Confidencias

En cuanto Semíramis tuvo noticia de que dungui había llegado a Arbelas, pidió caravana y se fue a Kalah. No se quedó, como creía Dungui, a presenciar la ceremonia del ofrecimiento de su hijo a Ishtar. Y al llegar al palacio, después de jornada y media de viaje, se encontró con la novedad de que Sunga había salido hacía días rumbo a Damasco a reunirse con Adadnirari. A Semíramis no le extrañó la intrepidez de la joven, pero que Sunga renunciara a su estancia en el palacio real, donde debía asegurarse la adhesión de la corte, le pareció una torpeza.

Dinakalla y Beltarsiluma le informaron de diversos asuntos, todos ellos graves: Damasco no cedía y soportaba con arrojo y eficacia el asedio del ejército asirio. Por otra parte, los urartios, en omisión de lo pactado con Adadnirari, que los redujo a vasallaje en su primera y gloriosa campaña militar, se mostraban inquietos y presionaban, con escaramuzas molestas como picaduras de alacrán, la frontera. Dinakalla informó que se había visto obligado a reforzar las fortificaciones con tropas de las guarniciones de Nínive y Kirruri, ya de por sí bastante escasas de fuerzas.

—Se aprovecharán de que el grueso de nuestro ejército se encuentra en Occidente, comprometido en una operación desafortunada, para intentar la recuperación de las tierras que les tomó el bien amado Adadnirari.

Semíramis pensó que con un montero mayor o primer ministro como Dinakalla, Asiria no llegaría a ninguna parte. Menos mal que a su lado tenía a Beltarsiluma. La reina no prestó mucha atención a los informes que le daban, con el propósito de concluir la audiencia y que Dinakalla la dejara a solas con Beltarsiluma. Cuando esto ocurrió, Semíramis preguntó al valido:

—¿Por qué se fue Sunga?

—Supongo que hizo un examen de la situación y obró con cordura: de poco le valía asentarse en la corte de Kalah si perdía la afición de Adadnirari.

—A mi hijo, que ya te habrás dado cuenta de que es tonto, lo tiene bien sujeto con el pequeño Salmanasar.

Beltarsiluma no osó sonreír. Le extrañó que Semíramis, que tenía siempre muy encopetada la majestad, hablase de modo tan familiar y al mismo tiempo despectivo del rey. El gobernador sabía que cuando Semíramis descendía a estos arrebatos, con ausencia total de la etiqueta, algo grave e importante, quizá temerario, se fraguaba en el cerebro de la joven.

Aprovechó la ocasión para afirmar su personalidad:

—La historia, señora, está llena de reyes tontos que gracias a tener un primer ministro inteligente pudieron dejar buena memoria de sus reinados.

—Pero Dinakalla es todavía más tonto que Adadnirari.

Beltarsiluma sonrió ahora:

—Dinakalla me escucha, y tu hijo no. Ésa es la gran diferencia, señora.

Semíramis meditó un instante:

—¿Has visto a Shara?

Semíramis podía interesarse por cosas insubstanciales, pero él no:

—Shara, ¿de quién hablas, señora?

—¡No me saques de quicio, Beltar! Shara, la concubina del llorado Shamshiadad.

—¡Ah…! Shara, aquella pupila del harén —dijo el gobernador como si trajera a Shara de la más remota antigüedad—. Sí, la he visto en la ceremonia de su rehabilitación legal.

—Bien, Beltarsiluma, dejémonos de rodeos: necesito una tropa selecta de quince mil hombres.

Beltarsiluma abrió los ojos asombrado:

—¿Qué dices, señora? ¿Quieres que los urartios lleguen a Kalah, bajen a Asur y hagan prisionero a nuestro dios?

—Necesito quince mil hombres. Y vas a sugerir a Dinakalla que los reclute. Inclusive entre la gente infame. Quiero un ejército mercenario y dispuesto a morir en la toma de Damasco.

—¿Y por qué tú no se lo ordenas a Dinakalla?

—Tú puedes sugerírselo como amigo y consejero; yo no puedo ordenárselo como reina de Babilonia.

