Incertidumbre en Babilonia
A los pocos días de concluir las negociaciones con los caldeos, Semíramis se recluyó en sus dependencias. Solía hacerlo pocas veces, sólo cuando tenía alguna intriga entre manos cuya resolución encomendaba al misterioso árabe Magarasur. Esta vez el retiro se hizo más hermético y dio que pensar a los varones del Consejo. Una petición de audiencia por parte del montero mayor Shagaratki obtuvo de labios del mayordomo Addasin un aplazamiento indefinido. Pasaron los días y la corte y personal de palacio comenzaron a desconcertarse. Extrañó que la patesi recibiera en audiencia privada a los poetas Phyman y Hubanhamiti con los que trató, según se dijo, de frivolidades literarias cuando había asuntos de Estado y de régimen palatino que exigían una inmediata atención. Extrañó mucho más que no fuera al templo de Ishtar en sus visitas semanales, y que en las mañanas al bajar al oratorio de Marduk a cumplir con los deberes piadosos, un cordón de la guardia real cubriese el recorrido desde sus habitaciones, protegiéndola de cualquier eventual importuno.
Addasin, Magarasur, Melinke y Nanadira adquirieron por esta conducta de la señora un especial relieve, pues se suponía que como personas de su intimidad estaban al tanto de lo que ocurría. Pero ninguno de ellos en sus cotidianos desplazamientos por las dependencias de palacio daba la menor noticia sobre el retiro de la señora. Addasin, que por su cargo participaba de la vida privada y oficial de Semíramis, siempre que era interrogado al respecto, se limitaba a alzar los hombros y a esbozar un gesto ambiguo. Era evidente que se estaba gestando algo de gran trascendencia.
Shagaratki optó por pedir a la soberana una audiencia urgente a fin de proponerle que convocara a consejo, pues tenía información de ciertos movimientos de Nabushumaishkun, caudillo del país del Mar, provincia de las tierras bajas y costeras, que unas veces permanecía leal a la capital y otras amagaba con movimientos de rebeldía.
El montero mayor creyó que la patesi no se negaría a recibirle, y que durante la entrevista vislumbraría la causa del retiro. Mas sintió aumentar su incertidumbre y malestar al escuchar la respuesta de Semíramis por labios de Addasin: que él convocara a consejo, que lo presidiese y le pasara un informe de los asuntos tratados.
Shagaratki, consternado, no pudo menos de preguntar al mayordomo:
—Pero ¿qué está ocurriendo?
Addasin cerró los ojos y abrió los brazos en ademán de ignorarlo.
—¡Qué sé yo! —dijo con estudiado tono de pesadumbre, anuncio de inminente calamidad y adoptando un tono confidencial abrió un resquicio—: No se sabrá nada hasta que la reina designe a su sucesor.
Shagaratki se quedó helado. Era el fin de su consejería. Pero ¿por qué? ¿Qué había pasado entre el hijo y la madre para que ésta hubiese decidido abdicar?
—¡No es posible! —murmuró con voz estrangulada por la desagradable impresión.
Addasin miró ladinamente a todas partes. Seguro de que nadie podía oírle deslizó al oído del montero mayor:
—Sí es posible. Y me guardarás el secreto, pues ni el propio Ninurta-apla lo sabe.
Era la primera vez que Shagaratki oía semejante nombre. Y él se sabía de memoria los de las noventa familias de Babilonia y las sesenta de Asiria. ¿Quién sería aquel Ninurta-apla? Pero se abstuvo de preguntárselo a Addasin. Este había mencionado el nombre con tal naturalidad que Shagaratki no quiso exhibirse como un ignorante. Pero se animó a insinuar:
—¿Saber qué, bienquisto Addasin?
—Quien será el sucesor de la señora.
—Lo que quiere decir que habrá un cambio completo en el Consejo.
—Supongo, aunque me parece, por lo que he oído, que tú, bienquisto Shagaratki, seguirás en el cargo.
Shagaratki ansioso e impaciente se despidió del mayordomo. Pensó al principio preguntar a sus colegas de Consejo si conocían al tal Ninurta-apla, pero, ladino, y queriendo sacarle provecho personal al secreto que le había revelado Addasin, resolvió averiguarlo por cuenta propia.
