Ante el campamento egipcio
Gelmas había probado repetidamente ser un excelente guerrero, sumando a su intuición las dotes de táctico y de estratega.
Pero exhibía una gran ignorancia en geografía, cosa que no había razón para imputársele como defecto personal. Los asirios habían hecho de la guerra una industria casi nómada y como sólo les interesaba en lo económico la riqueza móvil —la que cedía fácilmente al pillaje—, no prestaban atención a la riqueza del suelo, porque no siendo posible llevarse en botín las tierras, los árboles frutales, los bosques, las canteras y los yacimientos minerales se limitaban a hacer rapiña de los hombres, por más manejables. Con tan poco interés por la economía del suelo no era de extrañar que ignorasen la geografía.
Gelmas entró en Israel y tomó Samaria. Guardando las fórmulas refrendó en nombre de su señor el rey Adadnirari el vasallaje de Joás, cobró tributo, dio de comer a la tropa y bestias, hizo leva de tres mil israelitas que no tuvieron tiempo de esconderse, y siguió, en paseo militar, aunque un poco penoso por lo abrupto de las tierras palestinas, hasta Judá.
Al llegar a Jerusalén le salió al paso el rey Amasías a darle la bienvenida y sugerirle que sus fatigadas tropas pernoctasen en el valle del Cidrón. Gelmas dijo que prefería hacerlo dentro de la ciudad y que tenía muchos deseos de contemplar esa maravilla de templo fabricado por Salomón y del cual tanto se hablaba en el mundo. Amasías dijo que lo sentía mucho, que estaban en año sabático y que de acuerdo con el estatuto firmado con Egipto…
Gelmas en cuanto oyó invocar un estatuto creyó habérselas con un rey escriba. Como los escribas le producían jaqueca, le dijo que de todo aquello hablarían en palacio durante la cena. Y apartando del camino al rey, hizo un ademán a sus oficiales para que entraran en la ciudad. De esta escena eran testigos los arqueros que vigilaban la muralla. Creyendo los muy inciviles que la cortés visita del ejército asirio era algo semejante a una invasión, descargaron una granizada de dardos contra los recién llegados. Una saeta se clavó en el hombro de Gelmas.
Éste se la arrancó, se sobó la parte lesionada como si le hubiera picado un mosquito y cogió de las barbas al rey mientras uno de los capitanes le llevaba la punta de la espada al cuello.
Ante tal muestra de rapidez en la acción, Amasías no tuvo la menor duda sobre la determinación de la conducta y balbució en la difícil posición en que estaba las consabidas frases de bienvenida a tan honroso visitante.
Los treinta mil soldados que mandaba Gelmas entraron en Jerusalén. Aleppo, Tiro, Damasco y Samaria habían caído al empuje irresistible de las armas asirias. A Amasías le parecieron muy en razón las consideraciones que le hizo Gelmas sobre el tributo, el vasallaje, el botín, la leva y demás minucias con que en nombre del magnánimo Adadnirari, sellaron una amistad imperecedera.
A los tres días de estancia en Jerusalén, Gelmas se despidió de Amasías, dejándole quinientos soldados para su seguridad personal y llevándose de auxiliares mil doscientos arqueros y trescientas lanzas de a caballo. Gelmas siguió su marcha. A la media jornada de entrar en tierras de Sinaí, en la región de Edom, se topó antes de lo que esperaba con Egipto. Se topó con un río que era como una arruga profunda en la arena sarnosa del desierto. Pero, dado que al otro lado, a un tiro de honda, se levantaban las insignias y parapetos egipcios creyó haber llegado a la margen derecha del Nilo. Uno de sus oficiales, Dirkormas, que había estudiado para sacerdote en Borsippa y que antes de entregarse a Nabu prefirió seguir la carrera de las armas, le dijo a Gelmas que aquel sucio río no podía ser el Nilo. El general dedujo entonces que el aparato militar que tenía enfrente eran fortificaciones del enemigo. Gelmas estuvo a punto de considerar esto como una deslealtad por parte de los egipcios, pero no queriendo comprometerse en una operación cuyo alcance y consecuencias desconocía, resolvió aguardar a que llegara Semíramis con el grueso del ejército. Dio órdenes de acampar y de que se levantaran las insignias asirias.
Cuando los vigías egipcios vieron las divisas de Asur prorrumpieron en vítores al faraón Shashank. Un oficial subido a lo más alto del terraplén del río les gritó en arameo:
—Mi general ordena hagáis saber a vuestro jefe que si sois bandoleros desalojéis el río inmediatamente, y si asirios, como lo indican las insignias, que invoquéis a vuestros dioses, pues mi señor no tendrá tiempo de haceros honras fúnebres.