—Mira, señora, desde que regresaste del Indo tú no eres ni reina madre ni reina de Babilonia, ni patesi ni vicaria de Ishtar. Esos títulos son minucias. Tú eres Semíramis, y a tu nombre los consejeros del gobierno, los funcionarios de palacio bajan la cabeza. Eres Semíramis y en tu nombre está la ley. Creas la ley con tu misma palabra. Da el grito y de la tierra se levantarán legiones… Pero eso sí, de gentes sin tablilla ni sello, de gente ruin, de parias, de mezquinos. ¿Te atreves a hacer conscripción entre la gente infame?

—Todo asirio o babilonio, cualquiera que sea su condición social, que empuñe las armas bajo mi mando, se ennoblece. Ordena a Dinakalla que dé instrucciones al jefe de la guarnición para que haga el reclutamiento. No hay que engañar a la gente. Quien se aliste bajo las banderas de Nergal será soldado destinado a la muerte.

—¿No crees, señora, que son demasiados soldados para tomar Damasco? Si llevas quince mil hombres aumentarán el ejército a noventa mil. ¡Ya puedes imaginarte las complicaciones y dificultades que trae movilizar y avituallar a semejante masa!

—Por lo visto, los setenta y cinco mi1 soldados que salieron a la campaña de Egipto no son aptos para la empresa. Y no quiero llegar a las murallas de Damasco y quitarle a mi hijo el mando de sus tropas. Sería vejatorio. Llevaré las mías y con ellas tomaré Damasco… —y tras de una pausa, cambiando de tono y de tema, se encaró al valido—: ¿Sabes por qué he estado en Arbelas?

—Me dijiste en una carta que Marouk te había impuesto el retiro.

—Me refugié en Arbelas porque fui a dar a luz un hijo.

—¡Varón, por supuesto!

—Por supuesto.

—¿Hijo de Marduk?

—Del espíritu de Enlil.

—¡Asombroso, señora! Mi enhorabuena… ¿y en quién encarnó el divino Enlil?

—En un vagabundo.

—¡Admirable, señora! Ese hijo nació sin contaminaciones políticas ni dinásticas. Espléndido futuro. ¿Y qué clase de mendigo?

—Te he dicho que un vagabundo.

—Perdona. La diferencia es sutil y no debe omitirse. ¿Quién es él?

—Te prefiero brutal a hipócrita, Beltar. Lo conoces.

—Conocerlo… no recuerdo. Pero tienes en Babilonia un investigador urbano tan leal que, conociendo mi fidelidad a tu persona, no se recata en ser indiscreto conmigo. Se trata, sin duda, de Dungui, el vagabundo de Enlil.

—El mismo.

—¡Eres admirable, señora! Y envidiable. Sólo a una criatura como tú los dioses podían otorgarle el privilegio de posar la mirada en un vagabundo. Nadie, ni la más linajuda dama ni la más autoritaria sacerdotisa, se habría atrevido a tanto. Pero ¿qué sucede, señora?

Beltarsiluma sorprendió los ojos de Semíramis velados por las lágrimas.

—Ese privilegio que me atribuyes no me exime de ser la más impía e infortunada de las madres. Dejé a Dungui en la casa de Ishtar. Pasado mañana ofrecerá nuestro hijo a la diosa. Y dentro de cinco días lo presentará a Asur. El sumo sacerdote Nadinaje ya tiene instrucciones al objeto. Tú irás de testigo.

Beltarsiluma estuvo a punto de ofrecer su pañuelo a Semíramis, pero se contuvo. Quería saber si Semíramis era capaz de dominar su sentimiento maternal o, por el contrario, de romper a llorar como una madre enamorada.

—¿Y por qué el secreto, señora?

—Porque quiero que Tiglatpileser sea rey.

—Por lo menos, le has dado ya el nombre de tal.

—Deseo allanarle el camino que le lleve al trono de Asiria… si al llegar a la adolescencia muestra gusto por el ejercicio de las armas y prudencia suficiente para el gobierno del imperio.

—Cabe suponer que el bien amado Adadnirari case con Sunga o con otra mujer. Cabe suponer que tenga hijos…

—Desde luego. Pero desconfío de los nietos que me dé Adadnirari. Serán asirios. No sabrán otra cosa que matar, incendiar, envilecer sin construir. Y este hijo mío, nacido con el espíritu de Ishtar y de Enlil, será mi sucesor.

—¿En Babilonia?

—En Asiria. Su nombre legal es Teglatphalasar.

—¿Y dónde lo guardarás?

—Con las adoratrices de Gatumdug hasta la edad de tres años; después pasará al templo de Asur, y Nadinaje vigilará su educación. Más tarde a la escuela de Borsippa, y llegado a la pubertad entrará de paje de armas de Adadnirari. Luego, sentará plaza de soldado.

