Los médicos confinados
Silim fue a ver a la señora para darle un nuevo recado de parte de Shusteramón: la esperaba esa noche en el obrador.
—¿Qué es lo que quiere?
—No lo sé. Sólo me dijo que era de mucha importancia.
—Bueno, dile que pasaré a verle en la primera vigilia.
Pero Semíramis no vio a Shusteramón esa noche ni en las siguientes. Como si hubiese olvidado el recado. Volvió a presentarse Silim con un nuevo aviso del egipcio. Semíramis la instruyó:
—No bajes al patio ni le digas nada. En la mañana no te presentes. Mantén la puerta clausurada y hasta nueva orden no les pases ningún suministro.
—¿Ni comida?
—Ni comida. Están castigados.
Avanzada la noche la patesi se hizo acompañar del mayordomo al obrador. Le ordenó a Addasin que con la plancha de hierro cerrara el hueco de la escalera que conducía al patio.
—¿Es que ya no van a trabajar?
—Están castigados, Addasin. Echa el cerrojo.
Luego se cercioró de que Shusteramón había concluido de momificar a Dungui. La urna estaba en su lugar. Abrió la mirilla y vio la máscara de oro que reproducía el rostro del vagabundo. No tenía más que retirar la máscara para ver la cara de Dun, pero prefirió no hacerlo.
—El horno está encendido, señora. ¿Lo apago?
—Es igual. Apenas hay unas brasas.
Abandonaron el taller. Semíramis estaba segura de dar una muestra de su rigor al egipcio.
A la mañana siguiente Shuma se dio cuenta de la situación. Era el primero que subía al obrador. Despertó al maestro y le dijo:
—Nos han encerrado. Arriba clausuraron la escalera con la plancha y aquí abajo, en la puerta, nadie contesta a mis llamadas.
Shusteramón bostezó. Luego, mientras se restregaba los ojos, comentó:
—La señora castiga mi insolencia. Ya es algo… Peor sería que la perdonase con el olvido y la indiferencia.
Esperaron la hora en que de costumbre se abría el postigo de la puerta de hierro para dar paso a la cesta de los suministros. Ni Silim ni ninguna de sus mujeres dio señales de vida.
—Esto ya es más grave —murmuró Shusteramón.
Le preguntó a Belnabu para cuánto tiempo tenía la señora untos y cremas, jarabes y elixires. El ayudante le respondió que para varias semanas. El elixir de Gilgamesh, que debía tomarlo fresco, le duraría unos quince días.
—Serán los que tengamos que resistir. ¿Qué alimentos tenemos?
Pulo se desoló. Nada más que las sobras del día anterior. Shusteramón reunió a los cuatro ayudantes y les expuso la situación. Al fin, la patesi había decidido imponerles un castigo. Con los productos que tenían almacenados para la elaboración de los artículos que consumía y usaba la señora debían alimentarse. Tenían vegetales grasos, conservas de fruta, manteca, leche fermentada, dátiles e higos secos, vino, aceite y algas.
—Tampoco recibiremos la visita de mujeres —apuntó Pulo.
—Tampoco, desde luego. Pero pasaremos una temporada en el ocio absoluto.
Esto preocupó a Shusteramón. Debía procurar que el ocio no se corrompiera y provocara desánimo, el miedo o la violencia. Ésta era la ocasión para dedicarse por entero a una investigación que le tentaba:
—Vamos a aprovechar estos días para realizar una investigación muy interesante. Desde hace tiempo se me ha metido en la cabeza la idea de que la causa del envejecimiento del ser humano se debe a una alimentación inadecuada. Prepararemos unos jugos o jarabes a base de extractos de frutas y algas y veremos sus resultados.
Los primeros días de confinamiento los pasaron entretenidos en estos experimentos, pero empezaron a notar que la soledad en que vivían era muy distinta a la del obrador. En el taller oían por las estrechas y altas ventanas los rumores del muelle, incluso de palacio, el fluir de la vida exterior, en la que participaban como oyentes; pero al hueco de luz del patio no llegaba ningún ruido. Si el viento era propicio, solían escuchar el bando o las noticias que se hacían públicas desde el muro de los pregones.
Si bien al principio los cuatro ayudantes aceptaron como válido el razonamiento del maestro, después cada uno comenzó a hacerse su situación de lugar de acuerdo con sus particulares temores y apreciaciones sobre el rigor de las medidas de la patesi. Y sucedió que la dieta de alimentación, cada vez más restringida y monótona, y las palabras que se cambiaban rebotando en sus oídos más como eco que como expresión, acabaron por minar su voluntad y cayeron presa del ocio. Uno a uno fueron abandonando las tareas.
