En Bubastis

Primero de Tiro y después de Damasco llegaron noticias a la corte de Bubastis de que Asiria se disponía a invadir Egipto.

Los rumores de este peligro inminente corrieron por todo el Delta del Nilo y el faraón Shashank tuvo noticia oficial de la amenaza por boca de un embajador del rey Hazael. El ejército asirio lo componía una tropa de setenta y cinco mil hombres, pero si Bubastis no acudía en auxilio de Damasco y la ciudad caía, seguramente los efectivos aumentarían con la leva que Adadnirari levantase en tierras cananeas, sin pensar en los prisioneros que para trabajos auxiliares llevara de Damasco.

La situación era gravísima y Hazael enviaba al faraón una patética petición de auxilio. A Shashank, al oír al embajador, se le aflojaron los miembros. Prometió al emisario damasceno examinar el problema con la urgencia debida. Enseguida puso al tanto de la situación a su guarda-mantos Nefaran. Éste, como primer ministro y mente más rápida que su señor, conocidos los rumores que circulaban por la ciudad y los informes recibidos de sus agentes, ya había estudiado el asunto y tomado sus medidas.

—Tu ejército, señor, nada tendría que hacer ante el contingente militar asirio; por ello, previendo la confirmación de los rumores de la invasión, envié negociadores a Pedubast.

Como Shashank discurría con más humor cortesano, pero con menos malicia política que su primer ministro, se extrañó:

—¿Por qué a Pedubast?

Nefaran bajó los párpados como si sintiera una súbita somnolencia. Era su gesto habitual cuando tenía que explicar a su señor cosas que le parecían elementales:

—Sencillamente porque de la tropa de que disponemos sólo veinte mil hombres están ejercitados en las armas. Los treinta mil restantes que completan nuestros efectivos son esclavos uniformados al servicio de los jefes y oficiales, de la vigilancia fluvial y de la intendencia del ejército.

El faraón rearguyó sin indignarse:

—Pero cobran su soldada.

—Desde luego, porque si cada soldado no cobrara por dos, los oficiales por tres y los jefes por cuatro, lo seguro es que desertaran y fueran a ofrecer sus servicios a Pedubast.

—Comprendido. Ahora recuerdo que ya me lo explicaste otra vez.

—Varias veces, señor.

—Y bien ¿qué se te ha ocurrido?

—La amenaza de Asiria no es para nosotros solos. Sería Bubastis la primera víctima, pero inmediatamente le tocaría el turno a Tanis. Por eso le hice saber a Pedubast cuál era la situación. Y que debía dejar a un lado rencillas, resquemores, ambiciones y aliarse contigo, ¡oh gran señor!, para ofrecer a los asirios un frente común.

—¿Y qué ha dicho?

—Estoy esperando su contestación.

Shashank, que parecía ignorar los efectivos de su ejército, conocía bien los de su rival Pedubast: veinticinco mil hombres, de los cuales mil lanceros de a caballo y seiscientos arqueros que disponían de trescientos carros de combate. También en ese ejército abundaban los esclavos disfrazados de soldados.

—Harsiese —comentó el faraón— también debe prestar su ayuda. No debe olvidar que si le quité la gobernaduría le di el gran sacerdocio de Amón, y que en él lo mantengo.

—Todo lo he previsto, señor. Harsiese ya ha respondido a mi demanda. Y está dispuesto a prestar su apoyo con diez mil guardias de Amón. Pocos, claro está, pero bien sabes el ardor que el divino Amón pone en sus soldados. Si Pedubast obra cuerdamente y se alía contigo, contaríamos con un ejército de unos sesenta mil hombres adiestrados en el oficio de la guerra. Esta cifra es poco satisfactoria para oponerla a un ejército de setenta y cinco mil soldados, de los cuales la mayoría son veteranos de varias campañas. También hay que reconocer que ni Pedubast ni tú, ¡oh gran señor!, gozáis del prestigio militar suficiente como para despertar el ardor guerrero que inspira Semíramis. Harsiese, vista la penuria de nuestro tesoro, me ha ofrecido cinco mil deben de oro, cantidad con la que podríamos armar a los sesenta mil siervos adjuntos a ambos ejércitos. No habrá tiempo de instruirlos para el combate, pero por lo menos podremos dar a los asirios la impresión de tener una fuerza mucho más numerosa que la suya.

Nefaran calló. Se quedó observando a su señor. Tenía curiosidad por saber cómo reaccionaba ante el peligro extranjero. Hasta entonces sus problemas militares se habían limitado a sujetar al rey Pedubast de Tanis y a Harsiese que, hasta hacía pocos años, también aspiraba a reinar en una parcela del Delta. Mas todo lo que se le ocurrió a Sihashank, sucesor de una dinastía de origen libio que con el primer Shashank prometía ser tan gloriosa como su antecesora la de los Ramsés, fue decir con tono de profunda decepción y gesto compungido:

—¡Parece mentira! Siempre serví a Semíramis como un buen amigo. Incluso me debe una buena cantidad…

El guarda-mantos escuchó con atención las palabras un poco desvaídas del faraón. En ese momento pensó que la suerte de los señoríos del Delta dependía de la seguridad de los dos reyes, y que era justo que los señores contribuyeran a la defensa del país, pues defendían también sus feudos. Mas, simultáneamente, al oír las palabras del faraón, pensó en Semíramis, y se acordó de algo que tiempo atrás le había dicho Menfitas, el embajador que mandó a Babilonia cuando Semíramis regresó de su campaña del Indo.

