Un ser de otro mundo

Meunke no recordaba haber visto a la señora tan impaciente e ilusionada. Desde hacía dos días que llegaran a la casa del Estanque a bordo de La Garza, Merodash, el mayordomo, no paraba un momento, pendiente de que los criados cumplieran los menores detalles de aseo y adorno de las habitaciones. Extremó su esmero en bit-reduti o casa del príncipe, que en Asiria significaba el aposento del heredero de la corona. Semíramis había hecho construir hacía tiempo un pabellón en la casa del Estanque destinado a Adadnirari. Y aunque este edificio no tenía la fuerza institucional del bit-reduti de Kalah, servía para que el príncipe no careciese de un alojamiento digno e independiente durante sus estancias en Babilonia. Al pabellón estaban adscritos una pequeña guardia real, así como un montero y un cuerpo de servidumbre. Los jardineros limpiaron el estanque, el palmar y los huertos que desde la margen canalizada del Éufrates al camino real, rodeaban la casa.

En las primeras horas de la mañana, Semíramis salió a la terraza acompañada de abanicadores. El calor era excesivo y el Éufrates que bajaba turbulento de los montes Sinyar se hacía rumoroso y dócil al entrar en el canal. Semíramis no dejó de mirar hacia el horizonte. Mucho más acá, el camino real desaparecía en la reverberación. A la derecha, como un espejismo, flotando entre una nube polvorienta que rastreaba la tierra, las manchas oscuras de los arbustos, de las palmeras; a la izquierda, al otro lado del río, las tierras encendidas de los huertos de Marduk; cerca de la orilla, los mástiles de las norias. Un paisaje ardiente, aplastado por las polvaredas que levanta el viento de la sierra de Hamrim.

Semíramis sabía que los vientos venían, en realidad, del Zagros, pero los babilonios no querían deberle nada a los zammuas que, de tiempo atrás, por tradición, tributaban a Babilonia y, por costumbre, se soliviantaban, bajaban a la llanura y asolaban los poblados.

Semíramis dejó de vagar la vista por la lejanía y observó a los soldados que hacían guardia en el camino real frente a la casa. Pertenecían a la tropa de Nergal, la misma que mezclada a los montañeses entró en Damasco. Adadnirari, que nunca perdonó a su madre habérsele anticipado en la toma y saqueo de Damasco cuando él estaba a punto de hacerla capitular sin derramar una gota de sangre, quiso licenciar estas huestes, pero Semíramis, que en la carnicería del río Abana perdió tres mil soldados, se opuso y cumplió con lo prometido en los pregones de alistamiento. Se quedó con una fuerza de dos mil hombres como guardia personal. El resto, tras de recibir paga y diez días de cosecha de los huertos de Marduk, volvió a sus hogares.

Semíramis dejó de pensar en Adadnirari. Un movimiento de Sinanna, el oficial de la guardia, le avivó la curiosidad. Sinanna, pasó a caballo una última inspección a la tropa. Semíramis miró a la lejanía del camino: el brillo, los destellos de las lanzas y de los parapetos de los carros. Merodash, el mayordomo, que esperaba en el patio de honor la llegada de la comitiva, salió del portalón y miró hacia la terraza:

—Ya vienen, señora.

Seguidamente entró en el patio y dio un grito. La servidumbre se colocó en la grada del pórtico. En el patio, cubriendo los flancos, lanceros de Ishtar. A la puerta de la mayordomía, Nanadira atendía el ara de la diosa. A su lado, Dulgasor con la tablilla del horóscopo del día en la mano, esperaba la llegada del visitante para hacerlo público.

Ni cuando Adadnirari en sus días de príncipe heredero se alojaba en el pabellón, la casa del Estanque conoció tal aparato de etiqueta y ceremonia. Lo curioso era que nadie, fuera de Melinke y Nanadira, conocía la calidad del visitante. Lo único que se sabía era que venía de Asur.

Semíramis miró con ansiedad al camino. La comitiva se fue destacando entre la luz cegadora, entre el oro marchito del polvo. A sus oídos llegó al fin el tañido de las tubas y tamboras.

Cuando escuchó el clarín de la guardia abandonó la terraza y pasó a su dormitorio. Desde la ventana, a través de la cortina entreabierta siguió observando. Llegaron ante la puerta los primeros soldados de la guardia de Asur. Seguidamente, el carro de Pil. No hubo vítores para el recién llegado. Se aclamó a la patesi. Semíramis vio al niño bajar del carro. Alto, espigado, correspondió al saludo de Sinanna y entró en el patio.