Gelmas al oír al egipcio soltó la risa. Luego ordenó a los suyos que establecieran una línea de vigilancia y que los judaítas e israelitas que traía de leva se pusieran a levantar las fortificaciones. Dadas las órdenes, recorrió a caballo el tramo del curso del río que en la orilla opuesta se hallaba ocupado por las posiciones egipcias. Las líneas del faraón eran bastante extensas y no comprendió por qué sus estrategas habían escogido aquel sucio río para hacerles frente. Después de esta inspección se dedicó a explorar el terreno. Subió a una colina cercana desde la cual podía divisar el campo egipcio. Según ascendía, volviendo de vez en cuando la cabeza para mirar al campo enemigo, aumentaba su sorpresa aunque no su temor: las tiendas de campaña, las barracas, los corralillos de ganado, los carromatos se extendían en todo el espacio que abarcaba su vista.
Antes de alcanzar la cima vio el campamento real. Se quedó maravillado. Nunca había contemplado cosa igual: las tiendas de campaña construidas con lienzos de distinto color presentaban un aspecto fantástico. Relucían metales y se adivinaban en las columnillas de humo que ascendían en la quietud de la tarde, exquisitos perfumes. Hasta tuvo la impresión de que a sus oídos llegaba muy apagado el rumor de música y canto.
Otro que no fuera Gelmas se hubiera sentido disminuido, intimidado por tanta riqueza y tanta fuerza militar. A simple vista podía calcular que aquel gigantesco campamento albergaba más de cien mil hombres. Sin duda, Shashank y Pedubast, siempre recelosos entre sí, habían hecho las paces, y hasta cabía pensar que los sacerdotes de Tebas les hubiesen auxiliado con fuerzas.
Gelmas mandó que en aquel mismo lugar de la colina se levantara una atalaya, que se la proveyera de ciertas comodidades y servicios, pues allí mismo, teniendo ante su vista al enemigo, sería donde la señora decidiría el plan de ataque.
Al bajar al terreno donde estaban levantando el campamento pensó que la advertencia que había gritado el oficial no tenía ningún sentido. Y llegó la noche sin que fueran molestados lo más mínimo. Sin embargo, cuando se hallaba en el primer sueño vinieron a despertarle con la noticia de que los egipcios estaban tendiendo un puente.
—No tiene ningún carácter militar. Se trata simplemente de una pasarela, lo que nos hace pensar que quieren establecer relaciones entre ambos campos. Pero tú dirás lo que sea procedente hacer.
Gelmas bostezó, se calzó las sandalias y se echó un capote a los hombros sobre la túnica de cama. Su tienda no estaba a más de cincuenta pasos del río. Acompañado de su oficial de campaña, un tal Tarkisar, y del paje de armas se acercó al río.
En efecto, unos cuarenta egipcios se afanaban a la luz de las antorchas en colocar los pilotes. A Gelmas le entró la curiosidad por saber de dónde sacaban los troncos de árbol. Y el intérprete, a gritos, hizo la pregunta. El capataz que dirigía la obra le contestó en tono de buen vecindaje que el ejército de su señor el faraón traía más de sesenta carros con troncos del Alto Nilo. Que si necesitaban madera para hacer alguna obra se lo hicieran saber, pues él transmitiría la petición a uno de los intendentes del ejército.
Gelmas conocía muy poco de Egipto y mucho menos aún de su faraón. Durante la campaña del Indo, Semíramis le había hablado frecuentemente de Shashank, con quien sostenía correspondencia y tráfico comercial de una serie de productos que no le especificó. Tal amistad se inició con una reclamación de Shashank, que acusaba a los agentes secretos de Semíramis de haber secuestrado a un médico de la corte, muy hábil en el arte de momificar. Semíramis contestó a Shashank que en Babilonia había suficientes médicos para acabar con el género humano y que si quería, a cambio del hipotético físico que reclamaba, le mandaba en desagravio, y para que no le quedara la menor duda, una docena de médicos babilonios, pero eso sí, auténticos. Semíramis comentó que esto le había hecho gracia a Shashank y que desde entonces cambiaban obsequios y hacían negocio con productos propios para el aderezo femenino, «pues Egipto es un país muy adelantado en esta industria».
Gelmas pensó que el ofrecimiento que le hacía el capataz estaba muy a tono con la idea que la señora le había hecho formarse del faraón. Pero no había que fiarse mucho de las palabras que nunca responden a los dictados del corazón. Había que dar más crédito a aquellos cien mil soldados que Shashank tenía dispuestos para cortar el paso a Semíramis, que a sus posibles obsequios de madera.
