Ishtar ilumina a Semíramis
En cuanto Dadamuz estuvo ante la presencia de Semíramis comenzó a relatarle la serie de calamidades que estaba padeciendo el país. La señora, que parecía encontrarse de buen humor, le cortó:
—Basta, Dadamuz. Observo que el cargo de montero mayor te está haciendo aburrido. ¿El cargo o mi primo?
—¡Señora, te estoy diciendo que Beltarsiluma se ha sublevado…!
—Con Nabu a la cabeza. Lo sé. Habrá que pensar si convendría separaros.
—¿A quiénes?
—A ti del rey o al rey de ti.
—El rey es el rey. Además, el bien amado Ninurta-apla es tu primo.
—Esa consideración no la habría hecho Beltarsiluma.
—¿Qué hubiera respondido él?
—Probablemente que entre un rey ineficaz y un buen criado, la elección no ofrecía duda.
—¿Y tú qué habrías dicho?
—Que un buen criado hace eficaz a un rey.
Dadamuz adoptó un aire digno:
—Si dudas de mi eficacia, señora, puedes disponer de mi sello.
—Si la situación fuera tan grave como dices, tu dimisión sería una vergonzosa huida. Pero sabes que no te la aceptaría. Dime, ¿cómo van las cosas en Babilonia?
—Te estoy diciendo, señora, que hay desórdenes, alborotos…
—Y epigramas que dañan a la honestidad de la patesi —agregó Semíramis.
—Eso es cotidiano. No lo tomo en cuenta. Es Gabu quien se encarga de esos asuntos.
Semíramis dio unos pasos hacia la terraza del palacio del Gobierno en que se hospedaba. Sin volverse, preguntó:
—¿No te cruzaste en el camino con Gelmas?
—Nos vimos en la casa del Estanque.
—Te habrá dicho que no puedo moverme de Sippar.
—No. Me dijo solamente… que te bañabas.
—Espero al rey de Asiria. Gelmas había venido a anunciarme su llegada. ¿No te lo ha dicho?
—No.
La patesi se acodó en la balaustrada y se quedó mirando hacia el palmar que ocultaba al Éufrates. Escuchó el rumor de las aguas que descendían alborotadas en la crecida otoñal. Sigilosamente Dadamuz fue a situarse a su lado. Murmuró:
—El bienquisto Gelmas…
—¡Habla más alto!
—Digo que el bienquisto Gelmas en cuanto se enteró de lo que pasaba salió para Babilonia a alistar una columna, a fin de que tú, ¡oh señora!, acudas en socorro de Erishum…
—¡A tal grado le alarmaste…! ¿Quién crees que es Erishum? Él solo se bastará para resolver el problema de Borsippa.
—El problema se llama Beltarsiluma, señora.
—Beltarsiluma no cuenta con ninguna tropa, sólo con estudiantes bullangueros…
—Soliviantará al clero.
—Arbelas está muy lejos, Dadamuz. Y ningún pontífice se atreverá a levantar la voz sin la autorización de Arbelas.
—Ishtar de Arbelas eres tú, señora.
—No me gusta el modo tan directo que tienes de hablar.
—Es el que se emplea en el karum.
—Pero no estás hablando con un mercader.
—Disculpa, señora.
—¿Has visto a Tursyna?
—Sí, en Babilonia.
—Ahora está conmigo. No tardará en venir. No sería prudente que te viera. Podría pensar…
—Bien, me retiraré; pero antes necesito tu autorización.
—¿Para qué?
—Hay que echar la tropa a la calle para acabar con los alborotos.
—¿Quién alborota?
—Te he informado que los estudiantes… Y el rey se niega.
—Con razón. A los estudiantes no se les aplaca con soldados. Al contrario, se enardecen más. Un poco de imaginación, Dadamuz. Organiza una subasta de mujeres en el barrio de las Licencias. Que las rifen muy baratas. Que haya mujeres para todos los mozos. Ellas darán cuenta de los ardores juveniles.
—No lo dices en serio…
—Nunca he hablado en broma. Ni cuando te nombré montero mayor.
—La broma, señora, fue mía al aceptar el cargo.
—¡Vaya! Casi llegas a la insolencia, Dadamuz.
—Apenas a la sinceridad, señora.
—Es curioso, Dadamuz. De todos los monteros mayores que he conocido, tú eres el que menos me inquieta. ¿Y sabes por qué? Porque eres más rico que ellos lo eran.