Sin ironía, pero con una ambigua entonación, Beltarsiluma comentó:

—Si los espíritus de Ishtar y Enlil son con él, todo se realizará a la medida de tus deseos.

Sargul, el eunuco mayor del harén, informó a la reina que no había tenido problemas: logró extirpar de las pupilas el vicio de la gobernadora. La que hacía sus funciones, muy débiles por cierto, puesto que el harén llevaba una vida apacible y aburrida dada la ausencia del rey, se avino fácilmente a aceptar la autoridad de Shara, que se incorporó como favorita viuda.

—¿Y qué dice Shara de mí?

—Shara es muy discreta y habla con mucha cautela. Dio a entender que su rehabilitación la consideraba como una acción digna de la reina; que de ti, señora, no podía esperar otra cosa.

Semíramis contaba con Shara como pieza en el juego a largo plazo que había iniciado para apoderarse del trono de Asiria. No le importaba que en él se sentara Adadnirari o el hijo de Sunga o de cualquier otra mujer. Tenía en reserva a Shamshiilu, hijo de Mussina, a quien había reconocido como bastardo legal, incluyéndolo por este hecho en la vía sucesoria. Lo que ella quería era que nadie le arrebatara el poder que emanaba del trono. Y si Ishtar colmaba su ambición, su hijo, el recién nacido, se coronaría rey. Los demás serían sus fieles, devotos servidores. La influencia para ejercer este dominio y hacer un rey de Asiria a su modo y semejanza, ella la adquiriría con la conquista de Egipto. Ningún asirio se opondría ya a su autoridad. Reformaría leyes dinásticas y principios religiosos a fin de cumplir plenamente su destino. Y se alzaría hasta la mansión de los dioses. Un día que estaba escrito en el libro de Nabu, Shusteramón le anunciaría haber descubierto el secreto de la inmortalidad.

—Quiero hablar con Shara. Que venga esta tarde después de la cena a verme.

Ni Beltarsiluma ni Dinakalla anduvieron morosos, pues ese mismo día, después de la siesta, en la plataforma de los heraldos se pregonó bando de reclutamiento. A la misma hora, otros heraldos lo hacían en las plazas públicas y mercados.

Semíramis no creía que el reclutamiento fuera abundante en las ciudades, pues los mozos con derecho a empuñar armas ya estaban en el ejército. Y los mezquinos se hallaban demasiado sometidos a los templos y señores para librarse de su tutela. Mas la reina suponía, no sin razón, que la llamada a las banderas de Nergal daría mejores frutos en los suburbios de las ciudades y en el campo, donde vivían hombres libres de oscuros antecedentes, sujetos a estrecheces y penurias y sin esperanza de redimirse de su ínfima condición.

A la hora fijada recibió a Shara. Iban a verse por primera vez después del proceso del harén. Habían pasado años, los suficientes para que los estragos del tiempo hubieran dejado su huella en el rostro de aquella que fuera la favorita de Shamshiadad, del adorado Shamshi.

Durante la crisis de celos que siguió a la muerte del rey, Semíramis había pedido a Ishtar que iluminara a Shusteramón en sus investigaciones sobre la inmortalidad, a fin de que le procurara a ella una perenne juventud. Entonces pensó que tal conquista sería su venganza contra la concubina que había apresado entre sus brazos a su esposo.

En cuanto Shara entró, las dos mujeres se miraron con una curiosidad agresiva, mas enseguida las mutuas confrontaciones las animaron a cambiar de actitud y expresión. Semíramis no pudo menos de sonreír conmiserativa hacia aquella mujer que había perdido la mayoría de sus encantos. Conservaba la dignidad que le reconociera durante el proceso, y el dolor había dado mayor nobleza a su expresión, pero las gracias físicas, los encantos femeninos que tanto sedujeron a Shamshiadad apenas podían adivinarse en su persona. Shara, por su parte, aunque había oído hablar de la juventud de la señora, no pudo ocultar su admiración.

Desde la muerte del rey, la vida había sido áspera, a veces ruda con Shara. Las penurias y desprecios padecidos la movieron a un impulso de agradecimiento que exteriorizó arrojándose a los pies de la reina.