Gelmas, queriendo adaptarse al espíritu egipcio, ordenó al intérprete dijera al capataz que los asirios también cooperarían en la construcción del puente, ya que uniendo las dos orillas debía pertenecer por mitades iguales a las dos potencias.
El capataz no contestó. Cuchicheó con uno de sus hombres, quien subió al terraplén del río y se perdió en la oscuridad. El intérprete informó a Gelmas:
—Supongo que han ido a consultar.
Así fue. Poco después aparecieron en la orilla el trabajador y un oficial. Éste habló al capataz, y el intérprete, a su vez, le tradujo a Gelmas el recado:
—Dicen que no permitirán que nosotros participemos en la construcción del puente. Que todo el territorio desde la frontera de Judá hasta el mar Rojo es egipcio. Que desde que entramos en Samaria sabían que vendríamos para acá, y que el faraón nos dejó por cortesía y hospitalidad acampar en esta margen del río.
Gelmas no quiso hacer ninguna aclaración. Dentro de pocos días, en cuanto llegara la señora, que los correos anunciaban estar ya en las estribaciones del Hermon dispuesta al salto sobre Damasco, la acción sustituiría a la palabra.
Aquella situación no iba con el temperamento de Gelmas. Hacía tres días que habían acampado y la tropa empezaba a aflojarse en el ocio. Convocó un consejo de oficiales y habló de la necesidad de entrar en actividad:
—No se trata de provocar un estado de guerra, pero sí de ejercitar a la tropa. Podemos impunemente molestar las líneas egipcias con ataques de tanteo. Movilizar el campamento del faraón tal como lo tienen instalado les ocuparía todo un día. Por lo tanto, mientras el faraón no se vea atacado en serio, responderá a nuestras agresiones en igual medida. He visto que a unos cien pasos al mediodía se puede vadear el río fácilmente. Esta noche, que una cuadrilla de veinte hombres se introduzcan en el campo enemigo, sorprenda a las líneas y haga matanza a placer. Cerca de allí hay un corralillo con reses. No estaría de más que trajeran ganado. Es probable que a la voz de alarma acudan refuerzos. Nos aprovecharemos de la confusión para atacar la zona del puente y posesionamos de él. Así le demostraremos que no estamos de huéspedes del faraón, sino en nuestra propia casa. Ordenad a los soldados que cada quien cumpla con obediencia a la señora y que no quiero heroísmos, que vuelvan sanos y salvos. Ya habrá más gloriosa oportunidad de dejar la vida en este inmundo desierto. ¡Ah!, y que procuren enterarse qué país es éste y si queda lejos Egipto y, principalmente, Bubastis.
Después de cenar, ya caída la tarde, Gelmas se retiró a dormir diciéndole al paje de armas que le despertara al entrar en la segunda vigilia, hora en que se llevaría a cabo la escaramuza. Se tumbó en la litera sin desvestirse y a la hora fijada lo despertaron. Tarkisar le esperaba a la puerta de la tienda.
—¿Todo listo?
—Todo, señor.
—Bien; puedes dar la orden de ataque. Que vayan dos intérpretes y que procuren quedarse como espías entre los egipcios.
Gelmas permaneció a unos veinte pasos del puente con el oído atento. Se puso a pasear contando los pasos. Al cabo de un largo rato comenzó a mostrarse impaciente. Después, la curiosidad siguió a la impaciencia. Cuando transcurrió sobradamente el tiempo para que se produjera la voz de alarma en el lado egipcio, preguntó a su oficial de campo:
—¿Qué sucede?
—Lo ignoro, señor. Parece que todo el mundo durmiera tranquilamente.
—Ahí, en el puente, no se ha producido ningún alboroto.
Todavía jefe y ayudante así como otros oficiales que se les agregaron continuaron esperando, hasta que uno se atrevió a insinuar:
—Creo, señor, que han desertado.
Por principio, los asirios no aceptaban que sus soldados pudieran caer prisioneros o muertos. Cuando desaparecían en emboscada o en operaciones de reconocimiento preferían decir que habían desertado. Les parecía menos deshonrosa la deslealtad que el fracaso.
Ya en las primeras horas de la madrugada, Gelmas decidió retirarse a dormir. En la mañana preguntó si se sabía algo.
Nadie podía decir qué había pasado con la tropa. Una inspección ocular del vado del río no dio el menor indicio. Sólo las huellas de las pisadas en la tierra húmeda. Los mismos soldados egipcios que guardaban aquel lugar se mantuvieron impasibles, con la actitud y expresión amable del primer día. «No seré yo quien les haga preguntas», se dijo Gelmas.
