La sospecha y Shusteramón

Primero fue el pronóstico de los arúspices, después el de los magos y por último el del médico Malkallasin. No coincidían. Pero Semíramis, atendiendo a su propia naturaleza, dio más crédito a la afirmación del médico.

Fue un rudo golpe. En los campamentos, dispuesta para salir a la conquista de Egipto, esperaba la tropa. Beltarsiluma, que conocía aquellas tierras, había enviado desde Kalah un detallado informe sobre las más importantes bases militares egipcias. El ejército, dividido en tres cuerpos, iría al mando de Adadnirari, de Semíramis y Gelmas. La tropa de Semíramis y parte de la de Gelmas estaba integrada por veteranos de la campaña del Indo.

—¿Estás seguro? —preguntó la reina, todavía con una ligera esperanza, a su médico.

Malkallasin estaba seguro. Pero a la reina de Babilonia nunca se le podía hacer una afirmación categórica. Si se tratase de otra mujer, de la esposa de un funcionario, le habría dicho: «Dentro de siete meses, parirás». Mas a una reina… Y mucho menos si era vicaria de Ishtar. Porque lo primero que habría que saber era si el hijo que empezaba a alentar en el seno de Semíramis era suyo o de Ishtar. ¿Y quién el padre? ¿Acaso Marduk? Porque una reina de Babilonia, que es viuda, no puede tener un hijo si no es de un dios.

—Seguro, seguro… —vaciló el médico.

—Con tus recatos, Malkallasin, la medicina adelantará poco.

Semíramis despidió al médico. El embarazo se oponía a su propósito. Tendría que renunciar a participar en la conquista de Egipto, frustrándosele la ambición de adueñarse del trono de Asiria. Era probable que, vuelto Adadnirari vencedor de Egipto, la dejase reducida a simple patesi de Babilonia.

Semíramis llamó a Melinke, la más adicta de sus azafatas.

—Creo que voy a tener un hijo.

El rostro de la doncella se iluminó con una expresión de tierna alegría. Se adelantó a la ventana y alzando los brazos exclamó:

—¡Alabada sea Ishtar!

Semíramis no comprendió el súbito regocijo de la doncella.

—Vísteme. Y si viniera el rey dile que estoy en la alberca, lo que se te ocurra, pero que no sepa que estoy con Shusteramón. No debe saber que vaya tener un hijo.

Melinke no sintió curiosidad por conocer quién era el padre. Desde luego no Adadnirari. Sabía bien que las relaciones amorosas entre la madre y el hijo eran cosa acabada y sin indicio seguro de actos consumatorios.

La reina, concluido el atavío, se fue por el pasadizo secreto a ver a Shusteramón. En cuanto entró en el obrador, dijo:

—Me has asegurado varias veces que los médicos babilonios conocen el cuerpo humano mejor que los egipcios, pero de poco les sirve.

Shusteramón miró de arriba abajo a la reina. De todo el mundo orgulloso y prepotente que se movía en palacio, el médico egipcio era la única persona que hablaba de igual a igual a Semíramis, que la despreciaba en su prerrogativa real y la estimaba en su condición humana.

—¿Qué ocurre, señora?

Semíramis con un gesto le indicó que tenía que hablarle a solas. Shusteramón licenció a sus ayudantes.

Con impaciencia la reina los vio bajar por la escalera que conducía al patio. El médico se acercó a la pileta y se lavó las manos. Mientras se las secaba con un lienzo volvió a preguntar:

—¿Qué pasa, señora?

Semíramis se sentó en la litera, se desvistió y se acostó.

Lentamente, al ritmo de su pensamiento, el egipcio se acercó a ella:

—Lástima que yo moriré antes que tú y no podré perpetuar esta maravilla de cuerpo.

—Tú no morirás, Shusteramón. Me has prometido la inmortalidad. Si yo perduro, ¿por qué has de morir tú?

Shusteramón adelantó la mano y acarició los senos de la joven. Tenían todo el desarrollo de la juventud y la firmeza de la adolescencia.

—¡Qué maravilla! —musitó complacido de su obra. Luego pasó las manos con pericia dactilar por la suave comba del vientre.

—¿Por qué no me contestas, Shusteramón?