—En ese caso, la inquietud debe ser mía.
—Quizás. El tesoro real tendrá que lanzar un empréstito para sufragar las obras de las calzadas.
—Para eso están los tesoros de los templos.
—He pensado que los síndicos más caracterizados del karum colaboren en esta obra. Y tú, como primer ministro, debes dar ejemplo. Ya sé que el dinero que inviertas en el empréstito lo tomarás de alguna parte; mas lo que me interesa es que tú, como síndico, marques la pauta: cien mil siclos de oro.
—¡Bah! Una minucia…
—Desde luego, no te quitará el sueño.
—No. Hace tiempo que estoy desvelado. ¿Me das permiso, ¡oh señora!, para retirarme?
—Sí, Dadamuz.
Mas terminadas las reverencias de rigor y ya cuando el montero mayor se alejaba, escuchó la voz de la señora:
—Un momento, Dadamuz. ¿Tú conoces a Marduk-bel-zeri?
—Sí, señora.
—¿Qué opinión tienes de él?
—¿Como hombre… o como funcionario?
—Incluso como cortesano.
—Como cortesano es un aguafiestas; como hombre, un cornudo; como funcionario, un aprovechado. Su cayado es el más envidiado de Babilonia… También a él debes tenerle en cuenta en el empréstito.
—¿No le reconoces ninguna virtud especial?
—Ni común, señora.
—Procura frecuentarlo. Me gustaría que os entendieseis.
—Haré todo lo posible, señora.
Semíramis no se movió de Sippar. Cotidianamente, con dos días de retraso, recibía los informes de Erishum. Algunos le incitaban a presentarse en Borsippa, pero tenía curiosidad por saber qué le ocurría a Adadnirari después del descalabro que había sufrido en el alto Eufrates. Gelmas le dijo ignorar el asunto de extrema gravedad y urgencia que necesitaba tratarle el rey; un asunto que le retenía en Kalab.
Al día siguiente de recibir el mensaje de Beltarsiluma en el que le daba cuenta del desafuero sacrílego cometido por Erishum al ocupar el recinto de Nabu durante la procesión, el correo le trajo un informe alarmante de Erishum: la rebelión se había extendido a casi toda la ciudad, y los leales habían tenido que replegarse al barrio del Poderío, donde se encontraban el palacio del Gobierno, las dependencias del mismo y los templos mayores de Marduk, de Ishtar y el recinto de Nabu. Éste, desalojado por los revolucionarios. Cerca de mil soldados caldeos habían desertado, los más pasándose al enemigo y otros dirigiéndose en huida hacia las estribaciones de los montes Zagros. El gobernador de Umma, Babajaidina, había mandado un emisario a Erishum en que le aseguraba salir en su auxilio, pero su tropa hacía jornadas cortas y morosas «porque el bienquisto Babajaidina no quiere comprometerse a tomar partido hasta ver de qué parte vislumbra la victoria», le decía Erishum.
Por otra parte, los rebeldes en una operación afortunada se habían apoderado de todos los rebaños y silos que se hallaban en la ribera occidental del lago, mientras que una flotilla de lanchones atacaba con arqueros la orilla en poder de los leales.
Los rebeldes habían establecido un gobierno al frente del cual se hallaba el general Urmilasar, «pero bien es sabido que el cabecilla de la revuelta es Beltarsiluma y que Urmilasar no hace más que seguir sus instrucciones. Han proclamado la independencia de Borsippa y según mis informes le han ofrecido el trono a Nabushumaishkun con la mira de que éste levante en armas a la Provincia del Mar y se alíe a ellos. La situación es grave, pero no desesperada, y confío, ¡oh excelsa patesi!, en darte muy pronto mejores noticias», concluía Erishum. Y en un agregado le comunicaba que había caído prisionero Damil y que dada su calidad de hijo del venerable Nadinaje, lo tenía recluido en las habitaciones en que se alojaban los príncipes.
Semíramis leyó y releyó el mensaje de Erishum. Estuvo tentada de salir inmediatamente para Babilonia y ponerse el frente del ejército a fin de acudir en ayuda de Erishum, mas la curiosidad y el interés que tenía por ver a Adadnirari la decidieron a permanecer en Sippar, alentada por la serenidad de Erishum que relataba la gravedad de los acontecimientos sin tonos patéticos ni insinuar la necesidad de la ayuda de un mayor contingente de tropa. Sin embargo, mandó un propio a Mindahin ordenándole tener listo un ejército para salir rumbo a Borsippa.
