Victoria frustrada

En las ventanas, tras de las celosías, rejas, cortinas de junco se adivinan rostros crispados por el temor, por la incertidumbre; miradas dolorosamente ansiosas. Ni un alma. Ni en las azoteas ni en los terrados de las casas. En las calles confluentes a la Vía Real, las huellas dolientes de la violencia. Todavía humean los escombros de algunas casas. Vasijas rotas, sillas, mesas y trípodes cojos, edredones y cojines despanzurrados.

También los cuerpos de los que cayeron en la lucha. Si no fuera por los perros, por alguna cabra, acémila u otro animal doméstico que ha escapado del corral espantado por el fuego, no habría esa mañana en Damasco ninguna señal de vida, pues los soldados, que con las picas en alto guardan todo el trayecto de la Vía Real que va de la plaza de los Mercaderes al palacio, de tan inmóviles y ordenados parecen estatuas. El cortejo del vencedor camina lenta, solemnemente. Lo abren los seis portadivisas del ejército asirio, que en los mástiles, sobre el hacha de Asur, exhiben calaveras. Sigue el carro del rey. Y a su diestra, a pie, Belsalí, el gobernador de la ciudad que ha rendido oficialmente la plaza, y que informa al vencedor.

Adadnirari ni siquiera le presta atención. Belsalí con un vendaje ensangrentado que le cubre el brazo izquierdo, rastrea al lado del carro del asirio:

—Señor, a la derecha, el templo de Yavé…

Adadnirari mueve la cabeza. «Miserable construcción para un dios», murmura para sí. Pregunta:

—¿Quién lo levantó?

—Mi señor Hazael.

—Tacaño —comenta el joven monarca.

Y en la calle llamada de los Yaveístas, la misma imagen de Damasco que se repite esa mañana: ruinas humeantes, muebles y enseres destruidos, cadáveres.

Adadnirari sospecha que le han engañado. Sabrá pedir cuentas a los cabecillas de la sedición. Han sido ellos por boca de Belsalí quienes le aseguraron que no se había saqueado la ciudad. Pero Damasco daba evidentes muestras del pillaje.

—Señor, a la izquierda, la plaza de Ben Adad, el rey de Damasco que por primera vez llevó este nombre. El edificio del fondo es la Lonja. La administra por contrato un grupo de síndicos de Tiro.

—¿Y este palacio? —inquiere Adadnirari.

—Perteneció a una mujer llamada Manizulam, pero la gente le dice la casa de la Sidonia. En él se hospedó tu ilustre abuelo Salmanasar el Glorioso cuando nos honró con su visita —informa Belsalí.

Adadnirari percibe el dejo de ironía que hay en el eufemismo del gobernador. La visita a Damasco del glorioso Salmanasar comprendió la toma y saqueo de la ciudad. Si no exageraban las inscripciones del palacio de Kalah, veinte mil damascenos habían sido sometidos al yugo de la esclavitud. Aunque el lapidario, por instrucciones del escriba, había tenido el cuidado de puntualizar: «Son de tan ruin naturaleza que durante el tránsito de la deportación, dejaron de alentar ocho mil cabezas».

—¿Y por qué mi glorioso abuelo no se hospedó en el palacio real?

—Tuvo aprensión de hacerlo porque alguien le dijo que en él se albergaba el espíritu del dios de los ejércitos.

—¿Asur, acaso?

—No, señor: Yavé.

—¡Vaya! Oí decir a mi madre, la señora de Babilonia, que Yavé es un dios justiciero, magnánimo, árbitro de las querellas humanas, pero no señor de ejércitos.

—¿Quién si no él, el santísimo Yavé, ha movido tu voluntad para que entraras en Damasco?

—No digas tonterías, bienquisto Belsalí. Pudiera pensar que blasfemas. Mis pasos hasta Damasco los condujo el poderoso Asur. Y que tu dios Yavé se ande con cuidado, pues puedo invocar a Nergal para que los demonios se lo lleven consigo al país sin retorno.

Con una mueca dolorosa, tanto por el dolor del brazo herido como por el corazón lacerado, Belsalí, a quien le ha tocado el sarcasmo de acompañar al rey tras el simulacro de sellar la rendición de la ciudad, contesta más con piedad que con miedo:

—Tú, señor, no eres de esa calaña. Eres prudente y magnánimo. No has vertido ni una sola gota de sangre.