—Es natural, señora, que tú, siendo reina, quieras vivir como una diosa en la eternidad, pero yo no. La cautividad en que me tienes me convierte en el más desventurado de los hombres. Yo no me beneficio de los elixires y ungüentos de la alquimia ni de la cosmética que aplico a tu persona. Es mi venganza. Yo moriré pronto, lo presiento. Y la muerte será mi liberación definitiva. Entonces sé que nadie, ni el mismo Belnabu que tan fiel y cuidadoso sigue mis experimentos, podrá continuar este milagro que hago contigo.

—Eres cruel, Shusteramón.

—Vengativo, señora.

—¿Nunca has sentido deseos de poseerme?

—¡Jamás! ¿Y sabes por qué? Porque para mí tú no eres un ser viviente; eres como un cadáver que perpetúo con los más verosímiles síntomas de vida. Tu carne es para mí una materia dúctil que debo cuidar y procurar mantener siempre lozana, fresca, saludable. Tu cuerpo es el campo de batalla en que diariamente libro un combate contra la senectud, y por consecuencia contra la muerte. Pero la muerte está al acecho y me hará caer primero a mí. En cuanto yo cierre los ojos ese cuerpo espléndido, toda tu belleza, toda tu juventud entrarán en un ruinoso envejecimiento. Lo sé y ésa es mi venganza, señora.

—Eres un gran médico y sé que te halaga oírmelo decir. Tu única satisfacción es contemplarme como tu mejor obra. Mi cuerpo resume y exhibe tu ciencia, tu arte, tu sabiduría. Ignoro lo que los dioses han puesto en tu cerebro y en tu corazón, en tus ojos y en tus manos. No creo, Shusteramón, que renuncies a este halago. Y un día, ante el temor de perderme, utilizarás contigo los mismos recursos que usas conmigo y querrás vivir y vivirás siempre, inextinguiblemente, alucinado por mi juventud que es tu razón de existir. Hace unas noches un joven estrujaba mis senos. ¿Sabes lo que me dijo?

Shusteramón movió negativamente la cabeza:

—No me interesa.

—Sí te interesa. Me dijo «los tienes más tersos, firmes y jóvenes que una púber». Era el más cumplido elogio que podía hacerme. Y yo entonces me dije: «¡Qué sabio eres, Shusteramón!».

—Bien, señora, ¿a qué has venido?

—Quiero que me examines. El insensato de Malkallasin, en contra de la opinión de augures y magos, se atreve a insinuar que estoy embarazada.

Shusteramón emitió una risa sorda. Dio unos pasos hacia la alacena y de un cuenco tomó un unto con el que se enjugó las manos. Se las friccionó con especial cuidado, procurando que el ungüento se adhiriese a la piel. Tornó a la litera y dijo:

—Veamos, señora.

Mientras Semíramis se entregaba a la manipulación del médico pensaba si no sería conveniente divinizarlo. Sentía escrúpulos de que las virtudes médicas del egipcio fuesen humanas. No estaba muy segura de que los dioses viesen con buenos ojos las experiencias a que se sometía. En dos o tres ocasiones consultó en secreto los oráculos de Ishtar y de Marduk. Permanecieron mudos, como si las proposiciones que les presentaba fueran insólitas o ajenas a su incumbencia. Este silencio de los dioses la mortificaba, pues le hacía sospechar que probablemente por las propias experiencias de Shusteramón pretenderían castigar su insana soberbia. Mas los resultados de estas prácticas heterodoxas se reflejaban demasiado en su naturaleza para atreverse a renunciar a ellas. Y no pocas veces ante tales dudas concluyó por hacerse a la idea de que los dioses no querían transmitir el secreto de la inmortalidad a los humanos, pero transigían con que solamente ella se beneficiara.

—Malkallasin no es un insensato. Lo son la plaga de arúspices y magos que te rodean.

—Dulgasor, no. Sabes bien que es un sabio que escudriña los astros y les saca su secreto. Dulgasor me dijo que la estrella de Ishtar entraría en plenitud.

—¡Ya! —asintió escéptico el egipcio. Le echó la túnica sobre el vientre y agregó—: Puedes vestirte, señora.

Semíramis se incorporó en la litera:

—¿Entonces…?

