El séptimo trabajo de Enlil

Tres días después del plazo dado por Shusteramón, se recibió en la casa del Estanque la caja de sicómoro conteniendo los restos de Dungui. Semíramis había preparado todo para darle sepultura. Después de enterar a Tiglatpileser de la muerte de su padre, le sugirió que él mismo cavara la fosa. En esta faena el niño no desfalleció, lo hizo con buen ánimo aunque con melancolía. Pil no había querido a su padre de un modo entrañable por carencia de los lazos afectivos que crea la vida en común. Sentía por él curiosidad y veneración. Las noticias que de él recibía de labios del sumo sacerdote de Asur, le hacían imaginárselo distante y nimbado por una aureola de prestigio e inaccesibilidad, como la de un ser celestial, y los medallones con la flor de Enlil —la prueba de su existencia real— le daban la misma impresión que un exvoto o una reliquia. Sabía que cuando el preceptor ponía en sus manos el medallón, su padre estaba o había estado recientemente a unos pasos de los muros del templo. Mas siempre lo veía en la distancia, por la sierra de Sinya, a la orilla de algún río o en las tierras bajas escuchando el rumor del mar. No pocas veces había preguntado a los sacerdotes dónde estaba Nippur y qué ordenamiento tenía la ciudad santa. Y cuando hacía dos años, al cumplir siete, Nadinaje le dijo en la fiesta del Año Nuevo que debía adoptar su dios personal, el niño pensó en su padre. Y desde entonces al comunicarse con su espíritu protector invocaba el nombre de su padre.

Mientras cavó la fosa vertiendo gotas de sudor, pero ni una sola lágrima, pensó que el horizonte de su vida tan limitado y tan perfectamente trazado por los preceptores de Asur, se abría bruscamente encendido por una vivísima luz. Esa luz la vio en los ojos de su madre, en las lágrimas silenciosas que se deslizaban por sus mejillas mientras él hincaba la azada de Marduk en la tierra. Supo entonces que la vida tenía proyecciones hacia lugares más lejanos que los del horizonte de Asur: aquella señora que lo abrazaba y besaba con tanta ternura, lloraba ante la fosa que iba a acoger los restos de su padre y dios personal. A Dungui lo había mandado el divino Enlil a la tierra, y cumplida su misión volvía a la casa de la montaña para dedicarse ya a sus funciones de dios personal.

Tiglatpileser al ver que en la faena piadosa se mezclaban a la tierra su sudor y las lágrimas de su madre pensó que aquello era más profundo y más grande que muchas cosas que le habían enseñado en la casa de Asur. Las lecciones eran palabras que había que aprender, aceptar y guardar en la memoria. Y esto eran lágrimas y sudores, penas que abrían un surco doloroso en el corazón. Por primera vez se dio cuenta de que el dolor era una ruda y a la vez envejecedora tarea impuesta al hombre. Y que por el dolor el niño se hacía adulto y las cosas, lo mismo que las palabras que guarda la memoria, adquirían otro sentido.

Cuando terminó de cavar, contempló la fosa, con pena y a la vez con íntima satisfacción. Era su primer trabajo de hombre. Su madre, poniéndole las manos en los hombros, lo atrajo hacia sí y le dijo:

—Estoy orgullosa de ti, Pil.

—Quiero ser digno de vosotros.

Semíramis, conmovida, pensó que Tiglatpileser podía ser un gran rey, sabio y prudente como el israelita Sadoc le dijera un día que había sido el rey Salomón antes de caer en el pecado de soberbia. Pero ella le había prometido a Dungui no contrariar la voluntad del niño. Y respetaría la promesa.

No quiso hacer honras fúnebres en obediencia al culto de Marduk. Se limitó a respetar el séptimo trabajo de Enlil: cavar la fosa, quitarle al cadáver el medallón de bronce con lo cual se cumplía el mandato de encontrar y cortar la flor de Enlil, y dar sepultura al vagabundo.