Estaba bien aleccionado. El preceptor le había instruido punto por punto de los pasos, ademanes, gestos y palabras del riguroso ceremonial. El niño se adentró en el patio de honor, saludó a los lanceros de Ishtar, se acercó al ara, cogió de la bandeja que le ofrecía Nanadira una cucharilla, tomó incienso y lo echó en el pebetero. Inclinó la cabeza, alzó los brazos y pronunció una breve oración de gracias. Después escuchó respetuoso el horóscopo que hizo público Dulgasor. Dio unos pasos hacia la grada. Merodash le dio la bienvenida e inclinándose le instó a seguirle. Tiglatpileser, el mayordomo y el séquito de criados entraron en el salón. No se detuvieron. Salieron por un pasillo al palmar. En el sendero que daba acceso al pabellón, los jardineros estaban arrodillados con la frente en el suelo. El niño siguió al mayordomo, mas al llegar a la orilla del estanque se detuvo. Merodash le explicó:

—Aguas del Éufrates purificadas por el sacerdote del templo de Enkin.

—¿Y las flores? Son muy hermosas.

Lotos y rosas flotaban en las claras aguas. El niño vio al centro, en el fondo, un piso de ladrillos vidriados cuyo dibujo representaba al dios Enkin. En la tierra enraizaban plantas acuáticas. Uno de los lados del estanque estaba recubierto con losas de mármol jaspeado. El agua entraba del Éufrates por un conducto subterráneo y salía por un canalillo enrejado que iba a la acequia general del jardín.

A la puerta del pabellón esperaba al visitante el montero Donenli con cuatro cazadores. El mayordomo se despidió de Tiglatpileser diciéndole que volvería por él dentro de media hora para que ofreciese sus respetos a la señora. Donenli condujo al huésped a su habitación.

—Debes vestirte como un montero real.

—Como un príncipe.

—Sí, como un príncipe. Es el vestido adecuado de un visitante que se hospeda en bit-reduti. Aquí se alojaba el bien amado Adadnirari cuando venía a Babilonia. Todo está en su sitio y orden, pero si algo se te ofrece o notas la falta de algún objeto, pídelo. Ahora vendrá a vestirte el gallabu.

Tiglatpileser no entendió muy, bien, pero no quiso pedir aclaración. El montero lo dejó solo y unos instantes después apareció en la puerta con un saludo en los labios y ademán reverente el gallabu. El niño ya no tuvo duda: se trataba de un auténtico «mano alta», de un peluquero semejante al que asistía a Nadinaje.

—¿Acaso debo ponerme barba para cumplimentar a la señora?

—No, señor. Aquí soy el gallabu, pero también cuido del guardarropa. Y me han dicho que deberás vestir túnica, peto y botas de cazador real.

—Como un príncipe.

—Sí, precisamente, como un príncipe.

—Aunque yo no lo sea.

—Aunque tú no lo seas, señor.

Poco después, ya cerca del mediodía, bañado y vestido, el niño, acompañado de Merodash y Donenli, fue conducido a saludar a la señora.

Semíramis lo recibió en la antecámara. Melinke a los pies de su ama, sentada en un almohadón; Nanadira, de pie, al lado de la mesa de las ofrendas.

Tiglatpileser hizo las tres reverencias de rigor y saludó:

—Asur benevolente, y que el espíritu de Ishtar sea contigo, señora.

—Acércate y bésame, Pil.

El niño obedeció a Semíramis sin efusión. La patesi indicó al mayordomo y al montero que los dejaran solos. Después, sonriendo a su hijo, insistió:

—Bésame, Pil.

Fue Semíramis quien le cubrió de besos. Pil se contagió del cariño que manifestaba su madre y le acarició las mejillas mirándola absorto.

—¿Verdad que es hermoso?

Semíramis miró a Nanadira. Ésta asintió con un movimiento de cabeza:

—Muy hermoso.

—Miradlo de perfil.

Tiglatpileser se azoró al verse objeto del examen curioso de las tres mujeres.

—¿Te gusta el pabellón donde te hospedas?

—Sí, señora. Un poco grande… En Asur sólo tenía dos celdas; una con celosía y daba al ekua.

—Lo sé, Pil. En Borsippa, Beltarsiluma te proporcionará el mejor alojamiento que haya en la escuela. Ahora, ya sabrás quién soy.

—Sí, la señora. Pero eres algo más. El venerable me dijo que jamás lo dijese.

—Bueno, Nadinaje quiere que mantengas el secreto pues al revelar el nombre de tu madre te tomarían por un vanidoso. Pero eres mi hijo, Pil.

