El hilo de la intriga
Semíramis despertó muy temprano con espeso amargor en la boca y el espíritu sumido en las sombras de un sueño adverso.
A su lado dormía apacible, con la sonrisa a flor de labios, Melinke, la lirista meda del primitivo grupo de concertistas de cámara, ahora su fiel amiga, consejera y confidente. Verla dormir tranquila, dulcemente, provocó en Semíramis un repentino sentimiento de irritación. La habría despertado de buena gana para hacerla partícipe de su preocupación y desasosiego si no hubiese recapacitado que Melinke no podía aliviarla de las huidizas, ominosas sombras del sueño. De éste sólo quedaba una huella, el sabor ácido en la boca. Ni la más ligera imagen o representación. Sólo el amargor de la saliva y un sentimiento de frustración ligado al recuerdo de Dungui.
Se deslizó del lecho y se acercó a la ventana. Babilonia despertaba como todos los días, inaugurando con desmayados celajes de transparencias malvas una atmósfera de neblina dorada, mezcla del polvo del campo calcinado y del vaho que levantaban las rumorosas aguas del Éufrates. Las voces tempraneras, aún somnolientas, apenas si llegaban a sus oídos en sordina. El paisaje urbano era tan suave y perezoso que hacía más punzantes las inquietudes que removían su corazón. La campaña contra Egipto iba a dar comienzo, mas en los últimos días había surgido con cautela y desazón una terrible sospecha.
No recordaba nada del sueño, pero la saliva amarga y espesa que le había dejado lo relacionaba con la sospecha. Y allá, en lo más escondido o profundo del sueño, el vagabundo Dungui, como si él fuera el generador del desasosiego.
No era sólo la sospecha. En aquel momento coincidían en el corazón de Semíramis recelos, suspicacias, desconfianzas a los que su ambición no daban fácil y rápida salida. La conquista de Egipto le daría de un modo definitivo e indiscutible el dominio sobre Asiria y Babilonia. Mas, si la sospecha se confirmaba, tendría que renunciar a la campaña en provecho de su hijo Adadnirari, quien con los triunfos de la conquista ganaría prestigio y autoridad suficientes para relegarla a ella a la sombra. Y para siempre. El triunfo de Adadnirari sería el triunfo de Sunga.
Su pensamiento quedó en suspenso al ver entrar en el Patio de los Oidores a un individuo que el corazón le hizo identificar como Ninurta-apla, un joven que cuando era niño huyó de Babilonia a la caída del rey Marduk-balasut-iqbi, su tío. No tenía noticia de que Ninurta-apla hubiese regresado del extranjero. ¿Qué buscaba en palacio?
Semíramis se retiró de la ventana. Melinke ya estaba despierta incorporada en el lecho. Buscó en los ojos de la doncella algún indicio del sueño que se le había desvanecido. En vano, porque la mirada de Melinke era tan serena como el agua oscura del pozo de Enki, el que trenza las aguas subterráneas que afloran a los manantiales.
Compartir el lecho de Semíramis significaba estar en el conocimiento de los más secretos asuntos de Estado, pero Melinke era como una de esas nubes blancas y solitarias que hacen más azul y cándido el cielo. Para guardar secretos era tan celosa como el divino Nabu, que custodia el Libro de los Destinos.
—¿Conoces a Ninurta-apla?
—No, señora.
—¿Ni siquiera has oído hablar de él?
—No, señora.
—Es un primo lejano mío. Y ha entrado en palacio. ¿A qué? ¿Quién le ha llamado? En cierto grado, tiene derecho al trono de Babilonia.
—¿Es él quien te inquieta, señora?
—No. ¿Quién dice que estoy inquieta?
—Has tenido un mal sueño… Te movías angustiada en el lecho. Y guardabas el vientre como si alguien quisiera desgarrártelo.
Melinke saltó de la cama, se echó un manto sobre los hombros y abrió la puerta de servicio para dar entrada a las azafatas. Después se dirigió a la antecámara, donde aguardaban Dulgasor y Nanadira. Semíramis miró al astrólogo con recelo escudriñándole la expresión.