Se fue al despacho del intendente de palacio. Tras de saludarle y hablar de algo rutinario, le pidió:
—¿Podías facilitarme la lista del personal de palacio?
El intendente Gurma, escriba titulado en Asur, no recató un gesto de sorpresa:
—¡No sabes lo que pides, bienquisto Shagaratki! La lista del personal la componen más de cuarenta tablillas, que habría que recoger en cada dependencia de palacio. Y no creo que estén al día. ¿Qué deseas saber?
—El nombre completo de un individuo que empieza por Ninurta.
—¡Ninurta! Hay más de cien Ninurta diseminados por palacio, sin contar los individuos del patio de siervos.
—Tiene que ser un Ninurta importante…
—De esto sí estoy seguro: en palacio no hay un Ninurta ni medianamente importante.
Shagaratki continuó sus pesquisas por otros caminos. Mientras tanto, los días transcurrían y con ellos aumentaba la inquietud que se había apoderado de los miembros del Consejo y de la corte. El montero mayor guardó celosamente el secreto que le revelara Addasin, mas a pesar de su reserva en palacio comenzó a correr el rumor de que la señora abdicaba. En este ambiente de incertidumbre y expectación, la única actividad que se observaba por parte de la patesi era un inusitado movimiento de correos, particularmente rumbo a aquellas ciudades donde se asentaban templos mayores.
Como al mes y medio de haber regresado de Borsippa, Semíramis salió de su hermetismo, mas no para recibir a tartanes y a consejeros, sino a escribas que dirigían talleres de arte y a maestros de varias artesanías y manufacturas industriales.
Los servidores de palacio que seguían con curiosidad y atención todos los movimientos que convergían a las dependencias de la patesi, observaron también una mayor concurrencia de agrimensores, alarifes e ingenieros. Esto hizo suponer que la señora traía en la cabeza un vasto programa de obras públicas.
Tal afluencia de técnicos alivió la tensión palatina, pues era poco cuerdo pensar que la patesi, si realmente estuviera decidida a abdicar, se interesara por nuevas construcciones. Esta conjetura se vio fortalecida con la presencia de Mino de Tacro. Acababa de concluir la gigantesca obra de rectificar el trazado de la muralla de Babilonia, dejando dentro del recinto fortificado dos barrios, entre ellos el habitado por el gremio de los metalúrgicos.
Mino había sido citado por Semíramis. Después de saludarla y darle cuenta de algunos detalles de la muralla, le dijo que él tenía el propósito de pedirle audiencia, pues había decidido abandonar Babilonia.
Aunque hacía años que se conocían, Semíramis nunca acababa de comprender al cretense. El anuncio de despedida que en un babilonio habría sido osada, imperdonable falta, en Mino lo disculpó como propio de su deficiente educación, cosa común en los extranjeros.
—¿Qué mal olor molesta a tu olfato?
—Son dieciséis años, señora, los que he vivido aquí. Voy a cumplir cuarenta y siete…
—Aún no eres viejo…
—Pero empiezo a sentirme cansado.
—Sé que te casaste con Zimma.
—Sí, señora. Tenemos tres hijos.
—Y mucho oro.
—Algo. Siempre me pagaste buen salario.
Semíramis se quedó mirando a Mino con intención escrutadora. Físicamente tenía buena estampa; intelectualmente, genio creador; moralmente, era persona proba y humanitaria, pero, en lo personal, casi insignificante. La patesi nunca comprendió cómo aquella suma de cualidades, virtudes y dotes tan sobresalientes coincidían en un hombre de conducta mediocre. Había hecho obras que por su grandeza, perfección cuando no utilidad, provocarían la admiración y el pasmo de las generaciones futuras: los jardines colgantes, el dique de Marduk, el Gran canal, el paseo nuevo de Semíramis, las murallas de la ciudad… Semíramis veía continuamente estas grandes realizaciones, pero se olvidaba de Mino. Jamás se acordaba de él para invitarle a su mesa, a las fiestas no oficiales de palacio.