Semíramis le ayudó a levantarse. Un poco confusa trató de aflojar la tensión diciéndole que su rehabilitación era un caso de estricta justicia y que si, por el contrario, los jueces hubiesen encontrado en su conducta actos punibles, con la misma imparcialidad ella la habría castigado.

Invitó a Shara a que se sentara a su lado. Luego, en un momento propicio de la conversación, se interesó:

—Lo que no comprendo, Shara, es por qué te fugaste del harén.

—El dolor de la muerte de mi señor, el bien amado Shamshiadad, aún no se mitigaba, y mi mente estaba confusa. El proceso que promoviste en el harén me produjo amargura y resentimiento. Pensé que fugándome, renunciando tan dramáticamente a mis bienes y a mi situación dentro del precinto, la gente reaccionaría a mi favor, y vería mi fuga como una desesperada huida de tu cruel persecución. Pronto me di cuenta del error. Nadie en la corte se hizo solidario de mi drama. Y aquellos íntimos del rey, que mientras vivía se mostraron complacientes y aduladores conmigo, sellaron sus labios. Aunque tú eras mal vista, y perdóname que te lo recuerde, ¡oh señora!, te tenían miedo. Alzaron los hombros ante mi desgracia. Y ahora, señora, tú has tenido la valentía de restituirme al harén. Y a ellos, empezando por el bienquisto Dinakalla, les inquieta mi vuelta.

—Han pasado ya bastantes años, Shara.

—Pero yo no olvido aún al bien amado Shamshiadad.

—Ni yo tampoco.

—Yo lo llevo en el corazón.

—Yo en el recuerdo. No sé, Shara, si el recuerdo se aloja en el corazón o en el cerebro. Dime, Shara, ¿de qué artes te valiste para arrancar de mis brazos a Shamshi?

—Eres muy valiente, señora, al hacerme esa pregunta.

—¿No lo fuiste tú al desafiarme en el juicio del harén? Jamás olvidé tus palabras. Me dijiste que yo tenía miedo, «miedo a oír aquello que sabiéndolo te asusta reconocer». Te confieso, Shara, y ahora debes creerme, que jamás lo supe. ¿Cuál fue mi falta?, ¿de qué carecí para sujetar en mis brazos a Shamshi? Dímelo, tú lo sabes.

—Si tu corazón no te lo dicta sería vano que yo te lo dijera. Además, cualquier palabra que escogiese para explicártelo la sentirías injuriosa. Por esto, señora, mejor es que te hagas a la idea de que Shamshi estaba equivocado respecto a ti.

—No rehuyas la explicación que siempre he esperado, Shara. Hemos superado la enemistad y los celos que se alzaron entre nosotras. Puedes hablarme como a una amiga.

—Si insistes…

—Habla.

—Por alguna causa, Shamshi empezó a sentir timidez contigo. Me dijo que nunca había sabido qué era ser rey. Lo había visto ser a su padre. Mas no tuvo tiempo para aprender. Las circunstancias le obligaron a coger enseguida las armas. No tuvo tiempo de conducir el carro de Ishtar por los senderos de la paz. Un día que hablábamos de ti, al principio de iniciar nuestras relaciones, le censuré sus infidelidades. No tengo por qué decirte que sin conocerte, hacía si no las mejores ausencias de ti al menos las más dignas. Shamshi me dijo que tú le repelías. En la corte, y sobre todo en el harén, se decía que tú no habías nacido para ser esposa; que eras tan tierna y delicada que te asustaba el varón. Shamshi me aclaró la clase de repulsión que le causabas: «Me siento disminuido ante ella», me dijo un día. No sé si yo le pregunté la causa. Me dijo que él no era rey, y tú sí eras reina. Que no podía acercarse a ti sin ver en tu cabeza la tiara de Asiria. «A veces me sobrecoge y me siento la más infeliz y despreciable de las criaturas a su lado». Me dijo también que tú no le amabas como hombre, sino como rey.

—Le di un hijo, Shara.

—Lo sé, señora. Se refería a que aun en el lecho no podía quitarse la aprensión de estar con una reina. Shamshi, tú lo sabes, señora, era un hombre con muchas virtudes, pero rudo y torpe en ciertos aspectos. Era muy vital y todo aquello que estuviera alejado de la fuerza y de la violencia, de la naturaleza y de la zoología, le intimidaba, procuraba rehuirlo. Jamás se detuvo a oír a los escribas. Si les dictaba, al concluir los despedía con prisas, con embarazo, como si tuviese miedo de que le interpelasen o le hicieran alguna pregunta. No era hombre de palacio. Se había hecho en el campo de batalla, en los montes de caza. Sentía ante ti la misma timidez y miedo del devoto que se sabe súbitamente ante la presencia de Dios.