—¿Qué calamidad me reservas para hoy?
—¡Marduk bendito! No soy yo, son los astros los que dictan los augurios…
—Llevas una temporada…
—Tranquilízate, señora. El horóscopo del día es venturoso.
—¿Por mi casa?
—Por tu casa.
—¿Y por mi corazón?
—Hoy tendrás una fausta noticia.
—¿Por qué entonces el sueño dejó hiel en mi boca? —replicó Semíramis dándole la espalda.
Acompañada de Melinke, Nanadira y las azafatas bajó a la alberca. Dulgasor dudó un instante, pero salió tras de ella. Debía leerle el horóscopo. Desde hacía algún tiempo la señora se mostraba disgustada con los horóscopos y no se recataba, incrédula, en poner en duda su veracidad. Bajó con precaución los resbaladizos peldaños de mampostería. Cuando llegó a la alberca, Semíramis y Melinke ya estaban en el agua. Nanadira preparaba el ara.
—¿Acaso consideras grata noticia que Ninurta-apla haya regresado a Babilonia? —apuntó Semíramis.
—¿Ninurta-apla? —Fingió sorprenderse Dulgasor—. No sabía que estuviese en Babilonia. Mas su presencia debe de ser tan escasamente importante que los astros no la han registrado. Te leeré el horóscopo.
—No, Dulgasor. Si como dices es venturoso, pasaré el día aburrida. Sin embargo, dudo que tenga un solo instante de reposo. Puedes retirarte.
El astrólogo se inclinó reverente. Dejó la tablilla del horóscopo en un trípode y se acercó a la escalera. Allí volvió a inclinarse, sin dejar de mirar a Melinke, cuyos senos le parecían más perfectos y apetitosos que los de la reina.
Semíramis no volvió a mirarle. Semíramis mientras nadaba pensaba en Sunga, que había logrado atrapar a Adadnirari. Éste, cumpliendo una de las amenazas que lanzó a su madre cuando convino con ella el pacto de La Garza, celebró esponsales con Sunga, que entonces se encontraba en el quinto mes de embarazo. Y aunque los esponsales no dieron a Sunga de derecho el título de Señora de la casa, lo disfrutaba de hecho. También obtuvo de Adadnirari el permiso para alojarse en el palacio de Kalah, donde meses después dio a luz a un hijo a quien puso el nombre de Salmanasar. Ella, Semíramis, intervino a tiempo y logró convencer a Adadnirari de que no fuera él quien presentase al niño en el templo de Asur, pues el dios podía sentirse ofendido con un acto poco reverente. Fue Beltarsiluma quien hizo el ofrecimiento. Con esto Semíramis evitó que el pequeño Salmanasar se viese beneficiado por la vía religiosa con el título de príncipe heredero.
¡Ninurta-apla! Semíramis, molesta con las numerosas contrariedades que la sospecha le producía, tomó su pensamiento al primo expatriado. No había vuelto a verle desde que abandonó Babilonia, y de esto hacía muchos años. Mas, Ninurta-apla, hecho adulto, conservaba la prestancia y las facciones que tenía de niño. Lo reconoció más que por el parecido por aviso del corazón.
Salieron de la alberca y se pusieron en manos de las enjugadoras y ungüentarias, que iniciaron la prolija tarea matinal del tratamiento de Shusteramón.
Sunga, que en ambición rivalizaba con Semíramis y en astucia le seguía los pasos, carecía del talento de la reina para darse cuenta de la maniobra de su futura suegra. Ignorando la compleja trabazón legal de la ley sucesoria así como los estrechos compromisos entre la realeza y el vicariato de Asur, creía haber quedado convertida en madre del príncipe heredero.
A Semíramis la posibilidad de que el pequeño Salmanasar llegara un día a sentarse en el trono de Asiria no le inquietaba en absoluto, siempre que el nieto reinara bajo su férula; pero se oponía a que Sunga adquiriese el título de Señora de la casa.