Transcurrió el día desasosegado y en la tarde decidió que en la noche se atacara seriamente la posición del puente. Mas tuvo motivo para sorprenderse, porque poco después de haber tomado esta decisión y cuando se disponía a cenar, dos oficiales egipcios atravesaron el río por la pasarela pidiendo ser conducidos a presencia del jefe de la tropa asiria.
Gelmas los recibió en su tienda de campaña y auxiliado por el intérprete se enteró que Akilamón, jefe del octavo escuadrón de carros, le invitaba a cenar en su tienda.
Gelmas consideró que el jefe egipcio no tenía la suficiente categoría para que él, un general asirio, condescendiera a aceptar la invitación.
—¿Cuántos carros manda Akilamón?
—Doscientos, señor.
—O sea cuatrocientos hombres —conjeturó en voz alta el asirio.
—Más los arqueros adjuntos. Treinta por cada carro.
—Seis mil cuatrocientos hombres…
—Más los cien lanceros de a caballo.
—Siete mil cuatrocientos hombres armados. Comprendo. Bien. Dile a Akilamón que no lo tome a desaire; pero hasta que no llegue Semíramis al campamento no podré aceptar ninguna lisonja ni acto de cortesía por parte de nuestros enemigos.
Gelmas comenzó a perder la serenidad. No le gustaban los egipcios. Hablaban mucho. Y su conducta se amparaba en fórmulas de cortesía hipócrita. Estaba deseando que llegase la señora y poner fin a aquella espera. Al día siguiente tuvo motivos sobrados para encolerizarse. En la orilla egipcia aparecieron colgados de once mástiles otros tantos de los desafortunados soldados que pretendieron introducirse en las filas enemigas. La exhibición de los cadáveres era una llamada de atención insultante. Si no los retiraban la señora le preguntaría por qué había sacrificado a aquella tropa si no estaba seguro del buen resultado de la operación. Además, los cadáveres de los desdichados desmoralizaban al ejército.
Le dijo a Tarkisar:
—Para algo ha de servir el puente. Ve con el intérprete al campo egipcio y diles que si no retiran inmediatamente los cadáveres salvaremos el río y no nos detendremos hasta llegar a Bubastis.
Gelmas amenazó en vano. No tardó mucho en regresar Tarkisar, que había conversado con el propio Akilamón. El general le dijo que aquellos soldados asirios habían sido colgados por orden del faraón. Y que no había voluntad en el mundo que le hiciera descolgarlos. «Dile al general Gelmas que si tantas prisas tiene por entregar el ánima que no se detenga, que ataque». Gelmas se subió al caballo y ascendió por la colina. Ya habían hecho la atalaya, guardada por un grupo de soldados y dos vigías.
Miró una vez más hacia el campo egipcio. De nuevo sus ojos se recrearon contemplando tanta grandeza. Se hizo su situación de lugar e instruyó a Tarkisar para que cursara las órdenes oportunas: debía salir una escuadrilla de reconocimiento que seguiría todo el cauce del río hasta llegar a su nacimiento o manantial si era preciso. En alguna parte terminarían las líneas egipcias. Gelmas suponía que en un terreno accidentado que prestara abrigo natural al campamento del faraón. Pero debía estudiarse bien su topografía y examinar con qué recursos y artilugios podía pasar el grueso de la tropa. Si esto era impracticable habría que estudiar un ataque frontal. Mas antes quería una información muy detallada de la región en que se apoyaba el extremo meridional de las fuerzas egipcias.
La patrulla de reconocimiento no volvió hasta ya avanzada la noche del día siguiente. El responsable de la expedición le informó ampliamente:
—Este río, señor, se considera una especie de frontera natural de Egipto. Las líneas del faraón lo cubren hasta que se introduce en una sierra rocosa, no muy alta pero sí abrupta.
Vimos que los pasos de acceso son sinuosas gargantas cuyas alturas están fortificadas. Su situación ventajosa las hace inexpugnables. La sierra se interna tierra adentro hasta perderse en el horizonte. Esto me induce a pensar que si el ejército egipcio acampó aquí es porque no hay otro paso para llegar al Delta del Nilo.
Gelmas decidió observar detenidamente la región, a fin de informar debidamente a Semíramis de toda la zona y de sus características. Resolvió que una nueva cuadrilla de reconocimiento remontara el río e inspeccionara con más detenimiento la sierra. Y que otra llegara hasta la desembocadura en el mar. La cercanía del mar le inquietaba. No quería verse en una situación que lo obligara a decidir entre el mar y el enemigo.