Estuvieron presentes en esta sombría ceremonia Melinke, Nanadira y un cofrade de Dungui, llamado Montul, a quien los agentes de Gabu habían detenido en la puerta de Adad cuando salía de la ciudad. Montul fue enterado someramente de lo que ocurría: se trataba de dar sepultura a un cofrade muerto repentinamente en la puerta de Ishtar, suceso que caía en la jurisdicción del tribunal de la patesi. Que ésta, devota de Enlil, había ordenado que al cadáver se le diera féretro de sicómoro y que lo enterraran en el jardín de la casa del Estanque.

Cuando Montul llegó ante la fosa y vio al fondo la caja de sicómoro advirtió que aquél no era el modo de enterrar a un vagabundo de Enlil, aunque no conocía tampoco ninguna prescripción que ordenase lo contrario.

—Deberán abrir la caja para cortarle la flor de Enlil —dijo Montul con un poco de recelo.

—La flor de Enlil ya se le arrancó —dijo Semíramis.

—¿Y dónde está? Pues lo debido es llevar el medallón a la casa de Enlil en Nippur —arguyó malhumorado Montul.

—Yo se lo ofrecí a Ishtar.

—¿Y tú quién eres para permitirte semejantes atribuciones?

—Soy la patesi.

—Sí, sí, lo sé. Y ésta es tu casa. Pero la patesi de Babilonia ¿qué tiene que ver con Enlil?

—Enlil tiene que ver con Ishtar, y yo soy la vicaria de Ishtar.

Montul alzó los hombros, se rascó la barba, reflexionó un momento y preguntó:

—¿Sabes la oración?

—¿Qué oración? Supongo que tú la sabes y para eso, para decirla, te han traído aquí. Y respecto al medallón, no te preocupes —Semíramis puso uno de oro en la mano del vagabundo—. Lleva éste a la casa de Enlil.

—¿De oro? Entonces el difunto era el hermano mayor de la cofradía.

—Probablemente —murmuró Melinke.

Montul negó con la cabeza:

—Aquí hay muchas cosas raras. ¿Cómo se llamaba el difunto?

—Dungui —afirmó Semíramis.

—Dungui. ¡Vaya nombre! Dungui, Dungui… Ése no es el nombre del hermano mayor, que se llama… No recuerdo ahora cómo se llama, pero desde luego jamás oí que se llamase Dungui.

—Quieres decir tu oración y acabar de una vez —conminó Semíramis.

—Calma, calma, señora. Tú serás todo lo patesi que quieras, reina y madre de reyes, señora de los cuatro mares, pero las cosas hay que hacerlas con orden. En principio ni un asomo de querella ante la tumba de un vagabundo de Enlil. Alejaos. Perdonad la pregunta, pero esto es muy serio: mi compañero ha iniciado la última jornada a la casa de la montaña, por lo tanto debe ir puro. Y la pregunta es ésta: ¿quién de vosotras está con el flujo?

Tiglatpileser miró azorado a su madre y a las dos doncellas. ¿Qué quería decir el vagabundo? Vio que las tres mujeres se miraban entre sí un tanto confusas.

Semíramis se arrepentía de haber hecho buscar a un cofrade de Dungui. Pero ya no quedaba otro recurso que salir del trance. Negó con la cabeza y aseguró:

—Yo no.

—Yo tampoco —dijo Melinke haciendo esfuerzos por no romper a reír.

—A mí hace ya años que se me ha retirado —confesó ruborosa la acólita.

Montul las miró con sus ojillos inquisidores y con una expresión burlona en los labios:

—Es mejor creerlo que averiguarlo. De cualquier manera, alejaos. Esto es cosa de hombres. Voy a decir mi oración y el niño y yo cubriremos la fosa.

Semíramis tomó la iniciativa de retirarse. La siguieron las dos doncellas. Se detuvieron a cuchichear.

Montul se disponía a decir la oración cuando al ver que las mujeres no se iban lo bastante lejos, gritó:

—¡Peste de Nergal, retiraos de ahí!

Pil le reconvino:

—Me parece, vagabundo, que te vas a ganar una paliza.