—¿Y ése fue mi pecado?

—Según Shamshi, sí.

—¿Según tú?

—Soy incapaz de contradecirle aun en el recuerdo. Compréndelo, señora. En cierta manera, yo soy mujer a la manera que le gustaba a Shamshi. Más envidiosa que ambiciosa, más vanidosa que orgullosa, más rutinaria que servicial. Creo que así somos la mayoría de las mujeres. Y cuando los hombres son presa del deseo, buscan mujeres sencillas, gratas a la carne, gustosas al tacto y sin ideas en la cabeza… Debo confesarte algo íntimo y que siempre he guardado: en el fondo yo era la que sentía celos de ti. Porque Shamshi podría no amarte en la carne, ni buscarte para el goce del lecho, pero te llevaba siempre como a la sombra de una diosa en su conciencia. No en su corazón asustadizo, tímido. Te admiraba tan profundamente que su sentimiento era más intenso que el más apasionado amor. Y sí, a mí me quiso, si fue dulce conmigo, si pude retenerlo en mis brazos fue porque supe enaltecerte en ausencia. No fui la concubina vulgar que se reía de la esposa, sino la amiga que ponía en relieve las virtudes de su rival. En el fondo, poseído de ti como lo estaba Shamshi, mi conducta le hacía bien y la agradecía. Jamás quiso legalizar mi situación de concubina. Por ninguna de las dos partes surgió la menor insinuación a este respecto. Porque los dos tácitamente estábamos seguros de que con el tiempo él concluiría por abandonarme y volver a tus brazos, a disfrutarte vencida la timidez. Mas para desgracia de los tres, su muerte prematura selló el destino de nuestras vidas: él para desaparecer, yo para continuar enamorada y tú para realizarte en lo que Shamshi intuía en lo más recóndito de su corazón: tu reinado.

—Siempre vivimos confundidos, Shara. De niña yo ambicionaba ser reina. No tenía ninguna probabilidad de serlo. No estaba en la línea sucesoria de mi tío, el rey de Babilonia. Pero yo pensaba ser reina. Tenía que ser el azar. Tenía que ser mi dios personal o la pródiga Ishtar la que me pusiera en el camino de mi ambición. Me trajeron a Kalah apenas púber, como una cosa graciosa y viviente que con el tiempo podría convertirse en doncella de la esposa de Shamshiadad. Mas quiero ser sincera contigo, Shara: el día que vi las losas de este palacio sentí un estremecimiento como si la bendita Ishtar me irguiese y alzara la cabeza. Yo no sé si los guardias del patio se dieron cuenta. Tampoco si la dama de la corte que nos acogió se percató de ello. Pero yo entré en palacio sintiendo que entraba en mi casa. Ni di un paso ni dije palabra por topar con el rey.

Luego Shamshi me dijo que el día que me conoció, el horóscopo le había anunciado un hallazgo venturoso. Y cuando tiempo después vinieron a anunciarme que el rey me pedía para esponsales no temblé de emoción sino de impaciencia, como si la boda la llevase ya en el corazón. Temblé de impaciencia porque aún faltaba el día que viera en mi cabeza la tiara. No fue Shamshi quien me escatimó el título de reina, sino los varones que le rodeaban, sus consejeros, y me concedió el de patesi de Babilonia. La gente de allá es testigo de que desde el primer día me conduje como reina. Sentí en mi corazón que se levantaban todos los agravios de Babilonia contra Asiria. Y fui fiel para repararlos. Hoy no es Babilonia la que me preocupa, sino Asiria.

Pero óyelo bien, Shara: a pesar de esta inextinguible ambición sigo siendo mujer. Lo fui siempre. Y el desventurado de Shamshiadad, por su obcecación o timidez, por su rudeza o bizarría, por lo que haya sido en virtud o en carencia, no supo llegar al manantial inagotable de mi ternura. Tras del odio que te tuve, se me despertó una simpatía por agradecimiento de tu amor a Shamshi. No perdoné a las que adulándome hicieron burla de él, pero sí a las que hiriéndome le honraron. Quiero decirte con esto que no sólo tú estás en mi corazón, sino también Mussina. Y es bueno que dejéis vuestra querella de viejas rivales del harén y os unáis en la misma amistad y en el mismo culto a la memoria de él, del siempre llorado Shamshiadad.