Dos días después llegó a Sippar la caravana real de Adadnirari. A la entrada de la ciudad le avisaron que la señora estaba hospedada en el palacio del Gobierno. Una jornada antes, el correo de Beltarsiluma le había dado alcance en el camino, entregándole la carta del regidor. Cuando concluyó la lectura, Adadnirari pensó que la rebelión de Borsippa le ayudaría a inclinar la voluntad de su madre en favor del servicio que necesitaba pedirle.
También él se hospedó en el palacio del Gobierno, y antes de solicitar audiencia a la patesi, se aseó y tumbó en la litera para recuperarse del cansancio del viaje.
Con la caravana del rey llegó una de esas comunicaciones secretas que Semíramis recibía, de todo el imperio. Por ella se enteró del problema que preocupaba a su hijo antes de que éste se lo expusiera de viva voz. Adadnirari que estaba informado de la red de agentes confidenciales que tenía su madre, después de saludarla, le dijo:
—Supongo que ya sabes a lo que vengo.
—No, señor. Gelmas no me ha dicho nada.
—No creo que lo supiera… Pero vayamos al asunto. Hicimos un pacto, ¿no es así? Según ese pacto, a cambio de mi vasallaje, tú me garantizabas mi permanencia en el trono de Asiria… Pues atiende: me han anunciado que en el próximo escrutinio de la zigurat, el magnánimo y poderoso Asur no me otorgará su mirada benevolente.
—¿Quién te informó?
—El gestor del venerable Nadinaje.
—¡Conque Nadinaje…! —Fingió indignarse Semíramis.
—Nadinaje y la cámara de los guarda-astros —agregó el rey.
Como la comunicación recibida no le explicaba la causa del probable repudio, preguntó a su hijo:
—¿Qué contravención o pecado te imputan?
—Que no proveí del suficiente alimento la mesa de los dioses. La denuncia parte de los pontífices de Asur, Arbelas y Harran.
—Cometiste la más imperdonable negligencia —dijo ella consternada.
—Por eso vengo a verte, para que la subsanes.
—No hay enmienda. No me explico cómo pudiste dejar de cumplir con ese deber piadoso.
—Ni me lo preguntes ni me lo recrimines. Cada vez el tesoro real es más pobre… Los colonos se declaran insolventes, los terratenientes se tornan más apremiantes en la petición de exenciones tributarias. Muchos propietarios se amparan en el «kudurru[2]». Y luego tengo que pagar a tu tesoro una elevada regalía. El renglón de la comida de los dioses no es pequeño. Empecé a cortarles la ración. Los sacerdotes fueron tan ladinos que no me hicieron la menor advertencia. Y ahora, a dos meses escasos de la comparecencia ante Asur, denuncian mi negligencia de impía. Eso no habría pasado si el montero mayor fuera Beltarsiluma. Lamento el día que lo destituí…
—Beltarsiluma no habría podido hacer nada…
—Beltarsiluma habría declarado un ayuno general incluso para los dioses. ¡Tan fértil en recursos…! Ningún templo se habría atrevido a oponerse a su mandato.
—Probablemente lo hubiera hecho. Le sobra incredulidad y cinismo para ello. ¿Sabes que se ha rebelado?
—Le asiste toda la razón —dijo intencionadamente Adadnirari—. Erishum ha profanado el recinto de Nabu.
—Erishum no ha profanado nada. Es Beltarsiluma quien pretende provocar una guerra civil. Está resentido contra nosotros…
—No contra mí. Recibí una carta suya muy afectuosa en que me pone al corriente de los sucesos. Y pide mi socorro.
—¡Bueno estás para acudir en su auxilio…!
—Depende, señora…
—¡No me amenaces, Adadnirari!
El rey iba a responder, pero al ver la mirada de su madre prefirió bajar la vista y sonreír, con un gesto que avivó en Semíramis el recuerdo de Shamshiadad. Cada vez, Adadnirari se parecía más a su padre, aunque más esbelto y también de condición menos resuelta.
A Semíramis le habían llegado rumores y hablillas sobre Adadnirari. Muchos cortesanos le acreditaban dotes para haber sido un gran rey, y le censuraban a ella haberlo malogrado.