—Sabes muy bien, Mino, que a ningún funcionario de la casa real le es permitido licenciarse por propia voluntad. La única que podría prescindir de tus servicios soy yo… Y ahora pretendes irte en un mal momento. Quiero realizar mi viejo proyecto, las calzadas reales. Una saldrá de la costa del País del Mar y subirá hasta las puertas Caspianas, tocando entre otras ciudades Umma, Nippur, Borsippa, Babilonia, Sippar, Asur, Ninurta, Kalah, Nínive, Musasir, Tuspa y alguna población más del Urartu. Otra, partiendo de Susa saldrá de Babilonia rumbo a occidente, comunicando a Borsa con Aleppo; entrará en tierras hititas y llegará hasta el mar de los Dorios; en fin, una tercera, con dirección a Damasco y Tiro, tendrá un ramal de prolongación hasta Samaria… Es un programa digno de ser realizado por ti.
Mino se quedó suspenso, amargamente decepcionado. Reaccionó casi con impertinencia:
—¿Has calculado, ¡oh, señora!, el coste de semejantes obras? No menciono la piedra, el betún y la arcilla que habría que llevar al desierto, sino los puentes que habría que construir para salvar ríos y desfiladeros en las regiones montañosas…
—No te preocupes por el gasto. Lo más costoso sería la mano de obra. He pedido informes a todos los templos mayores. Pueden reunirse unos cuarenta mil hombres entre esclavos y siervos, cuyo retiro de los templos no causará ningún perjuicio ni al campo ni a la industria. Los templos, Mino, están congestionados de esclavos…
—Lo que no comprendo, señora, es el objeto que tendrían esas calzadas…
—Voy a intensificar el comercio. Quiero hacer del transporte la gran industria de Babilonia. Vamos a aumentar la producción de nuestras manufacturas… He pensado que los primeros dos beru de calzada, (8.5 Km) tanto a la entrada como a la salida de las ciudades estén bordeados de jardín y lápidas itinerarias con invocaciones a Marduk y a Ishtar…
—Y con tu nombre, por supuesto… —agregó mordaz el cretense.
—No, Mino. Yo no soy vanidosa —replicó Semíramis con ironía—, y la ambición de gloria la he ido perdiendo ante los rudos golpes de la vida.
¿Por qué ese asomo de hipocresía?, pensó el arquitecto. En todo el país ella era la única persona que podía permitirse la higiene moral de no ser hipócrita.
—No pongo en duda, señora, que llevarás a cabo tan ambicioso proyecto; mas te aseguro que para su realización yo no soy necesario. Tendrás que importar metal, mármol, madera… ¿Por qué no importas también arquitectos, constructores? En Urartu hay excelentes canteros; también en Asiria encontrarás artesanos que saben labrar la piedra; de Susa puedes traer los más hábiles decoradores; y sabes que mis propios maestros de obra y ayudantes están capacitados para realizar tus proyectos…
—Sí, cierto —le interrumpió Semíramis—, pero ninguno de ellos sería capaz de comprender y abarcar el programa total de construcción ni de imprimirle el aliento de grandeza… Pero dime, Mino, ¿tu mujer se iría de buen grado de Babilonia?
Mino bajó la cabeza en actitud reflexiva. Después, se aventuró a decir:
—En realidad, señora, nos vamos por ella.
—¿Qué le falta a Zimma?
—No carece de nada; por el contrario, le sobran recuerdos, malos recuerdos.
—¿A ella o a ti? —replicó la patesi—. ¡Bah! Me parece que tú has inculcado a Zimma ideas extrañas, nocivas. Sientes vergüenza del oficio que tuvo. Así sois los extranjeros. Es estúpido, Mino. La prostitución es el último oficio de Ishtar, pero es su oficio. Y no te olvides que en Babilonia la esposa del rey o en mi caso la patesi cobra un honroso canon anual por la tablilla de prostituta. ¿Qué ves de malo en tal profesión? Más se prostituye una mujer honesta que comete el error de casarse con un individuo imbécil, pues trafica con la estupidez. Además Zimma ostentó el primiclerio de las cortesanas. Son muy pocas las babilonias que pueden enorgullecerse de poseer tan honroso título.