—Sí Y mi padre es un vagabundo de Enlil —agregó el niño con acento ensoñador.

—Lo conocerás pronto. Hoy o mañana vendrá a verte.

—Y me traerá otra flor de Enlil.

—Olvídate de Enlil. Quiero que tu padre te ponga al cinto la espada de Asur.

—Me aprieta el peto de cuero. ¿Puedo quitármelo, señora?

—Ahora, no. Después le dirás a Donenli que te dé otro más holgado.

—Me apretó mucho los cordones. Dijo que un montero real debe llevar bien sujeto el peto.

—No eres tú, Pil, quien deba obedecer órdenes del gallabu, sino él de ti.

—Se lo diré, señora.

—Mientras estemos a solas dime madre, no señora. Tenlo en tu mente, siéntelo de corazón. Y en presencia de tu padre me llamarás también madre y a él señor. Pues Enlil es el Señor Antiguo e Ishtar es madre… —tras de una pausa, agregó—: Bien, ahora fíjate en esta doncella: se llama Melinke y ella da su pulgar a mi meñique, y esta otra, Nanadira…

—La conozco, madre. Es una ishtariti, y cuando llegué me dio el incienso.

—Ella junta su índice a mi dedo corazón. Pil, ¿dónde quieres que almorcemos?

—Donde tú digas. No conozco la casa. El estanque me gusta.

—¿Sabes nadar?

—Un poco.

—Almorzaremos a bordo de La Garza. Remontaremos el río y en la tarde, a la caída del sol, nos bañaremos en el estanque. Tu padre nada muy bien.

—¿Y tú no?

—Nací aquí. Y parte de mi niñez, hasta que me llevaron con el tío a palacio, la pasé dentro del estanque.

—¿Y dónde nací yo? ¿También aquí?

—¿No te lo dijeron en Asur?

—No. Lo único que sé es que antes de llevarme al templo de Asur había estado en el templo de Gatumdug.

—Tú naciste en un lugar más santo e ilustre que éste: en la casa de Ishtar de Arbelas.

—Allí nacen hijos sin padre.

—Y reyes también, Pil. No se te olvide.

En la tarde, a la hora fronteriza de la noche regresó la garza al embarcadero. Semíramis y Pil habían pasado un día venturoso, consumiendo en caricias y miradas la reserva afectiva acumulada durante los años de separación. En el estanque estaban encendidas las lámparas, y Semíramis instó a su hijo a que se zambullera en el agua. Quería ver si en realidad nadaba. Pero el niño vaciló un momento. Pidió un ceñidor. La madre le dijo que no era necesario. Ella misma le animó a vencer el recato desvistiéndose.

—Anda, Pil, tírate.

Semíramis se arrojó al agua. Pil la vio deslizarse como un pez. Con gesto de recelo se despojó de su ropa. Se sintió torpe, tímido. Nada de esto le había dicho el venerable Nadinaje.

No se zambulló, se dejó caer en el agua. Su madre vino hacia él Y cogiéndolo de una mano lo llevó al centro del estanque.

—No muevas así los brazos, pues haces mucho esfuerzo inútilmente. Fíjate en mí, así deben ser las brazadas y las piernas muévelas como la rana.

Pil se dejó llevar por su madre, obedeció cada una de las instrucciones que le daba y en aquella primera sesión notó que su estilo mejoraba. Su madre tenía un hermoso rostro. Como niño apenas si podía adivinar otras gracias, pero al verla desnuda moviéndose elástica y ágil en el agua, haciendo elegantes escorzos le pareció que era más hermosa que la propia Ishtar, cuya imagen exhibía pechos y caderas muy desarrollados. Pronto se acostumbró a tener a su madre al lado, y el juego de nadar le proporcionó una diversión nueva. Había rosas y lotos en el agua, pero el estanque olía intensamente a menta. Mientras madre e hijo se hallaban en estos ejercicios, se acercó Melinke:

—Acaba de llegar el señor. Y viene para acá.

Semíramis salió del estanque y se cubrió con un manto.

Avisó a Pil:

—Ese que viene es tu padre, el señor.

El niño se apresuró a vestirse. Dungui apareció entre las palmeras. Caminaba con lentitud, como si contara los pasos. Semíramis alzó el brazo y le llamó a gritos:

—¡Aquí, Dun!