—Pero el fantasma de mis torres de asalto la ha provocado.

Belsalí se queda suspenso. Lo que ve le parece increíble. La población que ha sobrevivido a la noche fatídica se encuentra recluida, llena de terror, en las piezas más escondidas de las casas. ¿De dónde ha salido esta niña? Y es damascena. La túnica que viste, las sandalias la identifican como una nativa. La niña, en este momento en que la ciudad está vacía, sumida en un silencio de muerte que hace más fúnebre el ruido de los carros, los pasos de los soldados y la marcha de la caballería, adquiere una inusitada personalidad. Adadnirari la mira. La chiquilla sonríe con simpatía al ver tan brillante espectáculo.

Jamás vio una tropa desfilar de un modo tan ordenado y uniforme. Recibe la mirada del rey y sonríe. Adadnirari alza el brazo, los trompeteros que le siguen dan la orden de alto. El joven hace un gesto llamando a la pequeña. Esta atraviesa la fila de soldados que acordonan la Vía Real y se acerca al carro.

—¿Nunca viste un rey?

—Me gusta tu carro, señor. Es de oro.

Adadnirari sonríe:

—No todo. El peto, sí. ¿Cómo te llamas? —La niña mueve la cabeza negativamente—. ¿No tienes nombre?

—Sí, tengo nombre, pero una niña no debe dar su nombre a un extranjero. Belsalí lo sabe.

Adadnirari pregunta al gobernador de quién se trata. El gobernador se yergue para decirle casi al oído:

—Ahora caigo que es la hija de Palmus.

—¿Quién es Palmus?

Belsalí calla.

—El tesorero real, señor —dice la niña. Mi madre me dijo que saliera a tu encuentro y te pidiera por Yavé bendito que lo sacaras de la mazmorra. Los demonios asiríos lo han apresado.

—Dile a tu madre que la han engañado. No somos nosotros, los asirios, quienes hemos apresado a tu padre, sino los montañeses del Antilíbano. Dile que en cuanto llegue a palacio me interesaré por él y le haré volver a casa. Te lo prometo.

—¡Alabado seas, señor! Que el espíritu de Yavé te acompañe.

Adadnirari da la orden de continuar la marcha. Le dice a Belsalí:

—Los montañeses no sólo se habrán apoderado de la persona de Palmus, sino también del tesoro real…

—Sin duda, señor… —seguidamente, evasivo, fingiendo su misión de guía, advierte—: A tu izquierda, señor, la fuente de los leones.

Adadnirari no mueve la cabeza. Tiene la vista fija en la plaza o explanada en que termina la Vía Real y se alza el palacio. No es muy apropiado de un reino tan rico como Damasco. Le gusta la piedra de color rosa, pero la construcción, aunque más esbelta y graciosa que los palacios asirios, es de proporciones modestas. Tiene más presencia y más ventanas la casa de la Sidonia.

Entra en la explanada. El mismo vacío de muerte. En el centro ya está instalada el ara donde hará el sacrificio a Asur. Pero algo que no esperaba: a derecha e izquierda, paralelas a los flancos de la plaza, sendas hileras de mástiles de empalados.

—¿Quiénes son ellos?

—Lo ignoro, señor. Desde aquí no acierto a ver sus facciones. Deben haberlos ajusticiado esta madrugada. Por la indumentaria, los de la derecha parecen tartanes de palacio; los de la izquierda, montañeses insurrectos.

En frente, en las dos pequeñas gradas de la entrada principal, las tamboras y comas tañen un saludo al vencedor. Los portadivisas lanzan el aullido guerrero y las gargantas de los veinte mil soldados asirios que han entrado en la ciudad dan los vítores de «Adadnirari, rey de Asiria», que repiten por dos veces. El rey se apea del carro y se acerca sin descomponer su apostura marcial hasta el ara, coincidiendo con los sacerdotes victimarios. Arden los pebeteros, y la res, una novilla blanca, recibe el golpe de muerte en el testuz. Adadnirari piensa que Hurimasin merece un ascenso. No es un diestro guerrero, pero sí un tartán militar que sabe cuidar los detalles. Selladas las capitulaciones se anticipó a entrar en la ciudad para preparar la recepción del monarca. La banda militar acompaña con sus sones la liturgia del sacrificio.