—Te hablaré con franqueza, señora. Zimma se siente asqueada de ver todos los días en el Merkes, en los jardines de Ishtar, en la calzada de Adad, incluso en la vía procesional, caras conocidas de hombres que le hicieron objeto de humillación. Pero, en realidad, yo soy el que siente náusea. Zimma es mujer inteligente, se ha cultivado, se ha convertido en una buena esposa y madre. Y los dos queremos olvido. En Tacro, señora, la vida es más sencilla. Se trata de una ciudad pequeña, no tumultuosa como Babilonia.
—Siento contrariarte, Mino. No puedo prescindir de ti. Por lo menos en los primeros años. Necesito que me hagas los planos y los cálculos y me dejes un equipo de hombres debidamente preparados para realizar el programa…
—Señora, solamente para estudiar el trazado necesitaría muchos años, pues debo buscar el terreno más propicio. Sí, conozco el terreno que atravesarían varios tramos de las calzadas y hasta de memoria podría levantar los planos; pero las montañas elamitas, asinas, urartias, caspianas, cilicias e hititas me obligarían a desplazarme a dichas sierras, a fin de buscar los pasos naturales, localizar el trazo y levantar los planos. Ver los materiales aprovechables de cada región, los obstáculos a vencer, las aguas a salvar y el tipo de viaducto o dique apropiados. Esto, señora, por muy rápido que quisiera hacerlo, me exigiría un estudio de siete u ocho años.
—No hay más remedio, Mino —cortó secamente—. Te niego la licencia que pensabas solicitarme. Tienes que empezar esta obra.
—¿Empezarla, señora? La construcción que proyectas es obra de titanes, como dicen en mi tierra. La mayoría de las calzadas atravesarán países hostiles a Asiria y Babilonia. Ni con tres vidas, señora, verías el remate de semejante obra.
Semíramis endureció la expresión. Sus labios se movieron casi imperceptiblemente en un rictus de ira reprimida. Luego, con un tono de voz que estremeció a Mino, dijo:
—Cuento con la eternidad para realizar esa obra. Nadie ni nada me hará desechar el proyecto.
—¡La eternidad! Pues si cuentas con tan largo plazo —replicó con sarcasmo Mino— ¿por qué no esperas a que tu bien amado hijo Adadnirari o tu nieto Salmanasar conquisten de una buena vez el país de Urartu? ¿Pretendes que yo, sin otras armas que una plomada y un nivel, venza una naturaleza habitada por unos individuos que los ejércitos de Asiria no han podido sojuzgar?
—¡Basta, Mino! Mi estimación por tu ciencia no te autoriza a inmiscuirte ni a juzgar nuestra política. Puedes retirarte.
Mino se fue desolado. La rabia que le produjo la negativa de Semíramis le hizo pensar en cómo salir secretamente de Babilonia. Las puertas de la ciudad estaban abiertas, pero vigiladas, y los caminos, incluso las rutas por el desierto, eran patrulladas por agentes disfrazados de mercaderes o de viajeros curiosos.
En realidad, Mino, a pesar de los dieciséis años vividos en Babilonia, de las riquezas adquiridas, de las obras realizadas, no acababa de adaptarse al país ni a la gente que lo habitaba.
Cuando inició los trabajos del monumento a Shamshiadad pensó que sería la única obra que haría; luego los compromisos se fueron encadenando y Semíramis siempre le ataba férreamente a un nuevo proyecto. Cedía seducido por la grandeza con que la señora imaginaba las obras. Tenía fama de tacaña y lo era. Siempre andaba remisa para pagar salarios, emolumentos. Pero, aunque con atraso, pagaba lo escriturado. Mas ahora, a Mino (con las primeras canas reveladoras de las fatigas de la vida y del esfuerzo intelectual desarrollado) la lucha mantenida contra la oposición y los obstáculos, las tradiciones y los prejuicios que le oponían los funcionarios de palacio, acabaron por decidirlo a abandonar Babilonia.