—Has entrado en la tercera luna de embarazo. Si Ishtar no dispone otra cosa, parirás dentro de siete meses.

—¡Cómo, si apenas hace unos días se me retiró el flujo!

—¿Y eso qué tiene que ver? Tú no eres como las demás mujeres. La planta de Gilgamesh tiene entre otras virtudes la de alterar el movimiento de la sangre… —y brutal o demasiado realista, el médico inquirió—: ¿Y quién es el padre?

Semíramis se ruborizó como una doncella sorprendida en acto pecaminoso:

—¡Qué sé yo! ¿Dudas de mi honestidad?

Shusteramón soltó una carcajada hiriente, mortificadora; mas súbitamente, con una inesperada expresión de ternura, cogió entre sus manos la cabeza de la reina y la acarició como a una niña:

—¡Pobrecita! No te aflijas. Espero que no hayas cedido al asedio de un sucio tartán de palacio.

Sintiéndose mimada, Semíramis, con voz emocionada, un poco afligida, reveló:

—Sólo Ishtar lo sabe. Yo estaba posesa de su espíritu.

—Pero ¿él?

—Él estaba poseso del espíritu de Enlil.

Semíramis aún exhibía sus senos desnudos.

—Vístete y no digas tonterías —opuso Shusteramón—: Hace ocho meses que fue el jubileo de Ishtar. De haber sido Enlil estarías en la última luna del embarazo. Dime, ¿quién es él?

—¿Importa eso mucho?

—Quizás. Así también formularé yo mi horóscopo.

—Se trata de un vagabundo.

El médico volvió a reír con un alborozo que tenía su dosis de sarcasmo:

—¡Magnífico, señora! ¡Un vagabundo! El único hombre en quien yo no hubiese pensado. Será un parto espléndido: un demente o un dios. El cerebro de tu hijo será encrucijada de todos los caminos de ese vagabundo.

—Se ve que me odias, Shusteramón.

—Como reina te detesto, si bien como criatura humana me inspiras una profunda pena. Te veo tan desvalida, tan indefensa, tan asustada ante la perplejidad que te produce la idea de la muerte… Cuando te sientas la más infeliz y mísera de las criaturas ven a mí y encontrarás en mis labios palabras de consuelo.

—Me siento muy afligida, Shusteramón.

—¿Por el hijo?

—Sería una gloria tenerlo. Pero él provocaría el escándalo. Me separaría del rey. Me obligaría a renunciar al trono de Asiria.

—Puedo hacerte abortar. Mas te confieso que no me fío de mí mismo. No sé si en ese momento, ante la posibilidad de matarte, de recuperar definitivamente mi libertad te dejaría morir.

—No divagues, Shusteramón… Dime, ¿hasta cuándo puedo disimular mi embarazo?

—Me extraña que el vientre aún no se haya deformado, pero es cuestión de días. Sospecho que las virtudes astringentes de los ungüentos que te preparo y de los elixires que tomas cederán al empuje de la maternidad. Después del parto tendré que someterte a una severa medicación y dieta para que recuperes la tersura perdida. No te preocupes por ello. Continuarás con tu cuerpo de doncella.

—¿Y será varón?

—Eso pregúntaselo a Dulgasor, que todo lo sabe.

Sin la menor duda respecto al embarazo, Semíramis se retiró al oratorio de Marduk, donde permaneció una larga media hora en comunión con el dios. Después, envió a Addasin en busca de Adadnirari, pues necesitaba hablar con él. El mayordomo le dijo que el rey se hallaba en el harén despachando con el bienquisto Gelmas. Semíramis dudó sólo un momento, resolviendo ir en busca de su hijo. Pocas veces bajaba al harén, y no le gustaba que Adadnirari se hubiese aficionado a despachar los asuntos de Estado en esta dependencia. Su padre, Shamshiadad, nunca había tomado el harén como lugar adecuado para tratar con sus consejeros los negocios de gobierno.

Belinti la anunció con toda solemnidad. Adadnirari dejó en suspenso su charla con Gelmas, sorprendiéndose de la presencia de su madre. Algo grave debía de ocurrir para que la reina hubiese condescendido a bajar al harén. Generalmente era él quien acudía a sus llamadas.