El vagabundo no levantó la cabeza ni aceleró el paso, atento a los claros de luz que entre las palmeras se proyectaban en el césped. Tiglatpileser, que apenas se había puesto el ceñidor, se sintió empujado por su madre hacia el recién llegado. Dun se detuvo. Absorto contempló un momento al niño. Enseguida se acercó a él y tomándolo de la cintura lo alzó en vilo. Sin hacer caso de Semíramis lo llevó hasta una de las lámparas y volvió a contemplado con una tierna alegría:

—Conque tú eres Pil… —y sin poder ocultar la emoción y el asombro que le producía su hijo, murmuró—: Bendito Enlil, en la montaña; bendita Ishtar, en el cielo.

Sintió en los hombros las manos de Semíramis y en el oído el susurro cálido de su voz:

—Bésalo, Dun.

—Gracias, Babil…

Pero Dungui no besó al niño antes de imponerle el signo del viento en la frente y transmitirle al oído las palabras de la fortaleza y el amor. Luego, volviendo a mirarle a los ojos, le dijo: «Ama la libertad y sé digno de ella, hijo mío». Lo soltó de sus brazos y abrazando por el talle a Semíramis, repitió:

«Gracias, Babil». Semíramis no sonrió. Se quedó suspensa observando las facciones de Dungui.

—¿Qué me miras?

—Te encuentro desmejorado…

—¡Bah…! La fatiga de la jornada. Desde que me avisaron que viniera a conocerle no me di descanso… —Acarició la cabeza de Pil y agregó—: Se parece a ti. Es hermoso, Babil… Me has dado la mayor alegría de mi vida.

Preocupada por el aspecto de Dungui, Semíramis insinuó:

—¿No te quitas el sayo?

—¿Para qué? —Y como viera que ella le indicaba el estanque, añadió—: Hace media hora me bañé…

Semíramis apartó a Pil y le dijo que se fuera con Nanadira y cenara con ella:

—¿Sabes? Tu padre y yo tenemos que hablar de muchas cosas. Anda, ve…

—Podía cenar con nosotros, Babil…

Semíramis movió negativamente la cabeza y Pil se retiró.

A unos pasos, el niño se volvió para decir:

—Bien venido, señor. Y bendito Asur que nos trajo contigo el espíritu del divino Enlil.

A solas, Semíramis insistió:

—¿Pero qué es lo que tienes?

Dungui alzó los hombros y sonrió. Se notaba en su gesto una leve amargura. Semíramis no dejaba de observarlo. Parecía haber envejecido de repente. Apenas hacía un año cuando se vieron por última vez, Dungui estaba en la plenitud de la vida, fuerte, vigoroso, y ahora se presentaba como un hombre acabado. La barba entrecana. Pero había algo…

—Anda, quítate el sayo y échate al agua…

Dungui vaciló desconcertado. Semíramis, inquieta y segura de la irresolución de Dungui llevó la mano al escote del sayo y tiró con fuerza hasta dejar al descubierto el pecho.

—¿Qué haces, Babil?

Semíramis miró con una ansiedad que tenía algo de impertinencia el torso desnudo, y enseguida, con tono entre autoritario y afectuoso, volvió a formular:

—¿Qué es lo que te pasa, Dun?

El vagabundo mientras se subía el sayo murmuró con la cabeza baja:

—Desde hace meses, hallándome en tierra de caldeos, empecé a sentir desfallecimiento en mis miembros. Creí que sería la modorra que provoca el clima de allá. Me salieron esas manchas y subí a Nippur. Me vieron magos y hechiceros. Nada. Aprensiones mías… «Empiezas a envejecer y la sangre se te entrevera», me dijeron. Sí, Babil, me estoy haciendo viejo.

—¿Viejo a los cuarenta y cuatro años?

—Sí, ¿por qué no? Los senderos de Enlil, sobrios y ásperos, mantienen joven el espíritu, pero la carne se fatiga y corrompe. Tú no puedes medir la vida de los demás a causa del privilegio que te concedió Ishtar. Tú eres la misma doncella que hace ya tantos años conocí… Pero, por favor, ¡no me mires como a un apestado!

—¿Estás seguro de no serlo, Dun? Y no pienses que me da miedo el mal que te consume… —Abrazándole, besándole en la boca, añadió—: Ya ves que te tengo en mis brazos, y la aflicción que me produce tu estado hace asomar lágrimas en mis ojos. ¿Qué te ha pasado, Dun? ¿Qué rigurosa penitencia has hecho? ¿Qué descuido con mujer has tenido?

—He envejecido, Babil. Eso es todo. No me pasa nada…

Semíramis le acarició la cabeza y volvió a besarle. Después, al oído: «Ve al embarcadero y espérame». Se separó del vagabundo y corrió hacia la casa.

