Addasin, se dirige al escriba:
—Si viene como esposa de Ben Adad tendrá que regresar a Damasco, pues el protocolo no tiene prevista su visita. Mas si renuncia a las prerrogativas de los títulos que le confiere su calidad de esposa del rey y se atiene a su condición de embajadora, entonces sí podré recibirla…
El escriba atraviesa la sala del trono y sale por la puerta en que asomara el paje. El rey oye rumor de voces. Probablemente la emisaria discute sus derechos. El equívoco se ha provocado por negligencia de Gurma, el intendente de palacio. Al cabo de un buen rato, vuelve el escriba y le dice al rey muy discretamente que la honorable Tursyna consiente en presentarse a la audiencia como simple embajadora. El escriba vuelve a salir.
Enseguida asoma el paje y anuncia:
—La honorable Tursyna, emisaria del glorioso Ben Adad de Damasco.
Ninurta-apla levanta la mano en señal de asentimiento. La mano, cuajada de piedras preciosas que lanzan los destellos de una constelación. La puerta de la sala del trono se abre de par en par. Se escuchan en el patio de honor los sones de un himno.
Entra Gurma, vestido de gala con el báculo de su dignidad.
Hace las reverencias de cortesía y da unos pasos erguido, solemne, pegando con el báculo en las losas de la sala. Se detiene en el centro de ésta. Mira al rey. Éste vuelve a asentir con un movimiento de cabeza y Gurma torna la mirada hacia la puerta y anuncia:
—Ante el glorioso Ninurta-apla, primero en la virtud de su nombre, rey de Babilonia, azada de Marduk, defensor de los humildes, azote de los blasfemos.
Tursyna, que con sus cuatro acompañantes se encuentra ya en la puerta, da unos pasos e inicia las reverencias.
El rey la observa atentamente. ¿Quién dice que esta mujer es una astuta, peligrosa intrigante?, se pregunta al ver su expresión de timidez. Tursyna ha palidecido. Todos sus miembros tiemblan. Pero el rey ve que aquella criatura que se adelanta hacia él pone en gracioso movimiento todos los bienes que Ishtar prodiga a sus hijas predilectas. ¡Qué aurora de senos entre el celaje de la finísima túnica! ¡Y cómo se balancea el pectoral de esmalte y oro a la altura del ombligo cuando las espléndidas caderas se mueven armónicas e incitantes al ritmo de los andares! ¿Acaso en Damasco las mujeres danzan al andar? ¡Y qué ojos! ¡Y qué brillo en los labios pulposos y húmedos por la miel de los frutos de Ishtar!
—Señora… —balbuce el rey.
—Señor… —dice Tursyna arrojándose a sus pies.
La embajadora tiembla como una cervatilla bajo la garra del dragón de Marduk. Bueno, tanto como cervatilla… Ninurta-apla se confiesa que el símil no es el apropiado. La embajadora tiembla como una pantera en celo que husmea la cercanía del macho. Y la postura de respeto y humildad que la tartesia ha adoptado es el mejor regalo para los ojos del soberano. Los pezones parecen perforar el tejido de la túnica. El cabello despide al aroma de los cedros del Líbano. El cuello, la espalda desnuda casi hasta los glúteos, apenas celada por el ligerísimo, vaporoso velo cobrizo, muestran en la transparencia el más acabado, incitante panorama.
Ninurta-apla adelanta la mano. Duda si posarla en la cabeza o en los hombros de la embajadora. La mano no se detiene y está a punto de alcanzar el cinturón que sujeta la falda. Se ha inclinado tanto que Tursyna, intrigada por el silencio, yergue la cabeza hacia él y le lanza con las palabras el aliento perfumado de azahar:
—¿Qué miras, señor?
Ninurta-apla no encuentra la respuesta. La pregunta le parece insólita. Más insólita aún la expresión de cervatilla intimidada en aquel cuerpo de pantera caliente y trepidante de rugidos. En la mirada, un reflejo metálico y cándido de plata de Tartessos.
—Nada —acierta a decir el rey—. Bueno, sí, miraba cómo podía levantarte.