El primero, Belnabu, no se levantó un día de la litera. Shuma, se avecindó en un rincón del patio para dormitar y cantar en voz baja una canción interminable. De vez en cuando alzaba la vista y contemplaba el rectángulo de cielo con la esperanza de ver asomarse a alguien en el pretil de la azotea. Palsames bajaba hasta la alberca que fuera del harén y se pasaba las horas contemplando ensimismado el agua. Sólo Shusteramón parecía entretenerse con sus meditaciones, imaginando diversos desenlaces al confinamiento. Le halagaba que Semíramis, a la que deseaba volver a tener entre sus brazos, se preocupara por ellos, principalmente por él. Sabía que mientras estuvieran sometidos al castigo, la señora los tendría presentes.
Se cumplieron los quince días y la situación continuó inalterable. Era el plazo esperado para que apareciera Silim reclamando el elixir de Gilgamesh. El tiempo se les hizo más largo y el confinamiento más amenazador. Los cinco hombres estaban atentos a la puerta esperando oír de un momento a otro el ruido de los cerrojos.
Sólo dos días después, Pulo vio al levantarse de la litera una hoja de pergamino en el umbral. Silim les pedía un poco de elixir de Gilgamesh.
Shusteramón tuvo que mostrarse enérgico para dejar sin satisfacer esta demanda. Sus ayudantes querían dar cumplimiento a la petición a fin de que la patesi decidiera levantarles el castigo; pero el egipcio, que había tomado la sanción como un asunto personal, no sólo se opuso a sus auxiliares: A fin de eliminar la causa del desacuerdo con ellos rompió el ánfora que contenía la infusión de la que extraían por repetidas cocciones el licor de la longevidad. Como el proceso de la preparación del líquido era moroso y complicado, Semíramis se quedaría sin elixir durante diez o doce días.
Silim, al no tener respuesta a su petición, trató de abrir la puerta. Al comprobar que estaba cerrada por dentro, llamó en su ayuda a dos hombres que intentaron saltarla sin lograr su propósito.
Se cumplió el vigésimo día de confinamiento. Silim no insistió. En la tarde, los físicos oyeron gran alboroto en la azotea. Permanecieron atentos durante un gran rato hasta que vieron que estaban instalando una grúa. Ya al anochecer se dieron cuenta de que una enorme caja pendía de la pértiga. Por muchas conjeturas que se hicieron no dieron con la explicación del contenido de la caja. Sin embargo, se retiraron a dormir confiados en que se les enviaba por tal conducto víveres y suministros. A medianoche, Shuma, que continuaba durmiendo en el patio, se despertó sobresaltado al oír muy cerca rugir a una pantera. No tardó en darse cuenta de que la caja que pendía de la pértiga era una jaula y que el suministro lo constituían dos fieras. Corrió al dormitorio de Shusteramón a despertarlo y darle parte de lo que ocurría.
—Calma, Shuma, calma. La señora quiere asustamos, porque la que está asustada es ella. —Y a los demás, que habían acudido al oír las voces de Shuma, les explicó—: Estamos ganando la partida a la señora. No hay que alarmarse. Si ella trata de extremar su rigor y amedrentamos, es porque le ha desconcertado nuestra actitud y teme ser ella la perjudicada.
Salieron al patio y observaron la jaula de las fieras. Enseguida dedujeron que el artefacto se deslizaba poco a poco y que la jaula llegaría al piso a primera hora de la mañana. De la puerta de la caja ascendía un soga. No cabía duda de que desde la azotea podían abrir la jaula y dejar libres a las fieras.
Mas ¿con qué objeto? La señora, conjeturó Shusteramón, no iba a exponerlos a la muerte. De ser ésa su intención hace tiempo les habría suministrado veneno en la comida. Se afirmó a la idea de que sólo quería intimidarlos.
—Vámonos tranquilamente a dormir y mañana veremos qué pasa.
Ni Pulo ni Shuma durmieron tranquilos. Pasaron la noche en vela, sin perder de vista la jaula que sigilosamente, sin entender por qué clase de mecanismo, descendía. Mas a las primeras luces del alba descubrieron que conforme la jaula bajaba, la puerta ascendía. Cuando se levantó Shusteramón pudo darse cuenta de la artera estratagema:
—Os apostaría cualquier cosa que la puerta no se abrirá del todo.