Montul guiñó el ojo al niño y rió:

—¿Sabes? Esto de enterrar a un cofrade es una cosa muy seria. Mira qué vestiditas y peinadas han venido las tres coquetas. Bueno, ésa, la que dijo que se le había retirado el flujo, ya no se cuece al primer hervor. Es fría y dura como una estaca. ¿Qué hace en esta casa?

—Es acólita de Ishtar.

—Se debe de haber pasado toda la vida dándose a los hombres y ahora presume de santidad. ¡Enlil bendito! Bueno, muchacho, a lo que me trajeron. Escucha y recibe en tu corazón mi plegaria.

El cascarrabias de Enlil dijo su rezo un poco embarullado. Cuando terminó, Tiglatpileser le preguntó:

—¿Ya terminaste?

—Ya.

—Pues te comiste la última invocación. Y en vez de decir pasos dijiste jornada, y te equivocaste, pues no es cumplir lo jurado sino lo prometido ante el ara de Enlil.

—¡Qué sabes tú de nosotros! No digas tonterías, niño. La oración está dicha y dicha queda. Cuando me llegue la hora de cumplir con el séptimo trabajo, quieran los dioses que muera en descampado, lejos de la gente, que nadie me encuentre. Así me ahorraré todos estos vejámenes.

—¿Qué vejámenes, vagabundo?

—La presencia de esas mujeres. Y todas las incorrecciones que han hecho, como la de quitarle el medallón al difunto, y poner su cadáver en esa caja. ¡Bah! A la faena.

—Te pido un favor. Me gustaría echar la primera tierra.

—Si es tu gusto. Como si quieres hacer tú solo el trabajo. Conque yo eche la última paletada…

Pero como el niño no se producía con la presteza que deseaba Montul, éste cogió la pala y le ayudó hasta cubrir la fosa.

—Ya está. Di a las mujeres que me voy, por si quieren darme el viático.

Tiglatpileser llamó a la señora. Las tres mujeres se habían quedado al otro lado del estanque. Volvieron al lugar de la fosa.

—Ya está todo —dijo extendiendo la mano con el medallón de oro a Semíramis—: Señora, tú que tienes correos y más medios que yo, será mejor que envíes a la casa de Enlil esta flor. No me des tan pesado encargo. Lo único que espero de tu generosidad es el viático. No te excedas, pues un vagabundo de Enlil no puede aceptar menos de un cuenco de agua y más de un siclo de plata.

—Eres honrado.

—¿Honrado, señora? Eso pueden serlo los demás si es que lo son. Nosotros somos lo que somos, y no necesitamos ser honrados.

—Eres honrado y malhumorado —dijo Melinke.

—¡Malhumorado! Ahora debía estar lejos de Babilonia y por vuestra causa, que no por el difunto, los sucios guardias me trajeron aquí. Y menos mal que vine a enterrar a un cofrade, porque si no tendría que hacer penitencia por la extorsión que se me ha hecho. Dame el vaso de agua, algo para comer en el camino y el siclo de plata, si es tu voluntad. Sólo se me ocurre una pregunta antes de irme: ¿Cómo era mi cofrade? ¿Alto, bajo, viejo, joven, feo, guapo?

—Tuve oportunidad de verlo cuando ya estaba muerto. Era semejante a un dios.

—¿Bajito como Marduk o alto como Enlil?

—Alto.

—¿Joven?

—Los dioses no tienen edad, vagabundo.

—Que no tiene edad, ¿eh? Pregúntaselo a los siervos de Anu. —Miró a las tres mujeres, agitó la cabeza y resolvió—: Mejor me voy. Aquí hay muchas cosas raras…

Cuando se fue el vagabundo, las tres mujeres y el niño pusieron la lápida que Semíramis había hecho esculpir: Dungui, hijo de Enlil.

Semíramis, mientras se retiraba a la casa, le dijo a su hijo:

—Si alguna vez, Pil, te suben muy alto, no se te ocurra remover esta tierra y llevar los restos de tu padre a otro lugar para honrarlo con cripta o monumento. Déjale ahí, que repose por la eternidad en este jardín que fue testigo de su presencia viva, del amor que tuvo por tu madre, del amor que yo tuve por él, pues has de saber, hijo mío, que aquí, en este palmar, fuiste engendrado.