A tal criterio Semíramis oponía la idea que le habían inculcado desde niña, desde el día que llegara a Kalah: que para ser rey de Asiria se necesitaba ser un buen guerrero, y Adadnirari no sentía gusto por la milicia. Guerreaba, sí, y no pocas veces con buen éxito, pero porque llevaba a su lado a Birtai. El propio Beltarsiluma había insistido en que la tiara de Asur no se ganaba en la zigurat sino en el campo de batalla. Y ahora, Adadnirari estaba en trance de perder la tiara en la zigurat, quizá porque sus triunfos militares no habían sido lo bastante rotundos como para darse a respetar por los sumos sacerdotes.
Viéndolo pasear cabizbajo, preocupado por la amenaza del repudio, Semíramis sintió una súbita solidaridad hacia él, pero carecía del valor para manifestársela. Temía caer en la debilidad y que Adadnirari, que no mostraba el menor afecto hacia ella, se aprovechara. Podía motejar su desapego filial, incluso su desamor, pero no tenía motivo para censurarle como hombre ni incluso como rey. Llevaba sobre sus hombros una carga demasiado pesada para sus fuerzas, y sólo el sentido del deber le animaba a soportarla con una actitud que no carecía de gallardía.
El rey se volvió hacia su madre:
—¿Sabes quién ha muerto?
—¿En Kalah?
—Sí, Shara.
… ¡Shara!… ¡Qué lejos se sintió la reina de aquella otra Semíramis a quien tanto inquietara Shara!
—Ni la menor noticia. ¿Por qué no me la comunicó Sargul?
—Sargul… Otro. Sargul hace ya tres años que se fue a la sombra de Nergal.
—¿Y quién es ahora el eunuco mayor del harén?
—Un emasculado de Ishtar. Un tal Belisin…
—¿De qué murió Shara?
—No lo sé… Ya no vivía en palacio. Retiró su patrimonio del harén y se fue a vivir a una casita que tenía al otro lado del río.
—Hace unos cuantos meses recibí una carta suya. Y creo que la fechaba en palacio…
—Iba a palacio de vez en cuando. Conservaba su celda del harén y el servicio de mesa y azafata…
Aquella conversación los alejaba de la honda preocupación que ambos sentían. Adadnirari, más impaciente, apremió:
—Bien, señora, ¿qué piensas hacer?
Semíramis eludió la pregunta:
—¿Sabes quién está conmigo? Tursyna…
—Me lo dijeron en Kalah. Es una inconveniencia ese tratado comercial que pretendéis llevar a cabo. Me implicaría una relación amistosa, y Asiria no puede aceptarlo. Sabes muy bien, señora, que cada cinco o seis años nuestro ejército tiene que sitiar Damasco, tomarlo y hacer botín de su tesoro real, de los bienes de los particulares. El ejército no puede sostenerse sin estos saqueos periódicos. Damasco igual que lo fue para Salmanasar y para mi padre, continúa siendo para nosotros una importante fuente de tributos…
—¿No crees que un comercio próspero, sin la ingerencia de Tiro, podría damos mayores beneficios que esos saqueos?
—Tiro domina comercialmente todo el Mar Grande, señora. Tú sabes que no tenemos ni flota ni factorías para establecer una competencia rentable. Es tributario de Asiria y debemos conformamos con esta exigua condición. El Estado tirio no se halla en la ciudad, sino diseminado por todo el mundo, y lo constituye la trama de tratados comerciales, de instalaciones, de agentes y colonias que han ido estableciendo durante cientos de años…
—Lo sé; pero con la ayuda de Damasco podríamos ir introduciendo nuestros productos en los países del Mar Grande, precisamente esos productos que fabrica Egipto…
—Ya, artículos suntuarios, joyería y productos de tocador… Inútil, señora. Nuestras tierras no dan las resinas ni las yerbas aromáticas que posee Egipto o que adquiere de Arabia, ni tampoco tenemos los expertos ni los talleres necesarios para elaborar tales artículos.
—Ben Adad cree que será fácil introducir las falsificaciones…
—Ben Adad lo único que busca es confundirnos con ese tratado, enredarnos y si es posible maniatarnos con las ligas de la amistad. Asiria no firmará ningún tratado comercial. ¿O es que para esto tampoco tengo autonomía…?