Semíramis convocó a un consejo militar muy íntimo en sus habitaciones, al que concurrieron Asarmelke, Beltarsiluma y Tibo, jefe de la guarnición de la plaza. La reina planteó la situación del asedio de Damasco y pidió consejo e idea para el asalto de la ciudad. Asarmelke, que había participado en varias campañas contra Damasco que terminaron siempre con el saqueo de la ciudad, tenía más amplia información. Además era un buen estratega en el cerco y asalto de ciudades. Beltarsiluma, aunque más estadista que militar, no carecía de experiencia de guerra. Y Tibo, formado en la rutina de la milicia asiria, siempre repeliendo ataques o llevando a cabo expediciones punitivas, poseía la experiencia de la tropa.

Entre babilonios esta junta se hubiera extendido en un sinfín de consideraciones y de pareceres contradictorios, pero la ventaja de los asirios, a quienes los babilonios motejaban de cabezas duras, era su sentido del orden, derivado de una férrea disciplina. Este orden se puso de manifiesto en la junta. Semíramis se encontró con un programa de ataque que le pareció irreprochable. Asarmelke opinó que las murallas de Damasco sólo tenían un punto débil: la puerta de Poniente, la que miraba a las estribaciones del Antilíbano.

—Si a pesar del tiempo transcurrido continúan resistiendo es que la ciudad recibe víveres, ganado principalmente de los rebaños de la montaña. Por lo tanto, como nuestro ejército necesita avituallarse debe de haber entrado en contacto con los pastores, y en la necesidad de mantener un tráfico seguramente se han mostrado negligentes y descuidados con ellos, lo que les permite entrar y salir de la ciudad a su antojo.

—Desde luego debe darse alguna anomalía —opinó Beltarsiluma—, pues es incomprensible que sitiadores y sitiados permanezcan por tanto tiempo en una situación estacionaria.

—Si la conjetura del bienquisto Asarmelke es válida —razonó Semíramis— habría que estudiar una operación de sorpresa lanzada desde las laderas del Antilíbano. Incluso introducir pastores en grupos de asalto. Se puede también pensar en rebelarlos contra Damasco ofreciéndoles una autonomía y mejor mercado para su ganado.

Beltarsiluma expuso unas razones que hasta entonces había mantenido en reserva:

—Tengo informes de que el sitio no es riguroso. Han llegado agentes confidenciales que murmuran que, a ciertas horas, entre asirios y damascenos se establece la conciliación, y que se abandona la lucha. No quiero dar crédito a tales informes; pero cuando se llega a decir que grupos de oficiales asirios entran en Damasco y pasan la noche en lugares crapulosos, conviene no desoírlos del todo.

Tibo comentó:

—Si los oficiales dan tan lamentable ejemplo, no es de extrañar que la tropa afloje. Y que hasta los mismos veteranos de la campaña del Indo sientan su ardor guerrero entibiado.

Sin embargo, conociendo al bienquisto Gelmas, resulta difícil dar crédito a ese relajamiento de la disciplina. He oído decir que el río Abana entra en la ciudad canalizado, que en el centro de la misma, en el barrio antiguo y residencial, el agua se suministra a palacio y a las casas particulares por galerías subterráneas. No sería difícil que, a la vez que reciben ganado de los pastores del Antilíbano, los damascenos introduzcan otros víveres por alguna galería subterránea que salga rumbo a Samaria lejos de las murallas. Si el rey, como jefe supremo del ejército, no ha tenido la precaución de encerrar a Damasco con un cordón de tropa de vigilancia, pudiera indicar que esta comunicación es muy posible.

—Deseo saber —se dirigió Semíramis a Asarmelke— si para tomar Damasco es necesario emplear una fuerza de setenta y cinco mil hombres.

—¡Ni mucho menos! Veinte mil son suficientes para asaltarla en una operación afortunada.

—¿Y por qué el rey no movilizó parte de esas tropas a Samaria?