Y Tursyna, como la más desvalida de las criaturas, con la voz trémula susurra:
—Toma mi mano, señor…
Siempre son embajadores los que piden audiencia. De pie saludan al monarca y de pie dicen su discurso de salutación y buenos deseos. De pie escuchan la respuesta del rey, que les da la bienvenida o los amenaza con desollar vivo a su señor, y, concluida la ceremonia, se van por su propio pie. El protocolo, por lo tanto, no prevé la necesidad de una silla, que en esta ocasión a Ninurta-apla se le hace indispensable.
Tursyna, que se ha levantado de la mano del monarca, se inquieta al ver cómo el rey distrae la vista buscando a alguien.
Un estremecimiento sacude el cuerpo de la tartesia sólo al pensar que el individuo que falte en la sala sea el verdugo.
—¿Quién falta, señor? —Se atreve a preguntar.
—¡Una silla! ¡Aquí, una silla!
Negligencia tras de negligencia. Gurma debió de haber instruido a la embajadora que no podía presentarse como esposa del rey de Damasco, pues no se había previsto una recepción como tal. Y sabiendo que se trataba de una mujer debió ordenar que pusieran una silla a la izquierda del trono.
A Tursyna se le iluminan los ojos. Intuye que se ha hecho dueña de la situación.
—¡Bah! No tiene importancia. Acostumbro a estar de pie las pocas veces que no permanezco acostada. La litera es mi mueble preferido, señor. Acostada, todas mis facultades mejoran.
Ninurta-apla se queda suspenso. Piensa si la embajadora de Damasco solicitará discutir el tratado comercial en la cama. Aunque Dinala, su esposa, consintiera en ello como una de las inevitables cargas de la tiara, no cree que haya precedente al respecto.
—No lo dudo, señora. Pero yo en la cama me duermo.
Tursyna ríe:
—Eso, señor, según los puntos que se toquen. —Los pezones persisten en perforar el tejido de la túnica—. Me es tan familiar este palacio que oírme llamar señora me cohíbe un poco. Y también me envejece…
—La embajadora está en la flor de la vida…
—Aquí siempre se me llamó Tursyna. ¡Qué felicidad, señor, volver a encontrarme en Babilonia!
Llega el paje con la silla. La embajadora toma asiento. El rey observa cómo el velo moldea como en cobre recién fundido los muslos. Enseguida, dándose cuenta de que el escriba está tomando nota de todo cuanto hablan, le coge la tablilla de arcilla húmeda y la borra imprimiendo su mano en ella:
—Nada de lo que hemos hablado hasta ahora debe ser anotado.
—¡Cómo te has puesto la mano, señor! —exclama Tursyna, al mismo tiempo que con una punta del velo trata de limpiársela.
—No, por favor. En cuanto se seque, es polvo. Se irá.
—También se irá de mi manto, aunque me tienta guardarlo en un estuche de marfil como recuerdo de esta primera y fructífera audiencia.
Los acompañantes de Tursyna, sus asesores, se han quedado a un lado del salón. Desde allí asisten a la audiencia. Se muestran tranquilos. Hasta ahora no ha sucedido nada que haya hecho necesaria su intervención. Las instrucciones de Ben Adad han sido muy precisas. «Con Ninurta-apla no hay cuidado. Lo más que puede ocurrir es que se acueste con él. Pero no la perdáis de vista si se reúne con Semíramis. Con ella corre gravísimo peligro. Tursyna es capaz también de serme infiel con ella. Evitadlo a toda costa».
—¿Fructífera dices? —Duda el monarca.
—¿No lo crees así, señor? —replica la embajadora.
Ninurta-apla baja la vista. Siempre el mismo espectáculo: los pezones pinchando la túnica a punto de rasgarla. Si lo lograran los pechos se desbordarían con ansia de entrega. Desde luego las túnicas damascenas son mucho más ornamentales que las babilonias. Cerradas del pecho para incitar, abiertas de la espalda para provocar.
—Desde luego, muy fructífera. ¿Y qué, cómo van las cosas por Damasco?