—¿Por qué te debe Semíramis esa cantidad?

—¡Bah! Según tú, el recaudo de contribuciones cada vez se hace más difícil. El pueblo no soporta nuevos impuestos. ¿Y qué quieres que haga? Que Amón, mi divino padre, me perdone. Tengo que descender a comerciar…

—Mas por lo que has dicho con muy mal resultado.

—A un rey, vender se le hace fácil, pero cobrar… Varias veces le recordé a Semíramis el adeudo. Mas no sé insistir. ¡Obliga a tanto ser faraón de Egipto…!

Nefaran comprendió las timideces acreedoras de su señor. Y tuvo la oportunidad de llevar a su ánimo la utilidad que podían sacar de sus descuidos financieros:

—Es posible, señor, que esa deuda nos sirva para la defensa de Egipto tanto como un buen ejército. Tu delicadeza como acreedor de Semíramis demuestra una sutil sagacidad.

Shashank miró con recelo al guarda-mantos:

—No me adules.

Nefaran hizo una profunda reverencia y se retiró unos pasos. Ya sin miedo a herir los oídos del faraón, gritó a los servidores apostados a las puertas del salón:

—¡Aquí, inmediatamente que venga el honorable Menfitas!

No era hora de fornicaciones, aunque el taimado Menfitas no tuviera horario preciso para estas expansiones. El cortesano llegó poco después sonriente, inclinando la espina en sucesivas reverencias al faraón, al espíritu del faraón, a los antepasados del faraón, al divino Amón y a la divina Bast.

A Nefaran sólo le dedicó una leve inclinación de cabeza. Después, en posición de firme, se mantuvo grave, rígido ante el señor y el guarda-mantos. Éste se dirigió al rey:

—Te acuerdas, ¡oh mi señor!, de aquel médico que atendió a tu primera esposa, llamado Shusteramón.

—Sí, lo recuerdo. ¿Qué fue de él? Desertó a Tebas y se puso al servicio de Osorkón, ¿verdad?

—No —aclaró Nefaran—, ése fue Sinopes. Shusteramón desapareció misteriosamente de la corte. Luego supimos que se había dejado secuestrar por agentes babilonios.

Shashank se llevó la mano a la cabeza:

—¡Ah, ya caigo! Alguien me dijo que estaba al servicio de Semíramis. Y mira lo que son las cosas: por Shusteramón no le pasé factura.

—Ahora sabrás, señor, lo que hace Shusteramón… —dio media vuelta, miró a Menfitas y le ordenó—: Dinos lo que sabes de él…

Menfitas se sintió feliz de tener voz ante el faraón, después de su desdichada aventura en Babilonia. Nefaran, que atendía a su protegido Karmo, el ecónomo que llevó la embajada a Babilonia, le había postergado en sus funciones en la corte. Menfitas relató cómo en su viaje a Babilonia se había encontrado, huyendo de la ciudad, a Shusteramón y a un ayudante; cómo le hizo prisionero y lo devolvió a la patesi. Pero contó también lo que le había confesado el médico respecto a sus trabajos en el obrador secreto del palacio real, y los servicios que prestaba a la reina. Cuando terminó su información, Shashank, que le escuchó con creciente curiosidad, exclamó:

—¡Es fantástico! Así que Shusteramón llegó a descubrir la fórmula de la inmortalidad… —y súbitamente presa de la más violenta indignación, tal como si Menfitas le hubiese hecho una gran traición, exclamó—: Tú, miserable, ¿por qué dejaste en Babilonia a un hombre que ha descubierto la inmortalidad? ¿Tan despreciable te parezco, que deba sufrir el destino de toda criatura humana? Porque ella, Semíramis, va a ser inmortal y yo voy a pudrirme en mi sarcófago de sicómoro.

Cuando el faraón desahogó su ira, Nefaran sonrió y dijo:

—No te exaltes, señor, que a nada bueno conduce la cólera. Eso de la inmortalidad… —e instó a Menfitas—: Anda informa cumplidamente al señor.

—Shusteramón, ¡oh mi señor!, no ha descubierto el secreto de la inmortalidad. Aunque Semíramis viva engañada y crea que de un momento a otro se verá beneficiada con tal gracia divina. Los babilonios atestiguan que un gran personaje de la antigüedad, un tal Gilgamesh, poseía una planta que tenía la virtud de dar la inmortalidad al hombre. Parece ser que botánicos de Semíramis encontraron la planta en unos acantilados de la costa del Indo. Shusteramón la somete a muchas manipulaciones, para las cuales necesita minerales, yerbas y aceites de nuestras tierras, del Alto y Bajo Egipto.

—Sí, los que yo le mando —asintió Shashank.