El monarca y el militar se hallaban sentados en grandes almohadones. En el suelo tenían un lienzo con el trazado de los caminos que conducían de Damasco a Samaria, a Jerusalén, a la península del Sinaí y al delta del Nilo. Semíramis comprendió enseguida que estaban tratando sobre la campaña de Egipto, pero no se explicó por qué los tres eunucos que los atendían iban vestidos al modo israelita, judaíta y egipcio. El hecho de que cada uno de estos sujetos tuviera las tablillas de información de los países que representaban, no obligaba a recurrir a tan estrafalarios disfraces.

Gelmas se incorporó y saludó reverente a Semíramis. Adadnirari se limitó a levantar la mano al modo de los funcionarios del templo de Ishtar, saludándola como vicaria de la diosa. Semíramis les planteó la cuestión:

—Esta noche se me presentó en sueños el benevolente Marduk. Y acabo de tener una larga comunión con él en el oratorio. —Semíramis miró alternativamente a los dos hombres. Ninguno de ellos dio muestras de inquietud—. Marduk no se opone a la campaña de Egipto, pero se niega a que yo os acompañe…

Los dos no ocultaron su sorpresa. Adadnirari disimuló la alegría llamando con el dedo al eunuco que iba vestido de israelita. Haciendo caso omiso de la presencia de Semíramis, recogió del eunuco una tablilla y dijo a Gelmas:

—Aquí están los puntos principales del tratado sellado entre mi abuelo Salmanasar y el rey Jehú de Israel.

Pero Gelmas, siempre fiel a la reina, sin atender a las palabras que le decía el rey, se dirigió a la señora:

—¿Qué se opone a que nos acompañes?

Adadnirari, temeroso de que Gelmas disuadiera a su madre de la decisión tomada, se precipitó a preguntarle:

—¿Y tú, qué decides, señora?

—El benevolente Marduk me ha dicho que debo partir lo antes posible a Arbelas, y que haga retiro en la casa de Ishtar.

—¿A Arbelas? —se extrañó Gelmas. Lo natural era que el divino Marduk impusiera un retiro a Semíramis en la casa de Ishtar de Agade, que estaba a unos pasos de palacio, pero Arbelas era algo así como una penitencia que implicaba la expatriación.

—Pero ¿por cuánto tiempo? —se interesó el militar.

—Me dijo que permaneciese allí hasta que la gloriosa Ishtar me anunciara vuestra primera victoria. Sé lo que esto supone en nuestros planes militares, pero debo obedecer el mandato de Marduk.

Adadnirari se puso de pie. Gelmas le interrogó con una mirada. El rey alzó los hombros y sonrió con un gesto ambiguo.

—¿Y tu ejército, señora? —Planteó Gelmas.

Semíramis sabía que de no ir ella al frente de sus tropas, éstas sólo darían el mayor rendimiento bajo el mando de Gelmas. Con el fin de adelantarse a cualquier proyecto que al respecto forjara su hijo, explicó:

—Según el bien amado Marduk, tú deberás tomar el mando de mis tropas; Adadnirari, las tuyas, en las que van también veteranos de la campaña del Indo; Akkados se pondrá al frente de las del tercer cuerpo.

La decisión de Semíramis desoló a Gelmas. Conocía bien la benéfica influencia que la reina ejercía en la tropa. No comprendía muy claramente este cambio de parecer, aun aceptando que él fuese determinado por un mandato de Marduk. Adujo:

—Creo, señora, que antes de tomar tal decisión, que en principio acato respetuosamente, debiera consultarse al oráculo de Ishtar, más apropiado para resolver sobre cuestiones guerreras —y dirigiéndose a Adadnirari, le preguntó—: ¿No lo crees así, señor?

Adadnirari, que veía la oportunidad de liberarse de la tutela de su madre, no puso el menor reparo a la renuncia de ésta:

—Mi señora madre debe acatar la inspiración de Marduk. Hace noches, recibí en sueños a la gloriosa Ishtar. Me animó a persuadir a la señora a que dejase el ejército y fuese a Arbelas; pero como no estaba seguro de la pureza de este sueño, preferí no revelarlo. Me parece que no debemos presentar la menor oposición.