Mas para tranquilizar a sus hombres les ordenó que en una bola de sebo introdujeran plantas ponzoñosas. Calcularon donde se posaría la jaula y en el sitio de la puerta dejaron la bola de sebo.
Poco después oyeron golpes en la puerta. Acudió el egipcio.
—¿Qué sucede?
—Dice la señora que abráis la puerta si no queréis morir bajo las garras de las panteras —repuso Silim.
Dile a la señora que no saldremos de aquí ni tendrá más elixir de Gilgamesh hasta que no se dé por vencida y acepte nuestras condiciones.
Como supuso Shusteramón, la puerta de la jaula sólo se abrió en una pequeña parte por la que apenas cabían las garras de las fieras. Eran dos animales de hermosa estampa, probablemente de los que se exhibían en el parque de Inurta. El egipcio no tuvo reparo en envenenarlos. Con un palo introdujo la bola de sebo en el interior de la jaula. Las panteras debían de estar hambrientas, pues se echaron sobre la comida con voracidad.
—No debimos envenenarlas ——opinó Pulo—, pues encerradas como están mejor hubiera sido matarlas y con su carne nos habríamos alimentado.
—La carne de pantera es más dura que la de onagro —objetó Shusteramón que jamás había comido carne de semejante felino.
Pulo refunfuñó diciendo que mucha de la carne que les traían era de las fieras que se cobraban en las cacerías rituales. Dijo también que no estaba muy seguro de que las panteras muriesen envenenadas, pues la planta ponzoñosa que se les había dado solían comerla para purgarse.
Poco tiempo después oyeron a un individuo que desde lo alto de la azotea les decía a gritos que se encomendaran a Nergal, pues iba a soltar a las panteras. Y como éstas continuaban relamiéndose el sebo, los cinco hombres corrieron a sus dormitorios, cerrando la puerta común de acceso al patio. En efecto, el individuo abrió la reja y de la jaula salieron las dos fieras. Perezosamente buscaron el sol y se tumbaron a dormir.
—Ahora comprendo —dijo Shusteramón—. Han bajado esas bestias para que no podamos salir al patio. Ya no pretenden asustarnos, sino burlarse de nosotros.
El egipcio empezó a dudar de que Semíramis fuera la autora de aquel juego de amagos y sustos. Le parecía demasiado ridículo.
En la tarde, ya a la caída del sol, los dos animales comenzaron a mostrar síntomas de intoxicación. Abrían las fauces como si les faltase el aire. A veces estos movimientos iban seguidos de convulsiones de vómito. Una de ellas trató de levantarse sin lograrlo; las patas se le flexionaban. La otra consiguió incorporarse e incluso dar una vuelta al patio, mas enseguida se desplomó. Palsamesh se asomó a la puerta y las instigó. No le hicieron el menor caso. Murieron en la primera vigilia. A sugestión del egipcio, metieron a las dos panteras en la jaula.
En cuanto amaneció, el encargado de la jaula se asomó por el pretil de la azotea a ver qué había pasado. Le extrañó no ver a las fieras. Lo que vio fue a dos de los ayudantes pasearse tranquilamente por el patio. Les preguntó a gritos qué habían hecho con las panteras, pero no le contestaron, tal como si no lo oyesen. El individuo puso en movimiento las poleas de la pértiga e izó la jaula.
Shusteramón empezó a intrigarse por la tranquilidad y paciencia que demostraba Semíramis respecto al elixir de Gilgamesh. Le preguntó a Belnabu si estaba seguro de si el suministro que le habían dado la última vez a Silim sólo duraría quince días. Belnabu le aseguró que sí, y que la patesi llevaba ya siete u ocho días sin tomar dicho licor. El egipcio pensó si la señora habría decidido prescindir del tratamiento de la longevidad.
Al amanecer, Shuma volvió a dar la voz de alarma. Arriaban la jaula, pero por lo que había podido oír (rumor de risas mal reprimidas) ahora contenía mujeres. Shusteramón meditó un instante y seguidamente tomó una determinación:
—Quieren soliviantarnos, pero si obramos con astucia las mujeres serán nuestras.
Mantuvo a sus hombres encerrados, sin dejarlos salir al patio. Las mujeres reían y los llamaban desde la jaula, posada en el piso. Estaba bien claro que en cuanto ellos se acercaran, izarían la jaula para que se quedaran con las ganas. Esperaron a la noche y cuando subieron a las mozas, Shusteramón les dijo a sus ayudantes:
—Vamos a utilizar los ganchos con que se sujetan los peroles del fogón. Los atamos a unas sogas y los dejamos convenientemente dispuestos en el patio, de modo que en la mañana, cuando vuelvan a arriar la jaula, salgamos repentinamente al patio y echemos los garfios sobre la jaula. Mientras vosotros cuatro la sujetáis yo corto la soga de la grúa.