El matronado de Kalah no soportaba la jefatura de una babilonia. Sin embargo, según noticias que tenía Semíramis, se mostraba con Sunga más condescendiente que con ella, porque la amante del rey, en su política de ganar voluntades, se mostraba más dócil y dúctil a los manejos de las damas de la corte.
Esta situación se agravaría para Semíramis si la sospecha se confirmaba. Consultaría el caso con los magos y con el médico Malkallasin para salir de dudas.
La campaña de Egipto había sido pospuesta por diversos motivos. El principal porque a Semíramis se le frustró el plan que encomendara a Tursyna: valiéndose del afecto que el príncipe Ben Adad sentía por la tartesia, ésta debía promover una crisis dinástica de modo que por algún medio, sin omitir en caso necesario la muerte del rey Hazael, Ben Adad, coronado rey de Damasco, pactara una firme alianza con Asiria. Damasco era la puerta de Egipto, y sin su aquiescencia la conquista del Delta sería punto menos que imposible.
El proyecto se vino abajo. Los agentes secretos asirios informaron que en la corte damascena reinaba un ambiente de seguridad y que Hazael no había perdido un ápice de su fuerza y prestigio reales. Y algo que irritaba a Semíramis: que Tursyna, el príncipe y el rey formaban un trío de mutuas comprensiones y fidelidades. La tartesia había abjurado de sus dioses nacionales confesándose yaveísta.
Por todas estas razones, Semíramis y Gelmas comprometieron a Adadnirari en los planes de una campaña militar contra Damasco, campaña que dejaría el camino expedito para la conquista de Egipto. Y estos planes, cuya realización no admitía demora, serían ejecutados sin Semíramis, sí, confirmada la sospecha, se veía obligada a renunciar al mando supremo del ejército.
Concluido el aseo, Semíramis oró ante el ara de Ishtar, secundada en el oficio religioso por Nanadira. Subió enseguida a la sala de audiencias. Addasin le dio la tablilla. Entre los nombres figuraba el de su primo.
—Conque Ninurta-apla… ¿Qué es lo que quiere?
Addasin abrió los brazos y movió negativamente la cabeza:
—Lo ignoro… Dice que desea ofrecerte sus respetos.
—¿Cómo entró en Babilonia?
—Negoció un salvoconducto con el bienquisto Beltarsiluma.
Semíramis sonrió:
—Hizo lo procedente…
—Sí; sabía que si el gobernador de Kalah asentía, la señora no se opondría a su repatriación…
—No, Addasin. Hizo lo procedente porque de no intervenir Beltarsiluma ningún salvoconducto le sería válido. Si Beltarsiluma no tuvo reparo en aceptar su vuelta a Babilonia, es porque antes se convenció de que la presencia de Ninurta-apla no originará ningún desorden.
—¿Vas a recibirle?
—Sí, pero antes quiero hablar con Babilosin. Dile que venga.
En cuanto el justicia del rey entró en la sala, Semíramis planteó directamente el tema que le interesaba. Aún el consejero se hallaba inclinado en la tercera reverencia, cuando le preguntó:
—¿Has tenido ocasión de estudiar el sumario de Shara?
—Sí; hace tiempo, señora.
—¿Me has hecho un informe?
—No. Como no era urgente…
—Pero podrás hablarme de él.
—Sí, señora. Es muy sencillo…
—Abrevia. ¿A qué pena se ha hecho merecedora la reo?
Babilosin bajó la cabeza. Supuso que sus palabras iban a ser mal recibidas por la reina:
—Lo cierto es que Shara no es reo de delito grave.
Semíramis no ocultó una expresión de complacencia:
—Me agrada saberlo. No quisiera ser injusta con ella. Explícame cuál es su situación.
—Según se desprende de los interrogatorios del juicio del harén, aunque Shara se declaró culpable de los agravios y heridas causados a Mussina, no hubo testimonios confirmatorios. La propia Mussina negó que Shara la hubiese agredido. Y tú, señora, como era lo procedente, no dictaste ninguna sentencia contra ella.