Dungui se dirigió al embarcadero. La intensa alegría de tener entre sus brazos a Pil se la había atenuado Babil con su extraña, inexplicable preocupación. Cierto que no se sentía muy bien, pero, como le habían dicho en Nippur, los años no pasaban en vano y lo conducían a la casa de la montaña, donde el divino Enlil espera a todos los vagabundos y a los nómadas, que si mueren solitarios, sin que nadie cierre sus párpados, son acogidos por el Señor.

Poco después de sentarse en la grada del embarcadero, un paje salió de la casa y saltó a bordo de La Garza. La tripulación de la nave se puso en movimiento. Dungui comprendió que la aviaban para zarpar. Seguramente Semíramis le invitaría a cenar remontando el Éufrates. No sería el primero ni tampoco el último de estos paseos nocturnos sobre las aguas del río. Le pediría a Babil que por una vez, liberara a Pil de la disciplina a que le tenía sometido y le permitiera acompañarlos. Su hijo disfrutaría con el paseo y él volvería a tenerlo entre sus brazos. Babil se había mostrado siempre tan intransigente en la separación… No porque él fuera un vagabundo, que en esto Babil no veía motivo de menoscabo, sino porque el niño era un príncipe. Quizá llegara a ser sumo sacerdote de Enlil. O el hermano mayor de la cofradía. O simplemente, un vagabundo como él, señor de todas las tierras y todos los vientos.

Semíramis apareció acompañada de Melinke.

—Vamos a bordo, Dun.

—¿No puede acompañarnos Pil?

—No. Vamos a Babilonia. Veremos a un gran médico egipcio que está en palacio.

—Pero… ¿por qué te preocupas tanto? No tengo absolutamente nada.

—Mejor. Yo estaré tranquila cuando lo confirme Shusteramón.

Hicieron la travesía tan callados que Dungui pensó que Babil se había hecho el peor pronóstico sobre su salud. En cierta medida, esta preocupación de Semíramis le halagaba. Él jamás había sido objeto de cuidados y mimos.

Llegados a Babilonia, Semíramis y Melinke subieron con el mayor sigilo a Dungui. La patesi se despidió de la doncella y pasó a Dungui al obrador. El médico y sus ayudantes ya se habían ido a acostar. Le dijo a Dun que la esperase un momento. A pesar de la molestia que le originaba bajar hasta el patio corrió en busca de Shusteramón. El egipcio acudió de mala gana:

—¿Qué se te ofrece a estas horas, señora?

—Traigo a un enfermo que quiero que veas y pongas bajo tu cuidado. Vivirá aquí y no saldrá hasta que esté totalmente sano.

—Esta noche no irá a morirse. Puedo verlo mañana.

—No, Shusteramón. Debes verlo ahora mismo. Y quiero que después del examen me digas qué mal le aqueja.

—¿Por qué no lo llevas con los hechiceros? No harías otra cosa si se tratara del rey. ¿Por qué crees que ese hombre que me traes deba ser tratado como un ser humano y por un médico?

—No hagas preguntas ni comentarios, Shusteramón. Sube inmediatamente.

—¿No despierto a Shuma y Pulo para que te suban en la silla?

—No. No es necesario. Vamos.

Shusteramón al ver a Dungui creyó que se trataba de un enfermo de fiebres intermitentes.

—¿Qué sientes? —preguntó al vagabundo.

—Yo nada, señor. Cansancio.

—Mírale bien, Shusteramón… —instó Semíramis. Y acercándose a Dungui le bajó el sayo dejándole el pecho desnudo—. Mírale esas manchas…

Shusteramón acercó la lámpara y estuvo viendo con atención las manchas que Dungui tenía en los hombros y en el pecho. Sin decir palabra se acercó a la mesa del laboratorio; se enjuagó las manos, se las untó cuidadosamente de una pomada y cogió un punzón cuya punta terminaba en gancho; cortó un pedazo de lienzo egipcio.

Semíramis se le acercó:

—¿Lo has visto bien? —le preguntó en voz baja.

—¿Quién es él?

—Qué importa eso.

—Mucho.

Shusteramón volvió a aproximarse a Dungui. Clavó el punzón en una de las costras y le preguntó:

—¿Duele?

—No.

Con el punzón levantó la costra, enseguida le aplicó el pedazo de lienzo y olió la supuración ligeramente sanguinolenta que quedó en la venda.

—¿Desde cuándo te aparecieron esas manchas?

—… Hará cosa de ocho o nueve meses.

—¿Has dormido en cuadra de onagros?

—Que recuerde, no. Pero bien, ¿qué es lo que tengo?

—La señora te lo dirá. Desnúdate.