Adadnirari había querido entrar en Damasco no como un conquistador, sino como un huésped, como un visitante ilustre, un soberano benévolo y amigo. Quería ganar la alianza oficial y la simpatía de la población. Era importante que Damasco aceptara la ocupación de buen grado. El ejército asirío no debía aventurarse a entrar en tierras de Egipto dejando atrás resquemores, resentimientos, anhelos de venganza. Mas los montañeses, que al provocar la insubordinación le facilitaron la ocupación pacífica de la ciudad, la habían enlutado con la más cruel violencia. La plaza, también vacía. Sólo a la puerta de palacio el séquito de recepción.

Adadnirari ora y da gracias a Asur con devoción. Está impaciente por convocar a los montañeses responsables y pedirles menuda cuenta de lo que ha pasado en los dos días de revolución.

Concluido el oficio religioso, Adadnirari, seguido de su amigo Birtai, del séquito de jefes y oficiales del ejército y del induta Mindahin, sube las dos gradas y entra en el corredor. Soldados damascenos de la guardia real le rinden honores. Se introduce en palacio siguiendo los pasos de Belsalí. Atraviesa el patio de honor. Vuelve a entrar en un nuevo corredor donde caballeros y damas de la corte se inclinan reverentes. Belsalí toma la derecha y dirige sus pasos hacia una puerta decorada con hojas de vid en oro sobre un fondo azul. Dos criados le franquean el paso.

Adadnirari entra con la alegría íntima de haber rematado gloriosamente lo que en un momento aciago fue terrible descalabro. Pero en cuanto da unos pasos en el interior de la sala del trono, se detiene. El corazón parece querer subirle de súbito a la garganta; otros miembros le desfallecen a la vez que se siente presa de la ira.

En el fondo, sentada en el trono de Damasco, ella. La rodean soldados asirios que en el peto de cuero llevan la calavera de Nergal. Al verle aparecer, los soldados a una le dan los tres vítores: «¡Adadnirari, rey de Asiria!». Escucha las aclamaciones como una burla sarcástica. Ella, Semíramis, no se mueve. Le mira fijamente. El joven cree notar en sus labios como una sonrisa condescendiente. El rey comprende: la rebelión de los montañeses fue una astuta estratagema de que se valió su madre para entrar en la ciudad y apoderarse de ella, saquearla e incendiarla con los mismos métodos de crueldad empleados por Shamshiadad, por Salmanasar, por Asurnasirpal, por todos los reyes asirios. Y como si la burla fuera aún pequeña, tiene que oír a la usurpadora:

—¿Por qué te detienes, señor?

Adadnirari instintivamente se lleva la mano al pomo de la espada. Rastrea la vista y mira con gesto de feroz recriminación a Belsalí, cómplice de aquella farsa. Pero el gobernador, comprendiéndolo, sin decir palabra baja humildemente la cabeza y abre los brazos en ademán de disculpa.

El rey da unos pasos. Su mano crispada atenaza con más vigor el pomo de la espada. Es el momento. Ahora o nunca. Adadnirari o Semíramis. Asiria o Babilonia. Asur o Marduk. Y es el Asur de las miradas benevolentes que ahora tiene el corazón agitado por la ira, el que se posesiona de su espíritu.

Semíramis lo ve avanzar. Comprende la situación y de lo que es capaz un joven humillado que tiene en sus manos todo el poder y toda la impunidad. Sonríe. Poco a poco, temblándole las piernas, se levanta de la silla de David. Murmura en son de disculpa, de justificación:

—Creí, señor, que el lugar más adecuado para recibirte era éste, la sala del trono. Y como tardabas me senté.

Semíramis prudentemente se retira. Queda amparada por la guardia. Adadnirari, confuso, afloja la mano que empuña la espada. Todavía poseído por la ira y un sentimiento de frustración se acerca receloso al trono. Se sienta. Ve por primera vez a todo su séquito alineado en el fondo del salón. Ninguno puede ocultar ni la sorpresa ni la decepción. Birtai aprieta las mandíbulas, pero en sus ojos fijos en Semíramis se ve un fulgor admirativo. Belsalí, que cree llegado el momento oportuno de salvar el pellejo, se acerca al rey. Hace una genuflexión, y a los pies de Adadnirari, sonriente, procurando captarse su indulgencia, ensaya a continuar su papel de guía:

—Esa silla, señor, perteneció a un rey de Judá. Muy sabio, justo, virtuoso y prudente que se llamó David. ¿No oíste hablar de él? —Adadnirari no contesta. Baja la vista y mira con un infinito desprecio al gobernador. Este continúa—: ¿Y de Salomón? ¿Oíste hablar de Salomón? Vivió en los mismos años que Tiglatpileser y Adadnirari, el segundo rey de Asiria que llevó tu mismo nombre.