Era hombre de tierras altas y no estaba familiarizado con la costa.
La pasividad de los egipcios permitió a Ge1mas distraer una cantidad de hombres en la extracción de barro del río, con el que fabricaron adobes. Al jefe de los ingenios de guerra, le ordenó que construyera dos pabellones, uno para la señora y otro para el rey. Debían ser iguales, a fin de no hacer irrespetuosas diferencias, pero el de la señora tendría un mejor acabado en su interior.
Durante aquellos días de espera, los soldados y auxiliares con pericia en alguna artesanía trabajaron activamente. Gelmas tenía indicios de que el faraón contaba con un buen cuerpo de espionaje, pero no le quedó ya la menor duda cuando se le presentaron otros dos oficiales egipcios con el siguiente mensaje:
—Dice nuestro señor, el muy alabado y alto Shashank, que se ha enterado de que estás construyendo dos pabellones; que como él quiere dar en sus tierras las máximas comodidades a su buena amiga la muy alta Semíramis, que le aceptes un surtido de pieles, plumas, pomos con aceites aromáticos y resinas olorosas, y enseres de hogar.
Gelmas, puesto que el faraón invocaba la amistad con su señora, le dijo que sí, que estaba de acuerdo en recibir tales mercaderías, pero que él no podía aceptarlas como obsequio, y que, por lo tanto, con ellas le mandara a cobrar su valor. El general empezó a dudar de si sería posible la guerra con una potencia tan rica. Los agentes con quienes había hablado en Babilonia le informaron de un Egipto en decadencia, empobrecido, cuyas clases populares estallaban frecuentemente en motines sangrientos. Se quedó asombrado del surtido que le enviaron los egipcios: pieles de cocodrilo y de cabra yemenita cuidadosamente curtidas y teñidas, plumas de avestruz, pomos de vidrio conteniendo aceites esenciales, pebeteros y trípodes y una preciosidad de mesita laqueada. No faltaban los útiles de tocador, como espéculos de plata, peines, peinetas, horquillas, espátulas de marfil, y todo cuanto la mujer más cuidadosa de su cuerpo y gracias apetece. Todo esto vino en un carromato que a duras penas pudo pasar por el puente.
Acompañaba a los boyeros un intendente, cuyo atavío se le antojó a Gelmas propio de un dios. El intendente le dijo que jamás hubiera pensado que los asirios eran tan hermosos. Y como Gelmas para quitárselo de encima le pidió la factura de la mercancía, el intendente sacó de la bolsa un diminuto rollo de papiro, sujeto con un cordón de oro. Le impresionó a Gelmas que el recibo viniera escrito en lengua acadia, con primorosos caracteres, pero más se asombró cuando el total subía a quince siclos de plata.
—¿Nada más quince siclos? ¡No es posible!
El intendente le enteró con estudiado tono y gesto indiferente:
—¡Bah! Se trata de simples bagatelas. Y me parece que el faraón, aprovechando la oportunidad de hacer un buen negocio, cobra quince siclos por lo que no vale más de diez. ¿Acaso tales mercaderías costarían más en Asiria?
Gelmas no contestó. Shashank quería darle la impresión de la prosperidad que se disfrutaba en Egipto e impresionarle con tanta riqueza. Sacó una pieza de plata que debía de pesar unos veinte siclos y dejándosela en la mano, dijo:
—Dale al faraón los quince siclos y con lo que resta que se construya una pirámide.
El intendente repuso con candidez o excesiva malicia:
—Oh, señor, con cinco siclos no puede levantarse una pirámide, a lo sumo el faraón podrá comprarse una nave. ¡Que Amón te proteja! Y ojalá paréis aquí mucho tiempo, pues con tan ventajoso comercio Egipto alcanzará una prosperidad jamás conocida.
Gelmas hizo alhajar los dos pabellones con un lujo que ni Semíramis ni su hijo esperaban. Ordenó a los alarifes que encima de la puerta de los pabellones pusieran con tierras de distintos colores los signos de Ishtar en el de Semíramis y los de Asur en el de Adadnirari. También debajo de éstos, la paloma heráldica de la familia de Semíramis y en la del rey la cabeza de león, adoptada por el bisabuelo Asurnasirpal.
Todo quedó listo para la recepción de la señora. Un día, pasados cinco de haber concluido y alhajado los pabellones, llegó correo asirio anunciando que Semíramis y su hijo habían salido de Damasco. Gelmas calculó que tardarían en llegar no más de cuatro días, si la señora no se detenía en Samaria y en Jerusalén.