Shusteramón volvió al lado de Semíramis. Ésta insistió:

—¿Le has visto bien las manchas?

—Sí, Y le he arrancado una costra.

—Entonces… ¡lepra!

Shusteramón la miró inquisitivamente. Con tono evasivo, del que no se dio cuenta Semíramis, replicó:

—¿Cómo lo sabes?

—Porque esas mismas manchas las tenía mi padre cuando enfermó.

—Entonces, señora, ya lo sabes todo… —concluyó el egipcio con un poquitín de ironía.

—Menos el tiempo que tardarás en sanado.

Shusteramón bajó la cabeza. Pareció preocupado. Tras de breve reflexión, dijo:

—No, no es lepra… —y clavando la mirada en la señora, inquirió—: ¿Dónde conociste a este hombre?

—Hace años en palacio, en una cena del Año Nuevo. ¿Qué importa eso?

—Tienes razón. No importa nada. Lo interesante sería saber de dónde viene, en dónde nació…

—En el barrio de Synka.

—No sé si comprenderás lo que voy a decirte… Ese vagabundo no es un ser humano.

—Siempre sospeché que en su carne habitaba un dios.

—No, señora. Nada de dios. Es un ser de otro mundo… No sé cómo explicártelo. Lo mejor es que me dejes con él. Luego tendré alguna noticia que darte.

—¿De qué mundo, Shusteramón?

—Después te lo diré. Déjanos solos, por favor.

Semíramis se acercó a Dungui que, medio desnudo, contemplaba las momias de Kanna y Lun.

—Parece que tuvieran vida… —murmuró el vagabundo.

Shusteramón, que oyó el comentario, hizo el gesto de intervenir, pero se abstuvo. Resolvió:

—Bien, señora…

—Dun, te quedarás un momento con Shusteramón —le dijo Semíramis—. No te preocupes. Sanarás.

Dungui sonrió y alzó los hombros:

—Lo único que deseo es volver a tener a mi hijo en brazos.

—Mañana, Dun —prometió Semíramis.

Miró a Shusteramón y se dirigió a la puerta del pasadizo.

Antes de salir, dijo:

—Avísame en cuanto sepas algo.

Cuando se quedaron solos, el egipcio pidió a Dungui que se echara en la litera. Lo examinó detenida, escrupulosamente, dedicando especial atención a los orificios del cuerpo. Después, de pie ante la litera levantó la mano derecha y juntó el pulgar al corazón al modo de pico de ave, dejando los demás dedos rígidos.

—¿Conoces este signo?

—Sí.

—¿Pertenece a vuestra cofradía?

—No.

—¿Cuándo y dónde lo viste hacer?

—No recuerdo… Pero lo conozco desde niño.

—¿Quiénes fueron tus padres?

—Gente sencilla del palmar de Synka.

—¿Estás seguro de que ellos fueron tus padres?

—Desde que me asistió juicio y memoria como tales los tuve.

Shusteramón tomó una vasija que contenía natrón. Con una espatulilla de marfil aplicó una porción de la sal a la pústula. La serosidad comenzó a burbujear. La efervescencia pareció darle al egipcio la seguridad sobre la naturaleza de Dungui. Volvió a repetir la operación. La serosidad, tras de la efervescencia, desalojaba la sal que se quedaba bordeando la pústula como una excrecencia.

—En Bubastis traté a un hombre de la misma enfermedad. Pero cuando me llamaron para que lo atendiera estaba ya agonizando. Me dijo algo que jamás he olvidado, mas no logré arrancarle el secreto. Me dijo que era un ser de otro mundo…

—Los vagabundos de Enlil lo somos en cierto aspecto.

—No, Dungui; tú nada tienes que ver con la cofradía, excepto pertenecer a ella. ¿De quién recibes el alimento?

—De quien me lo da.

—Contéstame, Dungui: ¿por qué cuando mirabas las momias dijiste que parecía que tuvieran vida?

—Bah. Lo parece…

—Anda, vístete. Sabes que tienen vida. Lo sabes.

—Yo no sé nada, señor.

—Tú sabes muchas cosas.

—Sé un poco escuchar, oír…

—¿Qué es lo que escuchas?

—El viento… Las palabras que trae y lleva el viento, y oigo los mensajes de las aguas, de los ríos y de las olas del mar, y oigo también crecer la yerba y cómo revienta el dátil. Oigo el mensaje de las estrellas… Pero yo no sé nada más. Yo lo ignoro todo.

—No es cierto. Tú sabes muchas cosas que los demás ignoramos. Podrías prestar un gran servicio a la ciencia. ¿Qué sientes cuando estás en las tierras bajas?