Adadnirari alza el pie y aparta de un golpe brutal a Belsalí.

Todo el herraje de la bota hiere el rostro del mayordomo, que rueda a los pies del monarca.

Semíramis no puede contenerse:

—Esta noche le hirieron cuando cumplía con su deber. Tu primer acto en Damasco, señor, no es de rey —y alzando la voz llama—: ¡Hurimasin!

El que fuera escudero de Semíramis, se acerca a su señora. Adadnirari se siente también traicionado por él.

—¡Manda, señora!

—Lleva al bienquisto Belsalí a que le asistan y curen. Que mis soldados guarden sus habitaciones.

Adadnirari con voz estentórea llama al tesorero real:

—¡Aquí, Palmus!

Semíramis, que vuelve a recobrar el dominio sobre sí misma, dice a su hijo:

—Acabas de llegar a Damasco y tu primera preocupación es un funeral.

—¿Quién ordenó su muerte?

—Yo, segura de anticiparme a tu sentencia.

—Acabo de prometer a su hija que lo devolvería sano y salvo…

—Lo siento, señor. Eso es lo malo de hacer promesas antes de sentarse en una silla real. Y, si ya has descansado, sería prudente que abandonaras ese trono. No eres un anciano para permanecer tanto tiempo sentado en un lugar que no te corresponde. Si no hubieses arrojado de tu lado a Belsalí te hubieras enterado de que es el trono de Ben Adad. Y que esta noche, con tu aquiescencia, será proclamado rey de Damasco.

—¿Quién lo ha decidido?

—Asiria, señor —afirma Semíramis.

Adadnirari se pone de pie. Abandona el sitial y da unos pasos hacia el centro del salón. Mira a su séquito. Se vuelve hacia su madre; después, dirigiéndose a Mindahin, dice:

—Señores: he sido vitoreado al entrar en esta sala. Aclamad a Ben Adad, tercero en la virtud de su nombre, rey de Damasco… —y tras de oír los tres vítores se encara con Semíramis—: ¿Has dejado con vida al mayordomo de palacio?

—Benazzan, junto con su amo y señor Hazael, hace tiempo salió huyendo de la ciudad. Era fácil hacerlo dada la ineptitud del servicio de espionaje asirio. Y con el rey y su mayordomo escapó Tursyna. Mas llegado a este punto las cuestiones que se presentan no son para solventar en audiencia pública. Esta tarde, señor, después del almuerzo que nos ofrece el rey Ben Adad, tendré ocasión de informarte debidamente.

La entrevista de la madre y el hijo fue aún más borrascosa que la que tuvieron año y medio antes en el Éufrates, a bordo de la garza. La discusión, muchas veces en tono de disputa, tocó todos los temas imaginables, Los familiares, casi los del servicio doméstico, los del gobierno y del Estado; los del ejército, las traiciones y lealtades verdaderas y atribuidas de algunos jefes como Gelmas y Mindahin.

Gelmas se había alejado de Damasco rumbo a Israel con el único propósito de no perder tiempo en un acoso que se llevaba con una táctica completamente errónea. Y mientras avanzaba hacia Samaria mandó correo a Babilonia explicando lo grave de la situación, sometiéndose al juicio de Semíramis.

Ésta, que recibió al correo cuando se hallaba con su tropa en camino hacia Damasco, ordenó a Gelmas que siguiera para Samaria e hiciera alianza. Y que bajara a Judá con el mismo propósito. Que si le daba tiempo, tomara posiciones en tierras de Sinaí, y que allí esperase instrucciones.

La reina explicó a su hijo de un modo somero la estratagema de que se valió para entrar en Damasco y posesionarse en unas cuantas horas de la ciudad. No quiso informarle detalladamente porque, aparte de los muchos asuntos a discusión, quería dejar en el ánimo de Adadnirari una cierta perplejidad que pondría aún más de relieve sus dotes militares y don de mando. Recriminó a su hijo las relaciones con Sunga. Aunque en esos días Adadnirari se había desinteresado de su amante, sólo por llevar la contraria a Semíramis volvió a afirmar que Sunga sería su esposa y que su hijo, el pequeño Salmanasar, heredaría el trono de Asiria.