Semíramis no se extrañó de que Adadnirari se adhiriese con un embuste a su propósito. La conquista de Egipto significaría un hecho glorioso que eclipsaría sus hazañas y con ello su prestigio y autoridad.

Gelmas insistió en que lo procedente sería conocer el oráculo de Ishtar, mas Semíramis, decidida a ocultar su embarazo, alegó no estar dispuesta a desacatar la voluntad de Marduk.

En la tarde, después del almuerzo, Gelmas se presentó en las habitaciones de Semíramis con la intención de disuadirla de su idea. Y dijo algo en lo que Semíramis había estado pensando toda la mañana:

—Preferiría, señora, suspender la campaña de Egipto hasta tu vuelta del retiro de Arbelas a iniciarla sin ti. Si tú nos faltas, temo que vayamos a un lamentable fracaso. La campaña del Urartu, aunque tu hijo la terminó brillantemente, no le dio la experiencia necesaria para acometer la guerra contra Egipto. Akkados, que es un estupendo militar para estar bajo un superior, no tiene inventiva. Hurimasin es más entendido en la administración del ejército que en maniobras militares. Birtai, la más joven promesa de Asiria, carece también de experiencia de una gran campaña. Es muy serio lo que te digo, señora. Insisto en que es preferible que pospongamos la campaña para la primavera que viene.

Semíramis ya había pensado en un aplazamiento, pero tuvo en cuenta que no podría sustraerse a las miradas indiscretas, inoportunas, curiosas de su hijo y sus más íntimos colaboradores. También le sería más difícil mantener en secreto la causa de su retiro. Por ello, procuró convencer a Gelmas de que un aplazamiento de la campaña no era prudente, y que él, Gelmas, era tan buen guerrero, tan cumplido militar y esforzado caudillo, que estaba segura de que llevaría al ejército asirio a la victoria.

El general hubo de ceder no tanto por las halagadoras palabras de Semíramis como por la insistencia de ésta en la realización de la campaña.

Poco después, la reina recibió a Gabu, el investigador urbano. Había convenido con Dadamuz, el montero mayor, que Gabu asumiera las funciones de gobernador de la ciudad durante su ausencia.

—Guarda buena memoria de lo que voy a decirte, Gabu: no saldré del país, pero tal si estuviese ausente asumirás el gobierno de la ciudad. Dentro de tres días, el rey, al frente del ejército, marchará a una campaña militar. El mismo día yo saldré rumbo a Arbelas. Pasaré varios meses de retiro. Nadie debe saber mi paradero. Tú harás creer que me encuentro en mi casa del Estanque. Allí irás dos veces por semana simulando despachar conmigo. Desde Arbelas recibirás noticias mías e instrucciones sobre algunos asuntos que dejo pendientes y que resolverás de acuerdo con mis indicaciones.

Cuando se fue Gabu, la reina conversó largamente con su mayordomo Addasin. De acuerdo con el eunuco Belinti, debía enviar a Shara a Kalah, haciendo saber a Sargul que la acogiera como exfavorita del rey en el harén; que se había revisado su proceso y que en justicia Shara debía ser rehabilitada, devolviéndole su patrimonio; que Sargul la persuadiera a reclamar el estatuto legal de concubina viuda de Shamshiadad, y que se valiese de la influencia de Beltarsiluma para que el montero mayor Dinakalla no se opusiera a esta rehabilitación. Le dijo también que escribiese a Garadad, la suma sacerdotisa de Ishtar de Arbelas, comunicándole su llegada:

—Dile que me prepare alojamiento para una larga temporada. Hazle saber que acudo de incógnito y que, por lo tanto, mi dignidad de vicaria de Ishtar no interferirá su autoridad y prerrogativa… —y después de una pausa agregó—: No tendré tiempo para recibir en audiencia a Mino de Tacro. Y como las obras de los canales concluirán dentro de poco, comunícale que durante mi ausencia haga un proyecto de campamento militar a extramuros de la puerta de Adad. El parque de Inurta resulta ya insuficiente para dar alojamiento a la tropa. Mientras estudia y traza este proyecto, que lleve alarifes a mi casa del Estanque y haga la ampliación de que hemos hablado.

Luego le dio instrucciones de la caravana que la conduciría a Arbelas así como del séquito de servicio y custodia.