—De acuerdo. Pero Shara huyó del harén. La falta es gravísima.
—Los estatutos de los harenes de Asiria y Babilonia difieren. En Babilonia la evasión de una pupila se considera como deslealtad al rey, delito del cual el monarca juzga a su arbitrio, pudiendo incluso aplicar a la reo la pena de muerte. Pero en Kalah la fuga de una pupila no es más que una falta grave contra el estatuto del harén y no traición al rey. Por lo tanto, no es el rey ni en su defecto la esposa del monarca, sino el tribunal de la favorita el que entiende de estos delitos. Si no hubiese favorita, la función de juzgar recaería en el eunuco mayor. La pena más grave que se aplica por dicha falta es la de reclusión por un año en celda de castigo y pérdida de los bienes que hasta entonces la pupila hubiere acumulado, sin que queden afectados aquellos que pertenecieren a su patrimonio familiar, si lo tuviere. Contra esta sentencia la reo puede recurrir al tribunal del rey, quien falla en última instancia.
—Entonces…
—Lo legal, señora, sería restituir a Shara al harén de Kalah. Tenerla en Babilonia, como ahora se encuentra, es una irregularidad. No sé por qué las pupilas de Kalah no han protestado. Ni tampoco comprendo por qué Shara se somete a tu jurisdicción, pues desde que el bien amado Adadnirari subió al trono, ni como reina madre ni mucho menos como reina de Babilonia tienes competencia para intervenir en las cuestiones del harén de Kalah.
Semíramis tras de breve reflexión arguyó:
—Voy a seguir interviniendo para reparar la injusticia.
Despidió a Babilosin y llamó a Belinti, eunuco mayor del harén. Le expuso que había recibido un informe muy detallado del caso de Shara y que, por el momento, mientras se tomasen la providencias pertinentes, debía pasarse a la reo a una habitación común con disfrute de todos los servicios del harén. Semíramis quería rehabilitar a Shara paulatina, gradualmente, a fin de despertar en ésta agradecimiento más que suspicacia o desconfianza.
Después recibió a Ninurta-apla. Cuando lo tuvo delante, cumplidas las tres reverencias de rigor, no ocultó una expresión de satisfacción. El joven era guapo, apuesto. Y en la elegancia y gallardía de su apostura y ademanes no desmentía la sangre real que llevaba en las venas.
—Hacía años que no nos veíamos, Nita.
—Sí, señora. Lo menos…
—No hagas cálculos. Te vi llegar esta mañana y te reconocí. Eres el mismo. Sólo que hecho hombre. ¿Dónde estuviste?
—En Tiro, señora.
—Y yo sin saberlo. Ningún agente me informó de tu presencia…
—Soy persona tan insignificante…
Semíramis observó atentamente al joven. No cabía mayor sinceridad en el tono de sus palabras. ¡Insignificante!, y debía de serlo, pues de lo contrario Beltarsiluma no le habría facilitado el salvoconducto.
—¿Cómo negociaste tu entrada en Babilonia?
—Por intermedio de un mercader sirio que iba a Kalah.
—¿Qué hacías en Tiro?
—Era intérprete en la Lonja de Tasas.
—¿Hablas muchas lenguas?
—Algunas, señora.
—¿El egipcio también?
—Sí. Y el dorio.
—¿Qué lengua es ésa?
—La hablan los cretenses y los pueblos que dicen del mar.
—Bueno, Nita, ¿quieres algo de mí?
—He venido a ofrecerte mis respetos.
—¿No necesitas nada?
—No, señora. El bienquisto Beltarsiluma me dio una carta de recomendación para el intendente de palacio y éste me ha empleado en los almacenes.
—Me agrada que trabajes en palacio. Si algo necesitas ven a verme.
Ninurta-apla decepcionó a Semíramis. Su timidez y cortedad de espíritu no correspondían a su prestancia, a su gallardía. Probablemente era un joven de virtudes menores; una de ellas, reconocer su insignificancia.