Si bien en lo particular Adadnirari defendía con más ímpetu y también con más intransigencia que antes sus puntos de vista y su sentimiento, se veía desprovisto de autoridad —tras de los dos fracasos sufridos en Damasco— para hacer prevalecer su criterio en las razones de Estado. Por inexperiencia en estos trances y sin la intuición de su madre, planteó la cuestión de un modo temperamental y torpe: Abdicaría a favor de su hijo Salmanasar, nombrando un consejo de regencia integrado por Asarmelke y Dinakalla, que habían sido los más conspicuos consejeros del trono en vida de Shamshiadad.

—Porque yo, como hijo tuyo, sentiré escrúpulos de poner el cuello de la reina de Babilonia bajo el hacha del verdugo; pero ellos no tendrán piedad contra la usurpadora.

Semíramis dejó que su hijo liberara todo su encono y amargura, que se purgara de la humillación sufrida. Cuando concluyó de exponer sus propósitos, entre ellos el de vivir tranquilamente en compañía de Sunga en un palacio que se mandaría construir en Asur, Semíramis, sonriente, con un tono de voz meloso que irritó todavía más a su hijo, le dijo:

—Si no estuviese segura de tu cariño, del amor que me profesas, sería para pensar que me odias. Es cierto, hijo mío, que no tienes dotes para ser rey de Asiria. Desecha esa idea de vivir con Sunga. Puedes disfrutar las delicias de los harenes de Kalah y Babilonia. Puedes asistir a todas las cacerías rituales. También a las campañas militares. Tuyo será el banderín y la gloria. Para ti serán los vítores. Y a tus pies los reyes extranjeros te rendirán vasallaje. Pero déjame a mí que construya la grandeza de Asiria. En segundo término, a tu sombra. Nuestras relaciones pueden ser muy satisfactorias y honrosas. ¿Crees que no aprecio tu prestancia, tu juventud, tu gallardía? ¿Crees que no noto cómo tus ojos se velan cuando me miras? ¿Por qué querellarnos, Adadnirari? Dame el poder y yo te daré la gloria. Déjame a mí el ceño y quédate con la sonrisa. Goza las delicias de la vida que el trono te ofrece. Déjame a mí las pesadas cargas que el trono exige. Qué te importa que la gente murmure, que los cortesanos digan que soy yo la que manda, la reina. Ellos morirán y los lapidarios dejarán memoria en mil inscripciones diseminadas por todo el mundo de tus hazañas, conquistas, obras y acciones. Nadie mencionará mi nombre. Y hasta es posible que los siglos pierdan memoria de mi existencia. Pero déjame la alegría de crear, déjame hacer de Asiria y Babilonia un imperio.

Semíramis miró ansiosa y escrutadora a su hijo. Quiso adivinarle en los ojos la respuesta que estaba indecisa en sus labios.

—¿Qué dices, Adadnirari, mi rey?

Adadnirari, que por un momento se vio confundido gratamente con las mieles del halago, de la adulación, de la gloria conseguida sin esfuerzo, reaccionó violento, más encaprichado en la negativa que en la repulsa.

—¡Usurpadora, que no madre, te detesto!

Semíramis comprendió todo el fingimiento que había en la repulsa. Sonrió. Entreabrió la boca y sus labios esbozaron una sonrisa de anhelo.

—Empiezo a acostumbrarme a tus enojos. Todavía hace poco me herían el corazón, pero ahora, quizá por el hechizo que me provoca Damasco, ya no me mortifican. Hasta me gusta que me increpes. Eres adorable, mi reyecito. Esta noche si sientes turbado el corazón acude a mi lado…

—¡Me das asco, Semíramis!

—Tus palabras tienen el aroma y la música de la brisa que atraviesa los granados.

—Eres como una mujerzuela.

—Aún desconoces las dulzuras y aromas que ascienden del pebetero de Ishtar.

Adadnirari bajó la cabeza. Después, resuelto, dio la espalda a su madre. Se dirigió a la puerta.

Semíramis le advirtió mimosa:

—Cariño: no olvides que dentro de una hora coronarás a Ben Adad. Es el primer rey que haces.