—¡Oh, Damasco! —exclamó Tursyna poniendo los ojos en blanco, tal si fuera a recitar el poema erótico de Noches damascenas—. ¿Qué quieres que haga una mujer como yo en Damasco? ¡Aburrirse! Sobre todo cuando se tiene un esposo dedicado a una profesión tan absorbente como la suya…
—¿A qué se dedica tu marido? —pregunta intrigado Ninurta-apla.
Tursyna se recoge en un movimiento de recato. Cruza las manos sobre el halda y responde con reparo:
—Perdóname, señor, que no hable de ello…
—¿Tan infamante es?
—Infamante, infamante… no precisamente.
—¿Entonces?
Tursyna le dice al oído:
—Tu protocolo me prohíbe declarar la profesión de mi marido.
—¡Cómo! —Y poniéndose en pie, presa de una súbita indignación, el rey exclama—: Bienquisto Gurma, ¿qué clase de protocolo tenemos que prohíbe arbitrariamente a una embajadora declarar la profesión de su esposo?
Gurma enarca las cejas. Que el rey sea un pelele todo el mundo lo sabe; que además sea tonto, probado; pero que encima quiera presumir como los inteligentes de olvidadizo… Gurma abre los brazos en ademán de resignación que no de obediencia:
—Señor, la señora asiste a la audiencia que le has concedido en calidad de embajadora y no de esposa del rey de Damasco.
—¿Acaso ser rey es una ignominia?
—Se trata del protocolo, señor…
—¿Del protocolo? ¡Ah, ya, ya! Ya caigo… —y volviéndose a Tursyna, agrega—: Señora, no me reveles la profesión de tu marido. Lamento sinceramente que ella sea causa de tu aburrimiento, si bien me felicito de que sea el origen de tu agradabilísima presencia… —y tras de una pausa—: Así que eso que no se puede decir, te aburre…
—Sí. Ser eso en Damasco no es como serlo en Babilonia. Porque tú, señor, aquí no haces nada…
—Bueno, tanto como nada… Ya ves, me pongo la tiara y te recibo.
—Pero tendrás tiempo para acompañar y halagar a tus esposas…
—Sólo tengo una.
—¿Nada más? ¿Y cómo te las arreglas?
—Supongo que lo mismo que tu marido…
—Entonces, señor, tú eres de los reyes que llevan a las embajadoras a su cama…
—Ni mucho menos, señora. Aquí no llegan embajadoras…
—¡Qué pena! En Damasco el introductor de embajadoras es el cargo más importante desde que Ben Adad subió al trono. Y son tantas las embajadoras que recibe que, a veces, mientras una sale por una puerta de la cámara nupcial, que allí se llama de los tratados, ya anda muy presuroso el introductor conduciendo una nueva embajadora por otra puerta. Yo creo que por esta causa no nos entendemos con los asirios. Siempre mandan embajadores. Y mi esposo es tan pusilánime que no le gustan los hombres. Parece ser que es una tara de familia.
—Un momento, señora. Aclaremos que esta conversación es informal, digamos amistosa…
—Claro…
—Debo entender que tú has venido a Babilonia a divertirte.
—Desde luego.
—¿Pero no vienes a concertar un tratado comercial?
—Lo del tratado lo arreglan esos que están ahí.
Gurma se acerca al trono:
—El tiempo previsto para la audiencia ha concluido. Dentro de media hora esperan al señor en el Esagila para el rito de la fecundación de la palmera.
—¿Me esperan dices?
—Sí, señor.
—Si esperan no hay ningún impedimento para que yo no siga concediendo la audiencia. Retírate, bienquisto Gurma.
—No, no —interviene Tursyna—. Yo soy la que me retiro. Pero antes quiero preguntarte por la excelsa Semíramis. ¡La quiero tanto! ¿No sabes que ella me salvó del verdugo? ¡Qué mujer! La llevo en mi corazón. ¿Acaso se encuentra en Babilonia?
—Sí, precisamente está en palacio.
Tursyna palidece. Se le vela el tono de la voz al decir:
—Me habían dicho que estaba en Kalah.
—Hoy, muy temprano, vino a palacio… Pero ¿qué te sucede, señora?
—Es la emoción… me alegraría tanto verla. ¿Sería ello posible?