Cuando se fue Ninurta-apla volvió a entrar Belinti. Le dijo a la reina que Shara se negaba a abandonar la celda de castigo; que de allí no saldría si no era para volver al harén de Kalah.
Semíramis entendió sólo a medias la actitud de la concubina viuda de Shamshiadad. Le convenía que ése fuera el deseo de Shara, reintegrarse al harén del que había salido, pero tal deseo estaba en pugna con la razón que había tenido para fugarse. El corazón de Shara parecía siempre muy abierto para proclamar su amor al difunto rey de Asiria, mas los móviles de su conducta, no pocas veces contradictoria, los mantenía ocultos. Creía, sin embargo, poder utilizarla en Kalab, oponiéndola a Sunga…
Escribió una carta a Sargul, eunuco mayor del harén de Kalah, pidiéndole que se enterase quién era la gobernadora del harén. Se trataba de un título clandestino que se daba a la mujer que, sin ser favorita, regía la política de convivencia entre las pupilas, a espaldas del estatuto. La gobernadora solía ser una mujer dura, resuelta y hábil en la intriga. Debía saber mantener la ley del silencio.
Como esta mujer podía ser un obstáculo al plan de Semíramis, instruyó a Sargul para que la retirase del harén, expatriándola si fuera necesario, «pues quiero enviar una mujer de mi absoluta confianza y que tu experiencia y fidelidad hagan de ella la suma autoridad del harén».
Concluida la carta y tras de ordenar el despacho de un correo, envió un emisario al Esagila, el recinto sacerdotal de Marduk, anunciando su visita a Naramadad, sacerdote que con la ayuda de Beltarsiluma había ascendido al pontificado. Pidió a Addasin que convocara a los arúspices y magos de palacio, pues deseaba hacerles una consulta a su vuelta.
—Tú sabes, venerable Naramadad, que Sunga, la amante de mi hijo, es babilonia y está sujeta a nuestra religión. Por inexperiencia de su edad y por ignorancia, en las ceremonias religiosas de Kalah asume las funciones de Señora de la casa. Comete involuntariamente una irreverencia, casi me atrevería a decir que una blasfemia, pues no habiéndose casado todavía con el rey no es confesa de Asur. Creo que sería conveniente hicieras saber al venerable Nadinaje que mientras el rey, mi hijo, no tome legalmente esposa, el sacerdote de Asur en Kalah se conduzca de acuerdo con las prioridades jerárquicas de palacio, y sea la esposa del Montero mayor quien ocupe la silla de la Señora de la casa en las ceremonias religiosas. Es una cuestión de principios, venerable. Tú sabes bien que quiero de corazón a Sunga, pero como reina de Babilonia y vicaria de Ishtar debo cuidar por el buen orden religioso.
El pontífice, que por pereza mental no encontró razones que oponer a las sutilezas de Semíramis, convino:
—Me parece muy atinado lo que dices, señora. Estoy seguro de que el venerable Nadinaje llamará la atención al sacerdote de Kalah. Me complace oírte hablar así, y que tanto celo muestres por la pureza de la religión.
—El venerable Nadinaje atenderá la sugestión que le hagas. Quéjate y pídele el favor. Que no piense ni por asomo que el clero de Marduk pretende inmiscuirse en asuntos de la incumbencia del clero de Asur. Se trata, nada más, de aclarar una situación que daña por igual a Marduk y a Asur.
Luego Naramadad trató de sonsacarle a Semíramis si el matrimonio de Adadnirari y Sunga tardaría en celebrarse. La reina le aclaró al pontífice que los esponsales, no habiéndose celebrado en la corte, no eran un compromiso oficial de matrimonio. «Estoy deseando que se casen, pero el bienquisto Beltarsiluma no da todavía su consentimiento para la boda…».
Naramadad estuvo por replicar a la señora, pero, pensando en su caso, supuso que si Beltarsiluma lo había aupado a la silla pontificia, le sobraría poder para decidir sobre un matrimonio real.