—Pero, en realidad, según lo que me confesó Shusteramón, lo único que había logrado era mantener los músculos de Semíramis firmes y su piel lozana, sin que hasta entonces la hubiese dañado la edad. La patesi de Babilonia, señor, presenta el aspecto de una adolescente, la frescura y color nacarino del cutis de una niña. Cuando yo la conocí creo que tenía treinta y dos años y no aparentaba más de dieciséis o diecisiete, y ya había hecho la guerra del Indo… Me dijo Shusteramón que las pomadas y elixires que prepara para Semíramis y los complicadísimos ungüentos hacen mucho para mantener su juventud y su belleza, pero que es el espíritu de la propia Semíramis, convencida de que ella será inmortal, el que obra el milagro de esta perenne adolescencia.

Nefaran despidió a Menfitas y de nuevo a solas con el faraón le dijo que si Asiria no desistía de atacar a Egipto, Semíramis perdería para siempre los suministros que tanto necesitaba. Y como el faraón le dijera que según el emisario damasceno Semíramis no estaba al frente del ejército y se hallaba en Babilonia, el guarda-mantos comentó:

—Eso de que no viene al frente del ejército es un ardid. En el momento que considere oportuno aparecerá entre la tropa. Es probable que proclamen oficialmente que las operaciones militares las lleva el rey Adadnirari por simple fórmula. Creo que debemos aprovechar todos los recursos que sirvan para detener al invasor.

Las tres autoridades supremas que se distribuían el poder en el delta tardaron más tiempo del que fuera de desear en ponerse de acuerdo para firmar alianza y reunir sus aportaciones.

Pedubast, que se mostró muy renuente a asociarse a Shashank, pretendió asumir la cabeza de la responsabilidad de la defensa y del mando del ejército coaligado. Esto no lo aceptó Nefaran maliciando que, una vez detenido el invasor, el rey de Tanis no se conformaría con haber salvado al país del peligro asirio, sino que aprovecharía la ocasión para apoderarse de Bubastis y derrocar a Shashank. El guarda-mantos, sin darle una negativa al de Tanis, se valió de Harsiese para que le convenciera de que no le convenía asumir tal responsabilidad, pues, como el resultado de la operación militar era dudoso, en el mejor de los casos Egipto no quedaría muy bien parado y el malestar que seguiría al conflicto bélico haría impopular al rey y al mando que asumiera la jefatura. Por medio del sacerdote de Amón, el guarda-mantos de Shashank logró que Pedubast accediera a que el de Bubastis fuera la cabeza visible de la defensa de Egipto y a que sus generales tomaran el mando de la coalición.

La morosidad con que los tres señores del Delta llevaron las negociaciones para llegar a un acuerdo pudo haberles sido funesta, mas su parsimonia coincidió con la poca fortuna que los asirios tuvieron en el acoso de Damasco. Shashank, Pedubast y Harsiese enviaron embajadores a Tebas pidiendo ayuda al gobierno del Alto Egipto. Tebas respondió con tibieza, demostrando lo poco que le afectaba la amenaza asiria. Sin embargo, despidió a los emisarios de la coalición del Delta asegurándoles que les haría un préstamo en especies a fin de ayudarles en los gastos de la movilización.

Pactada la alianza y puesto el asunto en manos militares, la preparación de la tropa, organización de la campaña y movilización se llevó con mayor celeridad y eficacia. El ejército aliado quedó bajo el mando supremo del general Alopetal. Y aunque no había suficientes soldados para utilizar el aparato bélico con que contaban los aliados, Nefaran hizo prevalecer su opinión de que se llevaran al frente de guerra los carros de combate y la maquinaria ofensiva de que se disponía. Las arcas de Bubastis y de Tanis no estaban muy florecientes, pero los palacios de ambas ciudades abundaban en riquezas, y aunque no convenía exponer éstas a un descalabro y perderlas en el mismo, Nefaran animó a los dos reyes para que el ejército hiciera un alarde de poderío, suntuosidad y abundancia.

También sugirió al alto mando salir al encuentro del ejército asirio, si éste, una vez tomada Damasco, seguía en su propósito de invadir Egipto. Mas para que Asiría no tomara como pretexto de su acción guerrera la movilización por parte de los egipcios aquélla debía hacerse como una maniobra militar hasta la frontera de Judá, reino que se consideraba amigo.

Cuando el ejército de la coalición del Delta se hallaba listo, Nefaran tuvo noticia de que en el mando asirío se había provocado una honda crisis a causa de disidencias entre el rey Adadnirari y sus generales; mas estas noticias debían de ser viejas, pues días más tarde llegaron por vía fluvial a Bubastis el rey Hazael, su mayordomo y la tartesia Tursyna, quienes enteraron al faraón de que la situación de Damasco era insostenible, pues Adadnirari, después de sufrir un grave revés, había cercado la ciudad con un círculo de torres de asalto; que el general Zurima, considerando que este asalto no podría resistirlo la defensa damascena, había aconsejado al rey salir de la ciudad, ganar la costa y refugiarse en Bubastis.

De otros detalles de las fuerzas asirías y sus proyectos imperialistas quedaron enterados Shashank y su guarda-mantos.