—Dejemos a Damasco por ahora. Sólo te ruego que seas cortés con Tursyna…
—¿Ya has olvidado lo que nos hizo?
—No, no lo he olvidado; pero ahora más que nunca conviene ser amables con ella. Ni tú ni yo estamos en condiciones para reavivar resquemores, rencores. No hagas caso de la carta de Beltarsiluma. Lo cierto es que la situación es muy grave. Borsippa se ha declarado independiente y Beltarsiluma y Urmilasar han ofrecido el trono de la Baja Babilonia a Nabushumaishkun…
—Y en tan críticas circunstancias ¿qué haces aquí?
—Desde que llegó Gelmas, esperarte…
—Y ahora ¿qué piensas hacer? —insistió el rey.
—No lo sé. De momento escribir a Arbelas para que retiren la amonestación. Antes, los reyes comían de la mesa de los dioses…
—Pero entonces eran los templos los que explotaban y administraban la riqueza del país… Bien. ¿Y a Nadinaje?
—Es extraña su conducta. Erishum me ha informado que su hijo Damil es fiel a Beltarsiluma. Sin duda, con el consentimiento de su padre. Dime, ¿quién es el sumo sacerdote de Sin en Harran?
—El venerable Margasar. Pero si Arbelas y Asur retirasen la amonestación, Margasar no se atrevería a mantener la suya…
—Tengo la seguridad de que Arbelas atenderá mi petición, pero Asur…
La entrada de un paje anunciando la llegada de un emisario los dejó suspensos. Semíramis dio permiso para que entrara el heraldo, que le entregó una tablilla.
Era de Dadamuz y en ella le daba cuenta de un mensaje que había pregonado el venerable Naramadad, sumo sacerdote del templo de Marduk. Iba dirigido al profesorado y alumnado de las escuelas de los templos de Babilonia, pidiéndoles calma «ante los angustiosos y gravísimos acontecimientos que se desarrollan en la bien amada y leal Borsippa, donde un contingente de tropa mercenaria ha avasallado el santo recinto de Nabu, sacrificando a estudiantes y maestros, profanando la casa del sapientísimo hijo de Marduk». La proclama no excitaba a la rebelión, pero pedía que «en tan angustiosos momentos, la cámara sacerdotal de Babilonia espera que estudiantes y maestros se solidaricen con las víctimas de la escuela de Nabu».
Semíramis fue demudándose según iba enterándose del mensaje. Ya no tuvo la menor duda de que la revolución de Beltarsiluma se extendía por todo el país, y que el clero sólo esperaba una victoria de los rebeldes sobre Erishum para repudiar al régimen y excitar a la población a una guerra religiosa.
—¿Qué sucede? —preguntó Adadnirari alarmado al ver el semblante de su madre.
—Naramadad, que ascendió a la silla pontificia de Marduk con la ayuda de Beltarsiluma, se ha unido a él. Ve este mensaje que ha pregonado hoy en Babilonia.
Mientras Adadnirari leía el contenido de la tablilla, Semíramis reflexionó. Pensó obrar con la mayor rapidez y sin pedir la ayuda del ejército de Asiria, pues, si cedía, Adadnirari volvería a postergarla.
—¡Vaya! —comentó el rey—. La rebelión no parte de mí ni de los míos. Es tu gente, la que tú has hecho y subido al poder, la que se torna contra ti.
—Y contra ti, Adadnirari. No debemos perder un momento. Regresarás a Kalah y con el pretexto de la situación que reina en Borsippa, declara el estado de guerra. Eres el vicario de Asur y estás todavía en el disfrute de tus prerrogativas. Como tal, convoca a la cámara sacerdotal y acusa a Nadinaje de traidor a Asur, apoyándote en que su hijo Damil, en connivencia con él, ha sido uno de los instigadores de las blasfemias sacrílegas contra Marduk y de la rebelión de los escribas. Tú lanza la acusación y pide a la cámara sacerdotal que ponga en celda de retiro a Nadinaje. Las pruebas del desacato te las enviaré desde Babilonia o Borsippa e irán atestiguadas por el propio Damil. Procura hacer creer a cada uno de los miembros de la cámara sacerdotal que él podría ser el sucesor de Nadinaje. Sofoca, sin ningún miramiento, cualquier brote de rebeldía.