En Tacro, su hermana conservaba todavía la vieja propiedad paterna. Se hallaba situada en la colina que servía de abrigo al puerto. Su proyecto era regresar a la vieja casa y comprar el huerto vecino, no por las tierras en sí, que no eran muy grandes; lo importante del huerto eran las ruinas de un antiguo palacio. Por tierra estaban diseminadas columnas, losas de mármol, peldaños de gradas y muchas más piezas de piedra y mármol. Con ellas ampliaría la casa, dándole una prestancia palaciega, y allí vivirían felices hasta cerrar los ojos, Zimma y él; allí crecerían sus hijos…
No supo disimular su contrariedad a Zimma.
—¿Para qué te llamó? —le preguntó ésta.
—Está loca. Cree en verdad que posee la inmortalidad. Quiere hacer una red de calzadas que sólo sería posible construirlas teniendo por delante siglos y siglos. Está loca, Zimma, loca. Me obliga a que realice esa obra. Y no atiende a razones.
Zimma, en lo íntimo de su corazón no quería salir de Babilonia. No quería que los niños fueran a tierras lejanas y extranjeras. Pero había visto a Mino tan preocupado, a veces tan afligido, que siempre que se planteaba la cuestión ella le animaba en su propósito de pasar los últimos años de su vida en Tacro que, según las nostálgicas evocaciones de su marido, era el lugar más ideal del mundo.
Zimma no creía en tal cosa. No comprendía cómo podía vivirse a orillas del mar, sin amparo de las tempestades, de los vientos húmedos y salados. Bien sabía ella, y toda la gente lo decía, que si había algún lugar paradisiaco ése sólo podía encontrarse entre ambos ríos, a la vera del Éufrates o del Tigris. Y preferiblemente a la sombra de un palmar y a la orilla de un pantano protegido con sólido dique. Pero Mino estaba cansado de Babilonia. No acababa de asimilar sus costumbres, el carácter de la gente. Todo, incluso los dioses, le parecían absurdos. Repetidamente le había dicho con tono desdeñoso que donde estaba Heraklés, Gilgamesh nada tenía que hacer.
—¿Ni siquiera te ha dado un plazo?
—¡Plazo! Dice que por lo menos empiece las obras. Para lo que pretende yo necesitaría sujetarme diez o quince años. Ella que piensa sin noción del tiempo, estima que eso es una minucia. —Y después de un respiro, continuó—: Sabes lo que es el desierto, ¿verdad? Miles y miles de carretas con piedra, arcilla y odres de betún tendrían que movilizarse para hacer el camino hasta Aleppo. Pues esto sería un leve sueño de siesta comparado con la pesadilla de llevar una calzada por los montes Zagros o atravesar el Urartu y llegar a las puertas Caspianas. No sé qué cree que vaya a sacarles a los hircanos. Estoy seguro de que si la calzada llegara a tocar las fronteras del Urartu, empezarían los cambios de proyecto: aquí hay que levantar un templo, aquí hay que trazar una ciudad con mi nombre, aquí hay que hacer un dique…
—¿No puedes engañarla?
—¿Y dejar aquí el oro? En cuanto lo sacara del tesoro del templo de Marduk ella se enteraría. Tendríamos que arriesgarnos a huir nada más que con el sayo puesto.
Zimma se acercó a su marido con ánimo de proponerle una solución:
—¿Y por qué no vas tú solo a Tacro a pasar una temporada? Así te curarías la nostalgia y podrías volver a Babilonia descansado y con mejor humor. La señora no se opondría.
—¿Y dejarte aquí con los niños?
—Para ella sería la garantía de tu regreso.
—No, Zimma.
Tras de una pausa, la mujer comentó con un dejo de amargura:
—Siempre te lo he dicho. El pecado no lo cometiste tú sino Tursyna. Que esa tartesia viniera a Babilonia con sus intrigas, sus malevolencias y sus propósitos criminales te hizo sospechoso para siempre. Temo que jamás podamos movernos de Babilonia. Siempre estaremos sujetos a la vigilancia de los secuaces de Gabu.
—¡Vaya! Salir ahora con Tursyna… Mejor no hagas comentarios…