—Ansiedad por subir a las tierras altas, y cuando es de día deseo de que llegue la noche, y en la noche, un vehemente anhelo de sol.

—¿Qué luz ves en la noche?

—La del cometa.

—¿Qué cometa?

—Todas las noches hay un cometa en el cielo.

—Supongo que tienes amigos.

—Sí, mis cofrades.

—Pero amigos que no sean cofrades…

—Ninguno.

—Haz memoria.

—Bueno, sí. Conozco a un maestro de la escuela de escribas de Borsippa.

—¿Cómo lo conociste?

Dungui explicó que un día hallándose en el patio del templo de Nabu, de Borsippa, un individuo le hizo con los dedos el signo de llamada. «Yo conocía el signo, pero ni entonces ni ahora supe cuándo me lo habían revelado. Acudí a su lado y hablamos. Nos entendimos enseguida. Me hablaba de números y yo de estrellas que, al parecer, guardan relación. Descubrimos que yo oía sonidos que él no percibía, y entonces se puso a copiar en una tablilla lo que yo creía oír». Agregó:

—La última vez que nos vimos, hará dos años. Hace cinco meses que estuve en Borsippa, pregunté por él; me dijeron que estaba guardando retiro.

—¿Cómo se llama?

—Lumagui. Bien ¿puedo saber ya lo que tengo?

—Ni yo mismo lo sé. Una enfermedad, sí, pero tu naturaleza es distinta.

Dungui hizo un gesto de incredulidad. Shusteramón le aplicó unos circulitos de lienzo en cada llaga.

—Por hoy es lo único que puedo hacer.

Shusteramón salió por la puerta del pasadizo secreto. Dungui se volvió a las momias y las estuvo contemplando. Al cabo de un rato volvieron Semíramis y el médico. Éste se despidió mientras se dirigía a la escalera que conducía al patio. Semíramis se acercó a Dungui:

—No puedes imaginarte quiénes son, ¿verdad?

—Hablas de ellos como si fueran personas, pero bien claro está que son muñecos.

—No, Dun. Son personas. La máscara no hace más que preservar un rostro que tiene la misma lozanía y el mismo frescor de vida.

—¿Quieres decir que son de carne y hueso?

—No, Dun. Están momificados. Los dos eran muy adictos a mi corazón.

—No comprendo. ¿Y quién lo hizo?

—El médico, ese egipcio que te vio.

—¿Qué dijo?

—Sé quién eres y no tengo por qué engañarte. Eres el padre de la más hermosa criatura que he traído al mundo. Nos conocemos y amamos sin contarnos el tiempo. Sé por esto, Dun, que no te alterarás por lo que vas a oír: te ha atacado la lepra y tus días están contados.

Dungui bajó la cabeza y murmuró:

—Comprendo. ¿Cómo lo sabías? Te diste cuenta en el palmar.

—Cuando te quité el sayo y vi tu pecho desnudo noté las manchas. La última vez que estuve con mi padre tenía esas mismas costras.

—Y no quisiste que mi hijo volviera a tocarme ni que yo lo abrazara otra vez…

—¿Tú lo hubieras querido?

—No, Babil; pero tú sí me acariciaste.

—Sí, Dun. Y también ahora te acaricio y te beso. Por lo único que no me importaría morir sería por tu misma enfermedad.

—Gracias, Babil.

Dungui sacudió la cabeza y echando un vistazo alrededor, dijo fingiendo curiosidad:

—Y esto ¿qué es? Jamás creí que hubiese un cuarto con tantas sustancias y tan extraños artilugios.

—Aquí Shusteramón hace el milagro de mantener mi juventud.

—Curioso.

—¿Por qué?

—Parece que se contradice ese hombre. Logra rescatarte día a día del estrago del tiempo y, sin embargo, me arranca una postilla, huele su pus y me sentencia a muerte.

—Me ha confesado que nada puede contra la lepra.

—¿Cuántas jornadas me quedan?

—Las que Nergal te conceda, Dun. Pero tienes todavía tiempo de arbitrar sobre tu propia vida. El egipcio puede abreviarte el camino, puede también aliviar tus sufrimientos. ¡Es terrible, Dun!

Hubiera sido preferible no haberle visto más y saber que lejos había cumplido el séptimo trabajo de Enlil; que alguien, al borde de la fosa, le había arrancado la flor de Enlil para depositarla en el altar de Nippur.

—Dile a nuestro hijo que el vagabundo recibió una llamada de Enlil y que se fue a la casa de la montaña; dile que me dormí con su imagen en mis ojos y su recuerdo en mi corazón. Y que tú, aunque esto no sea cierto, me acompañaste hasta la puerta de la casa de la montaña.