Adadnirari se quedó callado. Pensó que Semíramis, por conveniencia propia, le instigaba a llevar a cabo una acción extremadamente peligrosa. Lo mejor sería manejar aquella intriga a su favor. Él podría decirle a Nadinaje: «Sé esto de ti. ¿Convoco a la cámara sacerdotal o retiras la amonestación?». Lo probable, casi lo seguro, sería que el sumo sacerdote retirase la amonestación e influyera cerca de Margasar para que hiciera lo propio. Resuelto este problema, sin recurrir a violencias ni malquistarse con la corte de Kalah, saldría con su ejército para aplastar la rebelión, primero en Babilonia, después en Borsippa. Su madre quedaría de nuevo subordinada a su poder.
Disimulando sus verdaderas intenciones y tal como si hubiese accedido a las instrucciones de Semíramis, el rey preguntó:
—Pero ¿cuál ha sido el pretexto de los rebeldes para levantarse contra ti?
—¡Qué sé yo! No importa el pretexto. Cualquiera era bueno para que Beltarsiluma tendiera sus redes. Estoy segura de que con engaños y argucias ha comprometido a los estudiantes a exigir una serie de mejoras para la clase de los escribas; y con sus maquinaciones ha involucrado al clero y a la población de Borsippa. Ahora, haciéndose pasar por víctima y defensor de los principios religiosos, ha hurgado en la llaga sensible de las congregaciones prometiéndoles, quizá, la restitución de los bienes de los dioses que han pasado a la administración de la dinastía. Ya ves que con tal de salir adelante hace partición del país y ofrece reinos al primer advenedizo. Pero lo que Beltarsiluma busca secretamente, pues es un viejo anhelo suyo, es entronizar a Nabu como dios nacional de Asiria y Babilonia, y crear una nueva y única dinastía para los dos países… —Súbitamente exclamó—: ¡Es Nadinaje quien ha intrigado cerca de Arbelas…!
—Todo, señora, porque saben que tú me desestimas. Con tu política no has hecho más que debilitar el poder real, tanto en Babilonia como en Asiria.
—Aunque yo te desestime, nunca deben olvidar que eres mi hijo. ¿Quién es el subvicario de Asur en Kalah…?
—¿Qué es lo que estás pensando? —repuso el rey.
—En un sumo sacerdote para Asur…
—Nadinaje te es fiel.
—Quiero un pontífice que me sea fiel y que no olvide que mi hijo es el vicario de Asur. ¿Estás seguro de que la amonestación parte de Nadinaje y no del guarda-astros mayor, Belume?
—Seguro, señora. Fue el gestor del venerable Nadinaje quien vino a comunicarme la amonestación.
—¿Adivinas sus planes? Nadinaje se prepara a quitarte el vicariato previendo que Beltarsiluma ganará la partida en Borsippa. Caído el rey de Asiria y proclamado un rey en Borsippa, ¿qué haría Semíramis en Babilonia? ¡Y yo que pensaba que lo de Borsippa era una simple rabieta de Beltarsiluma…!
Adadnirari notó una crispadura, un rictus amargo en los labios de su madre. Le recordó una escena inolvidable, cuando ella se enfrentó, siendo él un niño, a la corte de Kalah. Fue una limpieza sangrienta en que participaron Sargul y sus eunucos.
Adadnirari creyó oportuno hacer una llamada a la prudencia de su madre:
—Como quiera que sea, señora, no debemos ignorar que el malestar cunde por todo el imperio, que las rentas menguan, que el comercio en los dos países se restringe en beneficio de los mercaderes nómadas. Los arameos nos están invadiendo con sus caravanas por todas las fronteras. Las personas más juiciosas de Asiria estiman que el régimen actual lleva al país a la ruina…
—Lo sé. Y todo lo achacan a la dualidad del poder. «Sin piedad», me dijo un día Beltarsiluma. Y por haber aflojado, es él quien me desafía.
—¿Me permitirías un consejo, señora?
—¿Crees que estoy con ánimo de escucharlo?
—Precisamente porque te veo presa de la ira, no estaría de más que lo atendieras… Aplaca a Beltarsiluma nombrándolo gobernador. Dile que en cuanto sofoque la rebelión, venga a mi lado a hacerse cargo del Gobierno. Después, vueltas las cosas al orden, será fácil eliminarlo…
—¡Ese fin de Beltarsiluma no es digno de nosotros! ¿Es la cobardía o la impotencia la que te hace tortuoso?