Beltarsiluma alzó los hombros:

—Creo que recordaréis, señores, que el plan de la conquista de Egipto consistía en refrendar el vasallaje de Tiro, desguarnecer Damasco y firmar alianza con Ben Adad. Ésto, el tiempo lo ha probado, no es posible porque Hazael sigue en el trono. Bien. Pero se tuvo en cuenta la eventualidad de que Damasco resistiera. Se convino en sitiar la ciudad con treinta mil hombres y las máquinas de asedio; que el resto del ejército siguiera a Samaria y a Judá para dejarlas bajo nuestra protección. Salvada Judá se establecerían las primeras avanzadillas para entrar en la península del Sinaí. Como Damasco era la incógnita, se pensó que estas avanzadillas esperasen la noticia de la toma de Damasco para iniciar la campaña contra Egipto. Siria, Samaria, Judá debían ayudamos con treinta mil hombres… —Beltarsiluma hizo una pausa. Estaba poniendo en evidencia un cambio de planes militares que, dado el fracaso ante Damasco, ponía de manifiesto la ineptitud de Adadnirari.

Como no podía insinuarse una sola objeción a las decisiones reales, Beltarsiluma justificó los probables errores de Adadnirari como supuestas habilidades de estratega.

—Es indudable el nuevo cariz que han tomado las operaciones. Vistas a distancia podrían estimarse como un lamentable fracaso, pero detrás de estas apariencias se esconden hábiles recursos que ha puesto en juego nuestro señor el rey. Por lo tanto, para mayor provecho de las acertadas iniciativas del bien amado Adadnirari, la presencia de la señora, así como su asesoramiento, muy pronto darán días de gloria a nuestras armas.

Asarmelke, que tenía en el ejército un cargo puramente honorífico y había hecho campañas al lado de Salmanasar y Shamshiadad, prefirió callar. Tibo, no convencido por las palabras de Beltarsiluma, le imitó. Ni siquiera la propia Semíramis agradeció el hipócrita eufemismo de su valido. Los cuatro personajes se sintieron más tranquilos. Como si hubieran tomado una decisión con la aquiescencia del rey, aunque estaban convencidos de que debía darse un nuevo curso a las operaciones militares. Y si era preciso, posponer la conquista de Egipto, pues el factor sorpresa había quedado anulado. Hasta debía preverse que Shashank, enterado del fracaso de Damasco, se anticipara y fuese él quien mandara sus tropas a proteger a Judá y Samaria, extendiendo así su zona de influencia.

Semíramis dio por concluida la reunión. Se quedó a solas con Beltarsiluma.

—Temo lo peor, Beltar.

—¿Qué sería lo peor sobre lo malo que nos pasa?

—Un desacuerdo entre el rey y Gelmas, incluso una querella. No comprendo cómo Gelmas pueda haberse dado de bruces contra las murallas de Damasco. Sin duda, Adadnirari le ha relegado.

—Es probable. Antes, en la junta, no quise exponer el plan de campaña más adecuado para tomar Damasco. Cuando pases por Babilonia haz llamar a Sutandun, un viejo oficial que hizo todas las campañas de tu llorado esposo Shamshiadad. Él conoce muy bien a los montañeses del Antilíbano y sabe cómo atraerlos a la causa asiria. Habla a la perfección el siriaco de los montañeses y puede establecer contacto con los cabecillas damascenos disidentes. Estoy seguro de que él planeará mucho mejor que nosotros la entrada de tu tropa en Damasco.

Semíramis durante el retiro en Arbelas había pensado mucho sobre la campaña de Egipto. Motivos particulares estrechamente relacionados con las experiencias de Shusteramón, se agregaron a los recientes recelos que el comportamiento de Adadnirari como jefe militar le suscitaba. Cualquiera que fuera el resultado de la campaña militar contra el faraón, temía verse privada de la preciosa mercancía procedente de aquel país tan necesaria para los elixires y cremas que elaboraba el médico egipcio. Por ello, se sintió animada a insinuar a Beltarsiluma:

—Desde luego, la toma de Damasco es ya una cuestión de prestigio, pero creo que debemos meditar seriamente e incluso rehacer nuestros planes sobre la campaña de Egipto. Ya no podemos contar con el factor sorpresa, y es muy probable que Pedubast y otros gobernadores del Delta hagan causa común con Shashank y opongan a nuestro avance una poderosa coalición.

Beltarsiluma le dijo a la reina que el abandono de la campaña de Egipto debía reconsiderarlo después de la toma de Damasco, «pues creo, como acertadamente conjeturas, que dado nuestro quebranto ante Damasco, la ocasión no es muy favorable».