Shusteramón excitado por la persistencia del castigo, todavía dispuso mejor la argucia. Ya estaba avanzada la mañana cuando el hombre de la azotea, valiéndose de la grúa, arrió la jaula con las mujeres. Éstas, aleccionadas al respecto, alborotaban más que el día anterior y hacían procaces alusiones a la virilidad de los confinados.
La jaula se posó en el suelo en medio del mayor silencio por parte de los médicos. Una de las mujeres hizo señas al de la pértiga, y éste, utilizando el mismo lenguaje, le dijo que esperasen. De pronto unas lonas que estaban en el patio tapando los fardos de algas adquirieron brusco movimiento. Salieron bajo de ellas Shusteramón y sus cuatro ayudantes y realizaron con suma celeridad lo que habían proyectado.
El individuo desapareció de la azotea dando gritos, mientras los confinados rompían la jaula y sacaban a las cinco mujeres. Éstas no opusieron resistencia, pues para algo las habían introducido en la jaula.
Después de desahogarse con ellas, se expuso la situación que planteaban cinco bocas más que alimentar. Las reservas alimentarias habían quedado muy reducidas y no era cuestión de compartirlas con las intrusas. Belnabu puntualizó: «Además como en la noche entraremos a ellas, tendremos más apetito». Shuma propuso:
—Lo más conveniente sería sacrificarlas.
—Sería un crimen —rechazó Shusteramón.
—Justificado si nos las comemos.
Shusteramón miró de arriba abajo a Shuma. Notó que Pulo se pasaba la lengua por los labios, como relamiéndose. Shuma les indicó que se fijaran en la joven apiñonada de ojos garzos:
—Está llenita de carnes. Estrujé sus nalgas y son muy jugosas. Es como una ternerita. Tenemos con ella para cuatro o cinco días…
Shusteramón no quiso averiguar si hablaban en serio o en broma. Lo que les estaba ocurriendo era una broma muy seria, y en ella cabía la posibilidad de comerse a un semejante, aunque éste fuera tan agraciado como la apiñonada de ojos garzos.
—Venid al patio.
Shusteramón les ordenó que recogieran todos los residuos de plantas, yerbas, frutas y demás vegetales que utilizaban en sus preparaciones químicas y que las bajaran a la alberca. Cuando concluyeron esta tarea les indicó que llevaran también las algas y las pusieran encima del montículo de bagazo.
—¿Y ahora qué? —preguntó Belnabu.
—Esta es la alberca del viejo harén. Todos los muros están llenos de grietas. Sin duda, tiene que haber alguna comunicación con palacio. Prended fuego a toda esa inmundicia…
—¿A las algas bermejas también? —se extrañó Pulo.
—También.
—Valen una fortuna.
—Sé lo que valen, Pulo. Pero antes de asar a una de esas mujeres debemos procurar rendir a la señora.
Prendieron fuego al montículo. Poco después una densa columna de humo terriblemente fétida se alzaba de la hoguera.
—Vámonos. Hay que cerrar la puerta.
La taponaron con lonas y lienzos. Se fueron con las mujeres al patio a esperar los resultados. Shusteramón fue el primero que preparó el ambiente poniéndose a contar el primer cuento.
Al rato, las mujeres contaron los más procaces. Estaban tan entretenidos en los relatos que les sorprendió oír una voz desde lo alto de la azotea:
—¿Qué estáis quemando ahí abajo que huele a cueva de Nergal?
—¿Nosotros? ¡Nada! ¿No nos ves? ¡Ah, conque el bienquisto Addasin en persona!
—Todas las habitaciones de palacio están invadidas del hálito pestífero que sale de ahí, seguramente de la alberca…
—Será el agua que se ha corrompido. Aquí lo único que apesta, señor, es nuestra hambre.
—Corred a la alberca a ver qué es lo que pasa…
—No podemos movernos, señor. Nuestra debilidad es tanta que apenas podemos hablar. Si nos mandas alimentos quizá podamos ir a ver…
En cuanto se fue Addasin, Shusteramón ordenó a Pulo y Shuma que apagaran la hoguera, pues no debían desperdiciar combustible tan persuasivo. Si ahora había sido Addasin, era de esperar que en la siguiente ocasión fuera la propia señora quien accediese a dialogar.