—Así se lo diré, Dun. Pero quiero que estés seguro de que vigilarán tus pasos y que donde caigas te levantarán y traerán aquí y Shusteramón conservará eternamente tu rostro.

—No te equivoques, Babil. ¡Qué vale mi cara si ya no habrá viento en mis oídos, ni celajes en mis ojos ni aspiraré el olor de la datilera ni el de los granados! Quiero morir en el campo, bajo un cielo estrellado, cerca de un río y de un monte. Y con la flor de Enlil en la mano. ¿Te acuerdas, Babil, cuando nos vimos por primera vez?

—Sí, Dun. Te vi desde la ventana de mi dormitorio. Precisamente acababa de salir de ese obrador de ver por primera vez la momia de Lun. Y cuando te vi abajo, apoyado en el león de piedra, creí que eras el fantasma de Lun.

—No tengo voluntad para separarme de ti, Babil; pero tampoco tengo fuerza para verte afligida. No llores. Creo haber cumplido con todos los preceptos de Enlil, y amé, ennobleciéndome, la libertad. Déjame ir.

—No, Dun. Esta noche dormirás en mi lecho y yo vigilaré tu sueño. Al amanecer te llevará La Garza por el río en la dirección que quieras. Allí donde lo desees podrás saltar a tierra para iniciar tu última jornada. Pero esta noche no me la niegues.

Cuando Dungui despertó vio pegada la cara de Babil a la suya. Semíramis tenía los ojos acuosos.

—¿Ya es hora? —preguntó.

—¿Para qué, Dun?

Jamás el vagabundo había dormido en lecho tan mullido, tan tierno, tan perfumado. Un lecho que olía a Babil, a sueño y a tentación. Así debía de ser el lecho en que dormía Ishtar.

Dungui se deslizó de la cama y se puso de pie. Tomó un espéculo y se miró en él. Sonrió:

—Curioso. El egipcio puso en cada una de mis llagas estos círculos de lino que parecen ocultar las heridas de otros tantos dardos. ¿Qué sucederá cuando me brote otra pústula?

—No tengas cuidado, amor mío. Cuando eso suceda, donde quiera que estés, una mano anónima te curará la llaga y la tapará con lino.

Dungui dejó el espejo y se vistió. Cuando se puso el sayo propuso:

—Lo mejor es que no nos despidamos, Babil. Ni me toques. Igual que cuando bajo régimen de penitencia nos encontrábamos.

—Como quieras, Dun. Pero no sé si tendré fuerzas para verte partir.

—Intentémoslo.

Dungui dio unos pasos hacia la puerta. Se volvió y sonrió con una infinita melancolía:

—Babil…

—Que el divino Enlil conduzca tus pasos, Dun.

—Que el divino Marduk te proteja, Babil. Cuida de nuestro hijo. Y si, ya crecido, la sangre le tuerce la voluntad y le inclina a los caminos de mi Señor, no le contraríes, déjalo. Ten por seguro, Babil, que la flor de Enlil le hará más feliz que la tiara de un rey.

—No torceré su voluntad, Dun. Ve tranquilo. Y que alcances una venturosa hospitalidad en la casa de la montaña.

Dungui entró en la antecámara. Allí le esperaba un paje con instrucciones precisas. Semíramis salió detrás de ellos y cuando los vio bajar por la escalera del fondo del corredor, se dirigió a una de las dependencias cuyas ventanas daban al embarcadero del Éufrates. Apenas amanecía, pero la ciudad en sus clases más humildes ya estaba despierta, activa en los malecones del río. Dungui apareció en el embarcadero. Saltó aún con ligereza de mozo a La Garza. Se sentó en la banca de popa.

El piloto gritó a los remeros. El timonel recogió las amarras y con el remo maestro maniobró para separar la nave del malecón. Pronto los remos entraron en acción y La Garza, contra la corriente del río, empezó a remontarlo. Semíramis la siguió con los ojos llorosos. Dungui no la vio. Ni una sola vez alzó la vista a la ventana. Las velas recibieron el primer rayo de sol. A la altura del barrio de los Bienquistos la nave parecía flotar entre la nubecilla de vapor que se levantaba del río. Por un momento la imagen de La Garza se antojó irreal. Semíramis la había visto muchas veces así entre la quieta neblina del amanecer y el balanceo que le imprimían las aguas. Pero en ese momento creyó que era una nave aérea y que en ella iba un dios después de haber vivido entre los mortales disfrazado de vagabundo.