—Se trata de salvarnos…
—Si le ofreciera a Beltarsiluma el gobierno de Kalah, pensaría que estamos perdidos. Y entonces, sí, no se detendría hasta derribar el régimen. No sé qué maleficio, qué astro adverso eclipsa mi estrella. ¿Qué impiedad he cometido para que la divina Ishtar quebrante con angustiosos peligros mis horas? Los astrólogos me han estado leyendo diariamente horóscopos halagüeños. ¿Dónde está la verdad y el poder? ¿En el cálamo de Nabu o en el alfanje de Marduk? ¿Quién miente?
—Tus dudas, señora, dan valor a los presagios malignos.
—¡Por favor, Adadnirari! ¿Cuándo hablaremos como madre e hijo?
Adadnirari alzó los hombros:
—Cuando regresaste triunfadora de la campaña del Indo, me di cuenta de que había perdido a mi madre. Desde entonces fuiste para mí una mujer extraña… Y tú no hiciste nada por quitarme esta aprensión. La fortificaste con tu conducta en Damasco, humillándome al anticiparte a tomar la ciudad; la fortificaste al hacerme tu vasallo. Mas en la situación que nos hallamos me parece peregrino que discutamos nuestras querellas personales. Piensa que no son ni tu poder ni mi trono los que están en peligro, sino una dinastía que nosotros no creamos, una historia y una herencia ilustre que nosotros no abrillantamos. Recibimos un patrimonio del siempre llorado Shamshiadad y tú hiciste egoísta partición de él, y ahora son los demás, los que han visto en nuestros errores la ocasión propicia para andar a la rebatiña, los que hacen jirones del imperio…
—¡Soy inmortal, Adadnirari, y tengo la eternidad para apoderarme del mundo…!
—No desvaríes, señora. Mas aun en el caso de que fueras inmortal, no harías nada si Beltarsiluma te desterrara o te dejara en la miseria. Es esa insania de creerte inmortal la que con su infinita soberbia agravia a los dioses. No hay astros funestos si los dioses no los mueven… Además, tu enorme desprecio por los seres humanos… No tienes una mano amiga ni una voluntad ajena que te sirva sin cobrar un crecido precio.
—Melinke me es fiel hasta la muerte…
—Melinke es un enigma y la parte del corazón que no esconde es un reflejo quebradizo de tu conciencia. A veces dudo de que sea una criatura humana. Es como tu sombra, como tu eco; la imagen borrosa de un sueño lejano que cuando se anticipa a ti misma, crea una realidad corpórea. Parece una mujer surgida de las tinieblas de Nergal a quien hubieran sorprendido las primeras luces de la alborada. ¿La has escuchado cuando habla a solas?
—Nunca la he oído hablar a solas…
—¡Tanto se asemeja a tus propias palabras! La sorprendí en soliloquio el primer día que me hospedé en tu palacio de Babilonia… Yo era entonces un niño. Cuando se dio cuenta de mi presencia se quedó mirándome fijamente. Luego murmuró: «Tú eres Adadnirari, el que inquieta a las palomas». No hizo ningún movimiento, pero las palomas que estaban en el alféizar de la ventana levantaron el vuelo. No se me olvidará…
—Calla…
—¿Te molesta que hable de Melinke?
—Me molesta que tanto tú como yo demos la espalda a la realidad. Estamos en peligro. Es necesario que vuelvas lo antes posible a Kalah y hagas lo que te dije.
—No pretenderás que vuelva hoy mismo. Veré a Tursyna durante la cena. Después quizá logre conciliar el sueño. Hace días que paso las noches en vela.
—Esta misma noche yo saldré para Babilonia…
—¿En La Garza? El Éufrates viene en crecida. En Kalah, el divino Adad había volcado sus cántaros y llovía torrencialmente.
Semíramis murmuró:
—El Éufrates en crecida…
Se quedó suspensa, en actitud meditativa, mas según desenvolvía su pensamiento una sonrisa fina y sinuosa, maligna, asomó a sus labios.
—¿Qué idea te hace sonreír?
—Calla, Adadnirari: Ishtar me ilumina…
Semíramis, posesionada del espíritu de la diosa, salió a la terraza. Adadnirari la vio abrir los brazos y loar a Enki. Pero no distinguió bien sus palabras mezcladas al rumor de las aguas turbulentas de la riada otoñal.